Piel negra, máscaras blancas - gesamtausgabe
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dos sistemas de referencia en relación a los cuales han debido situarse. Su metafísica o, por decirlo de manera menos pretenciosa, sus costumbres y las instancias a las que éstas remitían, fueron abolidas porque se contradecían con una civilización que ellos ignoraban y que se les imponía. El negro en su tierra, en el siglo X X , desconoce el momento en el que su inferioridad pasa por el otro... Por supuesto que algunas veces hemos discutido sobre el problema negro con amigos o, en más escasas ocasiones, con negros estadounidenses. A coro protestábamos y afirmábamos la igualdad de los hombres ante el mundo. En las Antillas también teníamos ese pequeño hiato que existe entre la békaille, la mulatería y la negrada. Pero nos contentábamos con una comprensión intelectual de estas divergencias. De hecho, no era nada dramático. Y entonces... Y entonces nos fue dado el afrontar la mirada blanca. Una pesadez desacostumbrada nos oprime. El verdadero mundo nos disputaba nuestra parte. En el mundo blanco, el hombre de color se topa con dificultades en la elaboración de su esquema corporal. El conocimiento del cuerpo es una actividad únicamente nega- dora. Es un conocimiento en tercera persona. Alrededor de todo el cuerpo reina una atmósfera de incertidumbre cierta. Sé que si quiero fumar, tendré que alargar el brazo derecho y coger el paquete de cigarrillos que está al otro lado de la mesa. Las cerillas están en el cajón de la izquierda, tendré que reclinarme un poco. Y todos estos gestos no los hago por costumbre, sino por un conocimiento implícito. Lenta construcción de mi yo en tanto que cuerpo en el seno de un mundo espa-cial y temporal, así parece ser el esquema. No se me impone, es más bien una estructuración definitiva del yo y del mundo (definitiva porque se instala entre mi cuerpo y el mundo una dialéctica efectiva). Desde hace algunos años, hay laboratorios que tienen el proyecto de descubrir un suero de desnegrificación; hay laboratorios que, con toda la seriedad del mundo, han enjuagado sus pipetas, ajustado sus balanzas y emprendido investigaciones que permitan a los desgraciados negros blanquearse y de esta forma no soportar más el peso de esta maldición corporal. Yo había creado, por encima del esquema corporal, un esquema histórico-racial. Los elementos que había utilizado no me los habían proporcionado «los residuos de sensaciones y percepciones de orden sobre todo táctil, vestibular, quinestésico y visual»1, sino el otro, el blanco, que me había tejido con mil detalles, anécdotas, relatos. Yo creía tener que construir un yo psicológico, equilibrar el espacio, localizar sensaciones, y he aquí que se me pide un suplemento. «¡M ira, un negrol» Era un estímulo exterior al que no prestaba demasiada atención. Yo esbozaba una sonrisa. «¡M ira, un negrol» Era cierto. Me divertía. 1 Jean Lhermitte, JJim age de n otre corps, París, la Nouvelle Revue Critique, 1929, p. 17. 112
«¡M ira, un negro\» El círculo se cerraba poco a poco. Yo me divertía abiertamente. «¡Mamá, mira ese negro, ¡tengo miedo!». ¡Miedo! ¡Miedo! Resulta que me temen. Quise divertirme hasta la asfixia, pero aquello se había hecho imposible. Yo no podía más, porque ya sabía que existían leyendas, historias, la historia y, sobre todo, la historicidad, que me había enseñado Jaspers. Entonces el esquema corporal, atacado en numerosos puntos, se derrumba dejando paso a un esquema epidérmico racial. En el tren, no se trataba ya de un conocimiento de mi cuerpo en tercera persona, sino en triple persona. En el tren, en lugar de una, me dejaban dos, tres plazas. Ya no me divertía tanto. Ya no descubría las coordenadas febriles del mundo. Existía triple: ocupaba sitio. Iba hacia el otro... y el otro evanescente, hostil, pero no opaco, transparente, ausente, desaparecía. La náusea... Yo era a la vez responsable de mi cuerpo, responsable de mi raza, de mis ancestros. Me recorría con una mirada objetiva, descubría mi negrura, mis caracteres étnicos, y me machacaban los oídos la antropofagia, el retraso mental, el fetichismo, las taras ra- I ciales, los negreros y sobre todo, sobre todo, «aquel negrito del Africa tropical...». Ese día, desorientado, incapaz de estar fuera con el otro, el blanco, que implacable me aprisionaba, me fui lejos de mi ser-ahí, muy lejos, me constituí objeto. ¿Qué era para mí sino un despegue, una arrancada, una hemorragia que goteaba sangre negra por todo mi cuerpo? Sin embargo, yo no quería esta reconsideración, esta te- matización. Yo quería simplemente ser un hombre entre otros hombres. Hubiera querido llegar igual y joven a un mundo nuestro y edificar juntos. Pero me negaba a toda tetanización afectiva. Quería ser hombre y nada más que hombre. Algunos me relacionaban con mis ancestros, esclavizados, linchados: decidí asumirlo. A través del plan universal del intelecto comprendí ese parentesco interno; yo era nieto de esclavos por la misma razón que el presidente Lebrun lo era de campesinos dúctiles y sumisos. En el fondo, la alerta se disipaba bastante rápido. En Estados Unidos los negros son segregados. En América del Sur se azota en las calles y se ametralla a los huelguistas negros. En África occidental, el negro es una bestia. Y aquí, cerca de mí, justo al lado, este compañero de la facultad, oriundo de Argelia, que me dice: «Mientras hagamos del árabe un hombre como nosotros, ninguna solución será viable». —Mira, oye, los prejuicios de color me son ajenos... Pero, vamos a ver, para nosotros no existen los prejuicios de color... Perfectamente, el negro es un hombre como nosotros... No porque sea negro va a ser menos inteligente que nosotros... Yo tuve un compañero senegalés en el regimiento, era muy hábil... ¿Dónde situarme? O, si lo prefieren: ¿dónde meterme? 113
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dos sistemas de referencia en relación a los cuales han debido situarse. Su metafísica<br />
o, por decirlo de manera menos pretenciosa, sus costumbres y las instancias a las<br />
que éstas remitían, fueron abolidas porque se contradecían con una civilización que<br />
ellos ignoraban y que se les imponía.<br />
El negro en su tierra, en el siglo X X , desconoce el momento en el que su inferioridad<br />
pasa por el otro... Por supuesto que algunas veces hemos discutido sobre el<br />
problema negro con amigos o, en más escasas ocasiones, con negros estadounidenses.<br />
A coro protestábamos y afirmábamos la igualdad de los hombres ante el mundo.<br />
En las Antillas también teníamos ese pequeño hiato que existe entre la békaille,<br />
la mulatería y la <strong>negra</strong>da. Pero nos contentábamos con una comprensión intelectual<br />
de estas divergencias. De hecho, no era nada dramático. Y entonces...<br />
Y entonces nos fue dado el afrontar la mirada blanca. Una pesadez desacostumbrada<br />
nos oprime. El verdadero mundo nos disputaba nuestra parte. En el<br />
mundo blanco, el hombre de color se topa con dificultades en la elaboración de su<br />
esquema corporal. El conocimiento del cuerpo es una actividad únicamente nega-<br />
dora. Es un conocimiento en tercera persona. Alrededor de todo el cuerpo reina<br />
una atmósfera de incertidumbre cierta. Sé que si quiero fumar, tendré que alargar<br />
el brazo derecho y coger el paquete de cigarrillos que está al otro lado de la mesa.<br />
Las cerillas están en el cajón de la izquierda, tendré que reclinarme un poco. Y todos<br />
estos gestos no los hago por costumbre, sino por un conocimiento implícito.<br />
Lenta construcción de mi yo en tanto que cuerpo en el seno de un mundo espa-cial<br />
y temporal, así parece ser el esquema. No se me impone, es más bien una estructuración<br />
definitiva del yo y del mundo (definitiva porque se instala entre mi cuerpo y<br />
el mundo una dialéctica efectiva).<br />
Desde hace algunos años, hay laboratorios que tienen el proyecto de descubrir un<br />
suero de desnegrificación; hay laboratorios que, con toda la seriedad del mundo, han<br />
enjuagado sus pipetas, ajustado sus balanzas y emprendido investigaciones que permitan<br />
a los desgraciados negros blanquearse y de esta forma no soportar más el peso<br />
de esta maldición corporal. Yo había creado, por encima del esquema corporal, un<br />
esquema histórico-racial. Los elementos que había utilizado no me los habían proporcionado<br />
«los residuos de sensaciones y percepciones de orden sobre todo táctil,<br />
vestibular, quinestésico y visual»1, sino el otro, el blanco, que me había tejido con mil<br />
detalles, anécdotas, relatos. Yo creía tener que construir un yo psicológico, equilibrar<br />
el espacio, localizar sensaciones, y he aquí que se me pide un suplemento.<br />
«¡M ira, un negrol» Era un estímulo exterior al que no prestaba demasiada atención.<br />
Yo esbozaba una sonrisa.<br />
«¡M ira, un negrol» Era cierto. Me divertía.<br />
1 Jean Lhermitte, JJim age de n otre corps, París, la Nouvelle Revue Critique, 1929, p. 17.<br />
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