PERIODO JÓNICO ILIADA Y ODISEA

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13.05.2013 Views

Literatura retiene. Véngale tú, próvido Zeus Olímpico, concediendo la victoria a los teucros hasta que los aqueos den satisfacción a mi hijo y le colmen de honores. De tal suerte habló Zeus, que amontona las nubes, nada contestó, guardando silencio un buen rato. Pero Tetis, que seguía como cuando abrazó sus rodillas, le suplicó de nuevo: —Prométemelo claramente asintiendo, o niégamelo —pues en ti no cabe el temor— para que sepa cuán despreciada soy entre todas las deidades. Zeus, que amontona las nubes, respondió afligidísimo: — ¡Funestas acciones! Pues harás que me malquiste con Hera cuando me zahiera con injuriosas palabras. Sin motivo me riñe siempre ante los inmortales dioses, porque dice que en las batallas favorezco a los teucros. Pero ahora vete, no sea que Hera advierta algo; yo me cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo deseas, te haré con la cabeza la señal de asentimiento para que tengas confianza. Este es el signo más seguro, irrevocable y veraz para los inmortales; y no deja de efectuarse aquello a que asiento con la cabeza. Dijo el Cronión, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su influjo estremecióse el dilatado Olimpo. Después de deliberar así, se separaron; ella saltó al profundo mar desde el resplandeciente Olimpo, y Zeus volvió a su palacio. Los dioses se levantaron al ver a su padre, y ninguno aguardó a que llegase, sino que todos salieron a su encuentro. Sentóse Zeus en el trono; y Hera, que, por haberlo visto no ignoraba que Tetis, la de argentados pies, hija del anciano del mar con él departiera, dirigió en seguida injuriosas palabras a Jove Cronión: —¿Cuál de las deidades, oh doloso, ha conversado contigo? Siempre te es grato, cuando estás lejos de mi, pensar y resolver algo clandestinamente, y jamás te has dignado decirme una sola palabra de lo que acuerdas. Respondió el padre de los hombres y de los dioses: — ¡Hera! No esperes conocer todas mis decisiones, pues te resultará difícil aun siendo mi esposa. Lo que pueda decirse, ningún dios ni hombre lo sabrá antes que tú; pero lo que quiera resolver sin contar con los dioses no lo preguntes ni procures averiguarlo. Replicó Hera veneranda, la de los grandes ojos: — ¡Terribilísimo Cronión, qué palabras proferiste! No será mucho lo que te haya preguntado o querido averiguar, puesto que muy tranquilo meditas cuanto te place. Mas ahora mucho recela mi corazón que te haya seducido Tetis, la de los argentados pies, hija del anciano del mar. Al amanecer el día sentóse cerca de ti y abrazó tus rodillas; y pienso que le habrás prometido, asintiendo, honrar a Aquileo y causar gran matanza junto a las naves aqueas. Contestó Zeus, que amontona las nubes: — ¡Ah desdichada! Siempre sospechas y de ti no me oculto. Nada, empero, podrás conseguir sino alejarte de mi corazón; lo cual todavía te será más duro. Si es cierto lo que sospechas, así debe de serme grato. Pero, siéntate en silencio; obedece mis palabras. No sea que no te valgan cuantos dioses hay en el Olimpo, si acercándome te pongo encima las invictas manos. Tal dijo. Hera veneranda, la de los grandes ojos, temió; y refrenando el coraje, sentóse en silencio. Indignáronse en el palacio de Zeus los dioses celestiales. Y Hefesto, el ilustre artífice, comenzó a arengarles para consolar a su madre Hera, la de los níveos brazos: —Funesto e insoportable será lo que ocurra, si vosotros disputáis así por los mortales y promovéis alborotos entre los dioses; ni siquiera en el banquete se hallará placer alguno, porque prevalece lo peor. Yo aconsejo a mi madre, aunque ya ella tiene juicio, que obsequie al padre querido, para que éste no vuelva a reñirla y a turbarnos el festín. Pues si el Olímpico fulminador quiere echarnos del asiento... nos aventaja mucho en poder. Pero halágale con palabras cariñosas y pronto el Olímpico nos será propicio. De este modo habló, y tomando una copa doble, ofrecióla a su madre, diciendo: —Sufre, madre mía, y sopórtalo todo aunque estés afligida; que a ti, tan querida, no te vean mis ojos apaleada, sin que pueda socorrerte, porque es difícil contrarrestar al Olímpico. Ya otra vez que te quise defender, me asió por el pie y me arrojó de los divinos umbrales. Todo el día fui rodando y a la puesta del sol caí en Lemnos. Un poco de vida me quedaba y los sinties me recogieron tan pronto como hube caído. Así dijo. Sonríose Hera, la diosa de los níveos brazos; y sonriente aún, tomó la copa doble que su hijo le presentaba. Hefesto se puso a escanciar dulce néctar para las otras deidades, sacándolo de la cratera; y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados dioses al ver con qué afán les servía en el palacio. 8

EMC2 Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y nadie careció de su respectiva porción, ni faltó la hermosa cítara que tañía Apolo, ni las Musas, que con linda voz cantaban alternando. Mas cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse a sus respectivos palacios que había construido Hefesto, el ilustre cojo de ambos pies con sabia inteligencia. Zeus Olímpico, fulminador, se encaminó al lecho donde acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía. Subió y acostóse; y a su lado descansó Hera, la de áureo trono. CANTO 24 "LA ILIADA" - HOMERO Disolvióse la junta, y los guerreros se dispersaron por las naves, tomaron la cena y se regalaron con el dulce sueño. Aquileo lloraba, acordándose del compañero querido, sin que el sueño que todo lo rinde, pudiera vencerle: daba vueltas acá y allá, y con amargura traía a la memoria el vigor y gran ánimo de Patroclo, lo que de mancomún con él llevara al cabo y las penalidades que ambos habían padecido, ora combatiendo con los hombres, ora surcando las temibles ondas. Al recordarlo, prorrumpía en abundantes lágrimas, ya se echaba de lado, ya de espaldas, ya de pechos; y al fin, levantándose, vagaba triste por la playa. Nunca le pasaba inadvertido el despuntar de Eos sobre el mar y sus riberas; entonces uncía al carro los ligeros corceles, y atando al mismo el cadáver de Héctor, lo arrastraba hasta dar tres vueltas al túmulo del difunto Menetíada; acto continuo volvía a reposar en la tienda, y dejaba el cadáver tendido de cara al polvo. Mas Apolo, apiadándose del varón aun después de muerto, le libraba de toda injuria y lo protegía contra la égida de oro para que Aquileo no lacerase el cuerpo mientras lo arrastraba. De tal manera Aquileo, enojado, insultaba al divino Héctor. Compadecidos de éste los bienaventurados dioses, instigaban al vigilante Argifontes a que hurtase el cadáver. A todos les placía tal propósito, menos a Hera, a Poseidón y a la virgen de los brillantes ojos, que odiaban como antes a la sagrada Ilión, a Príamo y a su pueblo por la injuria que Alejandro infiriera a las diosas cuando fueron a su cabaña y declaró vencedora a la que le había ofrecido funesta liviandad. Cuando desde el día de la muerte de Héctor llegó la duodécima aurora, Febo Apolo dijo a los inmortales: —Sois, oh dioses, crueles y maléficos. ¿Acaso Héctor no quemaba en honor vuestro muslos de bueyes y cabras escogidas? Ahora, que ha perecido, no os atrevéis a salvar el cadáver y ponerlo a la vista de su esposa, de su madre, de su hijo, de su padre Príamo y del pueblo, que al momento lo entregarían a las llamas y le harían honras fúnebres; por el contrario, oh dioses, queréis favorecer al pernicioso Aquileo, el cual concibe pensamientos no razonables, tiene en su pecho un ánimo inflexible y medita cosas feroces, como un león que dejándose llevar por su gran fuerza y espíritu soberbio, se encamina a los rebaños de los hombres para aderezarse un festín: de igual modo perdió Aquileo la piedad y ni siquiera conserva el pudor que tanto favorece o daña a los varones. Aquel a quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa de llorar y lamentarse; porque las Moiras dieron al hombre un corazón paciente. Mas Aquileo, después que quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver al carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su compañero querido; y esto ni a aquél le aprovecha, ni es decoroso. Tema que nos irritemos contra él, aunque sea valiente, porque enfureciéndose insulta a lo que tan sólo es ya insensible tierra. Respondióle irritada Hera, la de los níveos brazos: —Sería como dices, oh tú que llevas arco de plata, si a Aquileo y a Héctor los tuvieráis en igual estima. Pero Héctor fue mortal y dióle el pecho una mujer; mientras que Aquileo es hijo de una diosa a quien yo misma alimenté y crié y casé luego con Peleo, varón cordialmente amado por los inmortales. Todos los dioses presenciasteis la boda; y tú pulsaste la cítara y con los demás tuviste parte en el festín, ¡oh amigo de los malos, siempre pérfido! Replicó Zeus, que amontona las nubes: —¡Hera! No te irrites tanto contra las deidades. No será el mismo el aprecio en que los tengamos; pero Héctor era para los dioses, y también para mí, el más querido de cuantos mortales viven en Ilión, porque nunca se olvidó de dedicarnos agradables ofrendas. Jamás mi altar careció ni de libaciones ni de víctimas, que tales son los honores que se nos deben. Desechemos la idea de robar el cuerpo del audaz Héctor; es imposible que se haga a hurto de Aquileo, porque siempre, de noche y de día, le acompaña su madre. Mas si alguno de los dioses llamase a Tetis, yo le diría a ésta lo que fuera oportuno para que Aquileo, recibiendo los dones de Príamo, restituyese el cadáver de Héctor. Así se expresó. Levantóse Iris, de pies rápidos como el huracán, para llevar el mensaje; saltó al negro ponto entre la costa de Samos y la escarpada de Imbros, y resonó el estrecho. La diosa se lanzó a lo profundo, como desciende el plomo asido al cuerno de un buey montaraz en que se pone el anzuelo y lleva la muerte a los voraces peces. En la profunda gruta halló a Tetis y a otras muchas diosas marinas que la rodeaban: la ninfa, sentada en medio de ellas, lloraba por la suerte de su hijo, que había de perecer en la fértil Troya, lejos de la patria. Y acercándosele Iris, la de los pies ligeros. Así le dijo: —Ven, Tetis, pues te llama Zeus, el conocedor de los eternales decretos. Respondióle Tetis, la diosa de los argentados pies: — ¿Por qué aquel gran dios me ordena que vaya? Me da vergüenza juntarme con los inmortales, pues son muchas las penas que conturban mi corazón. Esto no obstante, iré, para que sus palabras no resulten vanas y sin efecto. 9

EMC2<br />

Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y nadie careció de su respectiva porción, ni faltó la hermosa cítara que<br />

tañía Apolo, ni las Musas, que con linda voz cantaban alternando.<br />

Mas cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse a sus respectivos palacios que había construido<br />

Hefesto, el ilustre cojo de ambos pies con sabia inteligencia. Zeus Olímpico, fulminador, se encaminó al lecho donde<br />

acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía. Subió y acostóse; y a su lado descansó Hera, la de áureo trono.<br />

CANTO 24 "LA <strong>ILIADA</strong>" - HOMERO<br />

Disolvióse la junta, y los guerreros se dispersaron por las naves, tomaron la cena y se regalaron con el dulce sueño. Aquileo lloraba,<br />

acordándose del compañero querido, sin que el sueño que todo lo rinde, pudiera vencerle: daba vueltas acá y allá, y con amargura traía<br />

a la memoria el vigor y gran ánimo de Patroclo, lo que de mancomún con él llevara al cabo y las penalidades que ambos habían<br />

padecido, ora combatiendo con los hombres, ora surcando las temibles ondas. Al recordarlo, prorrumpía en abundantes lágrimas, ya<br />

se echaba de lado, ya de espaldas, ya de pechos; y al fin, levantándose, vagaba triste por la playa. Nunca le pasaba inadvertido el<br />

despuntar de Eos sobre el mar y sus riberas; entonces uncía al carro los ligeros corceles, y atando al mismo el cadáver de Héctor, lo<br />

arrastraba hasta dar tres vueltas al túmulo del difunto Menetíada; acto continuo volvía a reposar en la tienda, y dejaba el cadáver tendido<br />

de cara al polvo. Mas Apolo, apiadándose del varón aun después de muerto, le libraba de toda injuria y lo protegía contra la égida de<br />

oro para que Aquileo no lacerase el cuerpo mientras lo arrastraba.<br />

De tal manera Aquileo, enojado, insultaba al divino Héctor. Compadecidos de éste los bienaventurados dioses, instigaban<br />

al vigilante Argifontes a que hurtase el cadáver. A todos les placía tal propósito, menos a Hera, a Poseidón y a la virgen de los<br />

brillantes ojos, que odiaban como antes a la sagrada Ilión, a Príamo y a su pueblo por la injuria que Alejandro infiriera a las<br />

diosas cuando fueron a su cabaña y declaró vencedora a la que le había ofrecido funesta liviandad. Cuando desde el día de<br />

la muerte de Héctor llegó la duodécima aurora, Febo Apolo dijo a los inmortales:<br />

—Sois, oh dioses, crueles y maléficos. ¿Acaso Héctor no quemaba en honor vuestro muslos de bueyes y cabras escogidas?<br />

Ahora, que ha perecido, no os atrevéis a salvar el cadáver y ponerlo a la vista de su esposa, de su madre, de su hijo, de su<br />

padre Príamo y del pueblo, que al momento lo entregarían a las llamas y le harían honras fúnebres; por el contrario, oh<br />

dioses, queréis favorecer al pernicioso Aquileo, el cual concibe pensamientos no razonables, tiene en su pecho un ánimo<br />

inflexible y medita cosas feroces, como un león que dejándose llevar por su gran fuerza y espíritu soberbio, se encamina a<br />

los rebaños de los hombres para aderezarse un festín: de igual modo perdió Aquileo la piedad y ni siquiera conserva el<br />

pudor que tanto favorece o daña a los varones. Aquel a quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo,<br />

al fin cesa de llorar y lamentarse; porque las Moiras dieron al hombre un corazón paciente. Mas Aquileo, después que quitó<br />

al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver al carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su compañero querido; y esto ni<br />

a aquél le aprovecha, ni es decoroso. Tema que nos irritemos contra él, aunque sea valiente, porque enfureciéndose insulta<br />

a lo que tan sólo es ya insensible tierra.<br />

Respondióle irritada Hera, la de los níveos brazos:<br />

—Sería como dices, oh tú que llevas arco de plata, si a Aquileo y a Héctor los tuvieráis en igual estima. Pero Héctor fue mortal<br />

y dióle el pecho una mujer; mientras que Aquileo es hijo de una diosa a quien yo misma alimenté y crié y casé luego con<br />

Peleo, varón cordialmente amado por los inmortales. Todos los dioses presenciasteis la boda; y tú pulsaste la cítara y con los<br />

demás tuviste parte en el festín, ¡oh amigo de los malos, siempre pérfido!<br />

Replicó Zeus, que amontona las nubes:<br />

—¡Hera! No te irrites tanto contra las deidades. No será el mismo el aprecio en que los tengamos; pero Héctor era para los<br />

dioses, y también para mí, el más querido de cuantos mortales viven en Ilión, porque nunca se olvidó de dedicarnos<br />

agradables ofrendas. Jamás mi altar careció ni de libaciones ni de víctimas, que tales son los honores que se nos deben.<br />

Desechemos la idea de robar el cuerpo del audaz Héctor; es imposible que se haga a hurto de Aquileo, porque siempre, de<br />

noche y de día, le acompaña su madre. Mas si alguno de los dioses llamase a Tetis, yo le diría a ésta lo que fuera oportuno<br />

para que Aquileo, recibiendo los dones de Príamo, restituyese el cadáver de Héctor.<br />

Así se expresó. Levantóse Iris, de pies rápidos como el huracán, para llevar el mensaje; saltó al negro ponto entre la costa de<br />

Samos y la escarpada de Imbros, y resonó el estrecho. La diosa se lanzó a lo profundo, como desciende el plomo asido al<br />

cuerno de un buey montaraz en que se pone el anzuelo y lleva la muerte a los voraces peces. En la profunda gruta halló a<br />

Tetis y a otras muchas diosas marinas que la rodeaban: la ninfa, sentada en medio de ellas, lloraba por la suerte de su hijo,<br />

que había de perecer en la fértil Troya, lejos de la patria. Y acercándosele Iris, la de los pies ligeros. Así le dijo:<br />

—Ven, Tetis, pues te llama Zeus, el conocedor de los eternales decretos.<br />

Respondióle Tetis, la diosa de los argentados pies:<br />

— ¿Por qué aquel gran dios me ordena que vaya? Me da vergüenza juntarme con los inmortales, pues son muchas las penas<br />

que conturban mi corazón. Esto no obstante, iré, para que sus palabras no resulten vanas y sin efecto.<br />

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