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Literatura<br />
Tal dijo, y ningún hombre ni mujer se quedó dentro de los muros. Todos sintieron intolerable dolor y fueron a encontrar<br />
cerca de las puertas al que les traía el cadáver. La esposa querida y la veneranda madre, echándose las primeras sobre el<br />
carro de hermosas ruedas y tomando en sus manos la cabeza de Héctor, se arrancaban los cabellos; y la turba las rodeaba<br />
llorando. Y hubieran permanecido delante de las puertas todo el día, hasta la puesta del sol, derramando lágrimas por<br />
Héctor, si el anciano no les hubiese dicho desde el carro:<br />
—Haceos a un lado y dejad que pase con las mulas; y una vez lo haya conducido al palacio, os saciaréis de llanto.<br />
Así habló; y ellos, apartándose, dejaron que pasara el carro. Dentro ya del magnífico palacio, pusieron el cadáver en un<br />
torneado lecho e hicieron sentar a su alrededor cantores que entonaran el treno; éstos cantaban con voz lastimera, y las<br />
mujeres respondían con gemidos. Y en medio de ellas Andrómaca, la de níveos brazos, que sostenía con las manos la<br />
cabeza de Héctor, matador de hombres, dio comienzo a las lamentaciones, exclamando:<br />
—¡Esposo mío! Saliste de la vida cuando aún eras joven, y me dejas viuda en el palacio. El hijo que nosotros, ¡infelices!, hemos<br />
engendrado, es todavía infante y no creo que llegue a la juventud, antes será la ciudad arruinada desde su cumbre. Porque has muerto<br />
tú, que eras su defensor, el que la salvaba, el que protegía a las venerables matronas y a los tiernos infantes. Pronto se las llevarán en las<br />
cóncavas naves y a mí con ellas. Y tú, hijo mío, o me seguirás y tendrás que ocuparte en viles oficios, trabajando en provecho de un amo<br />
cruel; o algún aqueo te cogerá de la mano y te arrojará de lo alto de una torre, ¡muerte horrenda!, irritado porque Héctor le matara el<br />
hermano, el padre o el hijo; pues muchos aqueos mordieron la vasta tierra a manos de Héctor. No era blando tu padre en la funesta<br />
batalla, y por esto le lloran todos en la ciudad. ¡Oh Héctor! Has causado a tus padres llanto y dolor indecibles, pero a mí me aguardan<br />
las penas más graves. Ni siquiera pudiste, antes de morir, tenderme los brazos desde el lecho, ni hacerme saludables advertencias, que<br />
hubiera recordado siempre, de noche y de día, con lágrimas en los ojos.<br />
Esto dijo llorando, y las mujeres gimieron. Y entre ellas, Hécabe empezó a su vez el funeral lamento:<br />
—¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón! No puede dudarse de que en vida fueras caro a los dioses, pues no se olvidaron<br />
de ti en el trance fatal de tu muerte. Aquileo, el de los pies ligeros, a los demás hijos míos que logró coger, vendiólos al otro<br />
lado del mar estéril, en Samos, Imbros o Lemnos, de escarpada costa; a ti, después de arrancarte el alma con el bronce de<br />
larga punta, te arrastraba muchas veces en torno del sepulcro de su compañero Patroclo, a quien mataste, mas no por esto<br />
resucitó a su amigo. Y ahora yaces en el palacio tan fresco como si acabaras de morir y semejante al que Apolo, el del<br />
argénteo arco, mata con sus suaves flechas.<br />
Así habló, derramando lágrimas, y excitó en todos vehemente llanto. Y Helena fue la tercera en dar principio al funeral lamento:<br />
—¡Héctor, el cuñado más querido de mi corazón! Mi marido, el deiforme Alejandro, me trajo a Troya, ¡ojalá me hubiera<br />
muerto antes! y en los veinte años que van transcurridos desde que vine y abandoné la patria, jamás he oído de tu boca una<br />
palabra ofensiva o grosera; y si en el palacio me increpaba alguno de los cuñados, de las cuñadas o de las esposas de<br />
aquéllos, o la suegra —pues el suegro fue siempre cariñoso como un padre—, contenías su enojo, aquietándolos con tu<br />
afabilidad y tus suaves palabras. Con el corazón afligido, lloro a la vez por ti y por mí, desgraciada; que ya no habrá en la<br />
vasta Troya quien me sea benévolo ni amigo, pues todos me detestan.<br />
Así dijo llorando, y la inmensa muchedumbre prorrumpió en gemidos. Y el anciano Príamo dijo al pueblo:<br />
—Ahora, troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte de los argivos; pues Aquileo, al<br />
despedirme en las negras naves, me prometió no causarnos daño hasta que llegue la duodécima aurora.<br />
De este modo les habló. Pronto la gente del pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulos, se reunió fuera de la ciudad. Por<br />
espacio de nueve días acarrearon abundante leña, y cuando por décima vez apuntó Eos, que trae la luz a los mortales, sacaron,<br />
con los ojos preñados de lágrimas, el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira, y le prendieron fuego.<br />
Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosados dedos, congregóse el pueblo en torno de la pira del ilustre<br />
Héctor. Y cuando todos se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la llama había alcanzado; y<br />
seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos<br />
huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que<br />
cubrieron con muchas y grandes piedras, amontonaron la tierra y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos<br />
lados, para vigilar si los aqueos, de hermosas grebas, los atacaban. Levantado el túmulo, volviéronse: y reunidos después<br />
en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron el espléndido banquete fúnebre.<br />
Así celebraron las honras de Héctor, domador de caballos.<br />
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