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Literatura<br />
Dijo así el anciano, y mandó a la esclava despensera que le diese agua limpia a las manos. Presentóse la cautiva con una<br />
fuente y un jarro. Y Príamo, así que se hubo lavado, recibió la copa de manos de su esposa; oró, de pie, en medio del patio;<br />
libó el vino, alzando los ojos al cielo, y pronunció estas palabras:<br />
—¡Padre Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concédeme que al llegar a la tienda de Aquileo le sea grato<br />
y de mí se apiade; y haz que aparezca a mi derecha tu veloz mensajera, el ave que te es más cara y cuya fuerza es inmensa,<br />
para que después de verla con mis propios ojos vaya, alentado por el agüero, a las naves de los dánaos, de rápidos corceles.<br />
Tal fue su plegaria. Oyóla el próvido Zeus, y al momento envió la mejor de las aves agoreras, un águila rapaz de color obscuro,<br />
conocida con el nombre de percnón. Cuanta anchura suele tener en la casa de un rico la puerta de la cámara de alto techo, bien<br />
adaptada al marco y asegurada por un cerrojo; tanto espacio ocupaba con sus alas, desde el uno al otro extremo, el águila que<br />
apareció volando a la derecha por cima de la ciudad. Al verla todos se alegraron y la confianza renació en sus pechos.<br />
El anciano subió presuroso al carro y lo guió a la calle, pasando por el vestíbulo y el pórtico sonoro. Iban delante los mulos<br />
que arrastraban el carro de cuatro ruedas, y eran gobernados por el prudente Ideo; seguían los caballos, que el viejo<br />
aguijaba con el látigo para que atravesaran prestamente la ciudad; y todos los amigos acompañaban al rey, derramando<br />
abundantes lágrimas, como si a la muerte caminara. Cuando hubieron bajado de la ciudad al campo, hijos y yernos<br />
regresaron a Ilión. Mas al atravesar Príamo y el heraldo la llanura, no dejó de advertirlo Zeus, que vio al anciano y se<br />
compadeció de él. Y llamando en seguida a su hijo Hermes, hablóle de esta manera:<br />
—¡Hermes! Puesto que te es grato acompañar a los hombres y oyes las súplicas del que quieres, anda, ve y conduce a<br />
Príamo a las cóncavas naves aqueas, de suerte que ningún dánao le vea hasta que haya llegado a la tienda del Pelida.<br />
Así habló. El mensajero Argifontes no fue desobediente: calzóse al instante los áureos divinos talares que le llevaban sobre<br />
el mar y la tierra inmensa con la rapidez del viento, y tomó la vara con la cual adormece a cuantos quiere o despierta a los que<br />
duermen. Llevándola en la mano, el poderoso Argifontes emprendió el vuelo, llegó muy pronto a Troya y al Helesponto, y<br />
echó a andar, transfigurado en un joven príncipe a quien comienza a salir el bozo y está graciosísimo en la flor de la juventud.<br />
Cuando Príamo y el heraldo llegaron más allá del gran túmulo de Ilo, detuvieron los mulos y los caballos para que bebiesen<br />
en el río. Ya se iba haciendo noche sobre la tierra. Advirtió el heraldo la presencia de Hermes, que estaba junto a él, y<br />
hablando a Príamo le dijo:<br />
—Atiende Dardánida, pues el lance que se presenta requiere prudencia. Veo a un hombre y me figuro que en seguida nos<br />
matará. Ea, huyamos en el carro, o supliquémosle, abrazando sus rodillas, para ver si se apiada de nosotros.<br />
Esto dijo. Turbósele al anciano la razón, sintió un gran terror, se le erizó el pelo en los flexibles miembros y quedó<br />
estupefacto. Entonces el benéfico Hermes se llegó al viejo, tomóle por la mano y le interrogó diciendo:<br />
—¿ Adónde, padre mío, diriges estos caballos y mulos durante la noche divina, mientras duermen los demás mortales? ¿No<br />
temes a los aqueos, que respiran valor, los cuales te son malévolos y enemigos y se hallan cerca de nosotros? Si alguno de<br />
ellos te viera conducir tantas riquezas en esta obscura y rápida noche, ¿qué resolución tomarías? Tú no eres joven, éste que<br />
te acompaña es también anciano, y no podrías rechazar a quien os ultrajara. Pero yo no te causaré ningún daño, y además<br />
te defendería de cualquier hombre, porque te pareces a mi padre.<br />
Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios:<br />
— Así es como dices, hijo querido. Pero alguna deidad extiende la mano sobre mí, cuando me hace salir al encuentro un<br />
caminante de tan favorable augurio como tú, que tienes cuerpo y aspecto dignos de admiración y espíritu prudente, y naciste<br />
de padres felices.<br />
Díjole a su vez el mensajero Argifontes:<br />
—Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero, ea, habla y dime con sinceridad: ¿Mandas a gente extraña tantas y<br />
tan preciosas riquezas a fin de ponerlas en cobro; o ya todos abandonáis, amedrentados, la sagrada Ilión, por haber muerto<br />
el varón más fuerte, tu hijo, que a ninguno de los aqueos cedía en el combate?<br />
Contestóle el anciano Príamo, semejante a un dios:<br />
—¿Quién eres, hombre excelente, y cuáles los padres de que naciste, que con tanta oportunidad has mencionado la muerte<br />
de mi hijo infeliz?<br />
Replicó el mensajero Argifontes:<br />
— Me quieres probar, oh anciano, y por eso me preguntas por el divino Héctor. Muchas veces le vieron estos ojos en la<br />
batalla donde los varones se hacen ilustres, y también cuando llegó a las naves matando argivos, a quienes hería con el<br />
agudo bronce. Nosotros le admirábamos sin movernos, porque Aquileo estaba irritado contra el Atrida y no nos dejaba<br />
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