Discurso crítico y Modernidad. Ensayos escogidos - gesamtausgabe
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Bolívar Echeverría cristianismo medieval, que había entrado en crisis y había provocado las revueltas de la Reforma protestante, sino avanzando hacia el cristianismo nuevo de una iglesia católica transformada desde sus cimientos. El proyecto de aquella Compañía de Jesús, la del largo siglo XVII (de 1598 a 1867), era un proyecto plenamente moderno, si se tienen en consideración dos rasgos que lo distinguen claramente del cristianismo anterior: primero, su insistencia en el carácter autónomo del individuo singular, en la importancia que le confieren al libero arbitrio como carácter específico del ser humano; y, segundo, su actitud afirmativa ante la vida terrenal, su reivindicación de la importancia positiva que tiene el quehacer humano en este mundo. Para los jesuítas originales, la afirmación del mundo terrenal no se contrapone hostilmente, como lo planteaba el cristianismo medieval, a la búsqueda del mundo celestial, sino que por el contrario se puede confundir con ella. Para el individuo humano, “ganar el mundo” no implica necesariamente “perder el alma”, porque el mundo terrenal y el mundo celestial se encuentran en un continuum. El mundo terrenal está intervenido por el mundo celestial porque en él está en suspenso y en él se juega la salvación, la redención, el tránsito a ese mundo celestial. La teología jesuíta nunca llegó a tener una aceptación plena en el marco de la teología oficial católica, y esta resistencia es explicable: se trataba de una nueva teología que implicaba en verdad una revolución dentro de la teología tradicional, una revolución tan radical, si no es que más, como la que fundó a la filosofía moderna. Planteada ya de ma nera brillante y extensa por Luis de Molina en 1553, en su famoso libro Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis..., esta teología revolucionaria — acusada de “pelagianismo” por los defensores “luteranos” de la de suficiencia de la gracia divina en el hecho de la salvación— insistía en la función esencial que el ser humano tiene, en el nivel propio de su existencia, en la consistencia de la Creación divina y, llevando las cosas al extremo, en la constitución misma de Dios. Con el ejercicio de su libero arbitrio, el ser humano es indispensable para que la Creación sea lo que es, para que tenga esa “armonía prestablecida” que le atribuirá Leibniz. La Creación no es un hecho ya acabado; es, más bien, como un work in progress, en el que todo lo que es se hace fundamentalmente como efecto del triunfo de Dios sobre el Demonio, un triunfo en el cual la toma de partido libre del ser humano en favor del plan divino es de importancia esencial. tradicción de este intento de modernización anti-moderna: “Jamás se empleó tanta razón en conspirar contra la razón.” (p. 226) [ 306 ]
Discurso crítico y m odernidad Esta concepción del catolicismo jesuita, que ve en la estancia humana en el mundo una empresa de salvación, desemboca necesariamente en la idea de que se trata de una empresa colectiva, histórico concreta, de todos los cristianos; de una empresa político ecclesial necesitada de una vanguardia o dirección. Para la Compañía de Jesús, esa vanguardia y dirección debe prolongar la voluntad que aparece en el locus mysticus fundado por Jesucristo, el iniciador y garante de la salvación. Este lugar, en donde el mundo celestial y el mundo terrenal se conectan entre sí, no podía ser otro, según los jesuítas que la obediencia auto-impuesta (perin- de ac cadaver) o la asunción libre de una voluntad divina infinitamente sabia que se hace presente a través del proyecto histórico de la Iglesia y de las decisiones de su jefe, el Papa, y de la cadena de mando de sus subalternos. Según esto, la tarea del cristianismo moderno debía ser, en general, la propaganda fide, la de extender el reino de Dios sobre el mundo terrenal, arrebatándole al demonio los territorios físicos y los ámbitos humanos sobre los que se enseñoreaba todavía. Como se puede ver, nadie entre los siglos XVI y XVIII estaba en Europa más atento que los católicos jesuítas para percibir el surgimiento de la religiosidad moderna y su nuevo dios, el valor que se autovaloriza, y * nadie estaba tampoco mejor preparado que ellos para hacer el intento de combatirla. Los efectos desquiciadores de la acumulación del capital sobre la vida social eran cada vez más evidentes, así como su capacidad de imprimir en ella una dinámica progresista desconocida hasta entonces. Para los jesuítas era necesario “domar” esa acumulación del capital, y sólo la empresa del nuevo catolicismo destinada a ganar el mundo terrenal estaba en capacidad de hacerlo. La vida económica, parte central de la vida pública en general, debía ser gerenciada por la empresa eclesiástica, y no dejada a su dinámica espontánea, puesto que ella es ciega por sí misma y carente de orientación, y tiende a adoptar fácilmente la visión y el sentido que vienen del Demonio. Es así que, para ellos, secularizar la política era lo mismo que entregarla en manos de esos ordenamientos que provienen del mercado y que son ajenos al orden de la humanidad cristiana. Lejos de secularizarse, lejos de romper con su modo religioso tradicional de actualizarse, lo político debía no sólo insistir en él sino perfeccionarlo; la resolución de los asuntos civiles no debía separarse sino relacionarse de manera aun más estrecha con el tratamiento de los asuntos eclesiásticos. Bien puede decirse, por lo anterior, que el proyecto jesuita del siglo XVII fue un intento de subsumir o someter la nueva deidad profana del capital bajo la vieja deidad sagrada del Dios judeo-cristiano. Se trataba de fomentar la acumulación del capital pero de hacerlo de manera tal, que el [ 307 ]
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<strong>Discurso</strong> <strong>crítico</strong> y m odernidad<br />
Esta concepción del catolicismo jesuita, que ve en la estancia humana<br />
en el mundo una empresa de salvación, desemboca necesariamente<br />
en la idea de que se trata de una empresa colectiva, histórico concreta,<br />
de todos los cristianos; de una empresa político ecclesial necesitada de<br />
una vanguardia o dirección. Para la Compañía de Jesús, esa vanguardia<br />
y dirección debe prolongar la voluntad que aparece en el locus mysticus<br />
fundado por Jesucristo, el iniciador y garante de la salvación. Este lugar,<br />
en donde el mundo celestial y el mundo terrenal se conectan entre sí, no<br />
podía ser otro, según los jesuítas que la obediencia auto-impuesta (perin-<br />
de ac cadaver) o la asunción libre de una voluntad divina infinitamente<br />
sabia que se hace presente a través del proyecto histórico de la Iglesia<br />
y de las decisiones de su jefe, el Papa, y de la cadena de mando de sus<br />
subalternos. Según esto, la tarea del cristianismo moderno debía ser, en<br />
general, la propaganda fide, la de extender el reino de Dios sobre el mundo<br />
terrenal, arrebatándole al demonio los territorios físicos y los ámbitos<br />
humanos sobre los que se enseñoreaba todavía.<br />
Como se puede ver, nadie entre los siglos XVI y XVIII estaba en Europa<br />
más atento que los católicos jesuítas para percibir el surgimiento de<br />
la religiosidad moderna y su nuevo dios, el valor que se autovaloriza, y<br />
* nadie estaba tampoco mejor preparado que ellos para hacer el intento de<br />
combatirla.<br />
Los efectos desquiciadores de la acumulación del capital sobre la vida<br />
social eran cada vez más evidentes, así como su capacidad de imprimir<br />
en ella una dinámica progresista desconocida hasta entonces. Para los<br />
jesuítas era necesario “domar” esa acumulación del capital, y sólo la empresa<br />
del nuevo catolicismo destinada a ganar el mundo terrenal estaba<br />
en capacidad de hacerlo. La vida económica, parte central de la vida pública<br />
en general, debía ser gerenciada por la empresa eclesiástica, y no<br />
dejada a su dinámica espontánea, puesto que ella es ciega por sí misma y<br />
carente de orientación, y tiende a adoptar fácilmente la visión y el sentido<br />
que vienen del Demonio. Es así que, para ellos, secularizar la política era<br />
lo mismo que entregarla en manos de esos ordenamientos que provienen<br />
del mercado y que son ajenos al orden de la humanidad cristiana. Lejos<br />
de secularizarse, lejos de romper con su modo religioso tradicional de actualizarse,<br />
lo político debía no sólo insistir en él sino perfeccionarlo; la<br />
resolución de los asuntos civiles no debía separarse sino relacionarse de<br />
manera aun más estrecha con el tratamiento de los asuntos eclesiásticos.<br />
Bien puede decirse, por lo anterior, que el proyecto jesuita del siglo<br />
XVII fue un intento de subsumir o someter la nueva deidad profana del<br />
capital bajo la vieja deidad sagrada del Dios judeo-cristiano. Se trataba de<br />
fomentar la acumulación del capital pero de hacerlo de manera tal, que el<br />
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