PARQUE JURÁSICO - Fieras, alimañas y sabandijas
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HAMMOND La secretaria de Gennaro entró presurosa con una maleta nueva. Todavía llevaba las etiquetas. —Sabe, señor Gennaro —dijo la mujer con severidad—, cuando olvida hacer la maleta eso me hace pensar que en realidad no quiere hacer este viaje. —Quizá tenga razón —dijo Gennaro—, me voy a perder el cumpleaños de mi hija. El sábado era el cumpleaños de Amanda, y Elizabeth había invitado a veinticuatro gritones de cuatro años de edad para celebrarlo, así como a Sombrerito el Payaso y a un mago. Su esposa no se había mostrado feliz al enterarse de que Gennaro salía de la ciudad. Tampoco Amanda. —Bueno, lo he hecho lo mejor que he podido, dado el poco tiempo —dijo la secretaria—. Hay zapatillas de su número, shorts, camisas color caqui y las cosas de afeitarse. Un par de vaqueros y una camiseta, por si hace frío. El coche está abajo, para llevarle al aeropuerto. Tiene que irse ahora para alcanzar el vuelo. La secretaria salió. Gennaro se fue caminando por el corredor, arrancando las etiquetas de la maleta. Cuando pasó frente a la sala de conferencias, con las paredes íntegramente hechas de vidrio, Dan Ross dejó la mesa y salió: —Que tenga buen viaje —dijo Ross—. Pero seamos muy claros en una sola cosa: no sé hasta qué punto es mala la situación en realidad, Donald, pero si hay algún problema en esa isla quiero que no deje piedra sobre piedra. —Jesús, Dan... Estamos hablando de una gran inversión. —No vacile. No piense en eso. Simplemente hágalo, ¿me entiende? Gennaro asintió con la cabeza: —Le entiendo, pero Hammond... —¡A la mierda con Hammond! —dijo Ross. —Querido muchacho, querido muchacho —dijo la familiar voz chirriante—. ¿Cómo le va, muchacho? —Muy bien, señor —contestó Gennaro. Se reclinó en el asiento de cuero acolchado del reactor Gulfstream II, mientras la máquina volaba hacia el Este, hacia las Rocosas. —Ya no me llama —dijo Hammond, con tono de reproche—. Lo extrañé, Donald. ¿Cómo está su encantadora esposa? —Está bien. Elizabeth está bien. Ahora tenemos una niña.
—Maravilloso, maravilloso. ¡Los niños son una delicia tan grande! A la suya le encantará nuestro nuevo parque de Costa Rica. Gennaro había olvidado lo bajo que era Hammond: instalado en el asiento, los pies no tocaban el suelo alfombrado; hacía oscilar las piernas cuando hablaba. En ese hombre había algo que impresionaba como infantil, aun cuando Hammond ahora debía de tener... ¿cuánto?, ¿setenta y cinco? ¿Setenta y seis? Algo así. Parecía más viejo de lo que Gennaro lo recordaba pero, claro, Gennaro no le había visto desde hacía casi cinco años. Desde los días en los que estaban buscando fondos para «InGen», los días a los que Gennaro solía llamar de la «Cartera del paquidermo». Hammond era aparatoso, un histrión nato y, en 1983, tenía un elefante que llevaba consigo en una jaulita. El elefante medía veintitrés centímetros de alto y treinta de largo y estaba perfectamente formado, salvo por los colmillos, que estaban atrofiados. Hammond llevaba el elefante a las reuniones que se hacían para obtener fondos. Por lo común, Gennaro le llevaba a la sala de reunión con la jaula cubierta con una mantita, como si fuese un cubreteteras, y Hammond pronunciaba su discurso de siempre, en el que hablaba de las perspectivas para desarrollar lo que él denominaba «productos biológicos de consumo». Entonces, en el momento crucial, con un rápido movimiento, quitaba la manta para exponer el elefante. Y solicitaba el dinero. El elefante siempre era un éxito tremendo: su diminuto cuerpo, apenas más grande que el de un gato, era la promesa de maravillas inimaginables que habrían de salir del laboratorio de Norman Atherton, el genetista de Stanford socio de Hammond en esa nueva empresa. Pero, cuando Hammond hablaba del elefante, dejaba mucho sin decir. Por ejemplo, que estaba iniciando una compañía dedicada a la ingeniería genética, pero que al diminuto elefante no lo había obtenido siguiendo procedimiento genético alguno: Atherton se había limitado a tomar el embrión de un elefante enano y lo había criado en un útero artificial, con modificaciones hormonales. Eso, en sí mismo, era todo un logro, pero no lo que Hammond daba a entender que se había hecho. Atherton tampoco había conseguido otro elefante en miniatura, aunque lo había intentado. En primer lugar, todos los que veían el elefante querían uno. Algo más: el animalito era demasiado propenso a resfriarse, en especial durante el invierno. Los estornudos que llegaban a través de la trompita llenaban de pavor a Hammond. Y, en ocasiones, al elefante se le trababan los colmillos entre las barras de la jaula y bufaba, irritado, tratando de zafarse; a veces contraía infecciones alrededor de la línea de nacimiento de los colmillos. A Hammond siempre le preocupaba que su elefante muriera antes de que Atherton pudiera conseguir un sustituto. A los potenciales inversores también les ocultaba el hecho de que la conducta del elefante había cambiado de modo esencial en el proceso de reducción de su tamaño al de una miniatura: el pequeño ser podía parecer un elefante, pero se comportaba como si fuera un roedor violento, de rápidos movimientos y pésimo carácter. Hammond se oponía a que la gente lo acariciara para que no hubiese dedos mordisqueados. Y aunque hablaba, con aire de confianza, de siete mil millones de dólares en réditos
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Gennaro había olvidado lo bajo que era Hammond: instalado en el asiento, los pies no<br />
tocaban el suelo alfombrado; hacía oscilar las piernas cuando hablaba. En ese hombre había<br />
algo que impresionaba como infantil, aun cuando Hammond ahora debía de tener... ¿cuánto?,<br />
¿setenta y cinco? ¿Setenta y seis? Algo así. Parecía más viejo de lo que Gennaro lo recordaba<br />
pero, claro, Gennaro no le había visto desde hacía casi cinco años. Desde los días en los que<br />
estaban buscando fondos para «InGen», los días a los que Gennaro solía llamar de la «Cartera<br />
del paquidermo».<br />
Hammond era aparatoso, un histrión nato y, en 1983, tenía un elefante que llevaba consigo<br />
en una jaulita. El elefante medía veintitrés centímetros de alto y treinta de largo y estaba<br />
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a la sala de reunión con la jaula cubierta con una mantita, como si fuese un cubreteteras, y<br />
Hammond pronunciaba su discurso de siempre, en el que hablaba de las perspectivas para<br />
desarrollar lo que él denominaba «productos biológicos de consumo». Entonces, en el<br />
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solicitaba el dinero.<br />
El elefante siempre era un éxito tremendo: su diminuto cuerpo, apenas más grande que el<br />
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Norman Atherton, el genetista de Stanford socio de Hammond en esa nueva empresa.<br />
Pero, cuando Hammond hablaba del elefante, dejaba mucho sin decir. Por ejemplo, que<br />
estaba iniciando una compañía dedicada a la ingeniería genética, pero que al diminuto elefante<br />
no lo había obtenido siguiendo procedimiento genético alguno: Atherton se había limitado a<br />
tomar el embrión de un elefante enano y lo había criado en un útero artificial, con<br />
modificaciones hormonales. Eso, en sí mismo, era todo un logro, pero no lo que Hammond<br />
daba a entender que se había hecho. Atherton tampoco había conseguido otro elefante en<br />
miniatura, aunque lo había intentado. En primer lugar, todos los que veían el elefante querían<br />
uno. Algo más: el animalito era demasiado propenso a resfriarse, en especial durante el<br />
invierno. Los estornudos que llegaban a través de la trompita llenaban de pavor a Hammond. Y,<br />
en ocasiones, al elefante se le trababan los colmillos entre las barras de la jaula y bufaba,<br />
irritado, tratando de zafarse; a veces contraía infecciones alrededor de la línea de nacimiento<br />
de los colmillos. A Hammond siempre le preocupaba que su elefante muriera antes de que<br />
Atherton pudiera conseguir un sustituto.<br />
A los potenciales inversores también les ocultaba el hecho de que la conducta del elefante<br />
había cambiado de modo esencial en el proceso de reducción de su tamaño al de una<br />
miniatura: el pequeño ser podía parecer un elefante, pero se comportaba como si fuera un<br />
roedor violento, de rápidos movimientos y pésimo carácter. Hammond se oponía a que la gente<br />
lo acariciara para que no hubiese dedos mordisqueados.<br />
Y aunque hablaba, con aire de confianza, de siete mil millones de dólares en réditos