PARQUE JURÁSICO - Fieras, alimañas y sabandijas
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—Eso es —dijo Muldoon. Gennaro se metió de espaldas en el agujero, pero empezó a sentirse demasiado atemorizado para seguir de esa manera. La idea de entrar de espaldas en lo desconocido le llenaba de pavor, así que, en el último momento, se volvió y entró en el agujero metiendo primero la cabeza, extendiendo los brazos hacia delante e impulsándose con los pies porque, por lo menos, vería dónde iba. Se colocó la máscara antigás. Y, de repente, se precipitó hacia delante, deslizándose hacia la negrura, viendo las paredes de tierra desaparecer en la oscuridad que tenía delante y, después, las paredes se hicieron más estrechas, mucho más estrechas, aterradoramente estrechas, y se perdió en el dolor de una compresión asfixiante que cada vez se hacía peor, que le aplastaba los pulmones extrayéndole el aire, y sólo fue nebulosamente consciente de que el túnel se ladeaba levemente hacia arriba, a lo largo, trasladando su cuerpo, dejándolo jadeante y viendo puntos ante los ojos, y el dolor se hizo extremo. Entonces, de manera repentina, el túnel volvió a inclinarse hacia abajo y se hizo más amplio, y Gennaro sintió superficies ásperas, hormigón, y aire frío. Su cuerpo estaba súbitamente libre, y rebotando, desplomándose sobre hormigón. Y cayó. Voces en la oscuridad. Dedos que le tocaban, tendiéndose hacia delante desde las voces susurrantes. El aire era frío, como el de una caverna. —¿... está bien? —Parece estar bien, sí. —Está respirando... —Muy bien... Una mano femenina acariciándole la cara: era Ellie. —¿Puede oír? —dijo ella. —¿Por qué todos están susurrando? —preguntó Gennaro. —Porque... —Ellie señaló con el dedo. Gennaro se volvió, rodó sobre sí mismo, se puso de pie con lentitud. Fijó la mirada, a medida que su vista se acostumbraba a la oscuridad. Pero lo primero que vio, brillando, fueron ojos. Ojos verdes refulgentes. Muchísimos ojos. Todos a su alrededor. Estaba en un reborde de hormigón, una especie de terraplén, unos dos metros por encima del suelo. Grandes cajas de empalme, de acero, brindaban un escondrijo improvisado que les protegía de la vista de los dos velocirraptores totalmente desarrollados que estaban erguidos directamente delante de ellos, a una distancia que no llegaba a los tres metros. Los animales eran color verde oscuro, con bandas parduscas como de tigre. Estaban erguidos sobre las patas traseras, equilibrándose sobre las rígidas colas extendidas; totalmente silenciosos, mirando en derredor con sus grandes ojos, vigilando. A los pies de los adultos, crías recién nacidas de velocirraptor jugueteaban dando saltitos y gorjeando. Más atrás, ejemplares jóvenes
incaban y jugaban, emitiendo refunfuños y gruñidos cortos. Gennaro no se atrevía a respirar. —¡Dos raptores! Agachado en el reborde, estaba sólo a treinta o sesenta centímetros por encima de las cabezas de los animales. Los velocirraptores estaban inquietos, sus cabezas se movían nerviosamente hacia arriba y hacia abajo. De vez en cuando resoplaban con impaciencia. Después se alejaron, volviendo hacia el grupo principal. Cuando su visión se adaptó, Gennaro pudo ver que estaban en una especie de enorme estructura subterránea, pero artificial: había junturas de hormigón y se veían las protuberancias de unas varillas de acero. Y, dentro de ese vasto recinto en el que retumbaban los sonidos, había treinta velocirraptores. Quizá más. —Es una colonia —susurró Grant—. Cuatro o seis adultos. El resto, jóvenes y recién nacidos. Por lo menos, dos nacimientos recientes; uno, el año pasado y el otro, este año: esos bebés parecen tener unos cuatro meses de edad. Es probable que hayan salido del huevo en abril. Uno de los bebés, curioso, estaba retozando en el reborde y se acercó a ellos, chillando. Ahora estaba a menos de tres metros. —¡Oh, Jesús! —musitó Gennaro. Pero de inmediato, uno de los adultos se adelantó, levantó la cabeza y, con delicadeza, empujó al bebé con suaves golpes de hocico para que volviera. La cría gorjeó una protesta; después, dio un salto para encaramarse en el hocico del adulto. El adulto se movió con lentitud, para permitir que la cría le trepara a la cabeza, le bajara por el cuello y se le subiera al lomo. Desde ese sitio protegido, la cría se dio vuelta y les gorjeó ruidosamente a los tres intrusos. Los adultos todavía parecían no haber caído en la cuenta de la presencia de los seres humanos. —No lo entiendo —susurró Gennaro—. ¿Por qué no nos atacan? Grant sacudió la cabeza en gesto de negación: —No nos deben de ver. Y no hay huevos por el momento... Eso hace que estén más tranquilos. —¿Tranquilos? —dijo Gennaro—. ¿Cuánto tiempo nos tenemos que quedar aquí? —El suficiente para hacer el recuento —dijo Grant. Según vio Grant, había tres nidos, cuidados por tres conjuntos de padres. La división del territorio se centraba, aproximadamente, en tomo a los nidos, aunque las proles parecían superponerse y correr en diferentes territorios. Los adultos eran bondadosos con las crías muy jóvenes y más rudos con las de mayor edad, en ocasiones daban mordiscos a los animales mayores, cuando el juego de éstos se hacía demasiado violento. En ese momento, un raptor muy joven llegó hasta Ellie y se frotó la cabeza contra la rodilla de la joven. Ellie miró hacia abajo y vio el collar de cuero con la caja negra. Estaba mojada en un punto. Y había excoriado la piel del cuello del animal, que gemía. En el gran recinto de abajo, uno de los adultos se volvió, curioso, hacia el lugar del que provenía el sonido.
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incaban y jugaban, emitiendo refunfuños y gruñidos cortos.<br />
Gennaro no se atrevía a respirar.<br />
—¡Dos raptores!<br />
Agachado en el reborde, estaba sólo a treinta o sesenta centímetros por encima de las<br />
cabezas de los animales. Los velocirraptores estaban inquietos, sus cabezas se movían<br />
nerviosamente hacia arriba y hacia abajo. De vez en cuando resoplaban con impaciencia.<br />
Después se alejaron, volviendo hacia el grupo principal.<br />
Cuando su visión se adaptó, Gennaro pudo ver que estaban en una especie de enorme<br />
estructura subterránea, pero artificial: había junturas de hormigón y se veían las protuberancias<br />
de unas varillas de acero. Y, dentro de ese vasto recinto en el que retumbaban los sonidos,<br />
había treinta velocirraptores. Quizá más.<br />
—Es una colonia —susurró Grant—. Cuatro o seis adultos. El resto, jóvenes y recién<br />
nacidos. Por lo menos, dos nacimientos recientes; uno, el año pasado y el otro, este año: esos<br />
bebés parecen tener unos cuatro meses de edad. Es probable que hayan salido del huevo en<br />
abril.<br />
Uno de los bebés, curioso, estaba retozando en el reborde y se acercó a ellos, chillando.<br />
Ahora estaba a menos de tres metros.<br />
—¡Oh, Jesús! —musitó Gennaro.<br />
Pero de inmediato, uno de los adultos se adelantó, levantó la cabeza y, con delicadeza,<br />
empujó al bebé con suaves golpes de hocico para que volviera. La cría gorjeó una protesta;<br />
después, dio un salto para encaramarse en el hocico del adulto. El adulto se movió con lentitud,<br />
para permitir que la cría le trepara a la cabeza, le bajara por el cuello y se le subiera al lomo.<br />
Desde ese sitio protegido, la cría se dio vuelta y les gorjeó ruidosamente a los tres intrusos. Los<br />
adultos todavía parecían no haber caído en la cuenta de la presencia de los seres humanos.<br />
—No lo entiendo —susurró Gennaro—. ¿Por qué no nos atacan?<br />
Grant sacudió la cabeza en gesto de negación:<br />
—No nos deben de ver. Y no hay huevos por el momento... Eso hace que estén más<br />
tranquilos.<br />
—¿Tranquilos? —dijo Gennaro—. ¿Cuánto tiempo nos tenemos que quedar aquí?<br />
—El suficiente para hacer el recuento —dijo Grant.<br />
Según vio Grant, había tres nidos, cuidados por tres conjuntos de padres. La división del<br />
territorio se centraba, aproximadamente, en tomo a los nidos, aunque las proles parecían<br />
superponerse y correr en diferentes territorios. Los adultos eran bondadosos con las crías muy<br />
jóvenes y más rudos con las de mayor edad, en ocasiones daban mordiscos a los animales<br />
mayores, cuando el juego de éstos se hacía demasiado violento.<br />
En ese momento, un raptor muy joven llegó hasta Ellie y se frotó la cabeza contra la rodilla<br />
de la joven. Ellie miró hacia abajo y vio el collar de cuero con la caja negra. Estaba mojada en<br />
un punto. Y había excoriado la piel del cuello del animal, que gemía.<br />
En el gran recinto de abajo, uno de los adultos se volvió, curioso, hacia el lugar del que<br />
provenía el sonido.