PARQUE JURÁSICO - Fieras, alimañas y sabandijas
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SEGUNDA ITERACIÓN Con los dibujos subsiguientes de la curva fractal, pueden aparecer cambios súbitos. IAN MALCOLM
LA RIBERA DEL MAR INTERIOR Alan Grant se agachó al máximo, con la nariz a unos centímetros del suelo. La temperatura era de más de treinta y ocho grados. Las rodillas le dolían, a pesar de las almohadillas que llevaba, hechas de alfombra gruesa. Los pulmones le ardían con el áspero polvo alcalino. El sudor de la frente le caía al suelo en gotas. Pero a Grant le daba lo mismo la incomodidad: toda su atención se concentraba en el cuadrado de tierra de quince centímetros que tenía ante él. Al trabajar pacientemente con un mondadientes y un cepillo de pelo de camello, de los que usan los pintores, dejó al descubierto el diminuto fragmento, en forma de L, de una quijada. Medía nada más que unos tres centímetros de largo y no era más grueso que el meñique. Los dientes eran una hilera de puntas pequeñas, y tenía la característica torsión en ángulo en el centro. Pedacitos de hueso se desprendían en escamas, mientras Grant cavaba. Se detuvo un momento para pintar el hueso con pasta de caucho, antes de seguir exponiéndolo al aire libre. No había la menor duda de que era la quijada de un bebé dinosaurio carnívoro. Su dueño había muerto hacía setenta y nueve millones de años, a la edad de alrededor de dos meses. Con algo de suerte, también podría hallar el resto del esqueleto. De ser así, sería el primer esqueleto completo de un dinosaurio carnívoro bebé... —¡Eh, Alan! Alan Grant miró hacia arriba, parpadeando de prisa bajo la luz del sol. Se bajó las gafas ahumadas y se secó la frente con el brazo. Estaba acuclillado en una ladera erosionada de las tierras yermas que estaban en las afueras de Snakewater, Montana. Debajo de la gran concavidad azul del cielo, colinas obtusas, afloramientos de caliza desmenuzada, se extendían kilómetros y más kilómetros en todas direcciones. No había un árbol ni un arbusto. Nada, salvo roca árida, sol caliente y viento ululante. Los visitantes encontraban las tierras malas depresivamente sombrías pero, cuando Grant contemplaba ese paisaje, veía algo por completo diferente: esa tierra árida era lo que quedaba de otro mundo, muy diferente, que se había desvanecido ochenta millones de años atrás. En los ojos de su mente, Grant se veía en el cálido y pantanoso brazo de río que conformaba la línea de ribera de un gran mar interior. Ese mar interior tenía mil novecientos kilómetros de ancho, y se extendía sin solución de continuidad desde las recientemente elevadas Montañas Rocosas hasta las agudas y escabrosas cumbres de los Apalaches: todo el Oeste norteamericano estaba bajo las aguas. En ese entonces había nubes delgadas en el alto cielo, oscurecido por el humo de los
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