PARQUE JURÁSICO - Fieras, alimañas y sabandijas
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LA CONFIGURACIÓN DE LOS DATOS Más tarde, cuando se sintió más calmada, Elena Morales decidió no informar sobre el ataque de las lagartijas: a pesar del horror que había visto, temió que la pudieran criticar por dejar al bebé desprotegido. Así que le dijo a la madre que el bebé se había asfixiado e informó de la muerte, en los formularios que enviaba a San José, como SMSI, síndrome de muerte súbita de infantes: éste era un síndrome de muerte inexplicable entre los niños muy pequeños; pasaba inadvertido y el informe de Elena salió sin que le hicieran objeciones. El laboratorio universitario de San José que analizó la muestra de saliva del brazo de Tina Bowman hizo varios descubrimientos notables: había, como cabía esperar, una gran cantidad de serotonina pero, entre las proteínas salivales, había un verdadero monstruo: con una masa molecular de 1.980.000, era una de las proteínas más grandes conocidas. La actividad biológica todavía se estaba estudiando, pero parecía ser un veneno neurotóxico emparentado con el de la cobra, aunque de estructura más primitiva. El laboratorio también descubrió vestigios de hidrolasa de gamma aminometionina. Debido a que esta enzima era un trazador radiactivo para ingeniería genética, y no se encontraba en animales silvestres, los técnicos supusieron que se trataba de un contaminante procedente del laboratorio y no informaron sobre su presencia cuando llamaron al doctor Cruz, el médico que pedía el análisis, a Puntarenas. El fragmento de lagartija descansaba en la máquina frigorífica de la Universidad de Columbia, esperando el regreso del doctor Simpson, a quien no se esperaba hasta al cabo de un mes, por lo menos. Y así pudieron haber quedado las cosas, de no haber entrado en el Laboratorio de Enfermedades Tropicales una técnica llamada Alice Levin, que vio el dibujo de Tina y preguntó: —Oh, ¿el hijo de quién dibujó el dinosaurio? —¿Qué? —murmuró Richard Stone, volviéndose lentamente hacia la técnica. —El dinosaurio. ¿No es eso? Mi hijo no hace más que dibujarlos. —Es una lagartija. Enviada desde Costa Rica. Alguna niña de allá le hizo un dibujo. —No —insistió Alice Levin, negando con la cabeza—. Mírelo. Está muy claro: cabeza grande, cuello largo, se levanta sobre las patas traseras. Es un dinosaurio. —No pude ser: sólo tenía treinta centímetros de alto. —¿Y con eso, qué? En aquel entonces había dinosaurios pequeños. Créame, lo sé. Tengo dos varones, soy una experta. Los dinosaurios más pequeños medían menos de treinta centímetros. Tenisaurio, o algo por el estilo, no sé. Esos nombres son imposibles, nunca se
aprenden si una tiene más de diez años. —Usted no lo comprende —insistió Richard Stone—: éste es el dibujo de un animal contemporáneo. Nos enviaron un fragmento del animal. Ahora está en el frigorífico. —Stone fue, y lo sacó y, sacudiendo la bolsa, lo extrajo para mostrarlo. Alice Levin miró la pieza congelada de pata y cola y se encogió de hombros. No la tocó. —No sé —dijo—. Pero, para mí, eso parece un dinosaurio. Stone negó con la cabeza: —Imposible. —¿Por qué? Podría ser un sobrante o una reliquia, o como sea que se llame. Stone se limitó a seguir negando con la cabeza: Alice estaba mal informada; no era más que una técnica que trabajaba en el laboratorio de bacteriología, al final de la estancia. Y tenía una imaginación activa: Stone recordaba la época en la que pensaba que la seguía uno de los ordenanzas de cirugía... —Sabe —dijo Alice Levin—, si esto es un dinosaurio, Richard, podría ser una gran cosa. —No es un dinosaurio. —¿Alguien lo ha comprobado? —No. —Bueno, llévelo al Museo de Historia Natural, o a un sitio por el estilo. Realmente debería hacerlo. —Me avergonzaría. —¿Quiere que lo haga yo por usted? —preguntó la técnica. —No. No quiero. —¿No va a hacer nada al respecto? —Nada en absoluto. —Volvió a poner la bolsa en la cámara frigorífica y la cerró de un portazo—. No es un dinosaurio, es una lagartija. Y sea lo que fuere, puede esperar hasta que el doctor Simpson regrese de Borneo para identificarlo. Y ésta es mi última palabra, Alice: esta lagartija no va a ninguna parte.
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aprenden si una tiene más de diez años.<br />
—Usted no lo comprende —insistió Richard Stone—: éste es el dibujo de un animal<br />
contemporáneo. Nos enviaron un fragmento del animal. Ahora está en el frigorífico. —Stone<br />
fue, y lo sacó y, sacudiendo la bolsa, lo extrajo para mostrarlo.<br />
Alice Levin miró la pieza congelada de pata y cola y se encogió de hombros. No la tocó.<br />
—No sé —dijo—. Pero, para mí, eso parece un dinosaurio.<br />
Stone negó con la cabeza:<br />
—Imposible.<br />
—¿Por qué? Podría ser un sobrante o una reliquia, o como sea que se llame.<br />
Stone se limitó a seguir negando con la cabeza: Alice estaba mal informada; no era más<br />
que una técnica que trabajaba en el laboratorio de bacteriología, al final de la estancia. Y tenía<br />
una imaginación activa: Stone recordaba la época en la que pensaba que la seguía uno de los<br />
ordenanzas de cirugía...<br />
—Sabe —dijo Alice Levin—, si esto es un dinosaurio, Richard, podría ser una gran cosa.<br />
—No es un dinosaurio.<br />
—¿Alguien lo ha comprobado?<br />
—No.<br />
—Bueno, llévelo al Museo de Historia Natural, o a un sitio por el estilo. Realmente debería<br />
hacerlo.<br />
—Me avergonzaría.<br />
—¿Quiere que lo haga yo por usted? —preguntó la técnica.<br />
—No. No quiero.<br />
—¿No va a hacer nada al respecto?<br />
—Nada en absoluto. —Volvió a poner la bolsa en la cámara frigorífica y la cerró de un<br />
portazo—. No es un dinosaurio, es una lagartija. Y sea lo que fuere, puede esperar hasta que el<br />
doctor Simpson regrese de Borneo para identificarlo. Y ésta es mi última palabra, Alice: esta<br />
lagartija no va a ninguna parte.