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PARQUE JURÁSICO - Fieras, alimañas y sabandijas

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—No estuvimos de acuerdo con él y lo pasamos por alto, naturalmente.<br />

—¿Fue una actitud sensata?<br />

—Era evidente por sí misma: estamos tratando con sistemas vivientes, después de<br />

todo. Esto es vida, no modelos de ordenador.<br />

Bajo las crudas luces de cuarzo, la cabeza de la hipsilofodonte colgaba de la eslinga,<br />

con la lengua pendiendo laxa y los ojos embotados.<br />

—¡Con cuidado! ¡Con cuidado! —gritó Hammond cuando la grúa empezó a levantarla.<br />

Harding lanzó un gruñido y volvió a aflojar la cabeza, que estaba apoyada sobre las<br />

correas de cuero: el veterinario no quería interrumpir la circulación por la carótida. La grúa<br />

chirrió cuando levantó el animal en el aire para colocarlo sobre el camión de remolque<br />

plano que estaba aguardando. La hipsi era una driosauria pequeña, de unos dos metros<br />

de largo, que pesaba alrededor de doscientos treinta kilos. Era de un verde oscuro<br />

moteado en marrón. Estaba respirando con lentitud pero parecía estar bien. Harding le<br />

había disparado unos instantes antes con el fusil tranquilizador y, en apariencia, había<br />

acertado con la dosis correcta. Siempre existía un momento de tensión cuando se tenía<br />

que dosificar el anestésico que se aplicaba a esos enormes animales: muy poco, y<br />

escapaban hacia la espesura, desplomándose en algún sitio en el que no se los podía<br />

alcanzar. Demasiado, y experimentaban un paro cardíaco terminal. Ese ejemplar había<br />

dado un solo salto, para después desplomarse de repente: tranquilizante perfectamente<br />

dosificado.<br />

—¡Tengan cuidado! ¡Despacio! —les gritaba Hammond a los trabajadores.<br />

—Señor Hammond —intervino Harding—. Por favor...<br />

—Bueno, tienen que ser cuidadosos...<br />

—Están siendo cuidadosos —observó Harding.<br />

Trepó a la parte de atrás del remolque cuando la hipsi descendió y la puso dentro del<br />

arnés de contención. Después, le colocó el cardiógrafo de collar, que registraba las<br />

palpitaciones, tomó el gran termómetro electrónico, del tamaño de un lardeador para<br />

pavos, y lo deslizó en el recto del dinosaurio. El termómetro emitió una señal electrónica<br />

audible y breve: 35,67°C.<br />

—¿Cómo está? —preguntó Hammond, de mal humor.<br />

—Está bien. Su temperatura sólo ha bajado un grado y medio.<br />

—Es demasiado. Demasiado bajo.<br />

—No queremos que se despierte y salte del camión —replicó Harding secamente.<br />

Antes de llegar al parque, Harding era el jefe de medicina veterinaria del Zoológico de<br />

San Diego, y el principal experto mundial en cuidado de aves. Había volado por todo el<br />

mundo, actuando como consultor de zoológicos de Europa, la India y Japón en el cuidado<br />

de aves exóticas. No demostró interés cuando ese peculiar hombrecito apareció,<br />

ofreciéndole un puesto en un parque privado de caza. Pero, cuando se enteró de lo que<br />

había hecho Hammond... le resultó imposible desdeñar la oferta: Harding tenía<br />

inclinaciones académicas, y la perspectiva de escribir el primer Manual de medicina<br />

veterinaria interna: Enfermedades de los dinosaurios le obligó a aceptar. A finales del<br />

siglo XX, la medicina veterinaria estaba avanzada en el aspecto científico; los mejores<br />

zoológicos contaban con clínicas que diferían muy poco de los hospitales para seres<br />

humanos. Los nuevos manuales no eran más que corrección de los antiguos. Para un<br />

veterinario clínico de categoría internacional, no quedaban mundos para conquistar. Pero<br />

ser el primero que se ocupara de una clase enteramente nueva de animales: ¡eso sí que<br />

era algo fuera de lo común!<br />

Y Harding nunca lamentó su decisión: había adquirido considerable experiencia con<br />

esos animales. Y no quería oír hablar de Hammond ahora.<br />

La hipsi resopló y se crispó. Su respiración todavía era poco profunda; no había reflejo<br />

ocular aún. Pero ya era hora de ponerse en movimiento:

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