La hoja y el pupitre - Jarandilla de la Vera

La hoja y el
Pupitre.
Santiago Hernández-Cano Acosta
Junio_2.011

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La hoja y el pupitre
Con los dedos limpió el vaho que cubría los cristales de la ventana y que no le
permitían ver la calle.
-Esta noche ha helado -pensó- a pesar de que ya estamos en Primavera. Este
año viene con retraso como viene pasando en los últimos años, ya no es como antes
que los inviernos eran inviernos y en verano hacía calor. Ya no existe la primavera,
pasamos del calor al frío y viceversa con una naturalidad que asombra.
En los tejados que veía a través del círculo que sus dedos ajados habían
dibujado en el cristal, se reflejaba la luz del sol en las diminutas partículas de agua
que el rocío había depositado suave e imperceptible al amanecer.
Se volvió a la mesa, levantó la faldilla de la mesa camilla y con la badila dio
unos sabios golpes a los rescoldos que aún quedaban de la noche anterior. Luego dio
un trago a la taza de café con leche que humeaba y que a él le gustaba coger con las
dos manos para sentir el calor en sus dedos arrugados por el tiempo. Solía desayunar
pan migado. Siempre degustando el sabor del pan de leña que tanto le gustaba.
-Como este pan ninguno- decía y chascaba los dientes, tratando de guardar por
un tiempo ese sabor característico. En el pueblo había varias tahonas que hacían “pan
de verdad”.
José, que así se llama nuestro protagonista, era “maestro de escuela”, como a
él le gustaba decir.
-De enseñanza primaria, básica y elemental- añadía.
Había sido en su juventud, en su madurez y aún lo continuaba siendo.
-El que nace maestro muere maestro; nunca pierde la ilusión por mostrar a los
demás lo que no saben, por sacar a los jóvenes de sus dudas y errores. A ser maestro
no se aprende, debes tener vocación. En la Normal -que así se llamaba la facultad de
Cáceres donde estudió José- sólo aprendes conocimientos, lo otro no.
Era una persona que había sabido ganarse el respeto de sus alumnos sin haber
dado nunca un “cachete” a ninguno.
-¿Cómo es posible, José?- le preguntaban sus compañeros maestros.
El sonreía ladinamente y callando lo que pensaba, acertaba a decir:
-Los niños son muy buenos conmigo, tengo mucha suerte.
En el fondo sabía que a sus compañeros les faltaba paciencia y sobre todo
cariño, tener cariño a sus alumnos.
Era frecuente que los niños, antaño, cuando veían al maestro por la calle se
escondiesen o agachasen la cabeza al cruzarse con ellos. Con José era otra cosa,
corrían alborozados a saludarle y a veces, le rodeaban pronunciando su nombre. Él les
regalaba la mejor de sus sonrisas y les preguntaba por sus juegos y en ocasiones se
rebuscaba la faltriquera (este vocabulario que empleo es el que usaba José) hasta
encontrar, perdida en las profundidades una “perra gorda” que entregaba a uno de los
zagales y les advertía:
-¡Eh! Es para todos.
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Corrían alborozados calle abajo hasta el puesto de chucherías que una anciana
tenía a la puerta de su casa en una caja de madera sin tapa. Compraban un cucurucho
de pipas o de “chochos” que luego repartían equitativamente, haciendo caso a su
maestro.
Los domingos gustaba de arreglarse un poco para salir a la hora del Vermú,
como era costumbre, es decir, se ponía la otra chaqueta, la que no llevaba a la
escuela. Salía a las 12 en punto, cuando sonaban las campanadas del reloj del
Ayuntamiento y al unísono le acompañaba el “esquilín” al que había precedido cinco
minutos antes el repique de las campanas de la torre de la iglesia llamando a Misa
Mayor. Bajaba la calle lozano, altivo, siempre con cara alegre. Saludaba a todos los
que se cruzaban con él; si era una señora hacía una leve inclinación de cabeza
respetando las normas de urbanidad que él intentaba inculcar a sus alumnos.
En la plaza había un bar y en una calle más abajo, una pequeña tasca donde
siempre recalaba. A esa hora sólo estaba el cantinero, Pedro, con el que le gustaba
cruzar unas palabras que él escuchaba con atención. “la sabiduría está en el pueblo”.
Hablaban de lo humano más que de lo divino “para eso ya están los curas”. El chato
de vino era de pitarra, de la mejor del pueblo, le decía su amigo y él asentía con la
cabeza mientras jugaba con el vaso en su mano derecha y contemplaba su color rojo
oscuro. De una de las paredes colgaba un destartalado cartel de la Feria de San Isidro
donde se anunciaba un Grandioso Festejo taurino; un mano a mano entre Belmonte y
Manolete. A las 5 de la tarde, con permiso de la autoridad y si el tiempo lo permite.
Le hacían gracia esas frases hechas sin sentido; bien sabía que la autoridad siempre lo
iba a permitir (pan y toros) el único que podía impedirlo era el tiempo.
Tras un rato de conversación agradable y después de 2 ó 3 chatos, salía de
nuevo de la cantina apartando una cortina hecha con chapas de cerveza para impedir
el paso de las molestas moscas veraniegas.
Atravesaba la plaza que se hallaba casi en silencio pues la mayoría de la gente
estaba aún en misa. Subía la cuesta hasta la carretera que cruzaba la villa de este a
oeste y paseaba disfrutando de los rayos de sol que ahora calentaban más. Cruzaba la
carretera hasta unas ruinas de un antiguo castillo que se conservaba bastante bien.
Muchas veces pensó “cuántos pobres podrían alojarse en el castillo si se reformasen
un poco algunas estancias”. Se sentaba en las rocas de la muralla donde previamente
había colocado su pañuelo para no mancharse el pantalón de los domingos. Solía
conversar con algunos ancianos que, ayudados de sus garrotas habían llegado donde
él. También los viejos estaban exentos de acudir a misa dominical porque con sus
achaques muchas veces tosían o hacían excesivo ruido que podía distraer a la
parroquia tan atenta a todos los movimientos de su clérigo oficiante.
A José le gustaba hablar con las personas mayores porque siempre aprendía
algo, “todo lo que saben lo han aprendido de la vida, no en los libros”. Les tenía un
respeto enorme y ellos a él un gran afecto; no en vano era el maestro del pueblo.
Distintas clases de sabiduría en distintas clases de personas, pero, al fin y al cabo,
personas de verdad.
Cuando les “sonaban las tripas”, como decían ellos dejaban la conversación y
se dirigían prestos a sus casas a comer un plato caliente de alguna cosa, más bien
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poca, que su mujer les habría preparado. Les acompañaba hasta donde sus caminos se
bifurcaban.
Las tardes de los domingos eran para escuchar la radio, Radio Nacional.
Transmitían los partidos de fútbol de la liga española. Sólo estaba pendiente si
transmitían a su Atheti. Si no era así, apagaba la radio y se enfrascaba con la lectura.
Normalmente autores españoles y sobre todo poetas: Lorca, Machado, ... Cogía el
libro después de elegirle con detenimiento según su estado de ánimo y se acomodaba
en un sillón junto a un gran ventanal que daba a la calle. Cuando encontraba alguna
poesía determinada que él consideraba oportuna, anotaba su título para recitársela a
sus alumnos en la siguiente clase de Lengua Española. Ni que decir tiene que sabía la
mayoría de la poesía española de memoria. Cuando él estudiaba había que saber las
cosas al pie de la letra sin fallo alguno.
El comienzo de la semana para él era una alegría, en contra de otros
compañeros con los que se encontraba en la entrada del Colegio Nacional y que iban
con gesto mohíno. Él les decía medio en broma, medio en serio:
-Una de dos, o ayer perdió el Real Madrid -todo el mundo era de ese equipo- o
no has desayunado esta mañana.
A lo que ni siquiera contestaban incrédulos de que una persona pudiese asistir
con esa disposición de ánimo y agrado al trabajo un Lunes por la mañana.
Para José esa era su vida, disfrutaba enseñando, haciendo personas de esos
chavalines que venían con calzonas y que muchos de ellos cuando se sentaban en los
pupitres les colgaban los pies.
Los pupitres de madera de pino, con su tapa en plano inclinado para poder
escribir y en la parte superior dos agujeros donde encajaban los tinteros, pequeños
vasos de cerámica, en los que el maestro repartía la tinta contenida en el frasco que
previamente había preparado con polvo y agua.
Los más chicos escribían en pequeñas pizarras, enmarcada en madera, con los
pizarrines y su trapito que hacía las veces de borrador, atado con un cordel para no
perderlo.
Antes de que llegase el recreo, el Director le llamaba para que le ayudase a
preparar la “leche americana” que luego repartirían a todos los niños. Venía en unos
contenedores cilíndricos, de cartón marrón claro, con unas anillas de aluminio, con
etiquetas de USA y palabras en inglés. José sabía que aunque la llamaban leche
americana, en realidad la enviaba UNICEF.
Vertían su contenido en un gran perol con agua templada y la agitaban con
una gran cuchara de madera hasta que se desleía. Entre los dos sacaban el recipiente
al patio donde los alumnos ya formaban en hilera con un vaso de porcelana, con
abolladuras y descascarilladas por el uso, a la espera de recibir “tan preciada dádiva”.
A veces les llegaba para dos tomas, por lo que al servirles la primera y mientras la
tomaban con grandes sorbos, avanzaban al final de la fila para ocupar de nuevo
posición con la esperanza de una nueva ingesta. Los maestros sabían cuando repetían
porque llegaban con el bigote blanquecino por la espuma de la leche.
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Los inviernos eran muy crudos, en especial cuando soplaba el viento de la
Sierra. Cortaba la cara. Al entrar en la escuela parecía que el frío se aliviaba, pero
sólo al principio. Todo estaba helado, hasta la tinta del frasco que el maestro debía
agitar con fuerza para mezclar los ingredientes.
Algún docente tenía más suerte y los alumnos de su curso, siempre por turno,
pasaban por su casa antes del inicio de la tarea escolar para recoger el brasero que
estaba preparado a tal fin. Lo llevan entre dos críos de las asas hasta la escuela y una
vez allí, hasta la mesa de su maestro.
Cuando José veía pasar a los niños acercando ese calor al maestro, recordaba
aquella vez que uno de los zagales tropezó y se cayó, derramando parte del picón al
suelo, con tan mala suerte que apoyó la mano en las brasas, por suerte a esa hora de la
mañana medio encendidas aún. Toda la preocupación del infeliz no era si se había
quemado mucho o poco, ni si le escocía la quemadura sino la regañina que le
esperaba del maestro.
De su vida privada nadie sabía a penas nada. Ni siquiera Amalia, una señora
viuda que se había prestado a ser su asistenta un par de horas al día para hacerle las
faenas de la casa y dejarle la comida preparada.
-Yo se lo hago, bien sabe Dios, por lo bueno que usté ha sio con nosotros.
Le dio clases particulares a su hijo durante un verano para presentarse a unas
pruebas de una empresa en Madrid que había conseguido aprobar y ahora tenía un
trabajo digno y bien remunerado.
No obstante, José, dejaba todos los viernes, antes de ir a la escuela, un sobre
encima de la mesa camilla, con unas pesetillas dentro como gratificación, pero nunca
podría habérselo entregado en mano porque Amalia jamás lo hubiese aceptado.
Pues, como digo, ni siquiera ella conocía el pasado del profesor, perdón, del
maestro. Alguna vez se le escapó, seguramente en la tasca charlando con su amigo
Pedro, que había tenido un amor de juventud y que se lo habían arrebatado en la
guerra. Pero sobre la forma del fin de esa pasión nada dijo. ¿Tal vez le abandonó?
¿Tal vez la mataron?... Nadie lo sabe excepto él y esa era la única vez que su
semblante entristecía con el recuerdo. Decía que un alma tan noble como el de ella no
podía desaparecer jamás y que seguro que vagaba por la vida terrenal y posiblemente
cerca de él, contemplándole y muchas veces aconsejándole sin que ni siquiera se
diese cuenta. O tal vez se había reencarnado en otro ser vivo. ¡No, eso si que no!, él
no creía en la reencarnación, pero... ¿quién sabe?.
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Pero de verdad, de verdad, donde disfrutaba nuestro maestro era en un
pequeño parque cercano a la escuela, donde iba todas las tardes al terminar sus clases
para descansar un rato y disfrutar allí de sol del atardecer, que “calentaba, pero no
quemaba”. Desde ahí veía a los rayos jugar al escondite con las ramas de los árboles
mecidas por la ligera brisa que siempre se levantaba al agonizar el día.
Gustaba de acomodarse en una tronco seco, a modo de asiento para disfrutar
de la lectura diaria. Estaba situado junto a un chopo que le servía de escudo,
bañándole con su sombra, cuando iba al parque más temprano de lo habitual.
El otoño ya se acercaba y quedaba patente en la alfombra que día a día, sin
pausa, los chopos iban tejiendo suavemente para tapizar de dorado el sendero que
atravesaba el parque.
El paraje era precioso, un paraíso que sólo algunos podían y sabían disfrutar.
Entre ellos José. Desde su acomodo, veía a su izquierda las ruinas del Castillo, en
derredor una línea infinita de chopos alineados como un ejército protector del viejo
maestro; al frente, la Sierra por donde el ocaso tenía lugar; era el momento que
siempre contemplaba expectante y que marcaba el toque de recogida. A partir de ese
momento empezaba a refrescar pues la arboleda era bastante húmeda.
Siempre llevaba en el bolsillo de la chaqueta un libro de poesías que leía una y
otra vez ya que opinaba que un poema no tiene un significado lineal y lo que el
escritor quiso expresar puede variar según el estado de ánimo del lector. “Esa es la
grandiosidad del Poeta: transmitirnos sus emociones y acomodarlas a nuestro estado
de ánimo”.
Su libro tenía las letras muy pequeñas y en él se recogían poemas de Lorca,
Alberti, Machado y Miguel Hernández.
Había unas páginas marcadas con una doblez en la esquina superior; era una
poesía de M. Hernández: Vientos del pueblo me llevan. La leía en voz alta:
-Como se debe leer un poema, con la entonación adecuada- les repetía siempre
a sus alumnos y hacía más hincapié, si cabe, en aquel verso que rezaba así:
extremeños de centeno....
Un hecho curioso se repetía una y otra vez cuando se acercaba a su asiento de
noble madera y al árbol que lo resguardaba. A medida que los días penetraban en la
estación otoñal, el camino cada vez estaba más cubierto y tupido de hojas que caían
de las ramas. José había observado cuando levantaba la vista del libro para mirar la
copa más alta de su chopo, que estaba perdiendo muchas hojas, día a día, como la
naturaleza le había enseñado para poder renovar, la primavera siguiente, la savia con
más fuerza. El cielo, por tanto, era cada vez más palpable. A una de las ramas, la más
baja y próxima al asiento de José, apenas le quedaban 3 ó 4 hojas. Pues bien, un día
percibió que una de las hojas de esa rama se agitaba sólo ella y sin que hubiese viento
ni siquiera una brisa que la impulsase. Al principio no hizo caso, pero como el suceso
se repitiera día tras día, le fue prestando cada vez más atención. Ese vaivén duraba
hasta que abría su libro de poemas y comenzaba a leer (no muy alto por si algún
paseante le veía y pensaba que había perdido la chaveta).
Para no asustar a la hoja, se fijaba en la sombra que proyectaba en el suelo;
siempre era el mismo ritual: su llamada desesperada que cesaba a penas comenzaba a
escuchar la voz serena y profunda.
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José llegó a la conclusión de que lejos de ser un fenómeno fuera de lo normal,
podría ser totalmente natural, ¿acaso no es un ser con vida? ¿Qué sabemos nosotros
de la vida de la Naturaleza si no nos conocemos ni a nosotros mismos?
Total, que tampoco le preocupaba mucho el por qué del “fenómeno natural”.
A medida que se acercaba el invierno los árboles habían ido quedado
desnudos. Todos menos uno; menos “su chopo” que aún mantenía su única hoja
unida por el peciolo vital a la rama más baja. Esa tarde se fijó bien, ni uno sólo de los
árboles de la chopera conservaba una hoja. Todas yacían en el camino o en los
márgenes del riachuelo y otras navegaban, cual papiros egipcios hasta desembocar en
el estanque próximo al Castillo.
Sólo una. Una sólo que en ese instante se agitaba como siempre en espera
impaciente de recibir su ración diaria de versos.
José chasqueó los labios, sonrió y abrió el libro. En esta ocasión leyó a
Antonio Machado:
“Recuerdo Infantil”:
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales...
No necesitaba leerla como otras muchas del libro; la había recitado tantas
veces que por su cerebro discurrían los versos con apenas iniciar la primera palabra.
Se limitaba a sobrevolar las líneas, dibujando en su mente la escena de cada verso.
...Monotonía
de la lluvia en los cristales.
Al terminar, la hoja del chopo se agitó espectacularmente como intentando
agradecer la deferencia al maestro.
Éste cerró el libro no por cansancio sino porque había sentido un pequeño
estremecimiento de frío y decidió marchar a casa a pesar de no haberse escondido aún
el Astro Rey.
Apenas cenó esa noche un caldo que calentó en la lumbre y que le había
sobrado a mediodía.
Sin siquiera escuchar el parte, lo que ya era raro en él, se metió en la cama
intentando encontrar el calor que había dejado en el parque. Se arropó bien con las
mantas y quedó sumido en un muy profundo, profundo sueño...
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La hoja se impacientaba.
Giraba su haz y envés intentando localizar un signo positivo, pero todo
permanecía quieto. Esa mañana nadie había venido al parque. A primera hora sólo el
jardinero se acercó para abrir la puerta y luego marchó sin pisar siquiera la vereda.
Era todo tan raro...
No pudiendo aguantar más y presagiando algo malo, miró a lo más alto del
árbol que la sustentaba e invocó a Eolo que dormitaba a esas horas en un bosque
cercano de la Sierra del Pimesaillo.
Acudió raudo como siempre que alguien requiere sus servicios; descendió por
la garganta Jaranda y a su paso las ramas de los árboles le rindieron pleitesía.
Cuando llegó al parque, giró en torno al chopo atraído por los lamentos del
único signo de vida que aún quedaba en la rama más baja del mismo. Siguió girando
con fuerza hasta que logró desprender el pedúnculo de la rama, el cordón umbilical
que aún mantenía la vida entre el árbol y su hoja.
La elevó en un torbellino vertiginoso que luego cambió en dirección a las
calles del pueblo.
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
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Un féretro sobrio; como a él le gustaban las cosas: sencillas.
No hubo misa; sólo un responso, pues, aunque no hablaba mucho con el cura,
se mantenían mutuo respeto por lo que manifestaba cada uno y por los valores que
como personas representaban.
El cortejo avanzó lentamente. Al ataúd le seguía una fila de muchachos,
alumnos de José, que se habían vestido para la ocasión con la ropa de los domingos,
bien peinados y aseados, como a él le complacía que asistiesen a la escuela.
Un silencio profundo recorría todas las calles del pueblo por donde pasaba el
cortejo fúnebre. Hasta los pájaros dejaron de trinar y desde lo alto una hilera de
palomas en la torre del campanario contemplaban impávidas la procesión.
Las personas mayores llevaban la cabeza descubierta, la boina en la mano y en
la otra se apoyaban en la garrota para ayudarse en su deambular por las empedradas
calles del pueblo. En ese grupo estaban sus compañeros de tertulia dominical.
Cuando pasaron delante de la cantina todo el mundo se sorprendió porque sus
puertas estaban atrancadas. Los más asiduos no recordaban haberlas visto nunca
cerradas. Unos pasos más atrás era el propio dueño de la cantina, Pedro, el que pasaba
frente a ella sin levantar la vista.
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Hubo gente que no asistió, no por desconocer el triste suceso sino por otras
causas ajenas. Aunque seguramente tenían mucho que agradecer al maestro; sus hijos
habían podido estudiar en Salamanca o Madrid y ahora ocupaban cargos en algún
ministerio o eran médicos de renombre en algún hospital. Seguro que no le importó
que esas personas no marchasen ahora tras él acompañándole en su último paseo por
las callejuelas del pueblo; él era así.
A la puerta del cementerio el cura despidió el funeral con otro responso. A
José eso ya no le gustaba “Bueno está lo bueno, pero...”
Los niños finalizaron ahí su recorrido. Era suficiente para ellos.
A los pocos minutos, José yacía bajo una losa de mármol gris donada por
alguien que aún hoy en día se desconoce y cuyo epitafio rezaba así:
“DON JOSÉ – MAESTRO DE ESCUELA”
Un viento gélido comenzó a soplar en aquel instante por entre las lápidas del
cementerio. Venía del Norte, de la Sierra.
Y una hoja ocre brillante, arrastrada por el vendaval, se posó suavemente,
como con miedo a hacer daño, sobre la “M” mayúscula de “Maestro”. Al verla, una
parroquiana, con su mejor intención se agachó para retirarla, pero una nueva racha de
viento le arrebató su sombrero lo que hizo que fuese tras él y olvidase la hoja, que
sorprendentemente, aún continuaba impasible en el mismo lugar, sin que el empuje
del torbellino le hubiese desplazado un solo milímetro.
Cuentan, los que visitan ese lugar, que hoy en día la hoja aún permanece sobre
la “M” de Maestro sin que nadie se lo explique y sin que nadie se atreva a apartar de
ahí esa hoja seca, amarillenta pero seguramente llena de vida para siempre.
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