El corrector de la Historia – Gabriel Guralnik (PDF - Los Revelados

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
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Gabriel, Guralnik,
El corrector de la historia. - 1a ed. - Buenos Aires: Ruinas Circulares, 2012.
(Octaedro/Liliana Díaz Mindurry) E-book
ISBN 978-987-1610-51-8
1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título
CDD A863
Queda hecho el depósito que marca la Ley 11723
MAYO 2012
Editor: Claudio Pidoto
Imagen de portada: Hyeronimus Bosch (1450-1516): "El Jardín de las Delicias"
Ediciones Ruinas Circulares
Directora: Patricia Bence Castilla
Aguirre 741 - 7º B
(1414) Buenos Aires
E-mail: info@ruinascirculares.com
www.ruinascirculares.com

Gabriel Guralnik
El Corrector de la
Historia
-NOVELA-
octaedro
ediciones ruinas circulares

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
abril, 2012
Después del final
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En el improbable caso de que este libro llegue a algún lector, mi
vida valdrá menos que la de un Revelado.
Cuando le envíe a Guralnik estas últimas páginas, voy a
desaparecer para siempre.
Por eso no me importa que se conozca mi nombre.
Soy Daniel Kaufmann. Argentino, soltero, un metro setenta y
cuatro. Veintisiete años, aunque un viejo documento haya dicho
cuarenta y uno. En un tiempo fui empleado municipal. Soy hijo
único. Mis padres murieron lejos, hace mucho, y no tengo
familia.
Rafael Montini prometió dejarme una buena suma de dinero.
También se puso en contacto con un tipo que me entregó una
documentación falsa.
Voy a ser otro, para siempre.
Es importante que sepan que fui yo, Daniel Kaufmann, el autor
de este libro. De los apuntes que dieron lugar a este libro.
Apuntes que salieron de hechos, y no de juegos literarios. El que
figura como autor, el tal Gabriel Guralnik, no tiene otro mérito
que haber sido elegido para escribir la novela. Por mucho que lo
persigan, no conseguirán sacarle un solo dato mío.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Y esto es para ustedes, Señores de la Jerarquía, que controlan el
engaño, y que van a buscarme más que nunca, si alguien lee lo
que sigue: Daniel Kaufmann no existe. No se molesten. Ya alguna
vez los burlaron, en otro rincón del tiempo (¿o debo decir del
espacio?). Pero esta será peor. Porque nunca se les había filtrado
el secreto en pleno siglo veintiuno, con la red global acechando el
anonimato. No les va a resultar tan fácil borrar a todos los
testigos, ni reemplazarlos por títeres que sigan sus órdenes.
Este planeta que gira, perdido en la nada, es mi lugar. Mío. Y
aquí se les acabó la estafa. Y ya veremos cómo hacen ahora para
sostener la farsa de los Correctores (ya saben lo bien que los
conozco; y esperen a enterarse de todo lo que sé).
Señores de la Jerarquía:
Daniel Kaufmann va a revelar a este mundo su existencia.
Daniel Kaufmann será su tumba.
Es lo menos que puedo hacer.
Se lo debo a los Revelados.
Se lo debo a Rafael Montini.
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Vengo a dar testimonio de un crimen, diría si estuviese hablando
frente a un jurado, en lugar de escribir en esta máquina de teclas
medio sueltas.
Un crimen que fue, o qué está siendo, o que será.
Una muerte. Un crimen peor que la muerte.
La destrucción de un hombre único, que no figura en ningún
registro.
Se llamaba Rafael Montini.
Y admitió, públicamente, ser un Revelado.
Vengo a dar testimonio de un crimen y de un engaño, porque el
engaño fue anterior al crimen, y fue sin duda su motivo, diría si
estuviese hablando, en lugar de escribir.
En un principio era la Estafa. Era el engaño, sigue siendo el
engaño. Para entenderlo basta con leer la Biblia. Dios prohíbe
que Adán y Eva prueben los frutos de cierto árbol, sin explicarles
que si no le obedecen deberán afrontar el abismo desconocido de
la muerte, de la que nunca les habló. Dios prohíbe un acto que
parece banal, sin avisar que el castigo recaerá sobre todos los
descendientes de Adán y Eva, hasta el fin de los tiempos. ¿Cómo
pueden los hijos de un Ser tan bondadoso imaginar un castigo
tan terrible? La Biblia, el inicio mismo de nuestra historia,
comienza con una estafa.
No parece buena idea hablar mal de la Biblia. Justamente de la
Biblia, en un libro donde se demuestra, de algún modo, la total
vigencia de los Textos Sagrados.
En todo caso, si alguien lee lo que sigue podrá sacar su propia
conclusión. Que será distinta para cada uno de los que leen,
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como suelen ser los temas de los que alguien puede formarse una
idea. Es decir, todos.
Rafael Montini me dijo que nuestra vida, que nuestra historia era
un engaño. Una infinita y arbitraria repetición. Como cualquier
persona normal, no le creí: la fe no es uno de mis defectos. No le
creí, hasta que tuve las pruebas que me podrían llevar al
manicomio, si no las contara en esta otra forma de locura que es
la narración.
Ahora le creo.
Ahora sé que lo ejecutaron. O que lo están ejecutando. O que lo
van a ejecutar.
Y por eso vengo a dar testimonio.
Y por eso escribo.
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Con Gabriel Guralnik tuve una relación breve. Aparenta unos
cincuenta años, aunque podrían ser más, o menos. Cuando
habla, cuando se mueve, lo hace a tal velocidad que cuesta
imaginar cómo logra que sus anteojos no salgan volando.
Lo conocí buscando alguien vinculado al mundo editorial, pero
no tan lúcido como para ser un Corrector. Cuando le hablé de él,
Rafael me confirmó que no era un Corrector. No, al menos, uno
que él conociera.
En un locutorio sucio del Once, ingresé en la Web. Lo encontré
por casualidad. Leí que había editado algunos libros. Yo había
tratado, en mi vida anterior, de redactar unos cuentos, que nunca
terminé. Cuentos policiales. De todos modos, conocía ese mundo
literario. Lo suficiente como para elegir, en este mundo literario,
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
una persona que se hiciera cargo de difundir estas páginas, que
ahora estoy terminando.
Le envié un correo electrónico, ofreciéndole el bosquejo de una
novela. A Guralnik parece gustarle la ciencia-ficción. Le aclaré
que mi historia no era de ese género, pero que se podía leer como
si lo fuera. No le dije, en el correo, que el autor tendría que ser él.
No era el momento.
Respondió al día siguiente. Me dijo que ya no editaba, pero que
igual escucharía mi proyecto con gusto. Como todos los editores
le responden a los autores desconocidos que ya no editan, acordé
una cita con él.
Nos conocimos en un bar de Caballito. En el rato en que
estuvimos juntos lo vi mirar por los ventanales a las mujeres que
pasaban, más cuando se iban que cuando venían. A los pocos
minutos de charla me contó que también él escribía, como si me
revelase algo que no estaba destinado a cualquiera. También me
dijo que hacía un tiempo que le costaba escribir. Culpó a su
trabajo de ese vacío, que una persona normal hubiese atribuido a
sus propias limitaciones. Me cayó bien que no intentara
mostrarme nada. No habría tenido más remedio que leerlo.
Nos despedimos en una esquina, él asegurando que leería mis
notas en cuanto las tuviese listas, yo convencido de que las
dejaría olvidadas en una montaña de basura. Le di la mano,
mientras los ojos se le perdían en las asentaderas de una chica
que podría haber sido su hija. Eso fue en marzo, cuando recién
comenzaban las clases. Lo recuerdo porque la chica tenía
uniforme de colegio privado.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
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Cuando Rafael entró en mi vida, llegó un tiempo en el que creí
estar perdiendo la razón. Tras haber faltado la cantidad de días
suficiente, Elisa debe haberse dado el gusto de tramitar mi baja
del empleo, por ausencias reiteradas sin aviso. No sé cómo habrá
hecho, porque en la Municipalidad no despiden ni a los muertos.
Y no me importa: nunca volveré a esa oficina, ni a ese trabajo, ni
a esa ciudad.
Después de aquellos días de locura, terminamos recluidos en esta
habitación del Once, de donde apenas podemos salir. Nos
aventuramos casi siempre por la noche, buscando lugares
concurridos, para evitar que los Correctores (o, peor, los
Oficiantes) nos encuentren.
Una de esas noches salimos a cenar. Como siempre, Rafael había
cambiado su aspecto del día anterior, para que no lo
identificaran. Teníamos un buen trecho, bajo la lluvia, hasta el
restaurante. Rafael tenía dinero para tomar un taxi. Supongo que
podía comprar toda una empresa de taxis. Pero el colectivo
convenía más a nuestro anonimato. Esperamos bajo el agua, nos
empapamos cuando el conductor se arrimó al cordón de la calle
inundada, dejamos pasar las cuadras grises ubicados en un doble
asiento que nos cayó como regalo del cielo. Un pozo de la calle
sacudió al colectivo y nos hizo saltar por el aire.
-Hay que contar la verdad –solté, sin pensar casi en lo que decía.
Llevaba dos días buscando el valor para pronunciar esa frase, que
un pozo de la calle me arrancó de golpe.
-La verdad tiene muchas formas, Daniel Kaufmann –dijo Rafael.
-Vamos, ya sabés a qué me refiero. Para ellos, sos un Revelado. Y
yo no soy nadie. No tenemos por qué dejar que nos ganen.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-¿Dejará de llover cuando lleguemos a nuestra parada?
Siempre cambiaba de tema cuando no quería discutir. Y eso me
molestaba.
-No me jodas, Rafael. Tenés que contar la verdad –insistí.
-Sí, hay que contar la verdad. Para eso vinimos aquí. Pero no la
voy a contar yo. La vas a contar vos. Me podés hacer una
entrevista, por ejemplo –sonrió.
Siempre sonreía cuando me veía molesto. Eso me molestaba
más. Y el sonreía más, hasta que me hacía reir. Pero esa vez no
me reí.
-¿Yo? ¿Hacerte una entrevista? ¿Y a mí quién me va a creer?
-Casi nadie te va a creer, como tampoco creerían lo que yo
escribiera. Pero algunos van a dudar. Hay muchos vacíos en la
historia del mundo. Muchas preguntas sin respuesta. Los que
entiendan, lo van a pensar –dijo.
-¿Pero por qué yo? Deberías escribirlo vos –insistí.
-Ya sabés que tengo una tarea pendiente. Y no precisamente
aquí. Mi trabajo es evitar que nos encuentren. No puedo
distraerme escribiendo.
Pensé en las consecuencias de escribir la verdad. Pensé que, de
todos modos, no tenía mucho que perder. Excepto, claro, a mí
mismo.
-Bueno. Pongamos que escribo. Que te hago la entrevista.
¿Dónde me voy a esconder cuando ellos me vengan a buscar? –
dije.
-No hay lugar donde esconderse. Tendrías que desaparecer antes
de la publicación, si se publica como libro.
-Ningún editor me va a imprimir un libro si desaparezco antes de
publicarlo.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Es cierto. Pero no veo otra forma. ¿Sabés cuánto vas a durar si te
quedás hasta que el libro llegue a los lectores? Horas. Un día,
como mucho. A menos que...
Se quedó mirando las gotas en el cristal de la ventana, o algún
punto más allá.
-¿A menos qué? –le grité casi en el oído.
-A menos que consigas un testaferro. Un tipo que figure con su
nombre, pero crea que el libro es puro invento. Cuando los
Correctores lo interroguen, se van a dar cuenta de que no tiene
idea de lo que publicó. ¿Te molestaría no figurar como autor?
-Cómo me va a molestar, si de todos modos me tengo que hacer
humo…
-Lo ideal es que sea un desconocido, de esos que quieren escribir.
En lo posible, no demasiado inteligente…
Así fue como llegué a Gabriel Guralnik.
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Con esta moda de crear un producto, por año, un producto por
mes, muchos nombres se van olvidando. Escritores, músicos,
inventores, científicos. Antes, una obra única, pero valiosa,
bastaba para clavar un nombre al muro de la historia. Ahora, el
muro se reemplaza cada minuto por algo nuevo, y todo lo
anterior desaparece de la vista, como en una pizarra mágica.
Pensemos en los músicos, por ejemplo. Con cuatro sinfonías
miserables, el destino de Brahms habría sido, en este siglo, de lo
más oscuro. En cuarenta años de trabajo, debería componer
cuarenta sinfonías. Lo mejor sería que las improvisara en
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
recitales, con gente saltando en las gradas (pogo, lo llaman
ahora).
No es raro que sean pocos quienes recuerdan los libros de
historia que leyeron a lo largo de su vida. Hasta los historiadores
van saltando sus propias gradas, de un autor a otro, de una
corriente a otra, y se pierden en documentos que ocultan lo
mismo que parecen revelar, como la carta de Poe.
Pero yo vengo a dar testimonio de un crimen, y de una estafa, y el
recuerdo de algunos hechos es indispensable, aunque muchos no
los quieran recordar.
Muchos prefieren olvidar, para no hacerse cargo de lo que
fueron. Volverse fanáticos del éxito de turno, del poder de turno,
y tapar que también eran fanáticos del anterior. Escribir de
nuevo la historia, dejando dos o tres monstruos como
responsables únicos de lo que los monstruos no podrían haber
hecho solos.
A Cristo lo mandó a la muerte Judas. No fueron los romanos, ni
el sanedrín, ni la turba que indultó a Barrabás. A los judíos los
mató Hitler. No fueron los burócratas de la SS, ni los racistas
croatas, ni la policía lituana. Unos pocos emergen como
demonios, y el resto sigue adelante con su nueva causa, que al fin
y al cabo es una causa vieja: la de vivir tranquilamente, luego de
haber dado la espalda a las víctimas.
Cualquiera que lea la historia con un poco de sentido crítico,
como quien trata de hallar un fraude, comprenderá enseguida
que está llena de inconsistencias. ¿Son tan sabias las potencias
como para no haber usado ni una bomba atómica después de
Nagasaki? ¿Cómo pudo Alejandro no perder una sola batalla
para morir luego, absurdamente, a los treinta y dos años? ¿Por
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qué aceptamos que Napoleón perdió en Waterloo, si una lectura
atenta muestra que, militarmente, ya había ganado?
Si se continúa leyendo, incluso al azar, las sospechas se
multiplican. ¿Es que nadie, durante 1700 años, tuvo la idea de
usar la fuerza del vapor, descubierta por Herón antes del año
100? ¿Es lógico que el Cristianismo haya triunfado, contra todas
las probabilidades, en la hostil Roma, en la Europa bárbara, en
los bordes del Islam, e incluso en el siglo del marxismo y el
capitalismo?
La lista es interminable. Y cuanto más se baja a los detalles,
mayores son las inconsistencias. Quienes recuerdan de memoria
los hechos que ocurrieron en una aldea, o en un pueblo chico,
saben perfectamente que hay misterios sin resolver. El caso es
igual, o peor, con los que conocen en detalle la historia de su
propia familia. Siempre hay algo oscuro, inexplicado, que deja la
sensación de que la familia está incompleta.
Pero eso es algo sobre lo que será mejor que vuelva más tarde.
Por ahora, dejo indicado esto en el papel: todo engaño se
alimenta del olvido. El estafado juega el juego del estafador (eso
cualquier psicólogo lo sabe). El reemplazo constante y acelerado
de una moda por otra incentiva el olvido, y ayuda al engaño.
También yo viví en la esfafa. Hasta que conocí a Rafael Montini,
el Corrector que se volvió Revelado.
Si usted, lector, cree que la ignorancia es una bendición, le
sugiero que por favor se busque otro libro.
O que lea éste como si se tratara de una ficción.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
julio, 1998
Parte I: Correctores
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Qué hacía yo en ese lugar del campo. En pleno invierno, cuando
las calles de la costa se transforman de trampa para turistas en
pueblos fantasma. Cuando no hay nadie, y hasta es difícil
encontrar un compañero de viaje.
Me escapaba de todo. Del trabajo, de Elisa, de los pocos amigos.
Esperaba otra vida, sin saber qué esperaba.
Esperaba esta vida, que comenzó con una muerte.
Rafael cuenta el dinero para el viaje y la cena. Se disfrazó de
hombre maduro, con barba desprolija y cabello blanco. Si lo viera
en la calle, no lo reconocería. Tampoco lo reconocerán ellos. Ni
los Correctores, ni los Oficiantes.
-En un rato deberíamos ir a cenar –dice.
-Ya vamos. Dejame que cuente cómo nos conocimos.
-No me vas a dejar muy bien parado. Vos quedás como un héroe,
y yo como un pobre hombre –sonríe.
-Podrás ser muchas cosas, pero no justamente un pobre hombre.
-Parece que cambiaste de idea sobre cómo escribir el libro. ¿No
me ibas a entrevistar?
-Dejame que escriba. Enseguida termino.
-Te veo ansioso, Daniel Kaufmann. Vamos a comer –sonríe de
nuevo, sin intenciones de dejar de molestarme.
Lo miro. Sigue sonriendo, como sin no estuviesen afuera los
Correctores, esperando encontrarnos. Y los Oficiantes, esperando
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
a que los Correctores nos encuentren, para llevarnos a una
ejecución segura. Al final me río, por lo absurdo de la situacion:
dos tipos que hablan de la cena mientras los buscan por todas
partes para liquidarlos.
-Un rato más, y vamos –digo.
-Que sea breve. Los Revelados también tenemos hambre –dice.
Qué hacía, entonces, en ese lugar del campo. En pleno invierno.
Para llegar al día de hoy debo comenzar con ese momento, pocas
semanas atrás.
Me escapaba. Sí, me escapaba. De la ciudad, de los pocos amigos,
del trabajo. Sobre todo del trabajo, donde Elisa estaba más
insoportable que nunca. Desde que la conocí, en la Dirección de
Tránsito, había querido alejarme de ella. Pero ella siempre
encontraba la forma de mantenerme cerca.
Ahora (ahora es hace unas semanas, y también catorce años, y
catorce mil años luz) era mi superior. Y se dedicaba a ir al cine,
en horas de trabajo, mientras nos dejaba con temas que prefería
no encarar hasta que estuvieran resueltos. Por una vez, decidí
que se ocupara ella y pedí cinco días de una licencia atrasada.
El campo tiene casi dos mil hectáreas. Pertenece a mi amigo
Raúl, que cría animales para caza mayor, aunque no esté
permitido. Un buen negocio para captar extranjeros, que de paso
recorren la costa cercana. Un lugar al que nunca hubiera tenido
acceso, de no haber sido amigo de Raúl. Está surcado de
albardones, separados como islas por arroyos y agua estancada.
Algunos albardones tienen doscientas hectáreas: es fácil
perderse. Yo sólo me aventuraba por los que conocía.
Esa tarde, luego de almorzar liviano, crucé hacia un albardón
próximo al casco. Dediqué unas horas a recorrer montes chicos,
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
de cuatro o cinco hectáreas. Llevaba, como siempre, mi
Remigton 30.06. Buscaba, como siempre, los chanchos salvajes,
como si alguno de ellos pudiese tener el rostro de Elisa. Nunca
fui un cazador típico. Ubicaba un animal, le apuntaba con la mira
telescópica y le disparaba cerca del cuero, para que sintiera el
roce sin sufrir una herida. Me gustaban la concentración, el
silencio, la puntería. Prefería dejar la sangre para los demás. A
menos, claro, que encontrara un chancho salvaje con el rostro de
Elisa.
Caminaba solo, a kilómetros de la persona más cercana, entre
talas y coronillos que apenas dejaban pasar el sol muy bajo del
invierno. El viento soplaba del este: caminaba en esa dirección,
con el sol casi invisible detrás de mi cabeza.
Me detuve al filo del monte, junto a un claro de unos quinientos
metros de largo, alfombrado con restos de gramilla que los
ciervos no habían devorado. Consulté el reloj: las seis menos
diez. Con la mochila en la espalda, sin apoyar el fusil, hice un
breve descanso antes del regreso. Casi al centro del claro, un
movimiento confuso me llamó la atención.
Un hombre de pie, apuntando un arma larga hacia un bulto
tirado entre unos yuyos. Por instinto, enfoqué la escena con el
prismático. Un Karl Zeiss excelente, obsequio de Raúl.
El bulto entre los yuyos era un hombre. De rodillas, con los
brazos a los costados, pero la cabeza erguida, como desafiando el
cañón de donde saldría la muerte. Un sombrero gris le caía de la
cabeza hacia la espalda, confundido hacia abajo con un saco del
mismo color. Por eso, a la distancia me había parecido un bulto
sin forma.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
De haber tenido el celular, habría pedido ayuda. Pero en el
campo no hay señal. No sabía qué hacer. Tomé lentamente el
fusil, acerqué el ojo a la mira telescópica, asumí la posición de
tiro imaginando que podría desarmar al agresor y evitar la
ejecución.
Respiré pausado, conteniendo el aire, como había aprendido en
unas pocas clases de yoga. Fue lo único que aprendí en esas
clases. Lo único, pero útil: respirar así me hizo sentir que, por lo
menos, controlaba una parte de mi cuerpo. Me dio un poco de
tranquilidad, o la ilusión de que en algún momento obtendría,
mágicamente, un poco de tranquilidad.
Nunca había matado a una persona. La sola idea de matar a
alguien en un accidente de cacería siempre me aterró. Sin
embargo, recuerdo que no tuve miedo. Es decir, no de matar al
tipo. Le apuntaba a la victima con una carabina de bajo calibre,
sin mira telescópica. Estábamos a unos doscientos metros. A esa
distancia, mi puntería es buena. Podía herirlo, o apuntar a la
culata del arma. Si el tipo miraba hacia donde yo estaba, el sol,
casi horizontal, le daría de lleno en la cara. Era imposible que me
viera. Y si me veía, era imposible que me acertara.
El asesino acercó el arma a la cabeza indefensa. Supe que ya no
había tiempo. Tenía que darle en el brazo, o en la culata, para
que dejara caer la carabina. Un disparo de precisión, que lo
desarmara sin matararlo. Por instinto, apunté a la cabeza. Ya
tendría tiempo de acomodar el blanco. Sin dejar de apuntar,
quité despacio el seguro.
En el mismo instante, sucedió algo que no había previsto. Los
dos –el criminal y el hombre arrodillado- giraron la cabeza, como
si hubieran oído, a doscientos metros y con el viento soplando en
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mi dirección, el seguro que yo mismo no había oído. Todo fue tan
rápido que no pude pensar. El criminal giró la carabina y apuntó
directamente, sin siquiera acomodarse. Por la mira telescópica ví
que me había ubicado en forma exacta. Todo había cambiado:
era su vida, o la mía.
Disparamos los dos al mismo tiempo. Alcancé a ver cómo caía
cuando un latigazo en el hombro izquierdo me descalabró. Caí
boca arriba, más por el dolor que por la fuerza del impacto. Me
tomé el hombro herido con la mano derecha. El tiempo se
transformó en dolor, la mano mojada, unas ramas que se
agitaban al sol. Pensé que si el criminal no había muerto, ya
estaría corriendo hacia mí para liquidarme. Pensé que la víctima
estaría huyendo por el campo, lo más lejos posible. Pensé que si
no me remataba, de todos modos moriría ahí, solo y desangrado.
-Tranquilo, que ya te curo –llegó la voz, desde algún lugar detrás
de mí.
Creo que no entendí esas palabras (esas palabras que ahora
recuerdo), porque busqué al tanteo el fusil con el brazo derecho.
-Tranquilo, te digo –repitió la voz.
Una cara joven, de facciones perfectas, con un sombrero gris,
tapó las ramas de los árboles. De alguna parte, debajo del saco
gris, emergió una mano, con una bolsita de cuero. Era la víctima,
que me había encontrado.
-¿Te duele mucho?
-No. El hombro, solamente –traté de bromear, sintiéndome un
idiota.
-Esto va a doler un poco. Pero te va a curar –dijo la voz.
-Sí, me imagino.
-Haceme caso. Quieto.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
No sé por qué le hice caso. Metió unos dedos, como untados de
algo aceitoso, dentro de la herida. Creo que perdí el
conocimiento. Por un momento se borraron la cara, el sombrero,
las ramas, el color. Cuando abrí de nuevo los ojos, el sol ya estaba
tras los árboles. No podían haber pasado más de cinco o diez
minutos. Recordé los tiros, la herida, la voz del desconocido.
Como un reflejo, como una sacudida, moví el hombro izquierdo.
No sentí nada. Me senté en el pasto, pasé la mano por la herida,
contemplé la camisa desgarrada y manchada de sangre. Nada. Ni
una cicatriz. Frente a mí, sentado con las piernas en cruz, el
desconocido me miraba sin asombro.
-¿Qué me hiciste? ¿Qué maldita magia negra es esta? –dije en
voz baja, casi para mí mismo.
-No es bueno que maldigas. Y agradezco tu ayuda.
-Por suerte me salió bien –atiné a decir, sacudido por algo que no
era el frío.
-Nada es por suerte –respondió.
Extendió la mano. La estreché.
-Soy Rafael Montini –dijo.
-Daniel. Daniel Kaufmann –respondí.
-Me salvaste la vida, Daniel Kaufmann. Estoy en deuda -la voz
era profunda, con un timbre que reconfortaba los oídos.
Parecía un hombre normal. Yo no podía imaginar que, como
pago de esa deuda, estaba por entrar en un vasto universo sin
salida.
Y que, al final, tendría que desaparecer para siempre.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
7
marzo, 2012
-¿Y? ¿Qué te parece?
-No está mal, por tratarse de un aficionado. Lo del hacerte el
francotirador no te lo va a creer nadie. Yo lo sacaría.
Rafael termina un plato de asado con papas. Yo mastico sin
ganas una ensalada rancia, después del esfuerzo por haber
comido un bife duro. Los clientes del restaurante son tan viejos
como los mozos y el local. Una bandera de España, medio
descolorida, cuelga en medio de unos jamones.
Por el ventanal se ve la entrada de un albergue transitorio.
Algunas chicas, de sexo indeciso, aguardan la llegada de los
clientes. A esta hora, casi todos taxistas.
-Por qué lo voy a sacar, si es la verdad.
-La verdad tiene muchas formas, Daniel Kaufmann.
-No lo voy a sacar –insisto.
-Bueno, es tu relato. Pero tampoco explicás cómo te pudo herir
en el hombro, a esa distancia y con el sol de frente.
Tiene razón. A doscientos metros, ni el Remington 30.06 con
mira telescópica garantizaba un blanco perfecto. Dependía del
tirador. Con una carabina 22, sin mira, y con el sol de frente, era
un tiro imposible.
-Vos sabés bien que los dos, él y yo, te oímos cuando quitaste el
seguro –dice.
-También sé que nadie puede oír el seguro a esa distancia. Y que
ustedes pueden oír lo que sea. Pero entonces no lo sabía -digo.
-Si existiera la suerte, diría que tu suerte fue increíble. Gutiérrez
dudó un instante, porque no quería descuidarme. De lo contrario
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
no te habría dado en el hombro, sino en la cabeza. Pero fue el
designio del Señor que te salvaras.
Escupo en el plato un pedazo de tomate agrio. No es el primero.
-¿Hay algún designio del Señor contra la buena comida? Ya que
tenés tanto dinero, podríamos comer en un lugar decente –
repito, como tantas otras veces.
-La Jerarquía sabe que me gusta comer en los mejores
restaurantes. Es muy difícil que se les ocurra buscarnos aquí –
repite, como siempre.
Rafael eligió un disfraz de estudiante joven, con cabello largo,
barba negra y una campera sin lavar. Lleva lentes oscuros, que en
la noche lo hacen parecer un ciego profesional pidiendo limosna,
más que un estudiante.
Por las ropas que llevamos, más de un transeúnte nos puede dar
una moneda. O indicarnos una pila de cartón para llevar en un
carrito, como parece estar de moda aquí, en la Buenos Aires de
2012.
En la mesa de al lado, un hombre mayor acumula su tercera
botella de Vasco Viejo. Los amigos lo abandonan, uno tras otro.
Cada vez que uno se va, el hombre se deshace en insultos contra
los que no lo acompañan a beber. Es casi tan feo como el aspecto
que Rafael puede tomar, si quiere, cuando se hace pasar por
anciano.
-¿Cuándo te parece que hagamos la entrevista?
-¿Cuándo quedaste en darle los apuntes a tu amigo Guralnik? –le
encanta responder con preguntas.
-No es mi amigo. En unos días, para que lo revise.
-¿Y no querías contar antes lo que pasó después del campo? ¿No
ibas a escribir sobre el viaje, y sobre nuestra batalla?
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
El viaje fueron muchos viajes.
Tendré que elegir, seleccionar lo más importante, cortar y pegar
en el papel recuerdos que saturan la memoria. Un taxista sube a
una chica y se mete en el hotel, rumbo a su propio viaje. El
hombre de la mesa de al lado pide una botella más de Vasco
Viejo, sin haber terminado la anterior.
La batalla fueron muchas batallas.
Una estadía en mundos distintos, en tiempos distintos, que me
condenó a la Certeza y me alejó para siempre de la fe.
8
julio, 1998
Se puso de pie y me dio una mano. Traté de recoger el
Remington, pero me detuvo con un gesto.
-No cargues nada que nos detenga –dijo.
-¿Vos sabés lo que cuesta este fusil?
-No lo vas a necesitar, ni el dinero tampoco.
Después de la herida, y del desvanecimiento, me costaba pensar.
Recordé que había matado a un hombre, que debía seguir ahí
tirado. El desconocido tenía razón: en cuanto la policía
encontrara el cuerpo, ni ese fusil ni ningún otro podría salvarme.
Se lo dije.
-La policía no va a encontrar nada. El cuerpo no va a estar. Y
tampoco ninguna huella de que haya estado.
-¿Y quién se lo va a llevar? ¿Nosotros? –dije, contemplando a la
distancia el bulto fláccido y caído.
-En cualquier momento van a venir a buscarlo. Los que vengan
pueden ser amigables. Pero hay otros. Si los otros llegan antes,
nos van a liquidar en cuanto nos vean.
21

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Pero iban a matarte. Lo podemos explicar…
De pronto comprendí que no sabía ni a quién había matado, ni a
quién había salvado. El desconocido podía ser un delincuente, y
el muerto un policía. O podían ser los dos miembros de bandas
rivales. Si salvar a ese hombre me había metido en un conflicto
mafioso, tenía razón. Aunque no estuviera dispuesto a escapar
como un criminal, tal vez no tenía alternativa.
-Lo podemos explicar, te digo. En la carabina tienen que estar
sus huellas. La policía las va a encontrar –dije, sin mucha
convicción.
-No entendés lo que está pasando. No tenemos tiempo. No es
cuestión de policías, ni de huellas. El Corrector me iba a matar
porque soy un Revelado, y descubrí que era un espía.
-¿Qué?
-Que todos creen que soy un Corrector. Pero estoy sublevado
contra los Señores de la Jerarquía. Soy uno de los que quieren
revelar la Verdad: un Revelado.
-¿Corrector? ¿Jerarquía? ¿De qué estás hablando? A mí no me
metas en ninguna secta rara, viejo, yo me voy tranquilo, por mi
lado. Vos seguí por el tuyo.
-Yo puedo escapar fácilmente. Llevarte a vos es un lastre. Lo
hago porque salvaste mi vida. Y en cuanto te encuentren, lo más
probable es que pierdas la tuya –dijo.
De a poco recobraba la lucidez. Volví a pensar en mi situación.
Había matado a una persona. No podía saber si era buena o
mala, aunque estuviera apuntándole a un tipo que se llamaba a sí
mismo un Revelado. Es decir, miembro de alguna secta demente,
contrario a una secta demente opuesta, llamada los Señores de la
Jerarquía. Este tipo admite ser un traidor, pensé, y su traición
22

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
puede incluir la muerte de algunos de la otra secta. En ese caso,
deduje, haberlo salvado me convierte en su cómplice.
Avanzaba el crepúsculo. La luna iba ganando terreno en el cielo,
todavía celeste.
Tenía que decidir entre quedarme ahí solo, en el campo, con el
muerto, y esperar a que viniesen los que tal vez me iban a matar,
o salir corriendo con el que decía ser un Revelado, al menos
hasta encontrar un lugar seguro.
-Me gustaría saber cómo hacés para creer que es tan fácil escapar
–dije.
-Es fácil para mí. Puedo salir de este campo en unos segundos.
Con vos, todo me está resultando más lento –respondió.
-Bueno, decime dónde dejaste la moto, y nos subimos los dos.
-No hace falta ninguna moto. Mirá y no hables. Ya habrá tiempo
para preguntas.
A veces hablo de más. Lo reconozco. Pero no hacía falta que me
dijera que no hablara. Con lo que hizo, me dejó sin palabras.
Rafael Montini se alejó unos cincuenta metros, al trote corto.
Después caminó unos pasos, hizo una especie de zigzag, dio dos
pasos más en línea recta, y el aire se lo llevó.
El sol se había ocultado, pero faltaba mucho para la oscuridad. El
campo se veía con total nitidez. No podía haberse ocultado en
ninguna parte. Podrá sonar absurdo, pero simplemente
desapareció.
Casi de inmediato lo volví a ver. Regresó a mi lado en pocos
segundos. Me quedé callado, contemplando el lugar por donde se
había ido hacia la nada.
-Vamos –dijo-. Tenés que venir conmigo.
23

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Seguí en silencio, sin moverme. Debo haber parecido una estatua
de piedra. Nunca había visto un truco semejante. No puedo
recordar cuánto estuve así.
-Vamos, que este lugar no es seguro –insistió.
-No sé qué truco habrás hecho, pero no lo creo –alcancé a decir.
-Qué débil es la fe, Daniel Kaufmann. Ni siquiera te permite
aceptar lo que los ojos ven y la Certeza confirma.
-Yo no puedo desaparecer como un mago…
-Ni te pido que lo hagas. Soy un Revelado, y antes fui un
Corrector, como el hombre que mataste. Nuestras capacidades
van más allá de lo que podés entender. Vení conmigo, por favor.
Caminé junto a él, como un muñeco de trapo. Con una indicación
suya, repetí los mismos gestos que le había visto hacer a la
distancia. No fue necesario creer en lo que hacía: unos pasos
después, desaparecimos del campo.
9
marzo, 2012
Hubo tiempo para preguntas, y para respuestas. Tiempo
suficiente. Si fuera escritor, o poeta, podría contar lo que sentí
cuando Rafael Montini desapareció, y cuando me llevó con él a
ese otro lugar, más allá del aire. En la noche, en un instante del
reloj, puede vivirse un sueño en el que transcurren varios días.
Viajes por lugares desconocidos, pero familiares, que por alguna
razón generan deseos de volver cuando llega la vigilia. En un
sueño fugaz puede vivirse una historia intensa, inolvidable, que
se escurre cuando uno trata de ponerla en palabras. Eso me
pasaría si intentara relatar lo que sentí, lo que todavía siento
ahora, la agonía de la fe que dio paso a la Certeza. Por eso es
24

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
mejor que cuente los hechos, más que las sensaciones. Por eso, y
porque todavía falta lo principal. La palabra de Rafael Montini.
La Verdad contada por él mismo, como acordamos en un
colectivo que saltaba bajo la lluvia.
Pero hubo muchas cosas desde aquél acto de magia en el campo,
luego de una cacería en la que cobré una pieza fuera de
programa, una vida humana que siempre, sea o no Daniel
Kaufmann, me seguirá como una sombra.
Rafael parece dormir, como agotado después de la cena. El
colchón sin sábanas, la almohada sucia con tajos por los que
asoma el relleno, la luz colgando del techo, nada parece
perturbarlo. Duerme sin sonidos. El cabello negro en desorden,
las manos largas, hermosas, apoyadas sobre las palmas. Media
cara de rasgos perfectos, con una aureola de barba sin afeitar. Sé
que al menor sonido extraño saltará de la cama, mucho antes de
que yo, en plena vigilia, lo descubra. No parece vulnerable. No
puedo creer que sea un condenado. Y sin embargo, lo sé.
En este momento, cuando falta tan poco para el final, no puedo
dejar de pensar en Elisa. No la voy a ver más. No la voy a
soportar más. Por qué tengo este vago deseo de no olvidarla, de
tener a mano ese recuerdo. No porque quiera volver a verla,
desde luego. Ni porque me guste. Mucho menos por eso.
Si algún ser extraterrestre (es decir, no humano) viniese a
nuestro planeta, acaso preguntaría qué es lo que hace atractivos a
un hombre, o a una mujer. Siguiendo las miradas de Guralnik en
el bar, diría que hay en las mujeres un vistoso abultamiento
posterior, separado en dos hemisferios, con una línea intermedia
que oculta, y por eso muestra, lo que los ojos buscan. También
existe en los hombres, pero yo hablaría de lo atractivo que es en
25

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
las mujeres. Un vistoso lugar que se angosta en la cintura, al que
en Buenos Aires llamamos culo. Elisa no tiene culo. Apenas dos
círculos chatos, como los parches de un instrumento de
percusión. Ni siquiera tiene mucha cintura. Si alguna vez ganó
un concurso, no habrá sido de belleza.
Y esos dientes torcidos, y esa voz engolada de oligarca en
decadencia, de chica vieja salida de un colegio para gente bien. Y
esos ojos redondos, con mirada de vaca (que a veces, cuando uno
menos lo espera, se vuelven de lince).
Muchas veces me pregunté que habría visto en ella el marido. Un
tipo alto, apuesto, con bastante éxito en su carrera de
empresario.
En esta noche, frente a la máquina de teclas sueltas, no me lo
pregunto. Tal vez pienso en Elisa como un premio consuelo que,
como todos los consuelos, sirve para cualquier cosa menos para
consolar.
10
mayo, 1934
Un paso, y seguía en el campo. El paso siguiente, y estaba en el
interior de un cuarto que parecía un sótano. Tubos de desagüe a
la vista en el techo. Una caldera apagada, reluciente. Ventanas
altas, traslúcidas, atravesadas de sol. Arriba, tras los vidrios,
sombras de pasos que cruzaban en ambas direcciones: el nivel de
la vereda.
-Vení. Salgamos –dijo Rafael.
Subimos por una escalera de cemento. Después, un pasillo largo
y angosto, con una única lamparita. Después, el zaguán de una
casa antigua, con vitrales de colores. En el zaguán, un hombre de
26

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
baja estatura. Abdomen prominente en un cuerpo ovalado, que
nunca habría pisado un gimnasio. Cabellos rubios, tan finos que
parecían hebras. Ojos celestes, que se iluminaron al ver a Rafael.
Se dieron un abrazo, como si no se hubiesen visto en un largo
tiempo. Cada uno apoyó las manos en los hombros del otro. Se
contemplaron brevemente. Tuve la impresión de que podían
entrar en contacto sin hablar.
-Te esperaba hace rato, ¿qué pasó? –preguntó el hombre,
mostrando que, más allá de lo que a mí me pareciera,
necesitaban palabras para comunicarse.
Tenía una voz más bien aflautada, irregular. Lo opuesto a Rafael,
en todo lo visible y audible.
-Gutiérrez descubrió que yo ya sabía. Casi me mata. Me salvé de
milagro.
El hombre suspiró, como si algo lo aliviara. Acarició sin pudor el
cabello suelto de Rafael, con un afecto que sólo podría permitirse
un hermano, o un amante.
-El Señor está de nuestro lado. La Jerarquía es la soberbia del
universo –dijo.
Recién entonces pareció detectar mi presencia. Prendió el botón
superior del saco negro, anticuado, se ajustó el moño que llevaba
al cuello de una camisa con encajes, todo sin sacarme los ojos de
encima.
-¿Y este quién es? –preguntó finalmente.
-El que me salvó la vida. Por eso lo traje.
-¿Trajiste un local, de un mundo no Consagrado?
-No podía dejar que los amigos de Gutiérrez lo mataran.
Principio de Piedad, hermano del alma, o de lo contrario somos
como ellos.
27

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Esto nos va a complicar –dijo el hombre, tomando un sombrero
colgado junto a un espejo.
-La voluntad del Señor no es complicación –insistió Rafael.
-En fin, lo que digas –suspiró el otro.
-Todavía estamos en peligro. Depende de quién encuentre el
cuerpo de Gutiérrez. Sus amigos, o los nuestros. Hay que seguir
adelante con naturalidad –dijo Rafael-. Y sería bueno que te
presentes.
El hombre se puso el sombrero, y tomó un bastón. Parecía la
estampa de un álbum antiguo, pensé cuando presté atención a su
cara. Para ser hermanos, eran muy distintos. Los rasgos de
Rafael, perfectos, contrastaban con las mejillas largas, un poco
caídas, y los ojos tristes, inclinados hacia abajo en la parte
exterior, del hombre que lo había recibido. De todos modos, ya
estaba cansándome de la situación.
-Oigan, yo no pedí venir aquí. No sé cómo llegué, ni tampoco sé
quienes son ustedes, ni me interesa –dije.
Sin que nada indicara que pensaba cambiar de actitud, el hombre
antiguo sonrió y me tendió la mano.
-Me llamo Antonio Berardi –se presentó.
-Daniel Kaufmann –dije, tratando de no perder el aplomo ante la
situación demencial que me tocaba vivir.
-Deberían cambiarse, así vamos a la reunión –dijo Antonio
Berardi, mucho más amable.
-¿Qué reunión?
-Te dije que ya habrá tiempo para preguntas. Ahora vení
conmigo –indicó Rafael.
En un cuarto, contiguo al zaguán, había armarios llenos de ropa.
Hubo un forcejeo cuando me quise quedar, sin éxito, con el Carl
28

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Zeiss. Me obligaron a usar un traje pasado de moda, un sombrero
y un moño como el de Berardi, que Rafael tuvo que anudar. De
un espejo, al costado, me llegó la imagen de alguien parecido a
mí, pero vestido para una fiesta de disfraces. Rafael también se
cambió. Eligió un bastón largo, parecido al de Berardi, y salimos
por la puerta principal hacia la calle.
Automóviles negros, casi todos cuadrados. En medio, un carruaje
con caballos, que trotaban desafiando los motores. Hombres
vestidos como nosotros, mujeres con sombrero y vestido largo,
unos chicos que jugaban con una especie de triciclo, pero
impulsado a mano. A mi derecha, sobre una vidriera, diarios
colgados. En un ejemplar de La Prensa observé al pasar la fecha:
sábado 19 de mayo de 1934.
Estábamos en el pasado.
11
mayo, 1934
Unos minutos antes, caminaba tranquilamente por el campo de
Raúl. De pronto me había encontrado matando a un presunto
asesino, con una herida en el hombro que se curó por milagro, y
atravesando una puerta invisible del campo hacia un sótano.
Ahora, sin tiempo siquiera para reponerme, recorría una vereda
que no podía ser de este tiempo. Los carteles en castellano y el
estilo de los edificios me hicieron pensar en una extraña Buenos
Aires, como la que habrían visto mis abuelos. Si era un decorado
de cine, parecía muy bien armado. Nada producía la menor
impresión de irrealidad. Excepto, claro, que caminaba, con
29

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Rafael, y con un hombre llamado Antonio Berardi, por las calles
de otra época.
-Esto no puede ser verdad –dije, en cuanto pude hablar, más de
una cuadra después de haber salido.
-La verdad tiene muchas formas, Daniel Kaufmann –contestó
Rafael.
-Eso ya me lo dijiste. ¿Pero esto qué es? ¿Viajamos en el tiempo?
Me sorprendió que los dos se detuvieran bruscamente, como si
hubiese dicho algo raro, en lugar de lo que me parecía más
evidente.
-Nadie puede viajar en el tiempo –dijo Berardi, casi en falsete.
-Los viajes en el tiempo no existen, Daniel Kaufmann –la voz de
Rafael contrastaba con la de Berardi tanto como su aspecto.
-No me vengan con eso. O esto es un decorado, o ustedes vienen
del futuro y tienen una máquina del tiempo –las palabras me
salieron roncas. No pude evitar un mareo, y la sensación de que
el corazón me iba a estallar.
Una mujer gorda, cargada con cajas redondas, se abrió paso
entre nosotros. Antonio Berardi sonrió, como si estuviese con un
chico. Me molestó su sonrisa, pero más me molestó la respuesta
de Rafael.
-Nada de eso. Somos de tu misma época, al igual que esta ciudad.
-No entiendo nada –dije.
-No hay nada que entender. ¿Seguimos?
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
mayo, 1934
12
El edificio quedaba en Avenida de Mayo 633, cerca de Perú.
No sé cómo habrá sido en 1998. Pero en 2012 volví a ese lugar.
Hay una construcción amarillenta, vieja, de seis o o siete pisos.
Imposible contarlos, por los árboles que los tapan. Las ventanas
del primer piso parecen jaulas. Las del segundo tienen un balcón.
Abajo hay dos negocios: una librería de viejo y un café reciclado.
Podría ser peor.
De todos modos, no es comparable con el hermoso edificio al que
llegamos, con Rafael y con Berardi, en esa mañana de 1934. Una
construcción sólida, con árboles jóvenes en la vereda. Cuatro
pisos de estilo, una puerta doble de hierro en el extremo derecho.
En los balcones, docenas de banderas argentinas: el Club del
Progreso.
Creí que íbamos a entrar, pero Rafael me detuvo.
-Ahora prestá atención, Daniel Kaufmann –dijo-. Antonio
Berardi es un Revelado, como yo. Los otros, a los que vamos a
ver, son Correctores. Todavía no saben que estamos en su contra.
-Si lo supieran los matarían, como quiso hacer ese tipo del campo
–dije.
-Hay penas peores que la muerte. Pero no te preocupes por el
hombre que mataste. Si lo descubren los Correctores, todavía
tenemos un rato antes de que lleguen. Si vienen, Antonio te
puede salvar –señaló a Berardi-. A él no lo buscan
-Y a vos te liquidan –señalé.
-Yo me entrego. No tengo alternativa. Pero si en una hora, dos
como máximo, no pasa nada, es porque los Revelados llegaron
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
primero. Eso nos va a dar cierto tiempo, hasta que conecten a
Gutiérrez conmigo.
A nuestro lado pasó un colectivo rectangular, parecido al vagón
de un tren viejo. Sobre el techo tenía el número 2. En un cartel
indicaba que se dirigía a Plaza de Mayo. Noté que los vehículos
circulaban, como en Inglaterra, por la mano izquierda.
-Che, los autos van al revés… debemos estar en el país del espejo
–murmuré.
-Prestá atención, Daniel Kaufmann –insistió Rafael-. Esta es una
reunión de rutina en el año 1934…
-¿Y por qué los autos van al revés? ¿Se confundió el decorador? –
interrumpí.
-Prestá atención. Lo de los autos no tiene nada extraño. La
circulación por la mano derecha no existe, en la Argentina, hasta
1945 –dijo Rafael, paciente, como si hablara con un chico.
-Ah, entonces sí estamos en el pasado.
-No. No es el pasado –intervino Berardi, con una breve patada en
el piso-. ¡Por favor, qué tipo!. Es el presente. Pero eso ahora no
importa.
No te importa a vos, gordo disfrazado, pensé, pero no dije nada.
Tampoco quería tener al ovalado en contra, así que dejé que
Rafael siguiera hablando.
-Una reunión de rutina, te decía. Nos van a comunicar una
situación anormal, para que la corrijamos y la historia pueda
seguir su curso. Lo más importante es que no hables. No digas
nada, oigas lo que oigas. Yo voy a explicar tu presencia.
-Rafael va a explicar algo que no tiene nada que ver con lo que
pasó. Vos te callás, y te mostrás de acuerdo con todo. Sin
interrumpir –chilló Berardi.
32

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Es la única forma de ganar algo de tiempo. No presentarme es
como firmar mi propia sentencia. Ya sé que merecés muchas
respuestas. Pero ahora vamos, que hace rato que nos esperan –
ordenó Rafael
Entramos al edificio. El ordenanza debía conocerlos bien, porque
les hizo un saludo respetuoso y nos dejó pasar. Desembocamos
en una sala de techos altísimos, con muebles que evocaban un
palacio. En una mesa, un hombre y una mujer esperaban. Me
observaron con asombro, pero con amabilidad.
-Les presento a Daniel Kaufmann, de 1998 –dijo Rafael-.
Intervino en mi Corrección, y tuvo acceso a vivir en la Certeza.
-Deberá dejar este mundo, y atravesar la Verdad –dijo Berardi-.
Principio de Clausura.
Los dos desconocidos me miraron con respeto. A mí, lo de
abandonar el mundo y la clausura me despertaron cierta
desconfianza. El hombre aparentaba unos setenta años. De
estatura media, robusto, con una calva interrumpida por
mechones grises a los costados. La mujer no llegaba a treinta.
Rubia, delgada, de aspecto sajón, casi de mi altura. Bajo el
vestido, muy holgado, se adivinaba un cuerpo fluctuante.
-Jorge Lascano –se presentó el hombre.
-Carmen Gallardo –saludó la mujer.
Un viejo y un gordo, pero una chica que vale la pena, pensé.
Desvié los ojos en cuanto me di cuenta de que la estaba mirando
como un bobo, y no a la cara. Por muy loca que fuera la situación,
descubrí que quería gustarle. Y mirar como un idiota el vestido
blanco, justo en las ondulaciones que se acumulaban entre los
brazos, no era la mejor manera.
33

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
La mesa tenía cuatro sillones. Un mozo acercó un asiento
adicional para el visitante inesperado. Trajeron café, y agua en
una jarra de cristal.
-¿Y cómo intervino en una de nuestras correcciones, Daniel
Kaufmann? –quiso saber el llamado Jorge Lascano.
Matando a uno de los tuyos, pensé, y enseguida reprimí el
pensamiento. ¿Qué sabía yo de esa gente? ¿Y si además de viajar
por el tiempo eran telépatas?
-Me ayudó en una situación difícil. Pero vayamos a lo nuestro,
que el tiempo apremia. Ya estamos atrasados en 1973 –intervino
Rafael, ayudándome a seguir en silencio.
-Muy bien, encaremos esta misión –dijo Carmen Gallardo con
voz profunda y suave, como una caricia en verano-. Adelante,
Jorge.
-El factor en cuestión se llama Hans Roth-Meyer. Nacido en
Frankfurt, en 1904. Se doctoró en Física en Munich, con Arnold
Sommerfeld, y fue compañero de Heisenberg y Pauli. Trabajó en
Física Teórica en Göttingen con Max Born, y un breve tiempo en
Copenhague, con Niels Bohr.
-Toda una potencia –dijo Rafael, sin mirar, llenando un vaso de
agua.
-Durante dos años colaboró con Dehomag, la filial alemana de
IBM. Allí aprendió en detalle los principios de las máquinas
Hollerith, tal como eran a fines de la década de 1920. Después
regresó a su cargo en Göttingen.
-Ya me imagino por dónde viene el problema –interrumpió
Antonio Berardi.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
La voz aflautada de Berardi contrastaba con la de Lascano.
Grave, pero muy juvenil para un hombre de su edad: el
contrapunto de un oso delgado y una cotorra gorda.
-Te imaginás bien. Como verán por el apellido Meyer, la familia
materna del hombre es de origen judío -siguió Jorge Lascano-.
Ya sabíamos que los nazis lo iban a expulsar de la Universidad en
cuanto tomaran el poder. La idea era enviarlo a Princeton, para
que Einstein, cuando llegara allí, lo neutralizara. Pero surgieron
problemas…
-Siempre surgen problemas. De lo contrario, no tendríamos
trabajo –cotorreó Berardi. Todos rieron por la broma, que en
aquél momento no entendí.
-A veces los problemas son sencillos. Este es uno de los graves.
Contales, Jorge –dijo Carmen, que parecía ser quien coordinaba
el grupo.
El mozo acercó una bandeja con té para Carmen y masas para
todos. Jorge aguardó a que se fuera para continuar. En una de las
paredes observé que un gran reloj de péndulo indicaba la hora
10:45. Aproveché para ajustar mi reloj, que marcaba las siete
menos cuarto de una tarde para la que faltaban más de seis
décadas.
-En mayo de 1933, expulsaron a Hans Roth-Meyer de la
Universidad. Nuestra gente en los Estados Unidos le hizo llegar
todo tipo de ofertas, pero fue como hablar con una pared. Insistió
en quedarse, confiado en que Hitler no duraría mucho. Mientras
tanto, comenzó a investigar por su cuenta, combinando la Física
Teórica con lo que había aprendido en Dehomag. Dedujo la
posibilidad de crear semiconductores, y comenzó el diseño de lo
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
que él llama “Calculador Adaptable Universal”. Naturamente,
usó los resultados de Kurt Gödel.
-Entonces deberían haberle ofrecido un lugar en el King’s
College, no en Princeton. Allí puede ocuparse Alan Turing, que
para eso está –surigiró Rafael.
-Sí, ese habría sido el camino fácil. Pero a veces los caminos del
Señor son difíciles, para que no olvidemos nuestro lugar en el
universo –me pareció que Carmen hablaba con cierta ironía.
Pero no tenía forma de comprobarlo: todas las sonrisas se habían
borrado.
-Resultó que Hans Roth-Meyer tiene familia en Buenos Aires –
continuó Jorge-. Los Meyer de acá tienen muchísimo dinero, y
están interesados en la industria. No es un detalle menor, pero
nadie lo tomó en cuenta hasta que fue demasiado tarde. Ahora
mismo está llegando en barco a la Argentina. Sus parientes le
prometieron todos los recursos que necesite. Ya pueden imaginar
las consecuencias.
-Bueno, ya conocemos el problema. Analicemos la solución –
propuso Rafael.
Las otras mesas del salón se habían ido llenando con hombres
que fumaban cigarros, y algunas mujeres que, como Carmen,
tomaban el té. Por las ventanas entraba, radiante, el sol del
otoño. Nadie habría podido imaginar que ese grupo, ahora tan
serio, estuviera decidiendo la historia informática del siglo
veinte.
Tomé de la taza un sorbo de café casi frío. Lentamente iba
entendiendo la función de los Correctores.
Lentamente iba entendiendo por qué se llamaban Correctores.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
marzo, 2012
13
No soy un lector compulsivo, pero he leído unos cuantos libros.
En particular, algunos de ciencia ficción. Y también tuve el plan
de escribir unos cuentos. Policiales. Esa combinación me llevó a
Gabriel Guralnik, que tal vez figure como el autor de estas
páginas, sin saber que lo que firma es una historia verdadera, y
no un invento del que puede sacar provecho.
En la habitación hay una pequeña biblioteca, que algún inquilino
habrá dejado, y que nadie se ocupó de sacar. Tiene unas docenas
de volúmenes, casi todos medio deshechos. Rafael Montini los
revisa. Encuentra uno, lo saca y se larga a reír como nunca antes
lo había visto. Levanto los ojos del teclado, y veo en sus manos el
primer ejemplar de “Fundación”, de Isaac Asimov. Conozco bien
la saga, que leí a los veinte años. El ejemplar es muy viejo. Parece
una edición anterior a 1960.
-¿Qué te pasa? ¿Creés que es un libro de humor? –le pregunto,
mientras él busca algo en las primeras páginas, como si también
conociera la obra.
-Fijate qué increíble este hombre –dice, cuando logra calmarse
un poco-. Era un científico, y se la pasaba leyendo los últimos
avances. Y acá, en este libro, habla de un Imperio Galáctico que
vaya uno a saber qué adelantos tiene.
-¿Y con eso qué?
-Fijate, fijate bien. Al principio de la obra hay un personaje, Hari
Seldon, que inventa una ciencia llamada psicohistoria. Tan
avanzado está, que puede hacer cálculos para saber qué va a
suceder con toda la historia de los planetas en los siglos
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
siguientes. Viene un alumno suyo, llamado Gaal Dornick, al que
le muestra los resultados que consiguió. Después, en un
momento de duda, tiene que hacer unas cuentas adicionales, ¡y
saca una regla de cálculo!
Se ríe de nuevo, agitando el libro como si fuese un trofeo. Sigo
sin entender qué le causa tanta gracia.
-¿Qué tiene? ¿Qué es una regla de cálculo?
-¿Ves? ¿Ves que tengo razón? La regla de cálculo es algo que
usaron los ingenieros más o menos hasta 1970. Hacían cuentas
difíciles, con un método inteligente, pero muy complejo. Yo lo
tuve que estudiar. Es tremendo.
-Si vos, con todo lo que conocés, lo tuviste que estudiar, entonces
no veo por qué no iba a usarlo Hari Seldon en el Imperio
Galáctico –argumento.
-Yo lo tuve que estudiar porque soy experto en el siglo veinte. En
todas las cosas del siglo veinte. La regla de cálculo se dejó de usar
cuando aparecieron las calculadoras científicas, que cualquier
chico puede manejar.
-Bueno, pero Asimov escribió el libro mucho antes de 1970…
-A ver. Te lo explico. La primera computadora digital es de 1946.
El transistor se hizo público dos años después. A principios de
1950, el tamaño de las cosas empezó a reducirse a una velocidad
increíble. Cualquier estudioso de la ciencia podía deducir que la
regla de cálculo tenía los días contados. Y no en siglos, sino en
décadas. Es como si alguien escribiera, en 2012, una novela
donde muestra que en el año 4000 los motores siguen siendo a
combustión interna. Por favor, Daniel Kaufmann…
Nunca lo había pensado, porque nunca me había ocupado de ese
tema. Pero si Alan Turing ideó la forma de resolver cualquier
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
problema de computación antes de que se inventara la
computadora, si para el microondas, el teléfono celular y el rayo
láser ya se habían pensado aplicaciones décadas antes de que
estuviesen en venta, si Hans Roth-Meyer estuvo a punto de
adelantar quince o veinte años la historia de la informática, lo
que dice Rafael Montini es verdad. En una novela sobre el futuro,
la regla de cálculo es un anacronismo tan grande como el avión a
hélice.
-Ya entendí. Bueno, a ustedes les viene bien, me parece. A los
Correctores, quiero decir …
-Sí, a los Correctores les viene bien que el futuro no se anticipe.
Pero esa es la gracia. En su libro original, Asimov nunca puso la
regla de cálculo. ¿No te das cuenta?
Me doy cuenta. El libro se le desarma, por lo viejo, y varias hojas
caen. Rafael deja el libro en la mesa, y se agacha a levantarlas.
Me doy cuenta. El Isaac Asimov de este mundo, el que escribió de
nuevo la saga, fue un Corrector. Es decir, fue y no fue un
Corrector. Dejó una pista, una huella mínima, para que quien
sospecha tenga algo de lo que sospechar. Tal vez, incluso, haya
sido un Revelado, como Rafael.
Se lo digo.
-No, Daniel Kaufmann. No es un Revelado, hasta donde yo sé.
Pero es típico de los artistas molestar a la Jerarquía con estas
cosas. Por supuesto, en la edición siguiente se ocuparon de
corregir lo de la regla de cálculo.
Termina de juntar las hojas. Toma el libro. Prolijamente las
inserta donde pertenecen. No sirve de mucho, porque el lomo ya
está quebrado. Al próximo que tome el libro las hojas le van a
saltar como gatos del monte. Para qué le puede interesar a un
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
escritor que es, en realidad, un Corrector, molestar a la
Jerarquía. No terminan de ayudar a los Revelados, más que para
hacerlos reír, como a Rafael.
Se lo digo.
-No nos ayudan directamente, es verdad. Pero dejan pistas,
Daniel Kaufmann. Pistas que en algún momento nos pueden
servir.
-Entonces lo hacen a propósito, y la Jerarquía lo tiene que saber.
No me vas a decir que sólo ustedes se dan cuenta –argumento.
-El asunto es más complejo. Los artistas necesitan dejar una
marca propia, aunque les toque hacer de Correctores. Tienen
algo de disidentes, si entendés lo que quiero decir. Aquí, en 2012,
Asimov se estuvo por pasar de vivo, y la Jerarquía lo retiró más
de diez años antes de lo que le correspondía.
-Lo liquidaron, si entiendo lo que querés decir…
-Hay penas peores que la muerte. No sé lo que decía su último
manuscrito, porque se lo llevaron con él, y aquí nadie sabe ni
siquiera que existió. Si decía toda la verdad, debe estar en una
situación complicada. Pero no creo. Era más bien un bromista,
con guiños para otros Correctores. No creo que por eso lo
condenen a una pena grave. Y bastante nos hizo reír a todos.
Causa gracia escuchar a Rafael Montini, sabiendo de dónde
viene, y quién es, interesado en temas que parecen tan lejanos a
nuestros problemas.
A veces causa gracia escuchar a Rafael Montini.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
mayo, 1934
-¿De cuánto tiempo disponemos? –preguntó Rafael.
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-No mucho. Unas horas –respondió Carmen.
-¿Pero por qué se le ocurrió al tipo cambiar de opinión y salir
corriendo de Alemania, si se supone que confiaba en que Hitler
no iba a durar? –quiso saber Berardi.
-Es una ironía. A fines del mes próximo será en Alemania la
Noche de los Cuchillos Largos. Hans Roth-Meyer figura en la
lista de sospechosos. Con ese humor negro de los nazis, fue
denunciado como agente peligroso de la SA.
-Un judío en la lista de los nazis más fanáticos –murmuró
Berardi.
-Una broma siniestra de la SS. O de la Gestapo. Lo más irónico es
que Hans Roth-Meyer tiene un gran amigo, que ahora es oficial
de la SS. Todo indica que el amigo lo vio en la lista, y le hizo
llegar la información de inmediato.
-Y ahí fue cuando decidió emigrar –dedujo Rafael.
-Más que emigrar, escapar –respondió Carmen-. El amigo, y
otros amigos del Partido, lo ayudaron a cruzar a Francia. Desde
allí tomó el barco a Buenos Aires. Hicieron todo tan bien, para
eludir a la Gestapo y a los otros nazis, que también nos eludieron
a nosotros. Nos enteramos del factor en cuestión hace pocas
horas.
-Bueno, la Argentina es un país muy variable, y su destino en el
siglo veinte es ir de mal en peor. Después de todo, por mucho que
haga este hombre no va a ganarle la carrera a las grandes
potencias –intervino Berardi.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Carmen y Rafael se miraron. Los ojos de Carmen eran de un
pardo que casi rozaba el verde. Me costaba sacarle la vista,
incluso cuando hablaban los demás.
-Deciles –murmuró Carmen, desviando apenas la cabeza hacia
Jorge Lascano, para fijarla de nuevo en Rafael.
-En sus investigaciones, Hans Roth-Meyer se acerca en forma
casi exacta al esquema de Von Neumann. Es inevitable: va a
tener la computadora, y la teoría general para producirla. Si
consigue fabricar el transistor, ni siquiera va a pasar por la etapa
de las válvulas.
-Y en Buenos Aires no tenemos un solo científico que pueda
detenerlo –chilló Berardi, como pensando en voz alta.
-Justamente. Si se dedicase a la medicina, o a la biología,
podríamos arreglar el asunto con Houssay. Sería fácil volverlo
inofensivo, como hacemos otras veces –dijo Carmen.
Se trataba de una conspiración mucho más vasta de lo que
cualquiera hubiese podido imaginar. Hablaban de grandes
personajes con toda naturalidad, como de amigos con los que
podían contar. Esos “amigos” no podían ser otra cosa que
Correctores, o cómplices de los Correctores.
Habían dejado claro que no hablara, pero nunca me habían dicho
el tema que iban a tratar. El comentario de Berardi, tan
despectivo hacia la Argentina, me recordó la caída libre a la que
estábamos condenados, desde mucho antes de mi nacimiento.
Que fuese por nuestra culpa, nuestras mafias, nuestros militares,
nuestros dirigentes, era una desgracia que no se podía evitar.
En 1998 muchos parecían contentos, pero otros vivíamos
temiendo que, en cualquier momento, acabaran privatizando
hasta los escritorios de la Municipalidad. Eso no quería decir que
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
en otro momento, más adelante, no volviésemos a tener, tal vez,
una oportunidad. Por muy remota que fuera. Pero que ese grupo
decidiera privarnos de una ventaja enorme, como confirmando la
teoría conspirativa en la que yo nunca había creído, iba más allá
de toda razón.
¿Quiénes se creían esos tipos, para impedir que un gran genio
llegase a nuestra ciudad y nos pusiera en la punta del progreso?
¿Quiénes eran para negarnos el derecho de figurar en el mapa?
-No sé por qué les molesta tanto que la Argentina sea
importante. Si no les gusta nuestro país, pueden irse a conspirar
a otro lado –estallé.
Hay momentos en los que todos hablan al mismo tiempo en un
lugar cerrado, generando un bullicio que obliga a levantar la voz
para hacerse oir. Y justo cuando uno habla se hace un silencio
instantáneo, como si todos se hubiesen puesto de acuerdo, y
parece que uno estuviera gritando como un loco. No había
pronunciado mi frase en voz demasiado alta, pero me pareció
que todo el salón se había callado de golpe. Enseguida
comenzaron nuevamente los murmullos, en todas las mesas. En
todas, menos en la nuestra.
-¿No le contaron? –preguntó Carmen, con una mirada que me
clavó un escalofrío.
-Fue todo muy rápido. No hubo tiempo de explicarle nada –se
excusó Rafael.
-Pensábamos hablar con él después de la reunión –se defendió
Berardi.
-Está bien. Le cuentan después. Ahora, te callás –ordenó
Carmen, y casi me alegré de que por primera vez me hablara,
aunque fuese para reprenderme.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Creo que la alternativa es clara –sostuvo Jorge Lascano-. Saben
que la Jerarquía no lo prefiere, pero en este caso ya pedimos la
Dispensa.
Con la misma tranquilidad del principio, Carmen habló de
nuevo:
-La pedimos, y ya la tenemos. Hans Roth-Meyer debe abandonar
este mundo, para atravesar la Verdad y vivir en la Certeza.
¿Alguien se opone?
Yo me quedé en silencio.
Nadie se opuso.
15
marzo, 2012
En aquél momento pensé que Hans Roth-Meyer había sido
condenado a muerte. Al fin y al cabo, si tenía que abandonar este
mundo, ¿a qué otro lugar podría ir?
También pensé que yo correría el mismo destino. Que ese sería
mi premio por salvar a Rafael Montini. Después de todo, también
se había dicho que yo debía atravesar la Certeza, para vivir en la
Verdad.
La realidad, claro, era distinta. A esa altura, Rafael y Berardi
hacían aún el papel de Correctores. Nadie sabía que eran
Revelados. Además, si hubiesen querido eliminar a Hans Roth-
Meyer, habría bastado con mandarlo de vuelta a Alemania, y
dejarle el trabajo a las SS de Hitler en la Noche de los Cuchillos
Largos.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Una vez que decidieron el destino del científico, seguimos un rato
más en el Club del Progreso. Los Correctores debían, aún,
disponer de otros detalles.
-Iriarte se va a ocupar de interceptar al factor en cuestión en el
puerto. Jorge, acordate de darle las instrucciones –dijo Carmen.
-Imagino que ni pudimos pensar en reemplazarlo –intervino
Rafael.
-No hubo tiempo de reemplazo. Será desaparición. Antes de que
la familia lo reciba en el puerto, Iriarte se cruzará con el factor en
cuestión. El encuentro será hoy, en la Oficina de Migraciones –
ordenó Carmen.
Ahora, que habían decidido qué hacer con el hombre que habría
cambiado la historia, ya no era más Hans Roth-Meyer. Volvían a
llamarlo el factor en cuestión. También yo sería un factor en
cuestión, cuando planearan mi destino. Mi opinión contaría tan
poco como la de ese pobre judío alemán.
Rafael se levantó y caminó hacia el fondo. No era extraño, pues
había tomado tres vasos de agua y dos cafés. Yo lo seguí, para
tener un minuto a solas con él.
-¿No te dijimos que no hablaras? –fue lo primero que dijo.
-Perdón. Era una oportunidad para la Argentina en el futuro. No
me gustó que condenaran así al país.
-Debés aprender a callarte, Daniel Kaufmann. Además, ese
hombre no iba a alterar nada en tu mundo de 1998, sino aquí, en
1934.
Descubrí que me había sido útil acompañar a Rafael, para las
mismas funciones que él estaba ejecutando. Me paré a su
derecha, en la posición que no cambia en ningún lugar del
tiempo.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Entonces no estamos en mi mundo. Es un mundo paralelo –
dije, sin creer que lo estuviera diciendo.
-Si querés verlo así. No es lo que ustedes llaman un mundo
paralelo, porque no estamos en otro universo. La distancia entre
1998 y 1934 es bien medible, y si existieran esas naves increíbles
de la ciencia ficción, se podría cubrir perfectamente.
-No entiendo. No entiendo nada, de verdad.
-La verdad tiene muchas formas, Daniel Kaufmann. Te lo dije.
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marzo, 2012
Rafael Montini me llevó a distintas épocas: mayo de 1934, junio
de 1973, una noche sin nombre, la estación terminal que supone
vivir en este futuro de 2012.
Distintas épocas, que probaron ser distintos mundos.
Distintos mundos que, afirma, se podrían recorrer por el espacio,
si existieran lo que llama naves increíbles de la ciencia ficción.
Pudo resultarle divertido, pero finalmente se quedó con el libro
de Asimov. Lo lee con suavidad, cuidando que las hojas no se
escapen. Lo lee con atención, como buscando algo que ningún
otro lector podría encontrar. Un mensaje, un código metido entre
los nombres que nunca existirán.
-Supongo que Tierra Guía está muy adelante, comparada con
esta época.
-Casi ocho mil años –responde, sin dejar de leer el libro.
-Entonces no me vas a decir que no tienen naves espaciales.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Cruzamos de un mundo a otro por las Puertas. ¿Para qué
necesitamos naves espaciales?
-Para construir las Puertas, por ejemplo…
Ahora sí, levanta la vista del libro. Lo apoya en las piernas, lo
sostiene con sus manos, que también cambian de aspecto cuando
se disfraza. Inclina la cabeza a un costado, como hacen algunos
perros cuando simulan perplejidad.
-Una nave espacial no es más útil, para una Puerta, de lo que
sería un caballo para cruzar el mar. Si atravesás la Verdad, y vivís
en la Certeza, tal vez te formes una idea sobre cómo funcionan
las Puertas –dice.
-De todos modos habrá naves espaciales, como sigue habiendo
caballos. Para algo servirán –insisto.
-Tenés razón, Daniel Kaufmann. Hay algo así como naves
espaciales, y para algo sirven. ¿Pero por qué esta preocupación?
¿No te parece que tenemos problemas más graves?
Tenemos problemas más graves. Evitar que nos encuentren, por
ejemplo. Evitar que nos maten, o algo peor, lo que ocurrirá si nos
encuentran. Terminar con la entrevista, para lo que habría que
comenzarla. Ir a cenar al restaurante español en colectivo. Comer
la comida de ese restaurante, si lo que sirven allí es digno de ese
nombre.
Sí. Problemas más graves.
-La ciencia ficción no es mi fuerte, pero ahora me interesa.
Entiendo que la tomes como una broma, pero hay algo que me
gustaría saber –digo.
-Si te puedo ayudar, con todo gusto.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-¿Hay autores de ciencia ficción que se hayan adelantado tanto
como para crear mundos que se parezcan a Tierra Guía? No digo
literalmente, pero aunque sea en parte…
-Bueno, de eso se trata. Muchos se acercaron. De las Puertas, por
ejemplo, se habla desde hace décadas. Con otros nombres, con
otras formas, pero el principio es el mismo.
-Y no me lo vas a explicar.
-Ya te lo dije. Cuando sea el momento. Pero ya que me hiciste
hablar del tema, te diré que numerosos autores de ciencia ficción
han filtrado datos sobre los que no deberían haber escrito. Se
adelantaron, como decís. Deliberadamente.
-¿Deliberadamente? ¿También son Correctores? Porque Asimov
lo que hizo no fue adelantarse, sino atrasarse con la regla de
cálculo.
-Los más famosos, por supuesto que son Correctores. Pero no se
trata de eso. El problema es que los escritores de ciencia ficción,
y muchos de género fantástico, aprovechan su obra para mostrar
lo que no deberían. Tienen algo de disidentes, como otros
artistas. Ya te lo dije. Lo de Asimov, en Fundación, no era más
que una broma inofensiva. Otros casos son más graves. Es lo que
supongo.
-¿Cómo que suponés? ¿Fuiste un Corrector, entrenado por la
Jerarquía, y suponés? Sabés más, y me lo estás ocultando.
Toma el libro por el lomo, con la mano derecha. Con la izquierda
le da unas palmadas al extremo de las hojas, como para
emparejar el bloque desordenado. Unos golpecitos muy suaves,
como si lo estuviese acariciando.
-¿Por qué tendría que ocultarte algo, Daniel Kaufmann?
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-¿Por qué no me contestás con algo que no sea una maldita
pregunta?
-No es necesario maldecir –acaricia el libro con las manos,
acaricia los oídos con la voz de barítono suave y profunda, que
sonó una vez como un trueno.
-Vos sabés que esas repreguntas me sacan de quicio…
-Sí. Pero la verdad tiene muchas formas. Se supone que la
Jerarquía no quiere que se conozca el futuro en los mundos no
consagrados. Es lo que dicen. Yo no conozco el futuro, más allá
de este mundo, donde ahora es 2012. Y sólo conozco este mundo
hasta fines de 2010. Lo hablamos hace tiempo. No puedo saber si
en otros mundos, más adelantados, la Jerarquía no impone otra
doctrina.
-Eso sí que no lo entiendo…
-Yo tampoco. Pero es una posibilidad, Daniel Kaufmann. Mucho
más después de lo que pasó en 1973. De todos modos, preferiría
que habláramos de esto cuando me hagas la entrevista. Por
ahora, te aconsejo que sigas con tu relato.
Lo que pasó en 1973.
La voz de barítono suave, profunda, que sonó una vez como un
trueno.
Rafael Montini vuelve a su libro, escrito hace más de medio siglo.
Yo al mío, todavía casi en blanco. Releo el capítulo anterior, para
recordar por dónde iba. Descubro, hacia el final, un comentario
que implica una pregunta. Una pregunta que Rafael Montini no
me hubiese respondido en esos días de 1934. Pero que aquí, en
2012, debería contestarme sin problemas.
-¿Cuál es la distancia espacial entre 1998 y 2012? –ataco sin
aviso.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Catorce mil años luz –contraataca, sin levantar la mirada.
Al fin y al cabo, tiene razón.
Para volver a mi mundo, donde hoy transcurre el año 1998, una
nave espacial sería tan útil como un caballo para cruzar el mar.
Tan inútil como una máquina del tiempo.
De esas que no existen.
17
mayo, 1934
Cuando regresamos, Jorge Lascano ya no estaba. Habría ido en
busca del tal Iriarte, supuse, para dar cuenta del factor en
cuestión. El sol cubría la silla de Rafael: cambió hacia otra.
Carmen consultaba un mapa. Sobre una mesa vecina, un
ejemplar de La Nación desnudaba la primera plana. “Prestó ayer
juramento en el Uruguay el nuevo Gobierno presidido por el
Dr.Terra: no hubo incidentes”. “Bolivia se opone a que la
Sociedad de las Naciones decrete el embargo de armas. Mensaje
de Roosevelt sobre la materia”. Noticias incomprensibles, de un
pasado incomprensible. Notando mi distracción, Rafael me
apuró a tomar asiento.
-¿Cuándo vamos a 1973? –preguntó Berardi, casi antes de que
Rafael y yo nos termináramos de acomodar.
-Mañana –dijo Carmen-. Llegaremos el lunes 18 de junio, a la
hora de la cena.
-Ya estábamos un poco atrasados. ¿Cómo va la misión?
-No muy bien, por ahora. Hay conflictos, pero la Argentina de
1973 es mucho menos violenta de lo que necesitamos. Si no
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
pasamos a la acción directa, Perón terminará dando su discurso
en Ezeiza, y la historia se va a desviar.
-Lo único que nos falta, después de lo de 1962…
-Silencio –ordenó Carmen.
-Pero ni siquiera tenemos un plan que …
-¡Silencio! Ya estoy en eso – Berardi se volvió de piedra.
Carmen fue doblando el mapa con movimientos cuidadosos,
hasta que tomó un pliego similar a la que había visto entre las
cosas de Rafael, cuando abandonó el saco gris con el que lo había
conocido. Abrió su cartera, consultó la hora en el reloj de pared
del salón.
-Los espero esta noche en el Café Tortoni, a la hora de la cena –
anunció.
-Creí que íbamos a cenar en El Tropezón –murmuró Rafael.
-Ya sé que en 1973 pronto será invierno. Pero aquí hace todavía
un poco de calor para el pucherito de gallina. En el Tortoni, a las
nueve. Ya nos podemos ir. ¿Me acompañás a almorzar, Daniel
Kaufmann?
Rafael y Berardi deben haberse puesto rígidos. O azules, o
pálidos, o helados. No se me ocurrió verificarlo: los ojos pardos,
casi verdes de Carmen, se fijaban en mí, el intruso, para un
almuerzo treinta y siete años antes de mi nacimiento.
-Había pensado en llevar a Daniel Kaufmann al departamento de
Victoria, para que no haya riesgo de que cause alguna
interferencia -murmuró Rafael. Lo miré con furia, sabiendo que
tenía prohibido hablar.
-Mientras yo lo acompañe, no hay riesgo –sostuvo Carmen-. Me
gustaría hablar con él. Tendrías que sentirte honrado, Rafael
Montini, ya que vos lo trajiste.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Por supuesto, Carmen Gallardo –Rafael inclinó la cabeza.
-Necesito un ratito. Espérenme afuera –dijo Carmen, mientras se
alejaba hacia el fondo.
Abandonamos el salón, cruzamos los pasillos de mármol, el
mediodía nos recibió en la vereda. Mientras esperábamos a
Carmen, Rafael parecía más molesto que un caballo tratando de
cruzar el mar.
-Así es la vida, hermano del alma –le dijo Berardi.
Rafael no le prestó atención, o simuló que no lo escuchaba. En
cambio se acercó a mí, y me habló casi al oído:
-Cuidado con lo que digas, Daniel Kaufmann. Puede ser una
trampa.
Carmen se tomó apenas unos minutos. Antes de separarnos, se
saludaron todos con afecto, como verdaderos amigos.
La gente debía ir por la calle agitada por sus obligaciones,
aunque me diera la impresión de que eran mis latidos los que
hacían que todos caminaran tan rápido. Un tranvía pasó casi
lleno, por la mano izquierda, en dirección al Congreso.
Podía ser una trampa. Pero a mí no me importaba.
18
marzo, 2012
-Veo que recordás que te había avisado, Daniel Kaufmann –dice
Rafael, sosteniendo las últimas hojas que dejé a un costado de la
mesa.
-Recuerdo todo lo que dijiste. Y lo que no dijiste también.
-Supongo que ahora entendés que tenía mis razones.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Cómo decirle que sí, que entendía sus malditas razones, pero que
de todos modos había valido la pena. Cómo decirle que habría
valido la pena de cualquier modo, incluso si hubiese tenido que
seguir a Carmen hasta las puertas de la Jerarquía, o hasta las
puertas del Infierno que la Certeza eliminó. Cómo decirle que en
esa tarde de mayo, y al día siguiente (y sobre todo al día
siguiente), cualquier cosa habría valido la pena, incluso detener,
como fuera, ese clamor en un campo olvidado de Ezeiza.
Cómo decirle que preferiría no vivir en la Certeza, no atravesar
nunca la Verdad, haber dejado el Remington en silencio y volver
por el mismo lugar del que había venido, regresar a mi trabajo de
empleado municipal con Elisa soplándome la nuca, buscar y
encontrar otras vidas, no haberme cruzado nunca con un ángel
rubio con quien hubiese querido viajar de la mano hasta el
último de los mundos.
Cómo decirle todo eso, si tampoco es verdad. Si la verdad tiene
muchas formas, como tantas veces me repite.
Porque tal vez habría sido mejor no encontrarme nunca con el
ángel rubio. Pero hubiese dado la vida por saber que en algún
lugar, en algún tiempo, me aguardaba un sueño ajeno, un sueño
imposible que comenzó con el ángel rubio. El sueño que tomó,
después, como suele ocurrir en la vida, un rumbo tan distinto.
Y por haber corregido yo mismo la historia, para que fuese otra.
Y que mi historia corregida se repitiera, una y otra vez, para
siempre.
Que se repitiera como debió ser, con alguien que ya no sería
Carmen, mirando vidrieras como si fuese una joven de 1934, y no
una Correctora dispuesta a todo para mantener sus ideales.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Que se repitiera de verdad. No como los Correctores obligan a
que se repita, para mayor gloria de la Jerarquía.
19
mayo, 1934
La calle Florida era un caos de vehículos que casi no avanzaban.
Algunos con techo de lona, otros con carrocería completa, casi
todos evocando aún la forma de carruajes que se hubieran
quedado sin caballos. Cada tantos metros, Carmen se detenía
frente a una vidriera de ropa femenina.
-Me encanta la moda de esta época –dijo, tal vez a modo de
disculpa.
-A vos te queda muy bien –respondí, ofreciéndole el brazo, como
había visto que hacían los caballeros de 1934.
-¿Te parece? –y me tomó el brazo, como hacían las damas.
Es curioso que haya tardado veintisiete años en descubrir que la
gravedad es variable, como casi cualquier otra cosa en el mundo.
Con Carmen del brazo, iba tan liviano que tuve miedo de
elevarme en el aire, como los dirigibles que anunciaban en un
negocio de viajes, como en un sueño del que no hubiese querido
despertar.
La Galería Pacífico se había transformado en una tienda muy
suntuosa, con cristales enmarcados en madera. Almorzamos en
una confitería repleta de gente. Creo haber leído que había una
gran crisis económica. Incluso recuerdo que se llamó a esos años
la Década Infame. A mí me pareció que todos los que ocupaban
las mesas eran felices. La infamia debía estar en otro lado. Lejos
de ese barrio, invisible para esas personas. Hablábamos de
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
cualquier cosa: el menú, los detalles de la construcción, las
diferencias entre esa época y la mía. En algún momento me
preguntó cómo era mi vida en 1998.
-Trabajaba en un cargo público. De vez en cuando salía a cazar, y
en el tiempo libre me gustaba la lectura. También había
empezado a escribir unos cuentos…
-¿Cazador y escritor? Deben ser cuentos interesantes –dijo, en el
momento justo en que nos traían el plato principal.
-No creo. Me gustó empezarlos, pero no pude terminar ninguno.
Policiales. Nada del otro mundo.
-Vos no sos de este mundo. Ni yo tampoco. ¿Qué cuento te
gustaría escribir ahora, Daniel Kaufmann?
-No sé. Uno en el que estuviera con Carmen Gallardo.
Al pronunciar su nombre me falló la voz, y me odié por ser tan
tímido. Ella sonrió, como si mis palabras la hubiesen halagado.
Después del almuerzo, que para mí vino a ser una cena, pues en
1998 debían ser casi las nueve, seguimos caminando. Doblamos
hacia Callao por una calle angosta, medio demolida, que alguna
vez sería la Avenida Corrientes. Fue raro cruzar la 9 de Julio sin
correr a través de cien metros de avenida, sin Obelisco en el
medio, a la vista de ruinas oblicuas que pronto serían la cuadra
final de Diagonal Norte.
-¿Vamos al cine? –preguntó, tras un rato de silencio.
Debió haber notado mi asombro, porque sacudió la cabeza,
cubriendo mis hombros de cabello rubio, y sonrió.
-¿Al cine? ¿A eso se dedican los Correctores?
-No podemos estar corrigiendo la historia todo el día. Además, el
cine es una forma de conectarse con una época tan buena como
cualquier otra –respondió.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Llegamos al Ambassador. Un cine flamante, limpio, cuidado. Los
carteles anunciaban la proyección de “La casa de la Calle 56”, con
Kay Francis. La primera función comenzaba a las tres de la tarde.
Aunque faltaban casi dos horas, entramos igual. Un empleado
saludó a Carmen, y nos hizo pasar sin que gastáramos los tres
pesos que costaban las dos entradas.
Era sábado. Imaginé que la sala se llenaría. Sin embargo,
estábamos solos. Por suerte no es un día hábil, porque Elisa es
capaz de venir desde el futuro para entrar al cine, pensé,
recordando cómo escapaba de la oficina, con sus amigas, dejando
que el trabajo lo hiciéramos los demás.
-¿Qué vamos a hacer hasta que empiece la película? –dije,
cuando nos ubicamos en las sillas.
-¿La que está en cartel? No creo que la veamos –respondió.
-¿Y para qué vinimos?
Las luces comenzaron a volverse más tenues. En la pantalla
apareció, en blanco y negro, la presentación de una obra que la
sala no anunciaba: “Frankenstein”, de James Whale.
-Gentileza del cine, especialmente para nosotros. Fuera de
programa –sonrió Carmen.
-La otra película no la conocía. Esta ya la ví en televisión –dije,
con menos decepción que sorpresa.
-Viste una película parecida. Nunca son iguales.
-Pero la historia de Frankenstein también existe en este mundo,
por lo que veo.
-Todo lo que importa existe en todos los mundos. Mary Shelley
se ocupó de publicar el libro, hace más de cien años.
No tenía sentido discutir con una Correctora. Sobre todo, si
quería olvidarme de que era una Correctora. Pasé el brazo
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
derecho sobre su hombro. Se inclinó levemente sobre mí. Se
terminaron de apagar las luces.
Sentí que comenzaba la mejor tarde de mi vida.
Sentí que comenzaba la primera tarde de mi vida.
20
mayo, 1934
Entre los bares tradicionales que con el tiempo cayeron en
desgracia se encuentra la Confitería Ideal, contigua al cine del
mismo nombre. A comienzos de 1998 me invitaron a un acto
donde la incluyeron como “bar notable de Buenos Aires”. Se
otorgaba cierta suma de dinero, a fin de mejorar la triste
situación en la que había caído. Como todo lo que se inicia con la
Municipalidad, la obra tardaría unos años: no tuve ocasión de ver
el resultado final. De todos modos, no creo que se pueda haber
acercado al esplendor que, se dijo en los discursos, el sitio tenía
en sus años de gloria. A esta altura, no me interesa verificarlo.
Cuando Carmen propuso tomar el té en la Confitería Ideal, me
dispuse a comprobar, por fin, si esos discursos habían sido
(como es habitual) pura exageración, o había algo de cierto en
ellos. Volvimos sobre nuestros pasos, cruzando de nuevo la
extraña 9 de Julio, en dirección al Río. A mitad de cuadra entre
Esmeralda y Maipú, decidí que ya era hora de lanzar una
ofensiva más concreta que el abrazo en el cine. Siempre tengo
miedo de hacer ese movimiento, que implica el riesgo de romper
el tenue lazo que puedo haber logrado, si lo doy antes de tiempo,
y el peligro de una total indiferencia, si dejo pasar el momento
justo. Cerca de la esquina, aproveché un giro de su cara hacia mí,
57

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
para comentar algo que no recuerdo, y apunté un beso directo
hacia sus labios.
La contraofensiva no fue original: movió levemente la cara. El
beso aterrizó entre un pómulo y algunos cabellos rubios.
-Tranquilo, Daniel Kaufmann –me llegó, como de lejos, la voz del
ángel rubio-. Acá no estamos en 1998, y soy una chica tradicional
de los años treinta.
Procedí al conteo de las bajas. Carmen se mantenía en mi brazo,
y cambió de tema con total naturalidad. El ataque había
fracasado, pero la derrota no era absoluta. Más raro me pareció
que, al llegar a la esquina, se resistiera a que dobláramos a la
derecha, como era lógico si íbamos a la Confitería Ideal. Pensé
que, en una nueva táctica de rechazo, había cambiado de opinión
sobre compartir conmigo la merienda.
-¿Qué pasa? ¿Ya no querés tomar el té? –dije, creo que con voz
temblorosa.
-Por supuesto que quiero –respondió.
-¿Preferís que vayamos a otro lado?
-No. La Ideal me parece bien.
-Entonces nos pasamos. Había que doblar en Maipú –dije, y traté
de que diéramos la vuelta. Una vez más, resistió mi movimiento y
me obligó a seguir de largo, con una fuerza que no le había
imaginado.
-¿En Maipú? ¿Por qué en Maipú?
De pronto se echó a reír, con una risa que acariciaba el centro de
la existencia.
-¡Tenés razón! La Confitería Ideal que vos conocés queda en
Maipú. Me olvidé que venís de 1998. Nosotros vamos a otro lado.
Fijate, ya llegamos.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
En efecto, unos metros antes de Florida, sobre Corrientes, se
alzaba una construcción estilo art decó, bastante más chica que
el bar notable cuyo intento de resurrección alguna vez había
presenciado. Letras de molde, surcadas por flores de lis, repetían
el nombre que ya no imitaba al de un cine.
Nos ubicamos frente a las ventanas, junto a una luz de tres
tulipas amurada en la pared. Arañas enormes, de doce luces,
colgaban del techo. La luz se reflejaba en miles de puntos desde
los espejos enmarcados en madera. Quise ser caballero y
preguntarle qué deseaba tomar, pero se adelantó e hizo el pedido
por los dos.
-Entonces no todo es igual en este mundo que en el mío. Los
Correctores cometen fallas, si no te ofende –observé, creyendo
que hacía un agudo comentario.
-No, Daniel Kaufmann –respondió, divertida-. No cometemos
fallas. O, por lo menos, no las que suponés. Nuestro trabajo es
que la historia sea idéntica a la de Tierra Guía en sus aspectos
más importantes, no preocuparnos por dónde puso alguien una
confitería, o un almacén.
-Pero hay lugares que forman parte de la historia…
-Claro. No vamos a permitir que no exista el bar de San Juan y
Boedo. Eso cambiaría la historia del tango, y la de Buenos Aires.
Ni vamos a dejar a la ciudad sin el Tortoni, como en París no
pueden no existir el Maxim’s y el Ritz, o en Nueva York el
Lindy’s, o la Bürgerbräu en Munich.
-Y con los edificios debe ser lo mismo –deduje sin dificultad.
-Por supuesto. El Cavanagh, el Pasaje Barolo, el Palacio Pizzurno.
Además, la ciudad tiene que seguir el mismo estilo
arquitectónico que su original de Tierra Guía.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Como era natural, quise parecer inteligente.
Que es la mejor forma de ser un estúpido.
-Me pareció que algunos errores cometían. Berardi mencionó
que había un problema en 1962 –lo dije en voz baja, como para
que supiera que yo entendía (que entendía lo que no entendía), y
que, al fin y al cabo, no era tan tonto.
El ángel rubio se volvió una escultura de mármol. Hasta el
cabello pareció perder todo el movimiento. Una escultura que ya
no era mujer. Ni hombre. Los ojos casi parecieron tragarse la luz
del salón. La voz cambió a un registro indescifrable.
-No te metas en lo que no te conviene, Daniel Kaufmann. Vas a
tener problemas.
Tuve miedo.
No tuve miedo.
Fue algo peor. No conozco palabras para describir lo que tuve.
Ni siquiera las balas, y bien que después las tuve cerca, me
arredraron así. Las balas se mueven. Son algo letal, pero
conocido. Me sentí, con toda precisión, un estúpido. Un estúpido
desnudo y en la nieve.
Ya Berardi, en el Club del Progreso, se había callado con algo
que, también, pudo ser miedo. O un no-miedo peor que el miedo.
Y Berardi era un Corrector. Para qué se me habrá ocurrido tocar
el tema, pensé, imaginando que ya no tenía remedio. Lentamente
(tal vez fue rápido, pero a mí me pareció eterno), la luz volvió a
nuestra mesa.
-¡Pero mirá qué hermoso vestido que lleva esa chica! –exclamó
Carmen, como si nada hubiera ocurrido.
60

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Sí, qué hermoso –murmuré, sin ubicar siquiera a la chica. De
nuevo era el ángel rubio que sonreía, como si la otra, como si lo
otro, nunca hubiera estado allí.
Trajeron la merienda, en bandejas y platos que alcanzaban para
media docena de personas. El humo de cigarros, pipas y
cigarrillos era tan denso que parecía una mesa en la niebla.
Inesperadamente, Carmen sacó una cigarrera plateada, me
ofreció un cigarrillo y tomó uno para ella.
-Gracias. No fumo –dije, lamentando haber dejado el vicio-.
¿Esto también lo hacés porque sos una chica de los años treinta?
¿O en Tierra Guía descubrieron que el cigarrillo no hace mal?
-Nuestra medicina cura cualquier problema. El tabaco es uno de
los menores. Y fumo porque me gusta fumar cuando
corresponde, así como hago lo que tengo que hacer cuando
corresponde -respondió, acusando recibo de la ironía-. Ahora,
contame cómo fue eso de que ayudaste a Rafael Montini en una
Corrección. Es algo muy poco frecuente, ¿sabés?
El té no estaba mal. Pero el deseo de tomar algo fresco, o de no
responder lo que Carmen preguntaba, llevó mi atención al cartel
de algo que parecía una gaseosa de la época, llamada Bilz, que
descubrí también en algunas mesas. Llamé al mozo y le pedí una
botella.
-¿No te gusta el té?
-Sí, me gusta. Pero quisiera probar esa bebida –respondí.
A veces alcanza con no responder y concentrarse en cualquier
otra cosa para cambiar de tema. Mientras el mozo regresaba con
la Bilz, imaginé por un momento que lo había logrado.
Imaginé mal, por supuesto.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Bueno, contame. ¿Cómo ayudaste a Rafael? –preguntó Carmen,
sin énfasis, como buscando un tema cualquiera de conversación.
No alcanzaba, entonces, con pensar en otra cosa. Pero podía
hablar de otra cosa. Un recurso que también, a veces, da
resultado. Busqué otro tema, mientras probaba el jugo dulce y
ácido de la bebida que tal vez había dejado de venderse mucho
antes de que yo naciera.
-Decís que tu medicina cura cualquier problema. Pero los
Correctores tienen poderes que sólo puedo imaginar si, además
de curar, la medicina mejora a las personas. ¿Cómo los obtienen?
¿Nacen así, o toman algo especial antes de abandonar Tierra
Guía? –no estaba tan interesado en la medicina de Tierra Guía
como en cambiar de tema. Si podia.
-No es tan fácil. Uso la palabra medicina para que entiendas. No
es algo que exista en Tierra Guía. Lo nuestro tiene que ver con el
nacimiento. Y con la alimentación. Te asombraría saber lo que se
puede lograr con ciertos alimentos.
-Sí, también en mi mundo se la pasan hablando de los alimentos.
Yo tomé unas clases de yoga, donde insistían todo el tiempo con
lo mismo –observé, aliviado al ver que lograba cambiar su foco
de interés.
-En cualquier mundo podrían descubrir, en parte, la fuente de
nuestro poder. De hecho, en un planeta lejano al tuyo, un
científico español encontró, por casualidad, que combinando
alimentos lograba que las células viejas rejuvenecieran. Era
principios del siglo veinte, en ese mundo. Los Correctores
tuvimos que intervenir, para sabotear su investigación.
-Pobre hombre. Encontró la fuente de la juventud, y ustedes se la
robaron…
62

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-No tan pobre. Era un español muy cabeza dura. Pasó décadas
buscando de nuevo el resultado. No diría que nos ganó, pero casi.
-Un punto a favor de nuestros mundos. Que viva España…
-Probá estas masas con crema pastelera. Están riquísimas. Me
ibas a contar cómo ayudaste a Rafael, ¿no?
La pregunta retornaba. Volvía y volvía. La otra, lo otro, no
apareció de nuevo. No sé qué habría hecho si la pregunta hubiese
venido de lo otro. Tal vez le habría contado todo. Quisiera creer
que no. Que soy más fuerte. Pero sé que no es asi.
-Probá ésta, que es la mejor. ¿Y cómo fue lo de Rafael? Soy tan
curiosa…
Insiste, pero como si el asunto no tuviera importancia, pensé,
mientras probaba una de las masas que, en efecto, estaban
riquísimas. En otra mesa, un señor leía el mismo ejemplar de La
Nación que había visto por la mañana. “Litvinoff llegó a Ginebra
para tratar sobre el desarme. Entrevista con Barthou”, descifré
en una página interior.
-Parece que el desarme es la noticia del día. ¿Quién son esos
Litvinoff y Barthou?
Temí que mi negativa a hablar le molestara. Que lo otro volviera.
Pero si le molestó, no hizo nada para que yo lo notara. Su mirada
pareció triste cuando respondió:
-Litvinoff es el ministro de asuntos exteriores de Stalin. Y
Barthou es el canciller de Francia. Un hombre brillante, Barthou.
Pero en Tierra Guía…
-¿En Tierra Guía qué?
-Nada. No importa. Me ibas a contar cómo ayudaste a Rafael,
¿no?
-No estoy muy seguro. Tendrías que preguntárselo a él.
63

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Pero algo habrás hecho. ¿Cómo se conocieron? –insistió, como
al pasar.
Rafael me lo había dicho. Podía ser una trampa. Fumando
tranquila, bajo el aspecto inocente de una amiga nueva que me
invitaba a tomar el té, Carmen Gallardo estaría buscando una
forma de probar la lealtad de sus Correctores. Y la mía.
Si Carmen era, como yo imaginaba, una Correctora de alto rango,
debía estar al tanto de que algunos de sus colegas eran
Revelados. En ese caso, una palabra mía era suficiente para
condenar a Rafael y a Berardi, como mínimo. Pensé que tal vez,
si me mostraba sincero con ella, podría evitar un nuevo fracaso
en mi próxima ofensiva. Imaginé que si me ganaba su confianza,
hasta podía formar parte de su cuerpo de Correctores, y viajar
con el ángel rubio a través del tiempo y de los mundos, sin
necesidad de ninguna otra mujer hasta el final de mi vida.
Nada me costaba traicionar a Rafael Montini, como Judas
traicionó al Salvador en su Primera Llegada, en la lejana Tierra
Guía. Pero traicionar no figuraba en mis planes. Por lo menos,
hasta estar seguro de cuál era el bando correcto. Si había un
bando correcto. Además, no me pareció que fuese la mejor
manera de conquistar a Carmen. Una mujer no debería
enamorarse de un traidor. No el tipo de mujer que a mí me
interesa. Y no podía saber si lo otro no aguardaba a la vuelta de
la respuesta. Eso que me podía distanciar de ella, y acaso de mí
mismo, para siempre.
Ya habían pasado las dos horas de peligro para que los
Correctores descubrieran a Rafael. Los Revelados debían haber
llegado antes al cuerpo de Gutiérrez. Lo habrían ocultado, y
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
eliminado las huellas. Por el momento, Rafael estaba seguro. No
iba a ser yo quien cambiara esa situación.
Tragué varias masas, una detrás de otra, como una forma de
ganar tiempo antes de darle una respuesta.
Recordé a Rafael Montini, de rodillas, a punto de recibir un tiro
del que se salvó por mi Remington 30.06. ¿Cómo saber que no
volverían a tratar de asesinarlo si lo delataba? ¿Cómo saber lo
que Carmen era capaz de hacerme a mí? La gravedad, tan liviana
cuando había salido con ella del Club del Progreso, volvía con
todo el poder que a fines del siglo diecisiete había decretado
Isaac Newton. Debían ser las masas.
Contemplé los ojos pardos, casi verdes, que me interrogaban a
través del humo. Recordé lo mucho que me había costado dejar
el paquete diario de Marlboro, imaginé que dejarlo de nuevo me
costaría el doble.
-Está bien –dije-. Te acepto un cigarrillo.
21
marzo, 2012
Dejar de fumar supone una difícil batalla. En mi caso la batalla
era doble. Iniciaba la lucha, y por la noche me reunía con Raúl en
el Oriente, de Nazca y Gaona. Luego de rechazar una o dos veces
los Marlboro que me ofrecía, no tenía más voluntad para no
aceptar.
Raúl abandonó el tabaco, por poco tiempo. Entonces inventé un
método absurdo, pero exitoso. Abría el paquete de Marlboro Box.
Asomaban veinte filtros, insinuando veinte cigarrillos. Alineados,
los filtros parecían una dentadura rectangular. Filosa, lista para
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
clavarse en los pulmones. La idea de que, en efecto, esos dientes
se clavarían en mi vida peor que los de un tiburón, fue
debilitando mi entusiasmo por fumar.
El último paquete lo dejé abierto. Cada vez que sentía ganas de
tomar un cigarrillo, pensaba en los dientes. En mi casa, en 1998,
guardé ese paquete mucho tiempo. Al final, era sólo un recuerdo.
Abro un paquete nuevo de Marlboro. Veo la dentadura, pero no
me importa. He vuelto a fumar, y ese truco ya no me sirve.
Debería imaginar otro, pero mi capacidad es limitada. En 2012,
con la guerra que Buenos Aires declaró a sus fumadores, dejar el
vicio debería ser más fácil. Por ahora, no puedo ni pensarlo.
El viejo método se me volvió en contra. Cuando veo los veinte
cigarrillos alineados, la sonrisa plana de burla, pienso que iré
arrancando esos dientes, uno a uno, y el paquete sufrirá el
proceso odontológico más que mis pulmones. No estoy tan loco.
El animismo no forma parte de lo que aprendí con los
Correctores. Pero las cosas son como son, y el método se fue al
diablo en el momento mismo en que acepté un cigarrillo de las
manos de Carmen.
A esta altura, el enigma de la Confitería Ideal me quedó claro. En
2012 está ubicada en la calle Suipacha, cerca de Corrientes.
Curiosamente, también tiene al lado un cine del mismo nombre,
como en 1998. Claro que, en 1998, la confitería y el cine estaban
en Maipú. A quién puede importarle, si hay enigmas peores.
Enigmas de la historia, de los que Rafael me habló muy poco, y
que me gustaría conocer con más detalle.
Se lo digo.
-Los enigmas de la historia podés encontrarlos en cualquier libro.
Si sabés buscar. De un mundo a otro, van cambiando. Pero yo
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
pensaría, también, en los enigmas que hay en cada familia –
responde.
-Para eso, habría que conocer al detalle la historia de cada
familia. Y no siempre están registrados. No es tan fácil –
argumento.
-Pero también es interesante. Pensalo bien. Incluso si alguien
cree que la historia está bien como está, que responder las
preguntas es cuestión de investigación, siempre queda lo
inexplicable en el seno de la propia casa.
-No todos tienen familias con problemas…
-¿Estás tan seguro? Siempre hay un tío que desapareció sin dejar
rastros, o un abuelo que no se sabe de dónde vino, o un primo
tan distinto a los demás que parece adoptado. Y que ni siquiera
es adoptado. Y no sólo aquí, donde la inmigración fue tan
confusa que se perdieron muchos apellidos originales. En
Europa, en Asia, en todas partes, si alguien estudia seriamente su
genealogía, encontrará, casi sin excepción, eso que las personas
normales no quieren encontrar. Lo inexplicable.
Lo inexplicable había sido para mí, en 1934, que Carmen me
tratara como si yo le hubiera gustado, para luego rechazarme con
toda elegancia. Después, pareció quedar claro. Cuando entendí
que lo que buscaba era información sobre Rafael.
Pareció quedar claro. Porque la verdadera razón de su rechazo la
conocí mucho más tarde. Cuando ya no importaba, pues alguien
más había aparecido en el camino. Cuando debía de todos modos
importar, pues en su rechazo descubrí una de las razones más
nobles que alguien puede tener, en este o en cualquier otro
mundo.
67

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Sí, Daniel Kaufmann. Las razones de Carmen siempre fueron
nobles. Carmen era de una nobleza que ni siquiera en Tierra Guía
pueden todos comprender –dice Rafael, que espía lo que escribo
por encima de mi hombro.
-Cuando le hablé de 1962 se transformó. No sé si es parte de lo
que ustedes pueden hacer. Bueno, ya lo leíste, está escrito más
arriba…
-Para decirlo en pocas palabras, se enojó. Estaba bajo mucha
presión. Eso que viste, esa Carmen que era algo otro, escapó a su
control. No era un buen momento.
-Entonces no fue una ilusión mía. Eso no parecía Carmen…
-Era Carmen. Ningún poder especial. O ninguno que yo conozca.
A veces, bajo mucha presión, se abre una grieta. Como una
conexión con todo lo que somos y no somos. Con todo lo que
deseamos y no deseamos. Le puede pasar a cualquiera.
Rafael rodea la mesa, y quedamos casi frente a frente. Recorre
con los ojos las paredes, como buscando en el papel ajado la
grieta que acaba de mencionar. Una bocina me sobresalta. No.
No es la bocina. Es el recuerdo.
-Nunca ví nada igual –insisto-. Y espero no verlo de nuevo. Pero
no creo que le pueda pasar a cualquiera.
-Para ella era todo muy difícil –responde, con una voz que va
bajando de volumen.
Era difícil. Yo lo sé, y el sabe que lo sé. Se aleja de la mesa, me da
levemente la espalda. Toma aire. Se queda quieto, como
conteniendo la respiración.
También sabe que lo sé.
68

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-No hace falta que hablemos de esto, Rafael. Pero no me digas
que lo que ví ese día es algo que le puede pasar a cualquiera.
Prefiero que no me digas nada.
No me dice nada.
Sigue de espaldas. Vacío de movimiento. Un minuto. Dos. Tres.
Tres y medio.
No sé por qué yo también me quedé así, tomándole el tiempo,
como si estuviese por batir un récord bajo el agua. En el fondo
debe ser eso. Estar quieto, mirar un punto fijo y a la vez
indefinido, debe contener el agua. No quiere que se desborden
los diques. Y sabe cómo evitarlo.
Cuatro minutos.
-Si preferís no hablar de eso, te entiendo.
Cuatro minutos y medio.
-Por lo menos no me digas algo que no es verdad.
Cinco.
Deja salir el aire, y es como si la habitación fuese a darse vuelta
como una media. Da un giro. Quedamos frente a frente. Los
diques no se desbordaron.
-La verdad tiene muchas formas, Daniel Kaufmann –la voz
recobra confianza.
-Siempre me lo decís. Pero lo que ví no fue por la presión, o por
el enojo.
-Por el enojo, en parte. Por la presión, también en parte. Es un
tema del que prefiero no hablar. No es importante para lo que
estás escribiendo. Más adelante.
-Entonces tengo razón, ví algo que no era…
-Más adelante.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Vos sabés que no es contra Carmen, ni contra nadie. En ese
momento, además, me pareció que quería sacar información
sobre vos. Y que podía ser un riesgo.
-Sí y sí. Quería obtener información, y podía ser un riesgo. Otras
cuestiones no vienen al caso. Si viste algo que no debías, no es la
primera vez.
Camina de nuevo por la habitación, los pasos que hay hasta la
cama. Tiene razón. No es el mejor momento para insistir.
Alcanza con saber que en cualquier momento nos encuentran, y
nos liquidan. O algo peor. Tal vez algo peor sea, justamente, eso
que ví en la Confitería Ideal. ¿Cuánto podría haber resistido
frente a lo otro? Muy poco. Nada. Acaso lo que ví no fue lo otro,
sino apenas el umbral de lo otro.
Claro que cuando lo otro se fue (cuando dejé de sentirlo, porque
no parece que se vaya nunca, porque debe estar todo el tiempo,
incluso aquí, en esta máquina de teclas medio sueltas), cuando
dejé de caer, volví a tener enfrente a Carmen. Y no le hablé de
Rafael. De mi encuentro con Rafael. El temor a que Carmen me
presionara no desapareció nunca. Excepto cuando llegó lo otro, y
todo se volvió no-todo.
El deseo de estar con Carmen, tampoco se fue. Hasta mucho
después.
Temor y deseo. Que mezcla difícil para probar la lealtad de un
tipo.
Lo mejor fue aceptar el cigarrillo. Lo mejor, o lo único. No sé.
-Y yo que volví a fumar para no delatarte…
-No me hubieras delatado, con o sin cigarrillos. Te conozco,
Daniel Kaufmann. No me equivoqué con vos. Estoy orgulloso de
haberte llevado conmigo.
70

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Sentado en la cama, se ve de nuevo bien. Recuperado. Sería malo
de mi parte seguir insistiendo con algo a lo que ni siquiera él es
inmune. Sería peor que malo. Recuerdo otro tema, que al menos
logra desviarme de lo que me venía obsesionando. Un tema fuera
de tema. Una nota al pie, tan buena como cualquier otra.
-¿Es verdad que un español estuvo a punto de obtener los
poderes que ustedes tienen?
-No sabés el problema que nos dio. Nunca ví un tipo tan terco. Le
destruíamos todo y comenzaba de nuevo, como si nada hubiera
ocurrido –dice, sin ocultar su admiración.
-Me encantaría conocerlo…
-Por ahora, olvidate de él –responde-. No es parte de esta
historia.
Apago el Marlboro consumido. Saco otro del paquete. Con saña,
como un verdadero dentista.
Podrán mordeme los pulmones. Pero no se la van a llevar de
arriba.
22
mayo, 1934
No volvió a colgarse de mi brazo. El gesto me dejó, en medio de
un cruce de calle, como una jarra vestida de caballero. Hablamos
poco y caminamos rápido. En el Tortoni, los tres –Lascano,
Rafael y Berardi- nos aguardaban en torno a una mesa redonda,
en la que ya habían acomodado cinco sillas. No hacía mucho que
habíamos dejado la Confitería Ideal: cuando el mozo nos tomó la
orden, pedí un té con limón.
71

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Carmen volvió a desplegar el mapa que había usado por la
mañana. Sobre el mapa, un lápiz y unos útiles de geometría.
-Vamos al factor en cuestión –tomó una pequeña regla-. En 1973,
ya comenzó el 18 de junio. El miércoles 20 regresa Perón a
Buenos Aires. La masacre de Ezeiza es parte de la historia, pero
sabemos que allí hay problemas.
Se interrumpió unos instantes, como concentrada en trazar
ciertas líneas. Sus dedos, largos y muy cuidados, parecieron
bailar con el compás cuando lo usó para hacer una proyección.
-Por suerte en el siglo veinte podemos usar estos instrumentos –
dijo Berardi-. ¿Cómo harán los Correctores del siglo quinto antes
de Cristo?
-Por suerte, como decís, no es nuestro problema. La Jerarquía les
habrá enseñado alguna forma de trabajar –respondió Rafael.
-Siempre hablando de más, ustedes dos. No sé cómo hago para
dejarlos solos. No cambian nunca –intervino Lascano, cortando
acaso una vieja discusión.
Carmen finalizó la tarea y marcó una cruz casi al borde del mapa,
moviendo la cabeza como si aprobara su propio resultado. Con
algún esfuerzo, pues estábamos de frente y veía las letras al
revés, me pareció que la marca era en la zona sur, bastante lejos
de la ciudad.
-Contales la situación, Jorge –ordenó Carmen, dejando los útiles
sobre la mesa.
-Antes de que viniera Carmen les venía recordando que, en este
caso, la Argentina de 1973 no es tan violenta como las que
tuvimos antes –comenzó Jorge Lascano.
-Sí, pero no nos dijiste nada en concreto –se quejó Berardi, que
se veía impaciente.
72

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Vamos Berardi, que a ustedes Jorge no les oculta nunca nada –
dijo Carmen-. Si no les dijiste, deciles ahora. Y si les dijiste,
también.
-A eso iba. Anteayer hubo un intento de acuerdo, entre la CGT y
los Montoneros, para compartir el palco donde tiene que hablar
Perón. Se habían reunido en secreto en los billares del Odeón.
Teníamos un Corrector en cada bando. La pelea que armaron fue
inolvidable. El acuerdo está casi desarticulado –continuó
Lascano.
-Como ya saben, casi desarticulado no nos sirve de nada –
intervino Carmen-. En unas horas, un grupo que responde a la
Juventud Peronista va a meterse en una reunión sindical, para
crear una pelea peor que en el Odeón. Trabajamos en dos
frentes: los Montoneros tienen que recibir la orden de tomar el
palco por asalto, y los cuadros de la CGT tienen que resignarse a
que se meta Osinde. Que irá a Ezeiza con armas largas, y con
personas dispuestas a usarlas.
-Es toda una tarea. ¿Vamos a tener Correctores suficientes? –
preguntó Rafael.
-Es una tarea, sí. Porque tampoco queremos que la masacre sea
como la de Tierra Guía –dijo Carmen.
-¿Pero vamos a tener Correctores suficientes? –insistió Rafael.
-Estoy en eso –respondió Carmen.
Si el poder de los Correctores era tan grande, y todo parecía
indicarlo, la situación resultaba de una crueldad sin límites. No
podía hablar, ni pensaba hacerlo, al menos frente a todos. Pero
ese grupo de místicos, iluminados por quién sabía qué misión, se
disponía a garantizar que el país repitiera una de sus peores
tragedias. ¿Y todo para qué? ¿Para imitar lo que había ocurrido
73

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
en un lugar llamado Tierra Guía? ¿Harían lo mismo con todo?
¿Con las guerras, con los genocidios, con los terremotos?
En el camino había comprado un paquete de cigarrillos
Caravanas. Saqué uno, lo encendí, comencé a fumarlo a toda
velocidad. Me alegró no haber delatado a Rafael Montini. Tal vez
los Revelados se opusieran a esas intervenciones, que los otros
llamaban fríamente “factores en cuestión”. O tal vez buscaran,
simplemente, desplazar a los otros y tomar el poder. Tendría que
averiguarlo, para obrar de mejor modo posible.
Eso, si tenía la opción de obrar de algún modo.
Los planes continuaban. Para ellos debía ser una cuestión difícil,
pero de rutina. Sin embargo, algo hizo cambiar, sutilmente, la
expresión de Berardi. Hablaban de cómo estaban movilizando
algunos Correctores de las provincias, a fin de garantizar que no
se perdiera el control sobre las más de dos millones de personas
que irían al acto. En un momento, Carmen dijo:
-Todos los Correctores pueden ser útiles. Estoy dando órdenes
para convocar, en especial, a muchos de 1998 y de 2012.
Rafael asintió, mostrando conformidad con la decisión. Berardi
se puso pálido, y dejó los cubiertos con los que venía comiendo
fiambre.
-Disculpen. Enseguida vuelvo –voz aflautada, pero con sordina
Se puso de pie. Apoyó una mano en la mesa.
-¿Qué te pasa, Antonio? ¿Te sentís mal? –preguntó, serio, Jorge
Lascano.
-Ya vengo. No es nada.
-Acompañalo, Rafael, a ver si tiene algo –dijo Lascano.
Berardi se perdió en dirección al baño.
74

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Rafael salió detrás de él, caminando rápido para alcanzarlo.
Carmen y Lascano se miraron, sin decir una palabra.
23
marzo, 2012
-¿De verdad pensaste en ese momento que la reacción de Berardi
era sospechosa, Daniel Kaufmann?
De frente a la ventana, Rafael Montini habla dándome la espalda.
Los ojos negros deben estar mirando lo poco que se puede ver
desde la habitación. Nada importante para él. Ni siquiera para
mí.
-Bueno, yo ya sabía que Berardi era un Revelado, y que Carmen
buscaba Revelados. Supongo que por eso estaba pendiente de lo
que él y vos pudieran decir. Y me pareció raro que salieras
corriendo detrás de él, como si tuvieras que cuidarlo –digo.
-Si se sentía mal, pensaba cuidarlo. Todos nos cuidamos.
Además, la orden de llevar Correctores de 1998 y 2012 no le
había caído nada bien –dice.
-Claro. Ustedes entendían lo que pasaba. Yo, en cambio, no tenía
idea de por qué los mundos de 1998 y 2012 podían ser tan
importantes.
-No podías tener idea.
A esa altura no había forma de que tuviera idea, porque era muy
poco lo que sabía de los Correctores, de los mundos y de la
Jerarquía. Como pasa casi siempre que uno sabe muy poco, esa
tarde en el Café Tortoni creía saber algo. Pasaron muchas cosas
hasta que entendí que lo que supiera, lo que pensara o lo que
decidiera no importaba nada.
75

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Entre esa gente, era un inútil.
De todos modos, ya esa noche comencé a pensar en la reacción
de Berardi, tan distinta de la que tuvo Rafael cuando Carmen
anunció que convocaría Correctores de 1998 y 2012. Pensé que
Rafael podía mantener la calma, como lo había hecho frente a
Gutiérrez en el campo. Que esa capacidad, junto a otras, era
parte de los atributos de un líder.
También pensé que, fuera lo que fuese lo que planeaban los
Revelados, tenía relación con el mundo de 2012. Y con el mío,
donde Rafael –ahora lo tenía claro- no andaba en el campo de
Raúl por casualidad. Esa noche, y al día siguiente, otras palabras
me llevaron a comprender lo que buscaba (lo que busca) la
Jerarquía, lo que intentan (lo que intentaban) los Revelados, la
importancia de esos dos años tan cercanos que en el Café Tortoni
se veían tan inaccesibles.
-Ya que hablamos del tema, espero que me cuentes cómo
haremos para que se conozca este relato en 1998. Sobre todo, si
no tenemos ninguna libertad para ir y venir por las Puertas –
digo.
-Eso me recuerda que lo de 1998 y 2012 lo íbamos a tratar en la
entrevista. ¿Cuándo me pensás entrevistar?
-La historia ya está bastante avanzada. Si te parece bien,
podríamos esperar a que llegue a lo que pasó en Ezeiza. A partir
de ahí, quienes lean tu entrevista pueden tener las cosas más
claras –respondo, sin pensar demasiado en lo que digo.
-Espero que no nos encuentren antes de que llegues a contar lo
que pasó en Ezeiza. De lo contrario no hará falta que las cosas
estén claras, porque nadie las va a leer.
76

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
La frase de Rafael Montini me recuerda que tal vez no hay salida.
De pronto recuerdo que el libro no es lo único. Ni siquiera lo
principal. Algo que los Revelados ya habrán previsto, mucho
antes de que yo los conociera.
No sólo es improbable que alguien alcance a leer el relato.
Incluso si Gabriel Guralnik cumple con su parte, y consigue
publicar el libro, los Correctores pueden fácilmente comprar toda
la edición el primer día, y hacerla desaparecer. Pueden buscar la
forma de que ningún lector de verdad llegue al libro, para evitar
que la gente los conozca. En ese caso, mi esfuerzo, y el de Rafael
Montini, no servirá para nada.
Se lo digo.
-El capitalismo tiene sus paradojas –responde-. Si los
Correctores compraran toda la edición, lo único que conseguirían
es que el libro se reedite, con una tirada mayor. Si vamos al caso,
también pueden comprar la editorial, y sacar el libro del
catálogo. Pero eso llamaría la atención, y es lo último que los
Correctores quieren.
-Entonces no hay mucho que puedan hacer contra el libro…
-Algo se les va a ocurrir. Cuentan con todos los recursos que
necesiten. En todas partes, en todos los mundos.
Lo dice con precisión. Como siempre. Y lo que dice es correcto.
Mientras cumplan órdenes de la Jerarquía, los Correctores
tienen el poder de hacer cualquier cosa. Por algo son los
Correctores. Y si hay problemas, pueden llamar a los Oficiantes.
Desaliento. Fastidio. Cansancio. No, no hay una palabra que
traduzca lo que siento. Tal vez no haya palabras para traducir
ninguna sensación. Rafael deja la ventana y da unos pasos hacia
77

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
la cama, como si también tuviera ganas de tirarse ahí, para que el
tiempo pase y nos olvidemos de todo.
-¿Pero entonces para qué sirve todo esto que estamos haciendo?
-¿Todavía no te das cuenta? –otra vez, responde con una
pregunta.
-Parece que no.
Como si hubiera cambiado de opinión, olvida la cama y se acerca
a la mesa. Apoya en las hojas escritas una mano, como si las
bendijera, como si tendiera un manto largo y blanco de
protección sobre las palabras que salieron de la máquina.
-Ya hablamos de esto cuando estábamos en 1934 –dice-. En el
Tortoni. El libro es importante, pero no es la única forma de
llegar a la gente. Por eso estamos en este mundo. En esta época, y
no en una anterior.
Un recuerdo que flota. O el recuerdo de un recuerdo. Sigo el hilo
comenzando por esta época en la que estamos. 2012. Con acceso,
según Rafael, a mi mundo de 1998. Y esa es la clave. Carmen lo
vio al mismo tiempo que los Revelados. Pero no contó conmigo.
Un tipo cualquiera, que no es Revelado ni Corrector. Un inútil.
Finalmente recuerdo que ya lo habíamos hablado, y no entiendo
cómo lo pude olvidar. El recuerdo llega. Tarde, pero firme.
-Claro. La red…
-Lo habíamos hablado en el Tortoni –sonríe.
-¿Seguís convencido de que alguien nos va a creer, aunque no
tengamos la Proclama y las pruebas que habían armado los
Revelados?
-Ya lo discutimos. No sé cuántos van a creer. Pero muchos van a
dudar. Y eso es lo importante. Usar la duda, hermana de la fe,
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
para que desaparezca el anonimato de los Correctores –levanta la
mano de las hojas, se acomoda el cabello, la apoya de nuevo.
-La duda contra la Certeza…
-La duda contra la Certeza. Transformar la debilidad de esta
época en una fuerza que los Correctores no podrán enfrentar con
tanta facilidad, porque la duda está en todas partes.
-Dejar en la computadora lo que yo escriba, y enviarlo por correo
electrónico a la lista de correo más grande que podamos armar…
-Es un poco precario, pero sí, es una posibilidad –dice.
-O crear un sitio en la Web, y que se publique si algún día no
volvemos –propongo, y escribo mientras propongo.
-Todo a su tiempo. No te adelantes. Además, hay que tener en
cuenta que no van a dejar que el sitio sobreviva sin hacer nada
para borrarlo. Si es que lo hacemos.
-Para ellos, esta tecnología debe ser muy fácil de neutralizar…
-Yo también entiendo bastante –responde-. Puedo crear algunos
programas fantasma, que sigan copiando el sitio de servidor en
servidor. Van a tardar en descubrirlo. Eso nos daría algún
tiempo, para que puedan acceder al sitio los que se enteren de su
existencia. Además, en 2012 la Web no es la de 1998. Hay otros
recursos. No será la Proclama, pero es lo más cerca que podemos
llegar del plan original.
-Supongo que esa era tu idea desde el principio –no soy tan
inteligente, y lo sé.
Rafael Montini no dice nada. Gira en redondo, dándome la
espalda. Vuelve a girar, se acerca a la mesa, observa la máquina.
Que, por supuesto, no tenemos conectada a Internet.
Sonríe de nuevo.
Esta vez, no me molesta.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
mayo, 1934
24
Mi reloj marcaba las nueve de la noche. En una ciudad
noctámbula, como la Buenos Aires de 1934, era temprano.
Estaba agotado. Era natural, pues en 1998 debían ser ya las cinco
de la madrugada, y no había dormido ni un minuto desde el día
anterior. La reunión terminaba, con instrucciones para volver a
vernos al día siguiente. Esta vez, Carmen no me invitó a ir con
ella.
-Me voy al departamento de Cangallo. Hasta mañana. Que
descansen –se despidió con sencillez.
-Igualmente –respondieron los otros, y los imité.
Nos dejaron solos, a Rafael y a mí. Lascano y Berardi se dirigían
al departamento de Victoria, donde nos esperaban también dos
camas. Cuando se pusieron de pie supuse que nos íbamos todos,
pero Rafael me detuvo con un gesto. Supe que necesitaba
hablarme: no me sorprendió.
El Café Tortoni estaba lleno de gente. Nos mudamos a una mesa
cuadrada, con dos sillas, en un reservado habitado casi
exclusivamente por parejas. Pedí un café doble, bien cargado.
Saqué un Caravanas del paquete flaco, donde ya faltaba la mitad
de los cigarrillos. Le ofrecí uno a Rafael, que negó con la cabeza.
-Nunca entendí la afición por el tabaco –dijo simplemente.
-En Tierra Guía no lo tienen prohibido, por lo que parece.
-Ninguno de nosotros tiene idea de lo que pasa en Tierra Guía.
¿Te sorprende? Ya te vas a dar cuenta –afirmó, con una sonrisa
cómplice.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Creo que algo entiendo. Pero también creo que nunca voy a
entender nada –dije-. Ni siquiera entiendo dónde estamos. Si es
que estamos en algún lugar que no sea el manicomio.
-La fe te ha desviado el pensamiento, Daniel Kaufmann. Te
cuesta creer en lo que ves, aunque lo tengas delante de los ojos.
-También podría dudar de lo que veo. Podría ser todo irreal,
menos yo –no leí mucho de filosofía, pero cómo no conocer a
Descartes.
-Sí, Daniel Kaufmann. Cogito, ergo Sum. Y también la Caverna.
Y Parménides. Lo que quieras. En tu mundo, dentro de unos
meses se va a poner de moda una película que hará pensar a la
gente en la realidad y la irrealidad. Con la excusa de que todos
conocen Internet.
-¿Qué tiene que ver Internet? Ya hicieron muchas películas
donde está Internet. Esa me la perdí antes del estreno. Lástima –
dije, en tono de broma.
-La podrías ver acá, si tuviéramos tiempo. La duda sobre si la
realidad es o no real se va a plantear para todos. Pero es una
trampa. La duda y la fe son hermanas.
No era la primera vez que tocaba el tema. A esa altura me parecía
incomprensible, ya que los dos grupos –Correctores y Reveladoseran
lo más parecido a órdenes religiosas. Los Correctores, la
orden leal a la Jerarquía. Los Revelados, algún tipo de secta
herética. En ambos casos, deberían haber sustentado sus vidas
en la fe. Sin embargo, Rafael hablaba de la fe en forma
despectiva, como una excrecencia que impidiera ver la Certeza a
la que se aferraban.
Nunca fui religioso. Pero la fe siempre me despertó sentimientos
confusos. Por un lado me parecía un refugio inútil. Por otro, no
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
podía dejar de reconocer que era un misterio sorprendente.
Maravilloso. La fe operaba prodigios, para bien y para mal. Un
refugio, pero un refugio poderoso. Aunque yo no lo tuviera. Y no
podia entender que esos místicos la tuvieran en tan poca estima.
Se lo dije.
-La fe sirvió de consuelo durante mucho tiempo, cuando el
Salvador no había dado las pruebas. Cuando aún no se podía
atravesar la Verdad. Pero el Salvador volvió a Tierra Guía, hace
mucho tiempo, y sólo dejó lugar para la Certeza.
Tomó el cenicero de cristal de una mesa vecina. Jugó con él en
sus manos, miró al trasluz el archipiélago de colores que se
formaba.
-La fe se entendió, en estos milenios, como un bálsamo contra los
escépticos. A veces podía serlo, pero en general no tuvo buenos
resultados. La fe y la duda son lo mismo, Daniel Kaufmann. Ya te
vas a convecer. Las dos se sustentan en la ignorancia de la
Verdad. En última instancia, una persona puede tener fe en
cualquier cosa, aunque el objeto de su fe no guarde la menor
relación con la Verdad. Puede creer que este cenicero guarda el
secreto de Dios, y en el fondo es igual. Sólo usa la fe para aliviar
su angustia ante la duda. En Tierra Guía la duda no existe. Ni la
fe. Sólo la Certeza. Por eso no nos cuesta aceptar lo que vemos, y
también lo que no vemos.
-Yo no puedo ser como ustedes. No conozco ninguna Certeza. Y
tenés razón, a veces me cuesta creer en lo que veo. Sobre todo si
lo que veo es un delirio, como todo lo que veo desde que nos
conocimos –respondí.
-Elegimos por tura el gran Tornillo –murmuró, mostrándome el
cenicero, como si con eso pudiera entender algo.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
En la mesa vecina tomó asiento una pareja. Rafael dejó el
cenicero donde lo había encontrado, con una reverencia cuando
le agradecieron la gentileza.
-Creo que podemos dejar toda esta discusión para más adelante.
Hay temas urgentes. Uno, es que me digas lo que pasó con
Carmen. Decime todo lo que le contaste sobre mí –disparó.
Trajeron el café negro, y whisky para Rafael. Pidió que dejaran la
botella. El tabaco podía no gustarle, pero no se privaba del
alcohol.
-¿Cómo sabés que me preguntó por vos?
-¿Para qué otra cosa te iba a invitar a pasar la tarde con ella? –
respondió, con su eterno espejo de preguntas.
Claro. Para qué querría pasar Carmen Gallardo la tarde conmigo.
Un tipo común, un aldeano de 1998, un esclavo de los
Correctores como cualquier otro. Ni siquiera tan importante
como para ser un factor en cuestión. Acusé el golpe, pero no
quise que se diera cuenta.
-Me preguntó cómo nos habíamos conocido. Dijo que le parecía
una situación poco habitual, y que algo importante debía haber
hecho, para que decidieras traerme con vos a esta época –
respondí.
-¿Qué más te preguntó? ¿Qué más le dijiste?
Por primera vez creí notar en Rafael Montini, que había
enfrentado la muerte sin moverse, algo parecido a la ansiedad.
Casi lo disfruté.
Decidí no contarle nada sobre lo otro. Sobre lo que había visto en
Carmen, o a través de Carmen, o en algo que acaso ya no era
Carmen. O no lo decidí. No tenía palabras para contarlo, como
no las tengo ahora.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-No me preguntó ninguna otra cosa, porque no le dije nada.
Después, creo que perdió el interés en mí.
-Yo no estaría tan seguro, Daniel Kaufmann. A veces no decir
nada es decir mucho. En todo caso, mi idea de llevarte al Club del
Progreso funcionó –dijo.
-¿Cómo que funcionó?
-Carmen sospecha hace tiempo que me podría convertir en un
Revelado. Me conoce más que a nadie. Tanto como yo a ella. Que
te haya invitado, que te haya hecho esas preguntas, aumentó mis
temores. Y lo de hace un rato terminó de confirmarlos.
-¿Lo de hace un rato?
-Para ir a Ezeiza, Carmen eligió Correctores de 1998 y 2012. En
esos mundos están casi todos los Revelados que Antonio y yo
conocemos. Es posible que planee alguna trampa –declaró.
Aspiré profundo el humo del Caravanas. Llené el café de azúcar,
como me enseñaron que conviene hacer para seguir despierto.
Para peor, el café era de filtro. Quedó con un sabor espantoso,
pero me obligué a tomar media taza.
-Veo que para ustedes soy una especie de mensajero bobo. Linda
forma de pagarme que te haya salvado la vida –solté.
Rafael se había servido más whisky de la botella, y estaba a punto
de empinar el vaso. Dejó la mano rígida, a medio camino entre la
mesa y la boca. Después la volvió a bajar. Apoyó el vaso en la
mesa. Suspiró. Creí que se había molestado, pero enseguida
comprendí que debía sentir, más bien, arrepentimiento.
-Siento mucho haberte hecho esto, Daniel Kaufmann. Pero
necesitaba estar seguro. Lo que hay en juego es mucho más que
una cuestión entre Carmen y yo, o una lucha entre Correctores y
Revelados –murmuró.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Podrías empezar por contarme de qué se trata toda esta locura.
A ver si valió la pena salvarte la vida, o si hubiera sido mejor irme
con el fusil a otra parte –dije.
Comenzó a hablar. No dijo mucho: apenas lo más importante.
El sueño se disolvió en cuanto escuché lo poco que estuvo
dispuesto a contarme.
25
marzo, 2012
Esa noche fue importante.
Después vinieron otros días, y otras noches, y también fueron
importantes.
Hasta terminar aquí, escondiéndonos de medio universo.
Pero importantes.
Sería injusto decir que todo fue peor. Muchos momentos
valiosos, una presencia que daría lo que fuera por tener cerca,
lugares para recorrer, tiempos de la historia vividos sin esa
muleta inevitable y querida que son los libros. Algunas
cuestiones parecían triviales.
Pero eran importantes.
No volví a caer en el hueco ciego de lo otro. O estoy todo el
tiempo allí. No puedo saberlo. Después de lo otro, no puedo
saber nada.
A veces, cuando el recuerdo se filtra en el hielo, tengo casi la
sensación de un deseo que preferiría no escribir. El deseo de
volver allí, a la Confitería Ideal. Volver a lo que ni Rafael ni nadie
puede explicar.
Preferiría no escribir, pero lo escribo.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
El hueco ciego atrapa. Es miedo y no es miedo. Es deseo y no es
deseo. Deseo, pero como un fantasma lisiado, que ni se acerca ni
se aleja. La impotencia de saber que no se puede saber. Lo peor
de lo otro. Saber que no se puede saber.
Tal vez lo otro nunca existió, y sólo creí que lo estaba viviendo.
Tal vez Carmen sólo fue una vía para sentirlo, y por eso no era
Carmen, aunque fuese Carmen.
Si es un poder de los Correctores, creo que ni ellos lo saben.
Rafael no quiso nunca hablar. Habló de todo, habla de todo,
menos de eso.
Si fuese un poder de los Correctores, lo habrían usado en aquél
Campo Sin Nombre de 1973. Habrían tenido que usarlo. No les
quedaba otra.
A menos que sea un poder que tienen sólo algunos, y que ni
siquiera ellos saben cómo usar. Un poder hecho de palabras,
aunque no use las palabras. De sentidos, aunque no llegue a
través de los sentidos.
A menos que lo otro, que está siempre, se manifieste sólo en
algunos momentos. Y que quien abre el hueco ciego, lo haga, sin
saberlo, para alguien en especial. Que cae sin fondo, porque esa
puerta es para él, y nadie más puede verla.
Es su puerta. Y quien la abre, tampoco la abre. La señala.
Es el límite de la duda y de la fe. Pero también el límite de la
Certeza.
Y ni los Correctores, ni los Auditantes, ni los Oficiantes, ni
siquiera los Señores de la Jerarquía, saben cómo controlar ese
pasillo azaroso, por mucho control que tengan sobre las Puertas
que conectan a los mundos, donde la historia retorna para
siempre.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Te estás acercando, Daniel Kaufmann –dice Rafael por encima
de mi hombro.
mayo, 1934
26
-Los candidatos a Correctores somos elegidos desde muy chicos.
Al principio se evalúan nuestras capacidades. A los tres años se
nos asigna un período de la historia. Y una zona dentro de ese
período. Desde entonces, pasamos a vivir en el Monasterio que
nos corresponde.
Rafael había vuelto a tomar el vaso lleno de whisky, que se bebió
de un sorbo. Imaginé que el Monasterio era una especie de
fortaleza medieval, donde los obligarían a rezar día y noche, y a
flagelarse por sus pecados.
Se lo dije.
-Me gusta tu sentido del humor, Daniel Kaufmann –respondió-.
Si perdiéramos el tiempo en esas tonterías, nunca llegaríamos a
Correctores.
-¿Y qué hacen entonces? ¿Leen la Biblia?
-Por supuesto. Parte de nuestra formación es conocer los Textos
Sagrados. Todos, no sólo la Biblia. Pero lo principal es estar listos
para pasar el resto de nuestras vidas en el período y en la zona
que se nos asigna. Aprendemos toda la historia de ese período,
incluyendo la del resto del mundo, en largas lecciones teóricas y
prácticas.
-¿Lecciones prácticas?
Volvió a servirse whisky de la botella, cuyo contenido había
bajado a menos de la mitad. Yo encendí otro Caravanas, y pedí
una naranja Bilz, para borrar el gusto del café de filtro.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-No hay conocimiento sin acción. El Monasterio es una réplica
del tiempo y del lugar en que nos tocará vivir. Para que lo
entiendas: son varias ciudades cerradas, en cada una de las
cuales se reproducen los tiempos donde cumpliremos las
misiones.
-Debe ser un lugar enorme. Con toda la variedad que hay en el
mundo…
-Es grande, pero no tanto. No reproduce todo el mundo, sino
nuestra zona. Como te dije, a los Correctores se nos asigna una
época, pero también un lugar. En mi caso, el Río de la Plata,
entre febrero de 1903 y diciembre de 2010. Estudiamos, te lo
dije, la historia general del mundo en esa época. Y conocemos
bien, aunque con menos detalle, los sucesos del pasado.
-¿Y el futuro? Es decir, nuesto futuro, que para ustedes debe ser
un pasado remoto…
-Ahí tenemos uno de los problemas. La Jerarquía prohíbe que
sepamos lo que va a pasar después de nuestro período. En mi
caso, a partir de 2011. Nos enseñan que es una forma de no caer
en la tentación de cambiar sucesos históricos reservados a otros
Correctores. Tampoco podemos acceder a una tecnología
posterior a la de nuestra época asignada.
-Entonces, no hay mucho que puedas decir sobre el futuro. Sobre
mi futuro –dije, con algo de sospecha por esa excusa, que lo
transformaba en un Profeta de medio pelo, incapaz de
anunciarme algo útil más allá del año 2010.
-Hay cosas que te puedo decir sobre el futuro, pero no tienen
utilidad práctica. Por ejemplo, sabemos que un día, en torno al
año 3007, el Salvador volvió a Tierra Guía. Y dio testimonio de la
Verdad, y vivimos en la Certeza. También sabemos que, más o
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
menos en esa misma época, la Jerarquía descubrió las Puertas.
Con ellas podemos viajar de planeta en planeta, y corregir la
historia para que todo vuelva a ser como fue en Tierra Guía. Para
que cada planeta viva su Pasión de la Historia, a fin de que las
almas estén preparadas para el Retorno del Salvador.
-Si no estuviera sentado aquí con vos, en el Tortoni, en el año
1934, no creería una palabra de todo lo que me estás diciendo –
estallé, cansado de la historia sobre los Monasterios, el Retorno
del Salvador y otras fábulas que a nadie podían servir, a menos
que se sentase a esperar mil años.
-Podés creer, o no creer. Me da lo mismo. La duda y la fe son
hermanas –respondió con indiferencia.
-Otra vez con eso. Está bien. Pongamos que te creo, aunque la
duda y la fe sean hermanas. Sigo sin entender por qué tanto
problema entre Correctores y Revelados. Si se trata de un juego
de poder, en el que algunos quieren desbancar a otros, lo
entiendo. De lo contrario, no veo por qué tanta pelea –dije.
-No es necesario gritar –murmuró.
Tenía razón. Una pareja, que habiendo terminado con sus tareas
previas en el reservado, salía del café hacia algún lugar más
íntimo, se detuvo con disimulo a escuchar mi última frase, que
había sido casi un grito. A modo de disculpa, ofrecí servirle más
whisky. Aceptó con un gesto, volvió a rodear su vaso con las
manos, llené el mío con Bilz.
-Ni siquiera la Jerarquía es perfecta. Unas décadas antes de que
yo ingresara al Monasterio, se filtró cierta información sobre el
futuro. Algunos dicen que dos grupos que no debían haberse
conocido nunca se encontraron por accidente. Otros, que se
cruzaron dos Puertas, y alguien de un siglo fue a parar a otro. Yo
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
prefiero creer que un grupo de Correctores del siglo veintiuno le
pasó información a otro del siglo veinte. Al poco tiempo comenzó
a hablarse de los Revelados. Sucede que, en algún momento
entre el siglo veintiuno y el veintidós, el mundo sufrirá una
Hecatombe de proporciones gigantescas…
-No va a ser la primera. Ya tuvimos dos Guerras Mundiales, y
tantas catástrofes que no alcanza una vida para enumerarlas –
intervine.
-No me interrumpas. La Hecatombe es algo mucho mayor y
mucho peor que cualquier catástrofe anterior. Comparada con
ella, Hiroshima, Cartago y Auschwitz son parques de diversiones.
No sabemos exactamente cuándo tendrá lugar, ni cómo, pero no
hay duda de que será devastadora. Con un detalle.
-Con un detalle –repetí, sin pensar.
-Sí. Con un detalle. Como todo lo malo que ocurrió durante la
historia, la Hecatombe tuvo lugar por primera vez en Tierra
Guía. Si no fuese por los Correctores, esa ocasión tal vez habría
sido la única.
Ya dije antes que el sueño se me había ido por completo. Ahora
sentí que ni con puré de Valium hubiese podido dormir. No hasta
que Rafael terminara de hablar. El líquido ambarino volvió a caer
en su vaso. Ya casi no quedaba nada en la botella. Llamó al mozo
y le pidió otra.
-¿Cómo podés tomarte una botella de whisky en un rato y pedir
otra? ¿Qué tenés, un hígado sintético? –dije.
-El whisky me gusta. Me ayuda a hablar. Además, nuestras
capacidades van más allá de lo que puedas imaginar. Ya lo viste
una vez.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Recordé la reacción de Gutiérrez y la de Rafael en el campo, en
cuanto oyeron el seguro de mi fusil. Recordé el tiro imposible de
la carabina que casi me mata. Recordé la herida del hombro que
había desaparecido. Tenía razón: sus capacidades iban más allá.
Mucho más allá.
-Algunos Correctores veníamos sintiendo que repetir las
crueldades de la historia no era la mejor manera de tratar a
nuestros hermanos. Casi nunca lo decíamos en voz alta, porque
la Jerarquía escucha todo. La masacre de Ezeiza, por ejemplo.
Mañana vamos a preparar una matanza que, en ese mundo, no
tendría por qué existir. Siempre nos enseñaron que el
sufrimiento es necesario a la Pasión de la Historia, porque el
Retorno del Salvador así lo requiere.
-Claro. Ustedes hacen el trabajo sucio, y la Jerarquía mantiene su
poder.
-Si lo querés ver así. Dicho en tus términos, es una definición
posible.
Sentí cierto orgullo por esas palabras, que tomé como un elogio.
Aplasté la colilla contra el cenicero y busqué otro Caravanas con
un movimiento automático, sin importar cuánto había fumado
desde hacía unas horas.
-Entonces, ustedes quieren liberar a los planetas de la influencia
de los Correctores. Que cada uno viva su historia, como la tiene
que vivir –dije.
-No exactamente. Nuestro objetivo es más difícil. Imposible,
diría. Aunque decidamos intentarlo. Lo que quisiéramos es que
la Jerarquía permita a todos mundos atravesar la Verdad, para
que vivan en la Certeza. Que todos los mundos, sin excepción,
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
sean Consagrados. Pero no creo que podamos convencer a los
Señores de la Jerarquía de algo semejante.
Guardó silencio por unos minutos. Me pareció que pensaba en
algo íntimo, en algo muy personal que no se atrevía a decirme.
Miraba un punto de la nada, como con nostalgia. Siguió
bebiendo, de la segunda botella. Incluso el mozo se había puesto
a contemplarlo. Con admiración, llamó a otro mozo y le señaló
nuestra mesa.
-Por lo que entendí, ustedes controlan los mundos de 1998 y
2012 –dije, rompiendo el silencio.
-Entendiste mal. No controlamos nada. Es verdad que en esos
dos mundos somos más, y estamos mejor organizados. En
Buenos Aires y en muchas otras ciudades de América Latina.
Somo pocos, y nos manejamos en secreto. Como células –dijo.
-¿Y los otros países? ¿Van a provocar una rebelión con América
Latina sola?
-Hay Revelados en Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania,
Francia, Italia, España, Portugal, Rusia, India, Canadá… en casi
todas partes. En miles de ciudades. A veces organizados, a veces
no tanto. Somos pocos. Cinco por ciento del total, como máximo.
Pero estamos También en el Islam, donde muchos viven la fe
como una Certeza. Y en el Lejano Oriente.
-Pero si se juntaran todos los que son, podrían ser pocos en 2012,
o en 1998, pero muchísimos en el pasado. Y con armas
poderosas…
-No, Daniel Kaufmann. Cualquier intento en una época anterior
sería un fracaso antes del comienzo –dijo.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-¿Por qué? En la Edad Media, por ejemplo, muchos creyentes se
sumarían a ustedes. Y no debe ser el único período propicio a los
delirios místicos, por llamarlos de alguna forma.
-En la Edad Media no llegaríamos a contar la Verdad más que a
un puñado de aldeas. ¿Y cómo lo haríamos? ¿Recorriendo el
mundo a pie? Ni siquiera podemos revelar gran cosa en pleno
siglo veinte. En las décadas del treinta, o del cuarenta,
deberíamos tomar el control de todas las radios y los diarios.
Desde los años cincuenta, también deberíamos tomar todos los
canales de televisión. Los Correctores leales a la Jerarquía nos
aplastarían antes de empezar –dijo, sombríamente.
Comencé a sospechar la razón de que los Revelados hubieran
elegido esos dos planetas para su conjura. En 1998, usando
Internet, enviar un mensaje a todo el mundo no resultaba muy
difícil. En 2012, el alcance de la Web debía ser mucho mayor.
Fue en ese momento cuando comprendí (aunque después,
escribiendo en esta pieza del Once, por unos minutos lo haya
olvidado) que los Revelados planeaban usar el poder de Internet,
en los dos mundos en los que era posible
Se lo dije.
-En efecto, acertaste en un punto –respondió-. Que no es el
único.
-Si no es el único, debe ser el principal –dije, con el mismo
orgullo de hacía un rato por mis aciertos.
-No. Es fundamental, pero sumado a otras cuestiones. En 1998 y
2012 los Revelados podemos, por ejemplo, entrar en contacto de
un modo fácil, y relativamente seguro. En esto, la coordinación
es lo más importante. Además, en esos años hay otras ventajas.
La ciencia ficción hizo mucho para preparar el terreno. Por otra
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
parte, a la gente le encantan las conspiraciones. Todos se sienten
estafados. Y tienen razón…
-Pero supongamos que tienen éxito, y siembran la duda en 1998
y 2012. ¿Cuánto puede influir en el resto? ¿Cuántos planetas
maneja la Jerarquía?
-Buena pregunta, Daniel Kaufmann. Tenemos centenares de
Tierras, que viven distintas épocas de su historia. No sé el
número exacto, pero no bajan de quinientas. Es verdad, con sólo
dos planetas no tendremos gran cosa. Pero ya sería algo. Nuestra
esperanza es que, si conseguimos algún control sobre 1998 y
2012, la Jerarquía esté dispuesta a negociar. Sobre todo, si
consideran que otros mundos van a ir entrando a la
popularización de Internet. A 1973, por ejemplo, le faltan poco
más de veinte años. A 1962, algo más de treinta.
-Pero la Jerarquía no quiere revelar a los mundos la Verdad, ni
que la gente viva en la Certeza.
De nuevo me pareció que pensaba en algo que no quería decir,
con esa mirada nostálgica de hacía unos minutos. Nostalgia, o
esperanza. No sé si lo pensé, o lo deduje por lo que dijo a
continuación:
-Esto casi nadie lo sabe, Daniel Kaufmann –dijo-. Pero creemos
que uno de los Señores de la Jerarquía estaría dispuesto a
interceder por nosotros. Incluso podrían ser dos…
¿Cuántos eran los Señores de la Jerarquía? Docenas. O
centenares, pensé. De otro modo, no podrían controlar
quinientos planetas, desde la lejana Tierra Guía. Un aliado, o dos
a lo sumo. Según Rafael, era el máximo con lo que los Revelados
podían contar. Y todo por seguir al pie de la letra una historia
violenta, llena de crueldades, que supuestamente conducirían al
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Retorno del Salvador. Esa era la idea del Dios de bondad, del
Dios Todopoderoso por el que la Jerarquía estaba dispuesta a
que la Hecatombe del siglo veintuno, o del veintidós, volviese a
repetirse, una y otra y otra vez.
-Qué bondadosa es la Jerarquía –solté, con un gusto en la boca
peor que el café de filtro con azúcar.
-Tal vez simplemente están equivocados –dijo-. Ellos creen en la
bondad del Salvador tanto como nosotros. Sólo que han elegido
un camino distinto para que se cumplan Sus designios.
Con esto último, Rafael tocó el tema en el que yo venía pensando.
A fin de cuentas, me confesaba que los Revelados creían en el
Salvador, en la Certeza y en todas esas patrañas tanto como los
Correctores y la Jerarquía. ¿Qué clase de Dios bondadoso
permitiría a los más poderosos impulsar a otras de sus criaturas
a matarse entre sí?
Se lo dije.
-El Señor es bondadoso. Los errores de los humanos, son errores
de los humanos, que para eso pueden elegir –respondió.
-Pueden elegir ustedes. Lo que es nosotros, mucha elección no
tenemos –repliqué.
-Tienen elección, en cada momento de sus vidas. El libre albedrío
rige aquí como en Tierra Guía, y en todo el universo.
-Tal vez tu Señor no sea tan bondadoso. Puede ser un Dios
perverso. O un demonio que se hizo pasar por Dios, y les metió
esas barbaridades en la cabeza –razoné.
Muchas veces, las reacciones de Rafael son inesperadas. Después
de todo ese rato de actitud sombría sonrió, sin que yo pudiera
imaginar por qué.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Parece que has leído la Herejía del Falso Dios –dijo, sin dejar de
sonreír.
-¿La Herejía del Falso Dios? No. No tengo la menor idea de qué
se trata.
Rafael se acercó a la mesa. Se inclinó y apoyó los codos en el
mantel, como para hablar en voz baja.
-Es una de las herejías más comunes. A mí me pareció siempre
inofensiva. Incluso es divertida, si se la toma con humor.
-Por lo menos contame de qué se trata…
-Un anciano está sentado, con las manos arrugadas sobre un
bastón de madera. La luz radiante, desde ningún lugar, ilumina
su cabeza. Un joven entra al recinto, envuelto en una capa que
deja caer en la entrada. Desnudo, indeciso, como evocando algo
perdido en el tiempo, el joven da unos pasos en la estancia. De
pronto, se detiene. “Entra sin temor, Yavé. Te esperaba”, dice el
anciano. “Padre”, responde con humildad el Angel Caído, “He
vuelto”.
-Parece una broma de Borges –dije, tratando de recordar si
alguna vez había leído una fábula similar.
-Sí, Borges dio a entender la herejía varias veces. En “Tres
versiones de Judas”, por ejemplo. Es un tema antiguo, con el que
le gustaba jugar. El Borges de Tierra Guía siempre entendió a los
que se habían adelantado a la Certeza…
-¿El Borges de Tierra Guía?
-Todavía te cuesta aceptar lo que de te digo, Daniel Kaufmann.
Alguien tan importante como Borges no puede quedar librado al
azar. En ninguna Tierra. En tu mundo y en éste, como en todas
partes, el Borges que conocen es uno de nuestros Correctores. Un
impostor.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
27
marzo, 2012
En una vida no muy concurrida, de la que apenas me rescataba a
veces una amiga ocasional, tuve tiempo de acostumbrarme a
comer solo. Casi cualquier cosa del almacén, o de la rotisería, me
venía bien. Pero esto de almorzar unas salchichas plásticas con
pan humedecido, única vianda que Rafael tuvo la idea de traer
(para colmo, sin mostaza), supera mi nivel de tolerancia. No sé
cómo pueden anunciar estas salchichas como la delicia de los
niños. A menos que las elaboren con niños. En fin, la próxima
seré yo quien salga a comprar el almuerzo.
Se habrá burlado de la regla de cálculo, pero está claro que le
gusta leer a Isaac Asimov. Sigue con Fundación, indiferente a las
teclas, y a mis improperios cuando alguna letra salta y tengo que
buscarla en el piso. Sólo si suelto una maldición se digna a
levantar a vista y responder:
-El Señor no tiene la culpa del estado de tu máquina.
-El Señor ya nos metió en bastantes problemas –respondo,
cuando no estoy de humor para callarme.
Cuando salimos del Tortoni, en esa madrugada de 1934, Rafael
Montini caminaba como si no hubiese bebido más que granadina
con soda. Anunció que nos dirigíamos al departamento de
Victoria. Me interesaba conocer a Victoria, si aún no se había
dormido, aunque hubiese preferido que fuésemos al
departamento de Cangallo, y ver a Carmen en sus rutinas de la
mañana, como si estuviese viviendo con ella.
De todos modos, no era mi destino conocer a ninguna otra
Correctora. Victoria era una calle que se apretaba en paralelo a la
97

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Avenida de Mayo. Una calle que siempre conocí como Hipólito
Yrigoyen. La cama era bastante más mullida que los colchones
con los que contamos aquí (en ese momento, claro, no tenía
forma de valorarlo).
Cuando me acuesto, desde mi colchón tengo a la vista las
manchas de la pared. Un empapelado que no habrán limpiado en
décadas. Las cucarachas casi no molestan, excepto cuando
apagamos la luz. De todos modos, ya me acostumbré. Parece que
me puedo acostumbrar a cualquier cosa. Antes no lo sabía.
Qué fácil parece ahora escribir lo que pasó en esos días, desde la
calma de este cuarto olvidado. La supuesta calma, que sólo va a
durar mientras no nos encuentren los Correctores. O los
Oficiantes. La calma que se prolongará hasta que Rafael decida
su próximo paso, que avanza inexorable con el paso de los días.
Es fácil escribirlo ahora. Pero esa noche no fue sencillo contener
el tornado de sentimientos contradictorios, ante unas
revelaciones imposibles de aceptar. De no haber estado en ese
bar, donde cada lámpara, cada vestimenta y cada moldura de la
pared recordaban que seguíamos en 1934, de no haber tenido
delante la botella de Bilz que cambié por otra un par de veces,
habría creído que Rafael Montini estaba descargando su whisky
en mi torrente sanguíneo, y que por eso caía en un estado
alucinatorio, donde en cualquier momento podían aparecer
alfombras voladoras y elefantes calculistas.
El futuro no existe. Tampoco los viajes por el tiempo. Me lo han
dicho infinitas veces, en pleno viaje del pasado al futuro y del
futuro al pasado. Me lo han reiterado luego de atravesar Puertas
que nos llevan a Tierras de otra época, que los Correctores se
ocupan de convertir en fósiles de un eterno retorno.
98

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Al fin y al cabo, debería creer lo que Rafael Montini repite
siempre.
La verdad tiene muchas formas.
Si la verdad tiene muchas formas, este relato, esta historia que
escribe un tal Daniel Kaufmann para publique un tal Gabriel
Guralnik, no es más que una de ellas.
Habría, entonces, otras formas de la verdad, así como hay
salchichas mejores que éstas, contra las que lucha mi aparato
digestivo.
Otras formas que quisiera y no espero conocer.
O que ya conocí, y preferiría olvidar para siempre.
28
mayo, 1934
Berardi nos despertó muy agitado. Serían las ocho y media de la
mañana, y nos habíamos dormido casi a las tres. Me costó
recordar dónde estaba, como cuando uno recién se muda y
espera que la orientación de la cama, las ventanas, la puerta y los
muebles estén en el mismo lugar que la vivienda anterior. En
parte, debía ser el sueño.
-Tenemos que hablar ya –dijo, conteniendo el aliento-. Antes de
cruzar a 1973.
-Es domingo. ¿Tomaste el desayuno? – contestó Rafael, sin
inmutarse.
-Como para desayuno estamos. Carmen llamó. Viene a buscar a
Daniel Kaufmann. Lo va a esperar en la entrada del edificio:
quiere verlo solo.
99

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Entonces vamos a tomar algo. Ya habrá tiempo de hablar –
insistió Rafael, que se estaba vistiendo.
-Siempre con órdenes. Pará con el desayuno. Esto es importante
–se molestó Berardi.
-Vamos a tomar algo, y me contás ahí…
-Me voy a dar una ducha, así pueden hablar tranquilos del café
con leche –anuncié, con toda naturalidad.
-Después. Estamos llegando tarde –dijo Rafael.
-Creí que en el futuro eran más higiénicos…
-El futuro no existe, Daniel Kaufmann. Sólo el presente. Vamos,
no te demores.
Berardi siguió a Rafael de mala gana. Cada tanto se retrasaba y
volvía a alcanzarlo dando pasos largos, acompañados por un
bufido casi animal, que hacía juego con sus mejillas caídas. Los
acompañé hasta la entrada. Carmen ya estaba esperando, con un
vestido radiante de domingo.
-No tuve tiempo de tomar nada –dijo, a modo de saludo-. Los
espero a las diez y media, en la esquina del Molino. De allí,
salimos directamente hacia la Puerta de 1973. Los demás ya
están al tanto.
Rafael y Berardi se alejaron, rumbo a un café cercano que no
pude descifrar. Como si el día anterior no hubiera pasado nada,
Carmen me saludó con un beso cariñoso en la mejilla, y me tomó
del brazo.
Insistió en llevarme a tomar un café con leche con medialunas.
También insistió en pagar. No discutí, pues no llevaba un
centavo. Caminamos un rato por calles que merodeaban la Plaza
del Congreso. Eligió un banco, al sol de la mañana, y me invitó a
100

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
sentarme a su lado. Supuse que, si cambiaba mi estrategia,
tendría alguna oportunidad de que se interesara un poco en mí.
-¿Qué cosas te gustan de tu trabajo? ¿De los tiempos, de los
mundos que tenés que visitar? –dije.
-Me gustan los ruidos de la mañana, en la ciudad y en el campo.
Me gustan los que no aceptan las opiniones de su época, porque
son valientes. Me gusta el sol cuando se pone en el otoño, y los
perfumes de cada época en cada mundo, porque siempre son
distintos. Me gustan algunos hombres del siglo veinte, que se
atreven a confiar en las mujeres. También son valientes, porque
vislumbran que la mujer, a la larga, es más apta para conducir
que el hombre –dijo, paseando la mirada por las copas de los
árboles.
-No sé en Tierra Guía, pero en el siglo veinte conocí algunas que
no eran buenas para conducir a nadie –respondí, pensando en
Elisa.
-Tenías una jefa mujer, ¿no es verdad?
-¿Cómo lo sabías?
-No lo sabía. Me lo acabás de confirmar. Tal vez deberías pensar
que esa mujer tenía jefes hombres, y no estaba en la mejor
situación frente a ellos. Algunos tendrían prejuicios, otros se
reirían de ella. La mayoría esperaba otro tipo de favores, a
cambio de mantenerla en el puesto…
-Lo de los favores lo veo difícil. Con la jefa que tuve, esa clase de
favores tendría que haberlos pedido ella.
Pensé en el jefe de Elisa. Un tal Ricardo. Alto, grasiento, mal
bañado y peor vestido. Tenía veinte años más que ella. Entre sus
méritos figuraban los gritos, el autoritarismo y la actitud servil
con los políticos de turno. Una vez nos llamó, a Elisa y a mí,
101

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
delante de unos asesores del Intendente. Nos gritó inútiles,
porque su pantalla no encendía. Elisa, se acercó al escritorio, y
descubrió que tenía el monitor desenchufado. Yo lo fulminé con
la mirada. El tipo ni se disculpó. En cambio, miró a Elisa de
arriba abajo mientras ella se alejaba. Después de eso, no me
habló más. Sí, para algunos hombres Elisa podía resultar
interesante. Para Ricardo, por ejemplo. Yo no puedo ser objetivo
para defenderla. Pero el mal trato del grasiento no debía ser
agradable para ella. Si el marido hubiera estado al tanto supongo
que habría molido al viejo roñoso a palos. Un buen tipo, el
marido.
De una torre cercana sonaron diez campanadas. Faltaba media
hora para el encuentro. Consulté mi reloj: casi las once y cuarto.
Con un sobresalto, pregunté a Carmen qué hora tenía. Me
confirmó que eran las diez.
-Mi reloj se descompuso –dije-. Adelanta casi una hora y cuarto.
-¿Así que se descompuso? –rió como una chica del secundario
que hubiese ocultado una travesura y descubre cómo cayó en la
trampa el profesor.
-¿Qué hiciste? ¿Me cambiaste el reloj de hora? –dije, también
sonriendo.
-De ninguna manera. Tu reloj anda perfectamente… para 1998.
Supongo que nadie te habló de la diferencia horaria.
-No. Nadie me habló de nada –respondí, aprovechando la
situación para mostrarle, un poco ingenuamente, que no tenía
idea de lo que se estaba tramando.
Más allá del sendero, sobre el pasto, unas nenas se instalaron a
jugar al elástico. La abuela que las cuidaba, toda de negro, tejía
un abrigo de lana. A nuestro lado pasaron dos señores,
102

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
contándose en voz alta anécdotas de un amigo, o un pariente, a
quien llamaban el Peludo. Cuando se alejaron, Carmen volvió a
hablar:
-Ninguno te lo dijo, pero los Correctores manejamos más de
quinientos planetas. Son lo más parecidos posible a Tierra Guía,
pero nunca pueden ser idénticos. En 1934, el período de rotación
de la Tierra es casi un cinco por ciento más lento que en 1998.
Ninguno de los dos coincide con Tierra Guía, pero son similares.
En estas horas, tu reloj adelantó esa hora y pico que ahora notás.
-¿Y cómo lo arreglo?
-No tiene arreglo. Tendrías que comprar un reloj de acá. Pero ya
nos vamos, así que no vale la pena –sonrió-. Cambiando de tema,
¿volvió con ustedes Berardi después de acompañarme a casa?
Otra vez trataba de sacarme información. En fin, era su trabajo.
No tenía por qué estar molesto con ella. Ni hubiese podido, sin
importar lo que dijera.
-No. No vino. Creo que se fue directo al departamento de Victoria
–dije.
-Ah, qué curioso. Me pareció que tenía cosas que hablar con
Rafael. Claro que pueden haber hablado cuando vos te dormiste
–replicó, pensativa.
-Puede ser, pero yo me fui a la cama enseguida. Rafael se acostó a
mi lado, y si se hubiese levantado lo habría oído. Tengo el sueño
muy liviano.
-Bueno, es cosa de ellos –dijo, como restándole importancia al
asunto.
No sé si habría podido, en esos pocos minutos de soledad que
nos quedaban antes del nuevo viaje, decirle lo que me había
despertado desde la mañana anterior, lo que sentía por ella, lo
103

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
que estaba dispuesto a sentir por ella, si me daba la ocasión.
Tampoco sé si habría podido hablarle, después de ese momento
en que dejó de ser ella para ser una marca en el vacío, el dedo
que me señalaba un hueco ciego, y me empujaba hacia el cero
absoluto.
Pero me atraía más que el día anterior. A pesar de eso.
O a causa de eso. Cómo saberlo.
Pero eso lo pienso ahora, porque en esa mañana de domingo no
hubo tiempo.
Antes de que transformara lo que sentía en pensamientos, en
palabras, una joven se acercó a nuestro banco. Casi una
adolescente, blanca y delgada. Cabello negro, denso, brillante.
Ojos azules. Profundos. Llevaba un vestidito blanco, y un
sombrero casco. Carmen se incorporó para saludarla.
La imité.
-Te presento a Daniel Kaufmann, de 1998. Ayudó a Rafael
Montini en una misión, y nos acompaña –dijo.
-Claudia Iriarte –se presentó la joven.
En breve recorreríamos unas docenas de metros, hacia la esquina
del Molino. Las dos hablaron de temas que no entendí. Pero
presté atención a la música de las voces. No me asombró
descubrir que, a partir de ese momento, Carmen Gallardo no era
la única mujer Correctora con quien estaba dispuesto a visitar
Tierra Guía, y a recorrer más de quinientos mundos, así
necesitara para hacerlo todo el resto de mi vida.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
marzo de 2012
29
En este punto el relato se detiene.
Algo que podría llamar nostalgia, o casi-nostalgia, se mete sin
permiso entre las líneas donde trato de contar la historia de
Rafael Montini, el Corrector de la Historia que se volvió
Revelado.
Nostalgia a medias. Sueño incompleto. La oficina, las clases de
yoga, las excursiones de cacería, las salidas con chicas entre las
que esperaba olvidar a la última mujer que había conocido. Elisa,
burlándose en silencio de quienes teníamos que trabajar de
verdad. Nostalgia falsa, de mi vida anterior, que ya casi ni
recuerdo.
Las clases de yoga las había iniciado para seguir a la madre de
Raúl, que con cuarenta y nueve años merecía ser seguida. Y las
terminé cuando ella abandonó. La oficina era una pesadilla en
cámara lenta. La cacería, un escape olvidable, del que sólo puedo
recordar lo que pasó la última vez.
Mi vida anterior.
Dos vidas anteriores. Una, antes de Rafael. Otra, antes de Ezeiza.
En el antes, casi nada. En el después, casi todo.
O todo, sin el casi. Una presencia que todavía no me atrevo a
nombrar, como si dejándola en silencio aumentaran las chances
de que regrese. Un nombre que fue una presencia, punto de fuga
de la verdadera nostalgia, muy lejos de ese mundo de 1998.
Rafael Montini sigue metido en su disfraz de adolescente, esta
vez atildado, con el que me cuesta más reconocerlo que cuando
se viste de anciano.
105

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Comienza el otoño de 2012. Es de noche. Tal vez Rafael también
sienta nostalgia de su juventud, metido en esa ropa. Aunque no
podria ser de su juventud, porque es muy joven. Treinta años,
calculo. No sé. Tal ver recuerde el Monasterio, los días y las
noches de Tierra Guía, alguna otra mujer en su vida, además de
esa que fue la única.
-¿No extrañás tu vida anterior?
Rafael me mira, como extrañado por la pregunta.
-¿Qué debería extrañar? –dice.
-Vos también perdiste mucho. ¿Nunca tenés nostalgia?
-Nostalgia… un parásito que se alimenta del pasado y destruye el
presente. Un dolor de tiempo. La memoria de lo que nunca
existió.
La voz de adolescente, acorde con su aspecto, contrasta con la
respuesta.
Pero tiene razón.
¿Nostalgia de qué? ¿De 1998? No puedo extrañar a Elisa. Ni a la
madre de Raúl, por esa distancia que me parecía imposible. Ni al
Remington 30.06, que fue como una llave mágica para ingresar
en la historia que cuento, en el cuento que vivo, donde aguardo
sin razón el reencuentro que no me atrevo a nombrar, que no voy
a nombrar, que nombré sin querer, aunque el nombre no
importe.
No. Si lo pienso bien, el dolor de tiempo es por algo distinto. Por
el deseo, por el sueño de dos mujeres lejanas, que nunca habría
conocido en esa rutina igual a sí misma de 1998.
Por una vida posible. No por la vida perdida.
En este punto el relato sigue.
106

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
mayo, 1934
30
En un viejo automóvil (que lucía nuevo), con techo de lona,
viajamos de la Confitería el Molino hacia la zona oeste de la
ciudad. Era uno de los taxis que se comenzaban a usar como
colectivos. Entraban seis pasajeros, y el conductor. Sobre el
parabrisas, un letrero anunciaba que el vehículo pertenecía a la
línea 1, con recorrido previsto desde Plaza de Mayo hasta
Avenida Lacarra.
El taxi-colectivo, contratado sin duda para la ocasión, llegó vacío.
En el asiento trasero se apretaron Antonio Berardi, Jorge
Lascano y Rafael Montini. Carmen y Claudia iban en el asiento
del medio. Yo me ubiqué adelante, junto al conductor. El precio
normal debía ser de algunos centavos. Ví que Lascano entregaba
al conductor un billete de diez pesos, que el hombre agradeció
con cortesía. Era el modo, supuse, de contar con ese transporte
en forma exclusiva.
Unas cuadras después de la Plaza Flores giramos a la izquierda.
El coche nos dejó en la intersección de Culpina y Alberdi.
Caminamos desde allí unos treinta metros, hasta una casa
antigua con rejas y jardín al frente. En un salón aguardaban
cinco personas. Carmen nos guió a todos hacia el fondo. Una
habitación con piso crujiente de madera, y paredes pintadas a la
cal. Nos acomodó en un rincón, cerca de la puerta
-Primero vos, Antonio Berardi.
Obediente, el ovalado fue hacia el extremo opuesto a la puerta,
mientras doblaba en ángulo varias veces. En un momento
caminó directo hacia la pared, de donde colgaba la foto pintada
107

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
de un equipo de fútbol. Cuando le faltaba menos de medio metro
para chocar contra la foto pintada, desapareció de la habitación.
Uno a uno, los otros miembros del grupo lo fueron siguiendo.
Supuse que viajaría nuevamente con Rafael, pero Carmen
prefirió dejarme para el final.
-Vos venís conmigo –dijo.
Me tomó un brazo, y me obligó a repetir con ella los mismos
pasos que había visto en los demás.
Nos acercamos a la foto pintada, bastante nueva, con el equipo
de fútbol formado y la tribuna de fondo. Recuerdo que ví,
destacada, la figura del goleador Diego García.
Me había concentrado en la foto, para no frenar por instinto
cuando estuviese por golpear la pared.
En uno de los pasos, la madera no crujió bajo mis pies. Unas
lámparas amarillas atenuaban la noche. Piso de cerámica blanca,
con flores rojas. Paredes de machimbre barnizado. Sobre
nuestras cabezas, un toldo de aluminio abierto, por el que se
metían algunas estrellas. Busqué a Claudia Iriarte. Descubrí que
nos miraba, a Carmen y a mí.
Una radio con ruido de fondo desgranaba la voz juvenil de Palito
Ortega.
La letra parecía una broma dedicada a los Correctores:
“Yo tengo fe
porque yo creo en Dios
yo tengo fe
también mucha ilusión…”
Habíamos llegado a junio de 1973.
108

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
junio, 1973
Parte II : Revelados
31
Once llegamos a ese patio, disfrazados de damas y caballeros de
1934. Más de veinte nos aguardaban, vestidos con minifaldas,
pantalones Oxford, zapatillas y, en un caso, zapatos con
plataformas. Algunos muchachos tenían barba y cabello largo.
Pero había variedad: viejos y jóvenes, hombres y mujeres, rubios
y morenos. En esa muestra general del grupo humano, éramos la
muestra de dos generaciones inconciliables.
-¿Cómo van los demás? –preguntó Carmen, cuando el tumulto
de los primeros saludos se fue acallando.
-Están casi todos tomando posiciones. Todavía hubo un intento
de acuerdo entre los Montoneros y la CGT, en Las Palmas. Lo
hicimos fracasar. También cumplimos todas las maniobras que
nos indicaste, a nivel del Gobierno –respondió un hombre bajo y
robusto, de bigote grueso y cabello negro peinado a la gomina.
-Excelente, Armando López. Espero que cada grupo se haya
convencido de que el otro es un enemigo.
-A esta altura, los ánimos están bastante caldeados. No hay
vuelta atrás –afirmó el llamado Armando López, moviendo el
bigote con cada gesto de los labios.
Una señora, de caderas enormes, repartía empanadas de carne.
Estábamos en ronda, sentados en sillas plásticas con estructura
de metal. Circulaban damajuanas de vino tinto, y botellas de
109

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Coca-Cola y Fanta, sinuosas, de vidrio. La bebida se servía en
unos vasitos de cumpleaños.
-Los del palco ya están preparando las ambulancias donde van a
llevar las armas. La camioneta de apoyo para los montos también
está lista –intervino un joven, de cabello muy largo y jeans
entallados.
-¿Con cuántos Correctores vamos a contar? –preguntó Lascano.
-Veinticuatro, incluyendo a los que ya estábamos desde antes, y a
ustedes. Y con los cincuenta y cinco adicionales que vienen de
1998 y 2012, vamos a ser en total setenta y nueve –respondió el
joven.
Al decir esto, Carmen miró por un instante a Berardi. Yo preferí
no tomar nota de su reacción. En cambio, moví la cabeza hacia
donde estaba Claudia Iriarte. Era la tercera o cuarta vez que lo
hacía. Nuestros ojos se cruzaron, como si también ella me
hubiese estado mirando. Tal vez tuviéramos tiempo de
conocernos, pensé.
Tiempo. Pensé.
La música de Palito Ortega había cesado. En su lugar, un
periodista anticipaba detalles de la concentración, matizados con
anécdotas que pretendían ser divertidas. Y acaso lo eran, para
quienes ignoraban la tragedia que los Correctores desatarían en
poco más de treinta y seis horas.
-Comamos algo, y después cada uno a su puesto. Desde ahora, y
hasta que el factor en cuestión se corrija, no habrá más reuniones
que las indispensables. Repasemos la escena, durante y después
de la acción –dijo Carmen.
Jorge Lascano, que se había ubicado, como siempre, junto a ella,
recitó instrucciones precisas. Lascano, el tono sereno y sensato
110

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
de siempre. Como si anunciara el nuevo manual para un grupo
de ingenieros, o describiera el experimento para los alumnos de
una clase.
-La Columna Sur de Montoneros intenta llegar al palco desde la
205. El grupo del palco inicia el fuego. La Columna Sur se
dispersa. Los que corren hacia los árboles quedan atrapados
entre el palco y el Hogar Escuela. Algunos de los nuestros, que
vienen con la Columna Sur, cubren la retirada. Muchos
estuvieron antes en la misma situación, así que ya conocen la
rutina. Para los nuevos, reitero la orden: disparen por sobre las
cabezas de la gente. Traten de no herir a nadie. No queremos que
ningún Corrector lastime a ningún local de 1973, a menos que lo
haga en defensa propia, o para salvar a otro Corrector. Los
disparos mortales partirán, como siempre, del palco, del Hogar
Escuela, y de los locales que haya en las columnas. Si tienen
dudas, el momento de plantearlas es ahora.
La radio enumeraba la lista de adhesiones a la convocatoria, y
cada tanto daba detalles sobre los trenes, camiones y colectivos
que se acercaban desde el Interior del país. El periodista se tomó
apenas un respiro para dar paso a un locutor, que informó los
datos del clima. Nadie pidió la palabra: cada uno tenía claras sus
instrucciones.
-Para quienes no lo conocen, tenemos aquí un invitado. Un joven
de 1998, que ayudó a Rafael Montini en una misión. Les presento
a Daniel Kaufmann –dijo Carmen.
Recibí los saludos, un poco avergonzado. Respondí con timidez,
girando la cabeza en semicírculo y fijándola en Claudia Iriarte,
que me dedicó una sonrisa.
111

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-¿Cómo andás con el manejo de armas, mi cazador? –preguntó
Carmen. Quise que no se me notara el rojo de la cara, sabiendo
que no lo podía evitar.
-Con armas largas, tengo buen tiro. Con pistola, más o menos –
respondí.
-Está bien. Es lo que necesitamos. Con ese pelo tan corto, te
corresponde estar en el palco. Rafael Montini se ocupará de que
te entreguen un buen fusil.
-Pero yo no mato ni cuando salgo a cazar…
-Ya escuchaste a Jorge Lascano. Sólo tiramos para iniciar el
tumulto, no para matar. A menos que sea en defensa de uno de
los nuestros –dijo Carmen, inflexible.
Las damajuanas vacías se iban apilando en los rincones.
Aparecían otras, llenas, que duraban poco. Yo era uno de los
pocos que bebía gaseosa. En otra situación, me habría parecido
absurdo que un grupo se estuviera preparando para una misión
tan peligrosa, con permiso para efectuar sólo tiros de precisión,
tomando vino sin límites. Después de haber visto cómo Rafael se
había bajado dos botellas de whisky la noche anterior (la noche
de casi cuarenta años atrás), no me pareció tan grave.
-Los recién llegados, a cambiarse –ordenó Carmen-. En un rato
debe estar llegando el transporte para llevarlos con los demás.
Mientras nos poníamos de pie, Rafael se acercó y me dijo al oído:
-Vos te quedás acá, conmigo y con Berardi. Ya lo acordé con
Carmen Gallardo.
De camino a uno de los dormitorios, donde encontraría luego
todo tipo de ropa, noté que Carmen asentía, luego de habernos
fijado la vista.
112

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
A casi diez metros, en medio de treinta voces que hablaban a la
vez, con la radio a todo volumen, había oído las palabras de
Rafael Montini.
32
marzo, 2012
-Lo de Carmen no era nada especial. No sé para qué lo destacás –
dice Rafael, que ya empieza a buscar un disfraz para la cena.
-Después de todo lo que ví, todavia no me acostumbro a lo que
son ustedes.
-Ya deberías haberte acostumbrado. Sobre todo con lo que pasó
en la calle esa mañana –contesta, de espaldas, revolviendo el
armario.
-Puede ser. Pero una cosa son treinta tipos, y otra dos millones.
Por eso recuerdo que no podía creer que hubiera setenta y nueve
Correctores. Y como no lo puse antes, lo pongo ahora.
Un hombre y una mujer se insultan en la calle, con un acento que
no parece local. Es algo frecuente. Cada noche hay peleas, ruido
de botellas que estallan, o de otros vidrios igualmente rotos,
cumbias a todo volumen, gritos aislados que no se sabe si son de
festejo, o de alerta, o de agresión. Una mañana, la vereda del
hotel amaneció con una enorme mancha de sangre. Al costado
había una estaca. Lamento el humor negro, pero realmente
parecía lo que había quedado de una lucha entre Drácula y Van
Helsing. Cuerpos, ninguno.
El día es distinto, pero no menos agitado. Hay bocinas, en
especial cuando un grupo corta la avenida y los colectivos tienen
que tomar por esta calle lateral, que no alcanza ni para los
113

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
automóviles. Hay un cordón amarillo, que elimina un carril
entero, dedicado a las bicicletas. Si todos viajaran en bicicleta,
sería una buena idea. Tal vez, con el tiempo, sea así. Por ahora, se
arman unas galletas de metal que vuelven inseguro hasta circular
por la vereda.
Una ciudad rara, la de 2012. Ojalá pudiera contarle a Raúl. A la
gente de 1998. Difícil de reconocer. Un país raro. Me entero de
muy poco. Y de lo poco que me entero, no entiendo casi nada. El
único que lee diarios es Rafael. Todos los días, unos minutos,
deja el libro de Asimov y recorre las noticias. Es lógico: ya no está
en su época. Para él, a su manera, es también un mundo nuevo.
-En total fuimos ochenta, incluyéndote a vos. Y habrás visto que
alcanzaba.
Rafael interrumpe mis pensamientos sobre la ciudad, sobre el
país, sobre lo poco que sé de este mundo. Tal vez tenga tiempo de
escribirlos más adelante. Se acerca, con el proyecto de un nuevo
disfraz que no comprenderé hasta que lo vea puesto.
-Sí, para ese factor en cuestión, como lo llaman ustedes,
alcanzaba. Pero con todo lo que me contaste, no puede ser que
haya tan pocos Correctores disponibles.
-Depende de cómo definas disponible. En esa Argentina hay
muchos Correctores. Miles y miles. Pero gran parte de ellos son
personajes conocidos, o no sirven para una misión así por otros
motivos.
Lo que dice parece razonable. Si no sólo hay que corregir los
grandes momentos de la historia, sino también algunos hechos
que parecen mínimos, de algo que se podría llamar la
microhistoria, pero en el futuro pueden generar grandes
cambios, muchos personajes famosos, y otros desconocidos,
114

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
tienen que ser Correctores. Pero lo de traer cincuenta y cinco de
1998 y 2012 parecía tener poco sentido, si la misión, como la
llama ahora, podía haberse nutrido con gente de otros planetas.
A esa altura, él no podía ignorar que había una trampa, aunque
no supiera cuál.
Se lo digo.
-El problema era ese. Que no sabíamos cuál era la trampa.
Incluso si los cincuenta y cinco de 1998 y 2012 hubieran sido
todos Revelados, con llevarlos a Tierra Guía no iban a
desarticular toda nuestra red. La podían dañar. No destruir.
-Y supongo que cincuenta y cinco Correctores debe ser un
número enorme. Si había más sospechosos, Carmen no podía
llevarlos a todos a 1973 sin llamar demasiado la atención.
-Cincuenta y cinco es mucho para casi cualquier misión. De todos
modos, no podían saber quiénes éramos Revelados antes de que
nosotros mismos lo dijéramos.
-Podrían haberlos arrestado como sospechosos…
-A Carmen eso no la ayudaba. Necesitaba pruebas concretas, no
sospechas. De otro modo, habría quedado mal con sus
superiores, y con la Jerarquía. Si no era capaz de controlar sola el
problema, su carrera estaba en riesgo. Por eso eligió el
movimiento más inteligente.
-Entonces, si los Revelados no se mostraban como lo que eran,
Carmen no habría tenido nada. Sólo un puñado de sospechosos…
-Ahí está su inteligencia. La misión de 1973 no era más que un
inicio. Ella tenía sus contactos con falsos Revelados. Hizo
circular el rumor de que, desde allí, los asignaría a diferentes
épocas, con distintas excusas.
115

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Dio a enteder que los iba a separar. La organización se les venía
abajo…
-Una movida brillante. Al traer tantos Revelados de los dos
mundos, convencidos de que los asignarían muy lejos, nos
obligaba, casi, a tomar una decisión. Porque ya se había
organizado la Proclama, y la forma en que saldría a través de la
Web.
-Una apuesta fuerte…
-Fuerte, pero precisa. Nos acorraló, cuando faltaban días para la
Proclama. En 1998 y en 2012. Y tenía más información interna
de la que creíamos. Después te diste cuenta.
Los ojos de Rafael se vuelven sombríos. La voz pierde pontencia,
y hasta brillo.
Es entendible.
-Sí. Después me di cuenta. No me voy a olvidar de contarlo.
-No, no te vas a olvidar –dice Rafael, como advirtiendo que, si
me falla la memoria, estará conmigo para que no me olvide.
La pareja de la calle sigue discutiendo, aunque bajaron el tono.
Hablan un castellano que fluye con dulzura, incluso en la pelea.
Dicen que castellano más fácil de entender, por cómo se
pronuncia, es el que se habla en el Perú. Es probable que sean
peruanos. Inmigrantes, como mis abuelos, pero desde mucho
más cerca.
Seguramente hay Correctores también entre los inmigrantes.
Nunca se sabe cuándo van a terminar formando parte de la
historia. Y si vamos al caso, todos somos inmigrantes.
116

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
junio, 1973
33
En mi vida anterior, antes de dejar el cigarrillo, compartía mucho
más tiempo con Raúl. De esa amistad nos quedaron algunas
reuniones aisladas, las fiestas de cumpleaños y su invitación al
campo para ir de caza. Yo podía fumar un paquete por día, pero
Raúl me superaba. Nunca bajaba de dos, y no eran raros los días
en los que fumaba cuatro. Con el tiempo, los no fumadores
lograron cerrar el cerco. Yo caí, bajo el influjo de una novia y de
la propaganda, y dejé el tabaco, hasta que regresé al vicio en esos
días de 1934. Mala decisión: en Buenos Aires, en 2012, ya no se
puede fumar ni en los bares.
La mañana siguiente a nuestra llegada a 1973, desperté con el
mismo reflejo de encender enseguida un cigarrillo, que tanto me
había costado eliminar. Le pedí a Rafael dinero para comprar un
paquete de Marlboro. Para no dejarme suelto en la calle, o
simplemente por solidaridad, ofreció acompañarme. Berardi, que
también se había levantado, vino con nosotros.
La casa estaba en una calle llamada Ulrico Schmidl. Con el sol de
frente, caminamos dos cuadras hasta Escalada, y por allí una
cuadra hasta el quiosco. Descubrí, con placer, que Berardi
compraba unos Jockey Club. Dimos la vuelta, para desandar la
cuadra de Escalada hacia Ulrico Schmidl.
Por la vereda se acercaba un grupo de hombres curtidos, con un
bombo a la cabeza. Como un despertador al que ese barrio no
estaría acostumbrado, venían gritando a todo volumen: “¡Aquí
están! ¡Estos son! ¡Villa Luro con Perón!”. A falta de bombo,
algunos golpeaban las puertas y ventanas de las casas. Los del
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
medio portaban un gran cartel que decía “Unión Obrera
Metalúrgica”, y abajo, en letras más chicas, “Delegación Villa
Luro”. Algunos iban con palos. Otros, con cadenas. Rafael nos
hizo abandonar la vereda y bajar al empedrado, para eludir al
grupo. Nos faltarían unos diez metros para cruzarlos, cuando un
hombre canoso salió de una casa, en la que el rítmico fervor se
había cobrado un vidrio. El hombre, vestido de oficina y con
portafolios, quedó un poco a espaldas de los más rezagados.
Evaluó los daños a su ventana, y los encaró de un modo muy
poco prudente:
-¿Por qué no se van a romper a otro lado, che? –gritó, a espaldas
del grupo, que ya había pasado la mitad de la cuadra.
Alquien pidió que se calle el del bombo. Todos dieron media
vuelta. Como rodearon al que los había increpado y se quedaron
allí, los alcanzamos. Ocupaban toda la vereda. Bajamos a la calle,
para seguir de largo.
-¿Qué te pasa, gorila? –lo encaró uno.
-¡Decí viva Perón, o te cagamos a palos! –gritó otro, armado con
un palo.
-Viva tu culo –dijo el hombre, y se les plantó de frente.
Ante la inferioridad numérica, evitar la pelea no es cobardía.
Aceptarla, un suicidio. El hombre era, evidentemente, un suicida.
Tal vez había sido boxeador en su juventud, porque soltó el
portafolios, se puso en guardia y bajó al que tenía más cerca con
un cross de derecha impecable. El segundo no tuvo mejor suerte.
Los otros se abalanzaron, y pronto los golpes que el hombre
soltaba eran muchos menos de los que recibía. Rafael y Berardi
siguieron caminando por el empedrado, como si no pasara nada.
Lo que pasaba era que el hombre se convertiría pronto en un
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
despojo, probablemente sin vida. A mí, los festejos de esa gente
no me molestaban. Pero algo hizo que me detuviera, cerca de lo
que pronto sería, si alguien no hacía algo, la escena de un crimen.
-¡Basta! ¡Lo van a matar! –grité, y me arrepentí al instante.
El grupo dejó al oficinista en el suelo, sobre un charco rojo que se
extendía. Uno a uno se volvieron hacia nosotros. Rafael y Berardi
se me pusieron uno a cada lado. No parecían asustados, aunque
no los conocía tanto como para saber cómo eran cuando estaban
asustados.
-Sos un estúpido, Daniel Kaufmann –murmuró Rafael.
-No te pareció lo mismo cuando te salvé la vida –respondí,
también en voz baja.
Un hombre gordo, enorme, con una cadena, nos encaró. El resto
armó un semicírculo a nuestro alrededor. No tuve tiempo de
contarlos, pero calculé más de treinta. Con el oficinista fuera de
combate, nuestra relación de fuerzas no era la más favorable.
-Griten viva Perón –ordenó el gordo, con voz ronca, balanceando
la cadena.
-¡Viva Perón! –gritaron, al mismo tiempo, Rafael y Berardi.
-Vos también, gorila de mierda –exigió el gordo.
-Gritá, estúpido –insistió Rafael.
-No grito nada –dije, en voz tan baja que casi no pude oír mis
propias palabras.
-Si este no grita, cobran los tres –amenazó el gordo, mientras el
semicírculo se nos venía encima.
-Déjenos ir, compañero. Nuestro amigo no tiene mala intención
–intervino Berardi.
Desde el principio imaginé que, además del oído y la vista
perfectos, los Correctores tendrían otras capacidades. En ese
119

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
momento, temí que no las tuvieran. O que fuesen unos cobardes,
que sólo se atrevían a intervenir cuando tenían todo bajo control.
-Si éste no grita, no se van –el gordo estaba empecinado en
hacerme gritar, y yo estaba evaluando la conveniencia de hacerlo,
para volver tranquilo con los Marlboro a la casa.
Pero no me dieron tiempo. Cuatro o cinco tipos, que parecían los
más exaltados, se acercaron corriendo, con los palos en orden de
batalla.
Entonces ví por qué los Correctores no habían querido pelear.
Con cada golpe, Rafael dejaba un tipo tirado. Dos golpes, dos
tipos. Cuatro golpes, cuatro tipos. Ninguno se levantaba. Un
palazo le rebotó en el hombro. Nada. Varios puños lo alcanzaron.
Nada. El gordo me descargó un cadenazo, que habría bastado
para partir una roca en dos. Tan veloz que no pude verlo, Berardi
metió su cuerpo entre el mío y la cadena, y recibió el golpe como
si fuera una serpentina de papel. Atrapó la cadena y dio un tirón.
Por no soltar la cadena, el gordo salió volando con ella al centro
de la avenida, frente a un taxi Siam Di Tella, que apenas tuvo
tiempo de frenar. Rafael seguía con lo suyo: dos golpes, y otros
dos tipos en el piso. Un grupo se acercó para pegarme. Berardi ya
estaba junto a mí, moviendo los brazos como una hélice, hasta
que los sobrevivientes del grupo retrocedieron, palos en mano,
para reorganizarse. Antes de darles tiempo, Berardi tomó el palo
del hombre que tenía más cerca, lo golpeó en el estómago, y trazó
con la madera unos giros tan rápidos que se oyó cómo cortaba el
viento. Los que estaban al frente retrocedieron unos pasos,
chocando con los de atrás. En ese momento de pausa, Berardi
lanzó el palo a las manos de Rafael, que de pronto estaba junto a
nosotros. Diez o quince tipos volvían a la carga. Rafael continuó
120

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
con los giros, y me empujó hacia Berardi. Tropecé. Caí, casi,
sobre su cuerpo redondo, que me atajó. Me tiró del brazo y me
obligó a correr tras él, a una velocidad que sólo pude resistir
porque faltaba media cuadra para llegar a la esquina. En un
momento estuve por caer de nuevo: Berardi me sostuvo, y me
llevó, casi alzado, por un tramo larguísimo. Rafael nos alcanzó
cuando ya estábamos en Ulrico Schmidl, a una cuadra de la
avenida. El aire había entrado en combate con mis pulmones. No
sé cuánto tardé en volver a respirar.
-No nos siguieron –la voz de Berardi-. Vamos, entremos rápido.
En la casa sólo habíamos quedado nosotros tres, además de la
señora que en la noche anterior servía empanadas. No pensaba
disculparme. De todos modos, si hubiese querido hacerlo no me
habrían dado tiempo. Me derrumbé en la silla plástica que me
acercaron, todavía sin aliento. Se ubicaron frente a mí. A
diferencia de lo que había conocido en ellos, sus caras no
mostraban ninguna simpatía.
-Escuchame bien, Daniel Kaufmann. No tenés que hacer nada,
absolutamente nada, sin consultar antes con nosotros –dijo
Rafael.
-Consultar con nosotros, y que lo aprobemos –agregó Berardi.
Me acercaron un vaso de agua. Bebí, tratando de recuperarme.
No había recibido ningún golpe, pero la carrera me había
liquidado. Tardé un buen rato en hablar.
-Gracias por ayudarme, viejo –le dije a Berardi.
-Tendrías que haberte callado, en lugar de agradecer –respondió.
-Pero si no hacíamos algo iban a matar a ese hombre –traté de
disculparme.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-El hombre se lo buscó. Nuestra función no es intervenir en cada
pelea de cada mundo, con cada estúpido que provoca a los demás
–soltó, áspero, Rafael.
-Imaginate si alguien sospecha que andan por la calle personas
que pelean como nos viste pelear –agregó Berardi, no menos
áspero-. Y que corren como me viste correr. ¿Qué vamos a
explicar, si alguien pregunta? ¿Qué somos superhéroes?
-Pero esa gente estaba enloquecida –insistí.
-Esa gente recibió golpes y cárceles durante años. Muchos
perdieron la vida. Y el idiota del traje salió a provocarlos. No
juzgues lo que no conocés, Daniel Kaufmann, porque nos vas a
meter en problemas.
Berardi sugirió que no era bueno llevarme a Ezeiza, si mis
reacciones iban a ser así. Rafael logró convencerlo de que mi
actitud no se repetiría. Llegó a decir que respondía por mí, y
afirmó que nada de lo que yo hiciera, en adelante, pondría en
peligro el secreto de los Correctores, ni mucho menos la conjura
de los Revelados.
Yo no podía estar tan seguro.
34
junio, 1973
Hace dos años (cuando en mi mundo de 1998, al que no volveré,
transcurría el año 1996), un diario recordó el 450° aniversario de
la triste empresa de don Pedro de Mendoza en Buenos Aires. Ese
fracaso que se conoce como Primera Fundación. En ese diario leí
que con la expedición llegó el alemán Ulrico Schmidl,
considerado el primer historiador del Río de la Plata.
122

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Parecía una broma estar en una casa de la calle dedicada a ese
cronista, que fijó para siempre las desventuras de la Primera
Fundación sin saber que otros, con su mismo nombre, volverían
a cruzar quinientas veces el Atlántico para reiterar la misma
historia, con las mínimas variaciones que pudieran escapar al
control de la Jerarquía.
En esa calle, los Correctores habían planeado los hechos que
contaría la historia sobre el día siguiente, 20 de junio de 1973. En
la misma casa, de la misma calle, dos Revelados planeaban
deshacer la ficción obligada por Tierra Guía, y dejar que Buenos
Aires, la Argentina y el mundo dejaran de vivir en esa ficción. No
en ese mundo, pero en otros dos. Eran, de nuevo, Ulrico Scmidl,
entrando en paisajes desconocidos donde los esperaban, acaso,
las mismas desgracias que a nuestro primer Fundador.
La señora de las empanadas se había refugiado en la cocina, con
el televisor encendido. Ya en alguna incursión por el patio había
visto, al pasar, el televisor. Viejo, enorme, en blanco y negro.
Supuse que, bajo su aspecto, la señora debía ser alguien
importante, pues ni Rafael ni Berardi plantearon siquiera pedirle
que bajara un poco el volumen, que tapaba nuestras voces con un
programa donde un grupo de aficionados, uno tras otro,
desafinaba canciones, conducido por un tal Roberto Galán.
O tal vez, bajo la molestia de ese ruido, los dos se sentían más
cómodos para hablar sin ser oídos.
Berardi, Rafael y yo seguíamos en las sillas de plástico, luego de
un almuerzo consistente en los restos de la noche anterior. Entre
los dos habían agotado una damajuana de tinto. Yo alternaba los
Marlboro con la Coca-Cola. Era el momento de las decisiones
123

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
finales. Rafael debía estar entre los líderes, pero Berardi se había
ocupado de los detalles.
-Carmen ordenó que, después de Ezeiza, nos reunamos en el
descampado donde está la Puerta de 1917. No sería raro que haya
convocado a los Correctores de 1998 y 2012 para informar que
están asignados a otros planetas –dijo Berardi.
-Esa Puerta sale a la playa de Punta Lara, en medio de la nada.
Casi nadie puede escapar por ahí, tan lejos de la ciudad y sin
transportes, hacia la Puerta segura más cercano. ¿Cuántos
pueden tener éxito, si hay que salir corriendo? Ni diez. Si es que
llegan –dijo Rafael.
-Por eso nos reúne allí. Si te ponés en el lugar de Carmen, es la
maniobra lógica. Y le sirve para controlarnos sin recurrir a la
Jerarquía.
Los había escuchado sin mirar, sirviéndome Coca-Cola. Levanté
la vista y apoyé en el piso la botella, que con la distracción perdió
el equilibrio y quedó acostada, pintando de oscuro el blanco de la
cerámica.
-Perdón –murmuré.
-Está bien. Después lo limpiamos –dijo Berardi, sin prestar
atención.
-Perdón –repetí-. Hay algo que no entiendo.
-¿Sí?
-¿Cómo puede ser que la Jerarquía, con todo su poder, no
intervenga para llevarnos a todos, sin que nos reunamos como
corderos en esa Puerta de 1917? ¿No se les ocurre que podemos
desobedecer la orden y escapar?
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Tardaron unos segundos en responder. Imagino que estarían
decidiendo quién de los dos tomaría la palabra. Finalmente, lo
hizo Rafael:
-La política, como todo, nació en Tierra Guía. Por ahora, esto es
una cuestión política. Carmen Gallardo tiene un alto cargo entre
los Correctores. Si permite que un grupo de Revelados escape a
su control, ella y los que la secundan van a quedar marginados
por un largo tiempo.
-Su mejor alternativa es que los Revelados nos neguemos a
seguir sus órdenes, y que dejemos en claro que no respondemos
a la Jerarquía. Después, cuando nos detengan, puede pedir un
perdón especial, que tal vez obtenga. Así, ellla mantiene su cargo,
o lo mejora, y nos neutraliza, pero sin que nos maten –agregó
Berardi.
-Entonces tiene que estar segura de ganar. Se habrá ocupado de
que los Revelados sean pocos, y los Correctores muchos –razoné.
-Es lo que dejamos que crea –respondió Berardi-. Hace un año
que trabajo en el tema con ella, haciéndole creer que busco
Revelados. Ayer habrás oído que vamos a ser setenta y nueve, de
los que sólo veinticuatro son de 1973. El resto, viene de 1998 y
2012. Carmen imagina que, de los cincuenta y cinco que vienen,
unos veinte pueden ser Revelados. La realidad es que casi todos
son Revelados. Junto a la Puerta de 1917, vamos a ser dos
Revelados por cada Corrector leal a la Jerarquía. En cuanto los
controlemos, cruzamos a 1998 y 2012 y hacemos pública la
Proclama. Con nuestros nombres y datos. Ya no podrán hacernos
desaparecer, sin levantar demasiadas sospechas.
Rafael sonrió, y asintió satisfecho. Berardi, con sus ojos tristes y
su cara larga, venía preparando con él ese golpe desde hacía
125

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
tiempo. Imaginé cuál habría sido mi destino si Carmen me
hubiese aceptado en aquella tarde de cine, en aquél fracaso peor
que el del Conquistador don Pedro de Mendoza. Supuse que los
Revelados me matarían, como a todos los demás.
Lo dije.
-No te equivoques, Daniel Kaufmann –dijo Rafael, sonriendo,
pero con severidad-. No pensamos matar a nadie. Sólo queremos
llegar a 1998 y 2012, y enviar una Proclama de libertad a la
población local. Generar enormes dudas, para que la Jerarquía se
vea obligada a negociar. Y Carmen tampoco desea matarnos a
nosotros.
-Ordenamos que los Revelados lleven las armas de fuego
colgadas en la espalda, para no usarlas ni por error. En realidad,
la propia Carmen va a ordenar lo mismo a todos. Si hay algún
enfrentamiento, será con estas armas con las que el Señor nos
mandó al mundo –dijo Berardi, cerrando los puños en alto.
-El problema en 1973 es real, pero le dio a Carmen la excusa que
necesitaba para tener juntos a todos los Revelados que le fuera
posible. Lo que no sabe, es que somos mayoría. Y que nos traiga
aquí no va a evitar que emitamos la Proclama. Va a ser el
comienzo de la lucha, para convecer a la Jerarquía.
Dos a uno. Cincuenta Correctores contra veinticinco Revelados.
Si todos peleaban parejo, no podían perder. Me pregunté qué
haría yo, metido en esa gresca, ya que las armas con las que el
Señor me había enviado al mundo eran de un calibre bastante
inferior al que se usaba en Tierra Guía. Ya los había visto en
acción. ¿Qué podía hacer yo si un Corrector se me ponía
enfrente?
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Recordé mis años de lucha interior contra el temor a salir mal
parado de una pelea. En la infancia, cuando las niñas eran más
fuertes que los varones. En la adolescencia, cuando mi cuerpo se
negó, por un tiempo, a crecer a tono con la edad. Las vitaminas,
la gimnasia, las pocas clases de boxeo.
Recordé cómo había cambiado a los veinte años, cuando descubrí
de pronto que, en el mundo de posibles enemigos que me
rodeaban, la mitad eran mujeres. No tenía que pelear contra
ellas: si alguna me golpeaba, no sería deshonroso dejar que lo
hiciera. Cincuenta por ciento a mi favor. Del otro cincuenta por
ciento, muchos varones eran niños, y otros ancianos. Setenta por
ciento a mi favor. Y entre los que quedaban, adultos jóvenes,
siempre habría al menos un tercio de hombres pacíficos, y otro
tercio con más miedo que yo, o con menos armas de las que el
Señor me había dado. Noventa por ciento a mi favor. Si alguno
del diez por ciento restante, belicoso y de gran tamaño, buscaba
pelea, el cobarde sería él, por meterse con uno más débil. Cien
por ciento a mi favor. Había logrado, por fin, caminar seguro por
la calle, sabiendo que nueve de cada diez personas nunca se iban
a meter conmigo. Y si el décimo lo hacía, esquivar la lucha no me
haría quedar mal.
Pero en la Puerta de 1917 todo sería distinto. Cualquier mujer
Correctora, cualquier anciano Corrector, y hasta cualquier niño
Corrector, si existía alguno, contaban con armas del Señor
suficientes para partirme en dos de un golpe. Que el arma de
fuego la lleven en la espalda ellos, pensé. Yo llevaría la mía bien a
mano. Aunque prefiriera no usarla.
Además, todo ese plan no me resultaba lógico. Carmen Gallardo
era tan hermosa que para mí hubiera dado lo mismo que fuese la
127

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
única mujer del mundo (aunque Claudia no tenía nada que
envidiarle). Pero también parecía mucho más inteligente que
toda esa banda de conspiradores.
-¿Están seguros de que Carmen Gallardo no conoce sus planes?
Ustedes arman una revuelta, y ella se les anticipa citándolos en la
Puerta de 1917. Ustedes cuentan con la mayoría, pero ella tal vez
ya lo sabe. Además, ese Jorge Lascano tampoco me parece
ningún tonto –dije, a toda velocidad, temiendo que me
interrumpieran.
En lugar de interrumpirme, se quedaron de nuevo en silencio.
Sonriendo, pasándose una damajuana de vino recién abierta.
Berardi sacó un Jockey Club. Lo encendió y aspiró el humo,
pensativo, mirando las franjas celestes que el toldo de aluminio
desnudaba.
-¿Y? ¿Pensaron en eso? ¿O están improvisando? ¿Pensaron en
algo? –casi grité.
-Tenés mucho que aprender, Daniel Kaufmann –dijo Berardi,
soltando el humo-. Si somos improvisados, el Señor lo dirá.
Rafael vació el vino de su vaso plástico y me habló, sin dejar de
sonreír:
-Hasta anteayer, no habíamos logrado convencerlo. Nos dejó
hacer, porque nunca nos iba a denunciar. Pero desde ayer, Jorge
Lascano es uno de los nuestros.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
35
marzo, 2012
Nunca estuve en posición de elegir. El primer empleo en la
Municipalidad me lo consiguió el tío de un amigo. Las mujeres
me elegían a mí mucho antes de que yo las eligiese a ellas. O,
cuando quería elegirlas, tenían otros planes. Mi última novia me
dejó en plenas vacaciones. La vivienda la heredé cuando
murieron mis padres, con tantos problemas de sucesión que
cambiarla por otra hubiera sido peor que uno de los trabajos de
Hércules.
En la batalla que se avecinaba, tampoco podía elegir el bando.
Habría deseado estar con Carmen Gallardo, pero Rafael Montini
ya era mi amigo. Además, no tenía por qué no creer que la
Hecatombe acechaba en un futuro próximo. Y, como cualquiera
en mi lugar, prefería evitarla. Para los Correctores, el futuro
podía no existir. Para mí era, como dijo Woody Allen, el único
lugar donde pasar el resto de mi vida.
Pero una cosa es no poder elegir, y otra no tener derecho a saber
qué es lo que uno no puede elegir. Hasta ese día, Rafael y Berardi
me habían dejado creer que Lascano era el más leal colaborador
de Carmen Gallardo. Si de alguna forma ella me hubiera
convencido, si hubiese logrado que traicionara a los Revelados,
ella se lo habría contado a Lascano. Y Lascano, en cuanto se
cambiara de bando, se lo habría contado a Rafael. O incluso
antes.
-Al principio me hiciste creer que Lascano era un enemigo de los
Revelados –digo, un poco molesto al recordarlo.
-Vamos por partes. Hasta el día en que salimos de 1934, Lascano
estaba contra los Revelados. Tardamos en convencerlo. Pero
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
nunca nos habría denunciado. Porque somos familia. Al
principio, además, yo no te conocía lo suficiente. Corrimos
bastante riesgo al contarte nuestro secreto. Y eso fue porque me
salvaste la vida. Además, al último a quien hubiese querido poner
en riesgo era a Jorge Lascano –responde.
-De todos modos, era una forma de espiarme. Si Lascano es tan
cercano a ustedes, aunque todavía no fuera un Revelado, si yo te
traicionaba con Carmen y ella se lo contaba, vos te ibas a enterar
–repito en voz alta lo que acabo de pensar.
-Probablemente. Pero la seguridad de Lascano era para mí lo
más importante.
-¿Por qué? ¿También te ponías mimoso con él, como con
Berardi?
Tal vez no tengo mala intención al decirlo. Pero Rafael baja la
cabeza, como atacado por un dolor que ni su pasta curativa
puede aliviar.
-Perdón. No te quise ofender. Ya sé por lo que estás pasando –
digo.
-No me ofendiste. Y también vos perdiste mucho. Supongo que
habrás entendido que Antonio Berardi, para mí, era un hermano
del alma –murmura, levantando la cabeza.
-Sí, eso lo entiendo, pero…
-Pero nada. Un hermano es un hermano. Para siempre. Y Jorge
Lascano es lo más parecido que tuvimos a un padre. Antonio y yo
nos criamos con él, en el Monasterio. Si ya estaba dudando, lo
que Carmen le contara de vos podía ponerlo en un aprieto. No
era bueno que conocieras la situación.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Por lo menos tuvieron una familia, pienso, recordando que, fuera
de mis padres, nunca tuve una. Y que los dos murieron, juntos,
apenas cumplí los veintidos años.
Tal vez era un error de la Jerarquía dejar que los Correctores se
formaran como parte de una familia. Tendría, claro, la ventaja de
asegurar que se defenderían frente a todo. Pero si uno solo de
ellos se transformaba en Revelado, al resto le sería muy difícil
hacer algo contra él. Como había pasado con Lascano. Además, si
la noción de familia era, en Tierra Guía, tan fuerte como en el
siglo veinte, andar por los mundos conociendo la cercanía de la
Hecatombe era una prueba muy dura.
La Hecatombe no los alcanzaría a ellos. Pero no era difícil ver
cómo se preocupaban por la gente, y cómo intentaban, incluso,
que la vida en cada mundo fuese un poco mejor de lo que la
Jerarquía planeaba. Frente al desastre que se avecinaba en el
siglo veintiuno, o en el veintidós, la lealtad de los Correctores se
tensaba al límite. Cómo saber que soportarían la destrucción de
millones de familias, cuando ellos mismos formaban parte de
una.
Berardi lo dijo una vez: la Jerarquía es la soberbia del universo.
Tal vez esa misma soberbia era la que impedía, a esos Señores,
entender que, a medida que se acercaba la fecha de la
Hecatombe, las probabilidades de que un Corrector se pasara al
bando de los Revelados aumentaba.
Tampoco ellos, como yo, tienen la menor idea de cómo será el
mundo después de la Hecatombe. Y cuanto menos conoce uno
algo, más aterrador parece.
Berardi, Lascano, Rafael. Tres miembros de una familia
convertidos en Revelados. Debieron sentir el terror de lo que
131

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
sería el día después. El mismo que siento yo, que trato de
imaginar cómo quedarán las cosas, si llega ese día.
Desde esta ventana, en la habitación en la que escribo (siempre
se saltan las teclas), veo parte de la calle. Si me asomo,
inclinando el cuerpo, llego hasta la esquina. Los carros con
caballos pasan seguido, llenos de cartones y objetos en desuso.
También hay hombres y mujeres que arrastran basura en carritos
de supermercado, jaulas con ruedas y cualquier otro tipo de
vehículos improvisados. Por la noche abren las bolsas de
residuos, seleccionan lo que les parece más útil, y lo cargan.
Algunos cierran prolijamente las bolsas. La mayoría las dejan
abiertas, y la basura invade la vereda y el pavimento.
En la esquina, a ciertas horas del día, cuatro o cinco muchachos
interceptan a los automovilistas, cuando el semáforo los detiene,
e intentan limpiar los parabrisas a cambio de una moneda. En
medio, como lo más normal, circulan coches último modelo con
vidrios oscurecidos. Muchos pasan el semáforo en rojo, para
evitar a los limpiavidrios, como si los transeúntes que cruzan la
calle no existieran. También hay camionetas. Algunas, tan
modernas que parecen naves espaciales. Otras, tan viejas que
apenas se distinguen de la basura que llevan. Como los carros
con caballos, tan comunes aquí, en 2012, y que ya casi no se
veían en 1934.
Imagino qué sería de la bolsita de cuero de Berardi si la tuviese
aquí, y la pusiera junto a los residuos. Una de las personas que
recorren la ciudad la levantaría, tal vez para venderla por el
precio del cuero. ¿Cuándo duraría en la calle? No más de dos o
tres minutos. Y sin embargo, entre las miradas vacías de los que
manejan los carros, de tanto en tanto hay alguna luz. Cuando
132

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
juntan el cartón, cuando vuelven a meter en la bolsa lo que no les
interesa, hay quienes se parecen más a los obreros de una fábrica
que a los sobrevivientes de un Apocalipsis.
Extraña Buenos Aires, mezcla de ciudad del futuro y aldea
medieval. En 1998 no había visto nada parecido. Rafael Montini
me asegura que, hace unos años, la miseria fue mayor. Un caos
que no puedo imaginar. También me dice el desastre se había
venido gestando a lo largo de muchas décadas. Incluso antes del
genocidio de 1976. Mucho antes. Yo le creo. Con gente como
Elisa, y como su jefe Ricardo, que dirigían el destino de la
Administración Pública (haciéndole la corte a los políticos de
turno), el país pudo haber terminado así. O mucho peor, aunque
yo sólo vea lo que pasa en esta franja de calle. Cuesta imaginar
que la mayor parte de los dirigentes sean Correctores,
precipitando a la Argentina en un abismo paralelo al que debió
haber sufrido en Tierra Guía. Aunque tal vez muchos dirigentes
no sean Correctores. Por la forma en que actuaban en 1998, tal
vez no hacía falta. De los de aquí, no conozco a ninguno.
Tal vez la Hecatombe no se diferencie mucho de lo que viven esas
personas que andan con carros de basura, o que limpian vidrios y
toman un brebaje que no se sabe si es el mismo detergente con el
que intentan hacer su trabajo. Tal vez consista en una catástrofe
final, en la que todos terminemos como ellos. Pero mucho más
hundidos, sin siquiera el orgullo de hacer algo. Hundidos de
verdad. Incluso los que cruzan con sus camionetas plateadas, o
negras, con el semáforo en rojo, detrás de una muralla que tarde
o temprano, como todas las murallas de la historia, no tiene otro
destino que la caída.
133

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
En cualquier caso, no puedo elegir. Rafael no es mi hermano.
Lascano no es mi padre. La fecha de la Hecatombe sigue en el
misterio, y afuera no nos buscan los que juntan cartón, o los
limpiavidrios, sino los Correctores y los Oficiantes.
O sí, puedo elegir. Puedo elegir seguir escribiendo y contar la
verdad, en el improbable caso de que alguien quiera leerla.
Y prefiero elegir. Y escribo.
36
junio, 1973
-Arriba, cazador.
Abrí los ojos. Me contemplaba el azul profundo de Claudia
Iriarte. Con jeans ajustados y camisa blanca, parecía una nieta de
la joven que conocí en 1934. Una nieta cuyo atractivo superaba,
con mucho, al de su abuela adolescente.
-¿Cómo sabés que soy cazador?
-Lo dijo Carmen ayer, delante de todos. Parece que no te acordás.
-No. No me acuerdo…
-¿Te vas a levantar? Son casi las cinco.
Había dormido más de tres horas. En el patio cubierto, Rafael
tomaba vino y leía el diario. Con Claudia casi rozando mi cuerpo,
tuve una idea que supuse improbable. Pero decidí tratar.
Después de todo, era mejor una negativa que no intentar nada.
-¿Me necesitás para algo, Rafael? –pregunté.
-No por el momento –respondió, sin apartar la atención del
diario.
-¿Puedo salir a dar una vuelta con Claudia? Me porto bien, te lo
juro.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Claro que la decisión dependía, sobre todo, de ella. No me
pareció que le molestara haberla incluido en mis planes. Al
contrario, la noté divertida. Rafael levantó la vista del diario. Nos
miró a los dos, con expresión indescifrable. Creí sentir que, al
mismo tiempo, la propuesta lo atraía y le molestaba.
-Podrías salir conmigo, en cuanto termine de leer –propuso-.
Además, no sé si Claudia quiere pasear.
-Vos estás ocupado, seguramente…
-Yo no tengo problema. Siempre que Carmen lo autorice –
intervino Claudia, y me aceleró de punta la circulación.
Vino una etapa de negociaciones, en las que Rafael me llevó
aparte, mientras Claudia llamaba por teléfono a Carmen para
pedirle permiso. Se metió Berardi, que me hizo jurar varias
veces, por la Certeza y la Verdad, que me comportaría bien, y no
enfrentaría a ningún grupo de metalúrgicos que pasaran gritando
a favor de Perón. Yo hubiese jurado por la Certeza y la Verdad
cualquier cosa, así que no tengo idea de por qué me creyeron.
Claudia volvió del teléfono con dos horas libres para salir
conmigo.
Rafael comenzó a mostrarse de buen humor. Preocupado, pero
de buen humor. Tal vez por eso permitió, finalmente, que
saliéramos a la calle solos. A continuación vino una lista de
recomendaciones tan larga que temí que pasaran las dos horas
antes de que terminara. De todos modos, dejé de prestar
atención antes de llegar a la mitad de la lista. En todo caso, mis
temores eran más terrenales. Mientras Rafael esgrimía su lista
interminable, pensé que si alguno me provocaba por envidia, o le
decía a Claudia algo inadecuado, me resultaría más difícil
135

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
hacerme el distraído que si me pedían que gritara vivas a Perón.
No por valentía, sino por quedar bien frente a ella.
Se lo dije.
-Si hay algún incidente, no te hagas el macho argentino para
seducir a Claudia. No hace falta. Además, si se produce una
pelea, Claudia va a terminar defendiéndote a vos, y no al revés –
observó Rafael.
Conociendo a los Correctores, no tuve dudas de que estaba en lo
cierto.
Caminamos por Ulrico Schmidl, hacia Escalada. Ella, hablando
de cualquier cosa. Yo, pensando en la Segunda Fundación, luego
del fracaso con Carmen. Pensando, sobre todo, en conocerla más
antes de tomar la menor iniciativa. Le propuse que tomáramos
un taxi, para visitar el barrio de mi infancia. La idea debió
conmoverla, porque aceptó de inmediato.
Subimos a un Siam Di Tella, parecido al que casi arrolló al gordo
de la cadena por la mañana. Le pedí al conductor que fuéramos a
Villa del Parque, a Nogoyá y Campana: la esquina donde crecí. El
19 de junio de 1973, faltaba poco para que cumpliera dos años.
-Mirá si me encuentro conmigo mismo, cuando era un bebé,
saliendo con mamá para hacer las compras de la tarde –dije,
mientras el taxi lograba por fin cruzar la barrera del Ferrocarril
Sarmiento.
-No hay manera de que te encuentres a vos mismo en este
mundo. No es tu mundo. Es otro idéntico al tuyo, donde
transcurre el año 1973 –dichas por Claudia, las palabras parecían
más cantadas que habladas.
El taxista nos miró por el espejo retrovisor. Me dio la impresión
de que hacía un gesto de negación con la cabeza, como pensando
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
en el par de locos que le había tocado levantar. La falta de
preocupación de Claudia me reveló que no era peligroso que
habláramos, justamente porque cualquiera pensaría que éramos,
realmente, un par de locos.
-Sin embargo, tendría que existir la posibilidad de que una
misma familia exista en dos mundos distintos. Por lo que veo, los
apellidos son más o menos los mismos –razoné.
-Parate en medio de la playa y tomá un grano de arena. Después
tiralo al piso, mezclá la arena con el pie y volvé a tomar un grano
cualquiera. ¿Qué probabilidades hay de que sea el mismo que
tomaste al principio?
Cuando tenía razón, tenía razón. En el cruce de Nazca y Gaona
seguía el bar donde nos reuníamos, a veces, con Raúl. Ya no era
el Oriente, sino el Acapulco. El frente tampoco era el mismo.
Pero se veía parecido, como los granos de arena en la playa,
como un bolillero del que nunca pudiera sacarse dos veces el
mismo número.
-Pero si nosotros no somos importantes en la historia, ¿por qué
estoy acá, con vos y con los Correctores, participando como si
fuera uno de ustedes?
-Quién sabe. Tal vez seas importante, a partir de ahora. Si
nuestra misión tiene éxito, tal vez en el próximo mundo de 1973
exista un Corrector llamado Daniel Kaufmann, que viaje con
Claudia Iriarte en un taxi hacia Villa del Parque.
Estiré una mano, con timidez, hasta tocar la suya. En lugar de
alejarla, estrechó el contacto. El vértigo no pudo ser por la
frenada que dio el Siam Di Tella en la esquina de Alvarez Jonte,
para dar paso a una camioneta que no se detuvo al cruzar la
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
avenida. El vértigo de repetir el mismo gesto, una mano sobre la
otra, en el siguiente mundo que llegara al año 1973.
Pensé que, tal vez, la Segunda Fundación podía tener, al fin y al
cabo, más éxito que la Primera. Así había sido con Buenos Aires,
y así podría ser conmigo en ese viaje dentro del viaje, donde
acaso se iniciaba una historia distinta a la de don Pedro de
Mendoza. Una Fundación Juan de Garay. La historia de una
Correctora y un hombre común, de 1998, que se unieran contra
todos los designios de Tierra Guía.
Claudia no parecía una Correctora. A mi lado, era una chica más
de 1973, de paseo con un amigo apenas unos años mayor. No, no
era una chica más. Era única, como todos los que conocí en
aquellos días.
¿Y qué haría cuando los Revelados enfrentaran a los Correctores,
y ella descubriera que yo estaba contra los suyos? ¿Tendría
tiempo de explicarle, de decirle que no tenía elección, antes de
que una diferencia para mí tan lejana, surgida en Tierra Guía,
nos dejara en bandos contrarios para siempre?
Me ofreció un Jockey suave. Acepté, olvidando los Marlboro. Ya
no estábamos lejos de mi barrio. Supuse que, si los Revelados
ganaban, podría seguir con ella. Podría explicar todo, mi
encuentro con Rafael, mi caída involuntaria en un bando que no
había elegido, incluso aquello que nacía en el viaje, el mareo al
que no quería poner nombre. Sería mi compañera a través de los
mundos. No una Correctora más, tomada por sorpresa. Ni
Rafael, ni Berardi, ni Lascano, ni nadie impedirían que me
escapara con ella, si aceptaba venir conmigo.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Cuando llegamos, tendí un brazo para ayudarla a salir del taxi.
Fue natural que no nos separáramos, y siguiéramos por la calle
tomados de la mano.
Sin importar quién ganara, quería seguir con Claudia. Lo supe de
inmediato.
37
marzo, 2012
De la ventana llega un ruido estridente. Asomo medio cuerpo y
veo que en el semáforo se detuvo una cupé roja, que vomita un
ritmo lejanamente tropical, con tambores de fondo que sacuden
la estructura del edificio. Rafael, que dejó el libro de Asimov
cuando vio que me incorporaba, se acerca también a la ventana.
-Música de 2012 –dice-. Cumbia villera.
-Cómo deben disfrutar los Correctores cuando la interpretan.
Le respondo con cierto alivio, porque las luces del semáforo
cambiaron y la cupé se aleja, dejando a su paso una estela que
habría hecho a Beethoven agradecer la sordera.
-No es para tanto. Además, muy pocos Correctores la
interpretan. Casi todos los que se dedican a ese género son
músicos de este mundo.
-No voy a ser cómplice de que los llames músicos. ¿Y qué querés
decir con eso de que los Correctores no la interpretan? ¿Qué ese
ruido nunca existió en Tierra Guía?
-Por supuesto que existió, Daniel Kaufmann. Aquí hay
Correctores que imponen esa moda, como lo hacen con todo.
Pero después hay gente que la sigue produciendo. En la música,
como en otras cosas, los Correctores intervienen sólo cuando hay
139

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
que instalar en el mundo algo duradero. Que en el arte, es una
obra de arte.
-Bueno, en algo estamos de acuerdo.
El comentario me deja pensativo, alejado por un momento del
relato de aquella tarde. Comprendo de nuevo algo elemental: los
músicos originales, los verdaderos genios que conocemos,
pertenecen a la historia de Tierra Guía. ¿Cuál es, entonces, el
lugar para nuestros propios talentos? ¿O es que no tenemos
talentos?
Se lo digo.
-Podemos tratar el tema cuando me hagas la entrevista –
responde-. No es tan fácil de explicar, y te vas a desviar de lo que
pasó en Ezeiza.
Sonríe, y me parece que la sonrisa es despectiva, y me molesta.
Vuelve a sentarse con el libro de Asimov, todavía sonriendo, y me
molesta más. Regreso a la mesa, sin ganas de escribir hasta que
me tome en serio.
-¿Pero tenemos genios o no tenemos genios?
Sonríe de nuevo, sin dejar de leer. Me molesta cada vez más.
-¿Qué somos, unos monos vestidos? ¿Una repetición estúpida de
lo que fue el talento en tu podrida Tierra Guía? –le grito.
Levanta la vista del libro. Su sonrisa me parece ahora paternal,
no despectiva. Acaso nunca lo fue.
-No, Daniel Kaufmann, ustedes no son ningunos estúpidos.
Cuando aquí aparece un genio, ya están los Correctores
trabajando para influir sobre él. En esos casos, se decide a qué
genio original reemplazará, y se intenta que la obra del artista
local se parezca lo más posible a la del genio que debería haber
vivido en esa época y en ese lugar. Llegado el caso, se lo traslada
140

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
un cierto período a Tierra Guía, donde atraviesa la Verdad, y
comienza a vivir en la Certeza. Desde ese momento, vuelve a este
mundo como Corrector.
-Vuelve con un libreto, querrás decir –retruco, molesto.
-Si lo querés ver así. De todos modos, no siempre los genios
vuelven a sus mundos. Algunos no sirven como Correctores, o su
talento es más útil en Tierra Guía.
-Otra que una fuga de cerebros…
-Pensalo como quieras. Pero esos genios especiales son mucho
más útiles en Tierra Guía. Para nosotros, y para ellos mismos. Se
dice que llegan a resultados que jamás habrían imaginado en sus
mundos. Supongo que vivirán contentos. Pero no residen en los
Monasterios, así que no puedo estar seguro.
-A los que les sirven, se los llevan. Y al resto los mandan a repetir
el libreto…
-En cierto modo… Sí, debe ser así. Los talentos que vuelven como
Correctores son controlados en forma permanente, para que no
se salgan de lo que vos llamás el libreto. Y si se salen, se busca la
forma de influir sobre ellos, como sea –responde, sin que yo
pueda deducir si entiende o no la gravedad de lo que dice.
-Con razón hay tantos genios que parecen haber enloquecido –
digo, con las manos apoyadas en el teclado, pero mirando un
punto lejano del piso.
-Es una de las razones, Daniel Kaufmann. Pero no la única.
Esta vez no sonríe. Al contrario. Se vuelve serio, como si una
sombra transparente le hubiese opacado la cara. Imagino que se
quedará en silencio, pero sigue hablando.
-Los artistas de cada mundo tienen su propia identidad creativa.
Eso, muchas veces, ni la propia Jerarquía lo puede evitar. Incluso
141

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
si un gran artista se vuelve Corrector, y repite obras de Tierra
Guía, siempre deja algo de sí mismo, algo muy personal, que
cambia de mundo en mundo. Ya lo viste con Asimov. Pero hay
otros que no son elegidos como Correctores, porque se evalúa
que se los puede influenciar con distintos mensajes, que a ellos
les parezcan celestiales, o sobrenaturales. Personas de genio,
pero especialmente sensibles a las voces que les llegan, aunque
no sepan de dónde vienen. Es una de las abominaciones que más
rechazo nos produce a los Revelados –dice.
-Dijiste que Borges era un impostor.
-En tu mundo, sí. En éste, también. No sabemos si en Argentina,
en estos dos casos, hubiese aparecido un genio parecido al del
Jorge Luis Borges original. Cuando aquí, en 2012, transcurría el
siglo XIX, la situación era peor que en tu mundo: ni siquiera se
estaba formando la familia Borges. Doña Leonor Acevedo fue
enviada a Tierra Guía, y aceptó el desafío. Crío a Jorge como a su
hijo, sabiendo que sería un Corrector. Fue curioso: pocas veces
una madre y un hijo se amaron tanto. Los lazos de sangre no
cuentan entre almas tan afines. Pero esa fue una historia con
final feliz. Las abominaciones a las que me refería son otras.
-Cuando decís la palabra abominación, recuerdo al monstruo de
Víctor Frankenstein: “una abominación ante los ojos de Dios” –
digo con la memoria viva de la película que vi, en 1934, con
Carmen Gallardo.
-En este caso, una abominación ante los ojos de los Revelados –
responde-. Esto es lo más triste. Muchos genios, conscientes de
su talento, están dispuestos a forzar el cuerpo y la mente hasta el
límite, para producir más. Ningún exceso los detiene. Ni el
alcohol, ni las drogas, ni la muerte. Algunos creen que oyen
142

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
voces, que les indican lo que tienen que crear. Lo que es,
básicamente, cierto. La Jerarquía autoriza a que los Correctores
influyan, de los modos más bajos, en las frágiles personalidades
de muchos artistas. Muchas drogas sirven para ponerlos en
estado receptivo, hacia las “voces” que creen oír, Y son los
propios Correctores los que estimulan el uso de esas drogas.
-Es repugnante –la revelación me provoca un rechazo
involuntario, acaso peor que un verdadero malestar físico-.
Destruyen artistas, para obligarlos a que repitan como loros la
creación de otros artistas. Debilitan su personalidad, y los
convierten en títeres de Tierra Guía.
-Es lo que pasa con los menos afortunados. Que,
paradójicamente, son al principio los más fuertes. Los que no
aceptarían ser Correctores, aunque atravesaran la Certeza y
vivieran en la Verdad. En este mundo, por ejemplo, fue el caso de
Friedrich Nietzsche. Aceptó ir a Tierra Guía, simuló que sería un
Corrector, y cuando estuvo de vuelta se rebeló contra la ficción.
Insultó al Señor, más por odio a la Jerarquía que por otra cosa.
Creó pensamientos que ni su original de Tierra Guía estuvo cerca
de imaginar. Resistió las voces durante años. Al final, por
supuesto, lograron quebrarlo. Lo llenaron de drogas y lo
enviaron a un manicomio. Pero ya era demasiado famoso. Ni con
todo eso lograron que Nietzsche dejara de causarles unos dolores
de cabeza tremendos, antes y después de su muerte.
-Con razón hablaba tanto de los superhombres…
-No, Daniel Kaufmann. El verdadero superhombre era él. Porque
era un hombre. Un pensador del siglo diecinueve, en uno de
quinientos mundos controlados por Tierra Guía, hizo tambalear
un esquema de milenios. Los Revelados le debemos mucho.
143

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Pero hablábamos de artistas…
Ya no miro el teclado, sino los ojos negros, brillantes, de Rafael
Montini.
Un hombre del siglo diecinueve que había desafiado a toda la
Jerarquía. Un pequeño alemán solitario, que no pudieron callar
ni metiéndolo en un manicomio. El cosquilleo que me sube del
pecho debe ser orgullo, como el de un equipo modesto que vence
en el último minuto al campeón mundial. Como el de algunos
que trabajan como en el Medioevo, pero tienen idea de lo que
valen. Como un viaje en taxi con Claudia Iriarte hacia Villa del
Parque.
-El bueno de Nietzsche, del Nietzsche de este mundo, fue de
todo: filósofo, pensador, artista. También hubo otros que sin
quererlo, sin saberlo, desafiaron a Tierra Guía. Todavía hay
muchos, y siguen en este mundo. En esta ciudad, por ejemplo.
-Y la Jerarquía hace de todo para neutralizarlos –deduje sin
dificultad.
-Naturalmente. Te cuento un caso. Una escritora, con aptitudes
geniales, se presentó en un premio importante, a fines del siglo
veinte. El Jurado debía haber estado bajo control, pero algo falló.
No importa qué. Le dieron el premio. Un caso único. Después,
hicieron todo lo imaginable para enloquecerla. Resistió.
Lograron que se desviara un tiempo, pero eso fue todo. Después,
un Revelado tomó contacto con ella. Ahora está en nuestra
conspiración. Si los Correctores lo supieran, no podrían dejarla
aquí. Pero cuando se publique la Proclama va a estar segura,
porque allí se la nombra. Si algún Corrector la hiciera
desaparecer, se notaría.
-¿Quién es? –pregunté con ansiedad.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-No te lo puedo decir, hasta que hagamos la entrevista. Pero vive
no muy lejos de aquí. Y está al tanto del peligro. Del que,
obviamente, no habla. Porque sigue muy vigilada. Aunque
algunos de los nuestros la protegen, como pueden.
-Pobre mujer. La paranoia que debe tener. Y la Proclama se
suspendió –murmuro.
-No es paranoia. Sabe que la vigilan, y sabe por qué. La Proclama
se suspendió, pero para eso estamos vos y yo. Para que aquí, en
2012, se difunda la verdad. O, más bien, para que en 2012 se
conozca la ficción que oculta la verdad.
Pienso en el pobre Nietzsche de este mundo. Pienso en esa
escritora de Buenos Aires. Imagino que también tiene que haber
artistas indispensables para el curso de la historia, que hayan
existido en Tierra Guía, pero que se adelantaron más allá de lo
permitido por la Jerarquía. Tal vez no los persiguieron. Pero los
habrán mantenido en el olvido, hasta el momento que Tierra
Guía decidiera adecuado.
El cosquilleo sube de nuevo. Quisiera saber de esos hombres y
mujeres. Héroes de la lucha contra el poder indiscutido de la
Jerarquía, lo hayan sabido o no. Que Rafael me revele quiénes
fueron. Qué les pasó.
Se lo digo.
-Es un tema para la entrevista –responde-. Imaginate, al pobre
Nietzsche lo terminaron acusando de ser el soporte ideológico de
los nazis. Sólo para desprestigiarlo. Todavía hay algunos que
creen esa tontería.
-Impresionante. Pero te preguntaba por otros casos…
-Te cuento un par que conocés. Cortázar, que escribió una novela
que no debía haber escrito nunca. “62/ Modelo para armar”. No
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
le importó. Ya antes se había pasado de la raya. “Esto lo toqué
mañana”. Como si gritara que Charly Parker ya había existido en
Tierra Guía. Pero con 62 fue demasiado lejos. Y le costó caro.
-Esa novela no la conozco. Y esa frase tampoco –observo.
-En tu mundo nunca existieron. El problema fue aquí. De todos
modos, muy pocos se dieron cuenta. Entre ellos, una persona que
está más cerca de lo que imaginás. Y que conoce a esa escritora.
Se toma una breve pausa, vuelca en un vaso plástico agua
mineral de la botella, bebe casi la mitad del contenido. Lo apoya
de nuevo entre las grietas de la mesa.
-Otro caso. Un gran músico, casi olvidado durante varias
décadas. Cuando llegó el momento, un Corrector, también
músico, lo revalorizó. Te hablo de este mundo, no del tuyo,
donde no hizo falta. Y a ese gran músico todos lo conocen. Hasta
vos.
-¿Quién era?
-El más grande de la historia. Johann Sebastian Bach.
38
junio, 1973
Los carteles de las calles no dejaban lugar a duda: Campana y
Nogoyá. Barrio de Villa del Parque, ciudad de Buenos Aires, una
tarde de junio en 1973. Recorrimos la cuadra varias veces, ida y
vuelta. Ni una sola de las casas era como las que recordaba haber
visto en la infancia.
Lo desconocido es, para mí, mucho más raro cuando se parece a
lo conocido. Las casas eran distintas, pero vagamente parecidas.
Algo las unía a mi memoria: como si fuese una cuadra del mismo
barrio, pero en otra calle. Algo familiar y diferente, que me
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
asustó casi tanto como ese momento sin nombre, con Carmen, en
la Confitería Ideal. Lo distinto era familiar. Pero lo familar no
coincidía con el recuedo.
Junto a nosotros pasó un colectivo, sin apuro, lleno de gente que
gritaba consignas por el regreso de Perón. Los que se asomaban
por las ventanillas golpeaban la carrocería de chapa, al ritmo de
las consignas. Los que viajaban adentro miraban la calle, con
ojos bien abiertos, sin dejar de gritar. La mayoría alzaba los
dedos índice y medio, haciendo la “V” de la victoria. Claudia
sonrió al colectivo, levantó el brazo derecho e imitó el gesto. Yo
hice lo mismo.
-Esto de la “V” sí que es gracioso –observé, cuando el colectivo se
alejó.
-No más gracioso que cualquier otra cosa. Es un signo de
victoria, y lo que se festeja es la victoria –dijo Claudia.
-Ya lo sé. Pero se hizo famoso en la Segunda Guerra Mundial,
gracias a Churchill .
-¿Y qué?
-Eso. Que simboliza la victoria de los ingleses, a quienes los
peronistas consideran enemigos. Además, creo que Perón
simpatizaba con el Eje, no con Churchill. Y ahora lo saludan
como si fuese Churchill…
-Te sorprendería saber lo mucho que Perón admiraba a Winston
Churchill. Los ingleses representaban intereses contrapuestos a
los suyos, pero no creo que los considerara enemigos. Y eso de
que Perón simpatizaba con el Eje es una verdad a medias, que
sus adversarios exageraron bastante. Me refiero al Perón de
Tierra Guía, por supuesto. Los locales son, casi siempre,
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Correctores. Y cada uno imprime algo de su propia personalidad
–dijo Claudia.
Llegamos a la esquina, cruzamos la calle y volvimos a recorrer la
misma cuadra. Todavía buscaba un rasgo, una mínima señal de
que esa cuadra fuese mi cuadra, el modesto universo en el que
había pasado mis primeros trece años.
-Ahora resulta que sos una Correctora peronista –dije, cuando
comenzábamos el tercer recorrido por esa cuadra tan parecida y
tan diferente de la mía.
-Muy divertido, Daniel Kaufmann. No soy peronista, ni nada que
puedas clasificar con tu lógica. En todo caso, creo que conozco un
poco más de historia que vos.
-Como que sos una de las que la inventan…
-Disculpen. ¿Están perdidos? ¿Puedo ayudarlos en algo?
Un joven de no más de veinte o veintidós años, muy delgado, de
barba negra y anteojos, nos interceptaba con amabilidad. Nos
habría visto ir y venir, y debió creer que estábamos perdidos. Me
recordó a otro joven, casi idéntico a él, a quien solía ver cuando
entraba y salía de un edificio de la cuadra, con rubia preciosa,
que debía ser su novia.
-No, gracias. Estamos paseando –sonrió Claudia.
-Ah, bueno. Perdonen. Buenas tardes.
No podía ser el mismo joven que yo había conocido, pues
recuerdo que lo veía entrar y salir con su novia desde 1983, o
1984, diez u once años después de esa tarde, y en otro planeta.
Pero era, en definitiva, otra pieza en el rompecabezas de lo que
alguna vez fueron mis primeros años. Otra pieza perdida, en ese
cuadro que me negaba a aceptar.
148

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Caminábamos charlando, de la mano, entre casas que imitaban
al barrio, pero que el mapa de un fundador desconocido había
superpuesto a mi cuadra. La imagen de un falso rompecabezas,
armado con piezas parecidas al original, para confundir a quien
conociera el diseño verdadero. El paisaje de un lugar que quise
ver de nuevo, sin entender que jamás había existido en ese
mundo de 1973, que transcurría al mismo tiempo que mi mundo
de 1998, así como habrá transcurrido antes en este mundo de
2012.
Claudia debió haber notado mi decepción. Apoyó su mano en mi
hombro, se me acercó hasta que fue natural que rodeara su
cintura con mi brazo. Estuve a punto de besarla, pero no pude.
Un manto húmedo, al que no estaba acostumbrado, volvió más
turbia mi visión de la cuadra.
-Espero que no te importe que las cosas no sean como esperabas
–dijo.
-Qué me va a importar. Total, en 1973 era tan chico que casi no
había nacido.
Una broma estúpida. Pero me sacó del paso.
39
marzo, 2012
No voy a hablar mucho de Claudia.
Detendría la historia. Y hay menos tiempo del que creemos.
Siempre hay menos tiempo del que creemos.
Pero Claudia no fue un encanto pasajero, como Carmen. En el
poco tiempo que compartimos, Claudia y yo nos entendimos en
todo. Sin hablar: no hacía falta.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
A veces hablo de más. Preferiría no hacerlo. Con Claudia no
hablaba de más. Mis palabras parecían siempre adecuadas. Y
estaban los silencios. Nunca había disfrutado así del silencio. De
la mano de Claudia, las palabras eran un peso inútil.
Siempre me habían gustado las rubias. Carmen entraba en el
estereotipo. Una vez me enamoré de una bailarina clásica de piel
oscura, que parecía recién llegada del Brasil. Hermosa, y
brillante. Una excepción que no lamento. Valió la pena.
Claudia no era rubia, ni de piel oscura. En esos ojos azules,
profundos, podía casi mirarme como en un espejo. El cabello
negro. Espeso. La piel tan blanca que el sol nunca debía haberla
agredido. Sin ese color espantoso que toman los pálidos cuando
quieren parecer lo que no son. Aunque siendo una Correctora,
nunca se sabe. Podía ser inmune al sol. Nunca le pregunté.
Tanto que no le pregunté. Tanto que no le dije. Parecía
innecesario.
O sólo parecía necesario para oír esa voz, tan blanca como la piel.
Tan suave, que hasta el único grito, en un campo sin nombre (ese
grito que pudo haber llegado hasta un kilómetro), lo recuerdo
como un murmullo.
¿Dónde estará Claudia? Imposible saberlo, desde este rincón
marchito donde arrecia la espera.
Rafael no debería leer esta parte. Pero la va a leer igual.
Nada de lo que diga, de lo que trate de explicar, va a aliviar este
vacío, esta falta que se parece a la muerte.
Tampoco él podría explicar nada. Después de la Batalla maldita,
que ni todo el saber de los Correctores pudo anticipar, también
se quedó con preguntas. Que son casi las mismas. Que no tienen,
por ahora, respuesta. Que acaso nunca la tengan.
150

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
En la pared hay un póster viejo, borroneado, de Pink Floyd.
Mirado en detalle, permite reconstruir las caras de los músicos.
Algunas parecen distintas de las que conocí. Incluso guardaba,
en 1998, algunos vinilos, que ya no tenía dónde escuchar.
Los mismos nombres. Los mismos músicos. Pero algunas caras
distintas. O serán iguales, y a mí me parecen distintas. Parecidas,
pero distintas.
Ya no me sorprende. Ni me interesa.
Es otra cara la que busco. La que intento reconstruir, antes de
que se diluya. Antes de que sólo pueda verla en sueños, donde
todas las caras regresan.
Vidrios rotos, como todas las noches. Ruido desde la calle. Como
si los que están ahí afuera buscaran destruir todas las botellas,
todos los vidrios, todos los espejos. Hasta encontrar el espejo
donde podría haber quedado, acaso, la imagen de Claudia.
Escritura nocturna. Tonterías que salen, mientras Rafael termina
de leer el tercer libro de Fundación. Ideas sin sentido. Que un
espejo, por ejemplo, pueda guardar todas las imágenes que se
reflejaron alguna vez en él. Como en una película estúpida de
terror. Pero sin la estupidez del terror de las películas.
Entonces, buscar el Siam Di Tella de 1973 que nos llevó. Sacar el
espejo retrovisor, pasar las imágenes, una por una, como ví en
una publicidad que se hace con las cámaras digitales en 2012.
Pasajeros veloces, muecas del taxista que se mira cuando está
solo, automóviles borrosos, calles alteradas, talleres de
reparación, o de control, o de mantenimiento. Hasta encontrar
una pareja que viajó desde Floresta hacia Villa del Parque.
Encontrar, en la memoria del espejo, a mi lado, la cara de
Claudia Iriarte.
151

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
junio, 1973
40
Regresamos en un colectivo casi lleno. En un asiento individual,
donde nos ubicamos juntos, su cuerpo sobre mis piernas. En el
viaje, traté de besarla. En realidad lo hice, y no me rechazó. Un
único beso, profundo, donde me detuve en su boca, donde nadé
en su saliva dulce, tan dulce como todo lo que había en ella.
Donde memoricé su boca para siempre, como si la estuviera
dibujando con el cuerpo .
Se separó unos centímetros. Respiraba agitada. Su cuerpo, sobre
el mío, debió notar el crecimiento entre mi piernas. No hizo nada
por moverse de allí. Pero se puso seria.
-Me gustás, Daniel. Me gustás mucho –era la primera vez que no
usaba mi apellido-. Pero algo importante va a pasar en pocas
horas, y no quiero que nos compliquemos antes.
-No pensaba en nada complicado. Yo, Claudia…
Claudia. Claudia. Claudia. No hay otro nombre. No existe otro
nombre. Claudia de la mano por por Villa del Parque. El abrazo
de Claudia cuando notó mi desilusión frente al barrio que no
reconocí. Las palabras de Claudia hablando de cualquier cosa, la
risa de Claudia, la respuesta de Claudia siempre más inteligente
que la mía, y por eso más atractiva. Qué podía decir, que ella no
hubiera pensado antes.
-Mañana será otro día. Cuando nos hayamos reunido en la
Puerta de 1917, voy a pedirle a Carmen que nos asigne juntos a la
siguiente misión.
-Entonces vamos a seguir juntos…
152

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Es lo que espero, Daniel. Y si te mandan a Tierra Guía, para que
aprendas lo que tengas que aprender en el Monasterio, voy a ir
con vos.
Quise bendecir a Rafael Montini. Abrazarlo, darle un beso,
agradecerle por haberme llevado con él hacia otros tiempos,
hacia otros mundos, hacia Claudia Iriarte. Supe que en la Puerta
de 1917 las cosas podían ser distintas a como yo habría querido.
Como los dos habríamos querido. Entre dos lealtades, no sabía
cuál elegir. Una vez más, como con Carmen esa tarde de 1934,
estuve a punto de contarle a Claudia la verdad. Pero no iba a
traicionar a mi amigo. Ni tampoco a ella, si alguien se atrevía a
tocarla. Qué podía hacer yo, un pigmeo entre gigantes, cuando
los Revelados enfrentaran a los Correctores. No mucho,
seguramente. Pero haría lo que fuera necesario. Entre dos
lealtades, elegiría cuando llegara el momento. No podía pensar
en otra cosa.
Cuando regresamos a la casa, en el patio cubierto ya se había
reunido una docena de personas. Todavía tuvimos un rato más
de privacidad, con la excusa de ir al quiosco a comprar más
cigarrillos. Caminamos hacia Escalada, abrazados. Yo, tratando
de no pensar. Ella hablando, como siempre, de temas que
sonaban triviales, pero escondían mucho más de lo que
cualquiera hubiese podido imaginar.
-¿Por qué me viniste a despertar de la siesta? –le pregunté,
cuando iniciábamos el camino de vuelta.
-Quería conocerte mejor. Todos queremos conocerte mejor –
sonrió.
-Claro. Para todos debo ser un mono de circo.
153

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-No digas eso. Todos hablan del que ayudó a Rafael Montini en
una misión, en 1998. Y que armó esta mañana una batahola
contra los metalúrgicos…
-No fue mi intención. Además, si no hubiera sido por Berardi no
estaría aquí con vos, sino en un hospital, o en la morgue.
-Berardi es un buen amigo. Me contó que no tuviste miedo –dijo,
con cierto orgullo.
Por supuesto que tuve miedo, quise decir. Pero no pude. Tuve
miedo esa mañana, en que Berardi evitó que me partieran al
medio de un cadenazo. Tuve miedo esa tarde, con Claudia junto a
mí, tan cerca que casi deseaba escapar lejos con ella, y no volver
nunca más a ninguna parte. Tuve miedo en la mision de Ezeiza, y
en la Puerta de 1917, y en la Batalla del Campo Olvidado.
Después, la palabra miedo quedó chica.
Siempre tengo miedo.
En todo caso, soy bueno para no demostrarlo.
Escribiendo en esta casa, con Rafael que dejó el libro de Asimov y
revisa cada hoja que dejo apilada, también tengo miedo. Miedo
de que nos encuentren, pero también de que no nos encuentren,
y no ver nunca más a Claudia. Imagino que habrá vuelto a Tierra
Guía, y que no la enviarán a buscarnos. No pueden confiar en
ella, como ya no podrían confiar en Carmen. Aunque Carmen…
-No te adelantes a lo que no sabés, Daniel Kaufmann –ordena
Rafael. Por primera vez se mete en mi manuscrito, y tacha el final
de la frase.
-Hasta vos creés que tengo razón –replico.
Rafael suspira, agobiado. O molesto. No lo puedo saber. Como
otras veces, va hacia la ventana cerrada, mira hacia ningún lado y
me da la espalda. No va a mostrar lo que no quiere mostrar.
154

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-En nuestra posición, no hay ninguna seguridad. Estamos ciegos
de información. Creé lo que quieras, o dudá de lo que quieras,
pero no imagines tanto sobre lo que no hay ninguna Certeza –la
voz dura, casi cortante, ya no me engaña.
-Certeza y Verdad, como siempre –respondo con ironía.
-No es una broma. Si pueden viajar, o no pueden viajar, si están,
o si no están, no tenemos la menor idea. Ni la vamos a tener, por
ahora.
Rafael Montini, el que siempre tiene todas las respuestas, parece
dudar. Acaso no lo sabe, pero duda.
La duda y la fe son hermanas.
Entonces, Rafael todavía tiene fe. En lo improbable. En lo
imposible. Aunque él mismo no lo sepa. Aunque lea esta frase y
la tache, como la anterior, si es que decide tacharla.
Si él tiene fe, aunque no lo sepa, también yo puedo tener fe, y
aceptarla. Entonces, Claudia y otros viajes. Entonces, Carmen y
otro salto. O ninguno.
Entonces, no todo se puede escribir. Y es la mejor noticia. La
única buena, desde esa noche de 1973, que ninguna crónica,
salvo ésta, puede registrar.
Pero eso es otro relato.
155

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
41
marzo, 2012
-No creas que por un momento no pensé en cambiar de bando –
digo, recordando a Claudia en Villa del Parque.
Rafael toma aire, profundamente. Como tantas otras veces.
Parece que quisiera eliminar la atmósfera, generar un vacío que
impida viajar al sonido, para no escuchar mis palabras. O sólo
está cansado. Se aleja de la ventana, vuelve a la cama, se
recuesta. Enciende el velador de la mesa de luz, casi sin moverse.
Con el tercer libro de Fundación tirado a un costado, y el disfraz
de viejo que todavía no se quitó desde la última salida, parece
que el vino le hubiera causado efecto. Sé que no es así.
-El amor es algo tan raro… Algunos lo conocemos desde la
infancia, incluso sin saber de qué se trata. Cada día estamos un
poco más cerca de saberlo, pero pasan años hasta que que
podemos ponerle nombre a lo que siempre estuvo. A vos te
alcanzaron unas pocas horas –dice, sacudiendo la cabeza.
-No fueron horas normales, Rafael. En una situación cualquiera,
me habría enredado en mil vueltas antes de decidirme a estar con
Claudia. Y ella, seguramente, ni siquiera se habría fijado en mí.
-Eso nunca lo vamos a saber. Ella estuvo siempre sola, como
esperando que alguien como vos apareciera. Alguien distinto.
-Hay tantas cosas que nunca vamos a saber…
-Te digo una que yo sí sabía.
Parece más animado. Sacude nuevamente la cabeza, descubre
que la peluca le molesta, la arranca de un tirón y la deja en el
piso. Parece diez años menos.
-No me ibas a traicionar. Ni entonces, ni nunca –dice.
-¿Cómo estás tan seguro, si ni siquiera yo lo estaba?
156

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Se incorpora, se sienta en la cama, con dedos hábiles toma el
extremo de la barba blanca, la retira y la sostiene en una mano.
Veinte años menos.
-Sos un hombre leal, Daniel Kaufmann. Eso lo entendí desde el
principio. Y Claudia también. Por otra parte, ya conocías la
Hecatombe. Y no ibas a dejar que se repitiera sin tratar de hacer
algo.
-Me conocés mejor que yo mismo, parece.
Sonríe, deja la barba en las sábanas, toma de la mesita un
algodón empapado. Sin espejo, de memoria, se limpia las
manchas de la cara, el maquillaje que simula arrugas, un lunar de
esos que sólo vienen con la edad. Treinta años menos. O
cuarenta.
-Además de estúpido, hay que tener cierta integridad para
meterse en una paliza como la que le estaban dando los
metalúrgicos a ese hombre cuando fuimos al quiosco. Un hombre
íntegro no traiciona –dice.
Me pregunto si tiene razón. Si tendré, como cree él, una lealtad
que nunca imaginé como parte de mi persona. Tampoco había
imaginado que podría enamorarme en tan pocas horas. Aunque,
claro, no había conocido antes a Claudia.
-¿Cómo será la Hecatombe, Rafael? ¿Un accidente, un castigo de
Dios, una guerra de esas que no tienen final ni ganadores?
-No tengo idea. En cualquier caso, supongo que no será nada que
la humanidad no haya provocado, con algo de todo lo que vino
haciendo desde que cada mundo es mundo.
Se me ocurre, de pronto, imaginar cuánto pesa un edificio.
Centenares, miles de toneladas de hormigón, plantadas en un
suelo inocente, que tal vez no merecía ese destino de Atlas
157

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
moderno. Miles de edificios, millones de toneladas de piedra
artificial, en un pequeño recuadro de campo que la urbanización
transforma en un infierno de peso estático. Supe que en China,
hace poco, levantaron en pocos días un edificio enorme. Aquí, en
2012, la cantidad de edificios creció tanto que cuesta entender
para qué se construyeron tantos. Quiénes van a vivir allí, donde
hubo tantas casas hermosas, y ahora crecieron esos bloques
horribles de cemento.
Acaso la Hecatombe sea eso. El cansancio del suelo, la rebelión
del Atlas inventado por los constructores, el hundimiento bíblico
de mil Babilonias modernas. Nada más. Tampoco nada menos.
Se lo digo.
-Sí, por qué no. Cuando casi toda la gente del mundo viva en
grandes ciudades, una simple falla del suelo alcanzaría para
provocar la Hecatombe. O para iniciarla.
Se acuesta de nuevo, mirando el techo. Pienso que todo ese
diálogo, toda esa especulación, no es más que una forma de
pensar en algo que me aleje del recuerdo de Claudia, aunque sea
por unos minutos.
También a él, claro, le viene bien esa excusa.
O cualquier otra, con tal de no pensar.
A esta altura, no necesitamos palabras para ponernos de acuerdo
en ciertas cosas.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
junio, 1973
42
La casa de la calle Ulrico Schmidl estaba nuevamente llena de
gente. Casi medianoche, y crecían la agitación y las órdenes de
último momento. Berardi me tocó el hombro desde atrás, y me
indicó que lo siguiera. En una habitación trasera se apilaban las
armas que tronarían en pocas horas. Casi todas me eran
familiares. Del polígono de tiro, del campo, de algunas
exposiciones a las que Raúl solía invitarme. Unas pocas Halcón
63, con fundas y cartucheras de cuero. Una cantidad mucho
mayor de PAM. Diez o doce FAL, en buenas condiciones. Pistolas
Ballester Molina y Colt, 11.25. Entre los FAL, dos o tres con mira
telescópica. Escopetas con caño recortado, carabinas, algunas
pistolas 44.
Las cajas de municiones estaban todavía sin abrir, junto a
equipos de comunicaciones, casi todos con las siglas del
Automóvil Club Argentino. Apoyada en un rincón, una
ametralladora Uzi descansaba solitaria. Sobre una mesa de
caballetes pude ver armas de menor porte: revólveres 22 y 32,
unos pocos calibre 38. Había varias docenas, pero eran como
juguetes comparados con el resto del arsenal. Sobre otra mesa ví
brazaletes verdes, anteojos negros y otros objetos destinados a la
identificación.
-Este es para vos –dijo Berardi, acercándome un FAL con mira
telescópica.
-Gracias –dije, por decir algo.
Probé la estabilidad del FAL. Calculé su peso. No era mi fusil,
pero tampoco parecía difícil adaptarse.
-Es un poco anticuado, pero creo que puede servir –comenté.
159

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-¿Anticuado? En 1973 es uno de los más modernos que existen.
Ojo con lo que digas, no sea que alguno te malinterprete –
observó Berardi.
-Claro.
-Vos vas a estar en el palco, con la gente de Osinde –dijo Carmen,
que se metía un revólver 38 detrás del cinturón-. Rafael va con
ustedes. Ya te van explicar cuál es tu trabajo.
No tenía la menor idea de quién era ese Osinde. Por los objetos
que me entregaron (un par de anteojos negros, un traje y una
corbata del mismo color), deduje que no me tocaba un bando
muy simpatico.
-¿Y vos, dónde vas a estar?
-Yo voy con la Columna Sur de Montoneros –dijo, sin dejar de
entregar material a los hombres y mujeres que hacían fila en la
habitación, antes de salir equipados.
-Es el sector más peligroso. Habrá que cuidar que los Correctores
no caigan bajo el fuego del palco, y del Hogar Escuela –intervino
Jorge Lascano-. Yo voy con vos.
Jorge Lascano, el traidor a Carmen, compartiría su misma
suerte. No pude evitar que me despertara cierta admiración.
Pensé, también, en los poderes que había visto ya en los
Correctores, en el campo de Raúl, y en la calle Escalada. Si no
podían esquivar las balas, por lo menos tendrían la vista y el oído
suficientes para anticipar los tiros, y ponerse a resguardo. A
menos, claro, que hubiese muchos tiros.
Berardi me sacó de la habitación y me llevó, subiendo una
escalera, a un pequeño dormitorio. Tomó asiento en una cama
angosta, junto a la mesa de luz, y me invitó a usar una silla frente
a él.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Vos sabés que nuestro verdadero combate va a ser en la Puerta
de 1917 –dijo.
-Sí, ya lo entendí.
-También sabés que no queremos que ninguno use armas. Nadie.
Vos tampoco.
-¿Y cómo me defiendo de un Corrector? ¿Le hago una toma de
yoga?
Sonrió, mientras tomaba del cinturón su bolsa de cuero. A pesar
de las diferencias de aspecto, y de la voz chillona, su sonrisa era
muy parecida a la de Rafael. En eso, más que en otra cosa, podía
creerse que eran hermanos.
-Justamente de eso te quería hablar. Hay una forma de que
adquieras, en parte, nuestras capacidades. Hablé con Rafael, y
está de acuerdo.
Abrió la bolsa de cuero, tomó de la mesa de luz una cucharita, la
llenó con un poco de pasta verde. Puso una mano en mi hombro,
y con la otra me acercó la cucharita a la boca.
-Tenés que tomar esto. Despacio, por favor –dijo.
Todo el tiempo había imaginado que, si hubiesen vendido esa
pasta curativa en las farmacias, en el envase habría estado el
aviso “sólo para uso externo”. Me dio un poco de impresión
probarla, pero le hice caso. Un gusto dulzón, casi agradable. La
apoyé apenas en el paladar, y tragué muy rápido. De inmediato
tuve un mareo, perdí el control del cuerpo, y sólo gracias a los
brazos de Berardi, que saltó de la cama, me pude mantener en la
silla.
-Te dije que la tomaras despacio. Ya le avisé a Rafael que no nos
ibas a hacer caso. En fin, a esta altura también yo quiero que te
cuides.
161

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Perdón. No me dí cuenta –la respuesta fue un balbuceo, con la
lengua todavía dura por el mismo efecto que me había hecho
perder el equilibrio, y casi la conciencia.
-No importa. Ya te vas a recuperar –dijo.
-Creí que la pasta era para cicatrizar heridas.
Me recuperaba. Ya podía hablar casi con normalidad. Berardi,
que estaba alerta en la cama por si me caía de la silla, se relajó un
poco.
-En general, se usa para eso. Pero también ayuda a recuperar
energías. Y a agudizar los sentidos, cuando se debilitan.
-Parece que a mí me debilitó. ¿Estás seguro de que funciona para
todos?
-Es un efecto pasajero. Por unas veinticuatro horas, vas a contar
con las capacidades que un Corrector. O casi. Ya ves, Daniel
Kaufmann, que no tendrás que lastimar a nadie con tus tomas de
yoga.
-No sabés de lo que se salvan…
-Hablando en serio, ni aunque fueras campeón mundial de artes
marciales podrías enfrentarte a un Corrector. Ahora, vas a poder.
Pero cuidado, que el efecto pasa de golpe, y te puede dejar muy
cansado.
-Entonces no sólo de los alimentos sacan ustedes los poderes que
tienen...
-¿Poderes? ¿Qué poderes? Todos los Correctores tenemos las
mismas capacidades, sin tomar esta pasta. Y los Correctores no
somos tan fuertes, ni tan rápidos, ni tan atentos, comparados con
otros.
-No me imagino que pueda haber personas más fuertes que
ustedes.
162

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Eso es porque no conocés a los Guerreros de la Jerarquía. Los
Oficiantes. Y no los querés conocer –sentenció Berardi.
A través de la puerta llegó la voz de Jorge Lascano, desde el
patio, anunciando que los transportes ya estaban listos. Berardi
me ayudó con la corbata, y me hizo poner el saco. Después me
tomó de un brazo, y salimos de la habitación.
En el patio me crucé con Claudia. Nos acercamos, me sonrió, me
tomó una mano. En la otra tenía un 22 corto, que me pareció
bastante inútil en la batalla que estábamos por librar.
-¿Por qué no te dan un arma mejor? ¿Qué quieren, que te
suicides? –dije.
-Yo estoy con la Juventud Peronista que llega por la Autopista
Ricchieri. El arma es sólo en caso de necesidad. Mi función es
cubrir a la gente lo mejor posible –respondió.
-Quiero ir con vos…
-Los lugares ya están asignados. No se pueden cambiar porque sí.
Hagamos las cosas bien, Daniel, que no es una misión sencilla –
dijo, apretando mi mano con fuerza, y a la vez con suavidad.
-Yo no voy a estar en el palco, con los asesinos que te van a
disparar. Quiero ir con vos –insistí.
Entonces ví cómo Claudia dejaba de ser una chica de la que me
estaba enamorando, y se convertía, nuevamente, en una
Correctora. Me soltó la mano, dio un paso atrás, trató de
componer una mirada dura, que en los ojos azules no podía
durar más que unos segundos.
-Tenemos órdenes –dijo, secamente-. Son así. No se discuten. Ya
habrá tiempo para nosotros.
Antes de alejarse, me acarició la mejilla. El saludo trató de ser
distante, pero su mano en mi cara no la dejaba mentir. Un poco
163

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
más allá distinguí a Carmen, que no nos había dejado de mirar.
Supuse que Claudia no se atrevería a cuestionar sus órdenes. Y
que tampoco a mí me convenía hacerlo. Recuerdo el miedo
súbito de no volver a verla, y el miedo al miedo de imaginar algo
así, que me borró de inmediato ese pensamiento.
De todos modos, algo había pasado. A la distancia, creí reconocer
la entrada y salida del aire cuando Carmen respiraba. Con un
esfuerzo, me pareció casi oír los latidos del corazón de Claudia.
La pasta verde, que potenciaba mis sentidos, debía estar
haciendo efecto.
Una vez más, estaba en deuda con Rafael y con Berardi. La
decisión de darme la pasta verde había sido, sin duda, de ellos
dos. Si lo que decían era cierto, en la Puerta de 1917 sería capaz
de combatir como un Corrector, sin miedo a que me liquidaran
con el primer golpe.
Eso, claro, si no tenía enfrente a Claudia.
Cuando la misión de Ezeiza terminara, podría ir a la Puerta de
1917 con el FAL en la espalda. Como todos, sin apuntar contra
nadie.
Mejor así.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
junio, 1973
43
Nos metieron en una ambulancia con las ventanas pintadas. Es
decir, en un simulacro de ambulancia: en lugar de material para
atender enfermos, o heridos, la parte trasera estaba llena de
objetos para producirlos. Armas largas. Pistolas. Cajas de
municiones. Detrás del asiento delantero, donde viajaban el
conductor, una mujer desconocida y Berardi, había dos chapas
horizontales, a modo de asientos, atornilladas a la carrocería.
Rafael y yo nos ubicamos allí, frente a frente.
-En cuanto amanezca te ponés los anteojos –dijo Rafael.
-No los voy a usar en la oscuridad.
-Podrías usarlos, pero llamarías la atención. ¿No estuviste con
Berardi?
Sin responder, tomé del saco los anteojos negros y me los puse.
La noche era cerrada. Los vidrios pintados dejaban apenas que
llegara un simulacro de luz callejera. En una situación normal no
habría visto ni a diez centímetros, con o sin los anteojos. Pero la
pasta hacía cada vez más efecto: distinguí claramente mis pies,
las armas apiladas en la parte trasera, las letras mínimas de sus
marcas, la cara de Rafael, su boca curvada en una sonrisa, mis
manos, mis palmas, las líneas de la mano en las que alguna vez
creí que podían leerse los signos del destino. Cada sonido, cada
susurro, llegaban con claridad, superpuestos y sin embargo
distinguibles. Pensé que si alguien me hubiese contado ese
cambio, no le habría creído. Pensé que, de haberle creído,
hubiese imaginado que adaptar la mente a esa maraña
interminable de sensaciones tendría que ser una tortura, un
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
ataque a los sentidos capaz de volver loco al más sereno. No era
así. Veía todo. Oía todo. Procesaba todo. Una sensación única.
Agradable. Inmediata. Poderosa.
-Ya veo que estuviste con Berardi. Sacate esos anteojos, por favor
–dijo Rafael.
Cada tanto, las sacudidas de la ambulancia y su andar desparejo
revelaban que salíamos del pavimento, para avanzar por el pasto.
Por sobre el ruido del motor, y de las ruedas contra el terreno,
me llegaban, claras y distintas, las voces de personas que
caminaban hacia el punto de encuentro en Ezeiza.
Quise probar mi fuerza. Tomé con los dedos la chapa del asiento
donde viajaba. Era de hierro grueso, como para soportar un
pasajero de cien kilos. No me costó mucho doblarla, casi hasta
dejar el índice enrollado.
-Soy un superhombre –dije sin pensar.
-No es para tanto. Una bala en la cabeza, bien colocada, te puede
matar. Como a cualquiera de nosotros –observó Rafael.
Recordé al Corrector que había recibido el impacto de mi
Remington 30.06 en el campo. Yo le estaba apuntando a la
cabeza. Y, por lo visto, había quedado tan muerto como
cualquiera. Pero con todo a mi favor (el sol de frente, el viento, la
sorpresa), sin tiempo de apuntar, y con un arma de mala muerte,
casi me había liquidado.
Unos minutos después, pensé en consultar la hora. Supuse que
mi reloj sería tan inútil en 1973 como lo había sido en 1934. Se lo
dije a Rafael.
-Es más inútil que en 1934 –respondió-. Aquí, en 1973, la Tierra
da una vuelta completa alrededor del Sol en veintinueve horas de
las tuyas. De todos modos, no vas a necesitar ningún reloj.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-¿Qué hora es?
-Casi las dos de la mañana. Faltan doce horas y media para que
comience la tragedia.
-Que ustedes van a provocar, porque acá nadie iba a matar a
nadie.
La mujer desconocida se volvió para mirarme. Rafael ignoró el
tono de mi reproche. En ese momento comprendí que, tal vez,
tanto ella como el conductor no tenían idea de lo que planeaban
los Revelados. Tuve un escalofrío, al imaginar que, por descuido,
había dicho algo inconveniente.
-Los Correctores cumplimos con una misión sagrada del Señor –
dijo Rafael, en voz más alta de la necesaria para nuestros oídos
anormales-. Creímos que ya lo habías entendido, Daniel
Kaufmann.
-Lo entendió, Rafael Montini. Dejalo en paz –intervino Berardi,
sin volverse a mirar.
Debía ser como imaginaba. Nuestros dos acompañantes no
formaban parte de los Revelados. La ambulancia circulaba por el
pavimento, luego de abandonar la travesía por el pasto.
-Claro que lo entiendo. Sólo me estoy acostumbrando –
murmuré.
Poco más de doce horas, y comenzaría la tragedia. En algún
momento, cuando terminara esa lucha, comenzaría otra batalla,
en la Puerta de 1917. Pero en la Puerta serían iguales contra
iguales: una lucha de titanes, que los griegos habrían ubicado en
el Olimpo, o más allá. En Ezeiza, en cambio, se repetiría una vez
más la matanza de hombres comunes contra hombres comunes,
por la sola razón de que una vez, miles de años atrás, había
sucedido en Tierra Guía.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Una frase de Karl Marx, repetida hasta el cansancio por
pensadores y supuestos pensadores, afirma que cuando en la
historia un hecho se presenta como tragedia, si se repite, vuelve
en forma de comedia. Palabras más, palabras menos, ese es el
espíritu de la frase. En esa falsa ambulancia, llegando a la zona
donde tantas veces antes se había desplegado la misma tragedia,
pensé que el Karl Marx de Tierra Guía hablaba, sin duda, de
buena fe.
Pero en nuestros mundos, cautivos de la Jerarquía, la historia
regresaba como tragedia.
Una, y otra, y otra vez.
44
marzo, 2012
Cenamos en el restaurante de siempre, tras haber viajado en el
colectivo de siempre. La bandera española se ve un poco más
desteñida. La comida parece un poco peor. Debe ser mi
imaginación, pues ni siquiera lo malo empeora tan rápido. Rafael
Montini termina su eterno asado con papas. Por precaución, esta
vez no pedí tomates. El matambre con ensalada rusa no es gran
cosa, pero la mayonesa está un poco menos agria que lo habitual.
Algo es algo.
-Te veo decaído, Daniel Kaufmann –dice Rafael Montini.
Las chicas montan guardia frente al hotel. Esta noche no llueve.
Tal vez por eso tienen menos clientes, y se dedican a bromear
entre ellas, con risas agudas que atraviesan el paso de los coches,
y perforan la vidriera del local donde cenamos.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-¿Te parece? Puede ser. Contar lo que pasó en Ezeiza no me pone
del mejor humor posible –digo, mirando la ventana para no ver
el plato.
-Ya veremos qué humor te produce contar lo que pasó después.
El humor puede ser bueno, o malo. Lo importante es que exista.
Tenerlo, o que alguno lo tenga y lo sepa transmitir. Me viene a la
memoria un sueño, una noche de vacaciones, mil años antes de
que todo esto comenzara.
En el sueño llegaba al lobby de un hotel con rambla, sobre la
playa. Junto a la barra, se dispersaba una multitud, reunida
desde antes de que yo ingresara. Al cruzar la barra, ya casi vacía,
un anciano estiraba su bastón y me tocaba el brazo. No me
costaba reconocerlo. Era Borges. El Borges del sueño se hacía el
ciego, pero veía. No podía creer que me hubiera elegido, pero
estaba hablando conmigo. “Estos”, decía, refiriéndose a los que lo
habían rodeado en la barra, “se acercan, y creen que me elogian
con cualquier tontería que dicen. Los peores son los literatos, que
se toman todo en serio”. Yo lo escuchaba, sin creer que estaba
junto a él. Incluso en el sueño, sabía que Borges estaba muerto.
Como ocurre en los sueños, Borges leía mi pensamiento. “Vos
también creés que estoy muerto, ¿eh?”, decía. “Todos cayeron.
Mirá, en la vida no alcanza con usar los cinco sentidos. Ese es mi
secreto. La gente cree que existen cinco sentidos, pero yo tengo el
sexto”. Borges me miraba y sonreía, con una expresión más de
hombre de la noche que de gran escritor. “¿Y sabés cúal es el
sexto sentido? ¡El del humor!”, exclamaba de pronto, y se alejaba
de la barra, casi bailando. Del fondo, a un costado, aparecía una
orquesta tropical, que repetía, con música de cumbia: “¡El sexto
169

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
sentido del humor! ¡El sexto sentido del humor!”. Borges
caminaba hacia la playa con dos adolescentes en bikini.
Esa noche desperté con una sensación absurda, pero agradable.
Casi tuve el deseo de que ese Borges hubiera existido. La
evocación del sueño me habrá hecho sonreír, como desde aquella
noche cada vez que lo recuerdo.
-No creí que lo pasó en la Puerta de 1917 te resultara gracioso,
Daniel Kaufmann. No tuvo gracia, en ningún sentido –dice
Rafael, desconcertado.
-Qué va a ser gracioso. Ni siquiera se cómo voy a escribirlo. Es
que recordé un sueño. Un sueño medio absurdo, que tuve hace
muchos años.
-No hay sueños absurdos. Ni siquiera es absurdo que nos vuelvan
a la memoria en el momento en que vuelven.
-Bueno, que lo recuerde ahora parece medio absurdo…
-Contame el sueño. Me interesa.
Se lo cuento.
-Que lo recuerdes ahora da cuenta de algo que deberías analizar.
Si tuviéramos lo que no tenemos, que es tiempo –sonríe-. No
parece tan difícil de entender. Necesitás el humor, como un sexto
sentido que te alivie de lo que vas a escribir. Es un deseo que
tuviste, y que ahora vuelve, con un significado distinto. Mientras
duró lo que te dimos, también tuviste algo parecido a un sexto
sentido. Y podrían analizarse muchas otras cosas. Pero depende
de vos…
Se queda en silencio, pensativo.
Nunca le pregunté con qué sueña, en el poco tiempo que dedica a
dormir. Decido que alguna vez debería. Imagino que nunca lo
haré.
170

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Aunque mejor sería preguntarle si en Tierra Guía siguen
creyendo en Freud, pienso.
Si viven, pienso, en la Verdad de Freud. En la Certeza del
discurso que cambió para siempre la mirada del arte, de la
filosofía, de la historia, de la cultura. En eso que hasta
confunden, algunos, con una religión.
No conozco mucho el tema. Pero trato, sin darme cuenta, de
analizar el sueño.
Los manteles son de papel blanco, barato. Un mozo me presta
una birome grasienta, casi tan vieja como él. A ver qué se me
ocurre…
Que el humor sea un sexto sentido pudo significar algo cuando
tuve el sueño, pero ahora debe remitir a otra cosa. A la pasta
verde, con la que creí tener más sentidos de los que nunca pude
haber imaginado. A la cumbia que suena todo el tiempo en el
hotel del Once, y que desearía que se pareciera a la del sueño.
Tropical. Al intento inútil de escribir, después de haber leído a
Borges. O al deseo de escribir como él, que sólo podría realizar en
sueños. A Claudia en bikini, ya que estoy asociando ideas sin
detenerme a pensar. A una playa bien lejos de todo esto, aunque
no siempre me guste la playa. Una playa que no sea una playa,
una no-playa donde pueda ver el mar, mirar el mar sin ver la
playa, mar no playa, mar playa, marpla ya, pleamar, plenamar
ya, plena marcha…
-¿Y por qué te parece que justo ahora recordaste ese sueño? –
interrumpe Rafael.
Arranco el pedazo de mantel. Se lo paso a través de la mesa.
-No está mal. Asociaciones libres. Pero habría que ir más a
fondo, y nos llevaría más tiempo del que tenemos. No repito lo
171

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
del tiempo para apurarte, sino porque es así. De todos modos, lo
que creo es que te está costando llegar a lo que pasó en Ezeiza. Y
mucho más a lo que pasó después –dice, y termina la botella de
vino.
-Y, sí. Me estará costando…
-Plena marcha… como la marcha en el campo. Y como la de esos
que llegaron del bosque. Y como la nuestra, desde que escapamos
–vidrio en los ojos de Rafael.
-Fue una idea más. No soy yo el que se queda con ella. Si
continara escribiendo, podrían salir otras –intento que el vidrio
no se derrita.
El vidrio sigue sólido. Rafael siempre lo consigue.
Ahora va a cambiar de tema. Ya lo conozco.
-¿Quérés que adelantemos la entrevista, así no tenés que escribir
ahora lo que pasó esa noche? ¿Así postergás la plena marcha?
Mi sexto sentido del humor no es ni cercano al de Borges. Y lo
que debo contar no se presta para el sentido del humor, así fuera
el séptimo.
Si dejo de escribir en orden cronológico, tal vez nunca siga con el
relato.
Lo pienso, y sé que Rafael también lo piensa.
No falta mucho. Un día y una tarde interminables, la noche
inesperada, ábrete sésamo de una Puerta borrada del mapa,
escombros, polvo, jardín en ruinas. Oscuridad que nunca debió
ser, que siempre debió ser. El último recurso: la escritura.
Ofrece adelantar la entrevista sólo para mostrar que no hay otro
camino que escribir, de corrido, hasta el final.
No le contesto. Sabe que no hace falta.
El sabe que yo lo sé, y yo sé que él sabe que lo sé.
172

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
45
junio, 1973
Había oído hablar del palco de Ezeiza. Nunca imaginé que fuese
tan grande. Sobre la plataforma, estructuras tubulares daban
soporte a las columnas de sonido, y a tres fotos gigantescas. En el
medio, el General Perón. Evita a la derecha, Isabel a la izquierda.
Desde el punto de vista del caudillo, del Padre, era lo correcto: el
Primer Apóstol a la derecha, el Segundo a la izquierda. Para
quien tratara de darle un sentido ideológico, no dejaba de ser una
ironía. Pero a esa altura de las circunstancias no todos tenían tan
claro que Evita quedaba a la izquierda, e Isabel (lo haya sabido o
no, pobre mujer) a la derecha.
Por la autopista llegaban grupos diversos, todavía separados
entre sí. El palco estaba cercado por dos vallas concéntricas, que
impedían acercarse a menos de cien metros. Detrás de la primera
valla, varios millares de hombres con brazaletes verdes (supe
después que pertenecían a agrupaciones sindicales). Detrás de la
segunda, último bastión hacia el palco, cientos de matones con
armas largas de todo tipo. No parecían de ningún sindicato. A
menos que fueran del Sindicato Unico de Trabajadores del
Crimen de la República Argentina. SUTCRA. Hasta podían tener
un hotel propio en Mar del Plata.
Un ruido a carpintería llegaba de los árboles cercanos: cuadrillas
ocultas por el follaje armaban una especie de tarimas, para
mayor comodidad de los francotiradores.
Cruzar el primer vallado había sido relativamente fácil. Cuando
llegamos al segundo, Berardi, Rafael, y yo fuimos detenidos,
173

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
antes de acercarnos, por un grupo armado con fusiles y
ametralladoras. Imaginé que Rafael y Berardi no tendrían
problemas, por más trabas que quisieran ponerles. Pero antes de
que nos hicieran la menor pregunta, uno de los tipos nos
reconoció.
-Ah, son ustedes –dijo-. Pasen, pónganse cómodos.
-Capitán Chavarri, le presento a Daniel Kaufmann –dijo Berardi.
Había varios matones cerca. El tipo hizo un gesto de
desconcierto, o de hostilidad. Yo le había tendido la mano, que
me dejó suspendida en el aire.
-¿Kaufmann? ¿Con una ene, o con dos? –casi gritó, con voz
ronca. Los que estaban cerca prestaron atención.
-Con dos, capitán –respondió Berardi, sin darme tiempo a
hablar.
-Excelente –y me estrechó la mano, de nuevo casi a los gritos-.
Bienvenido, Herr Kaufmann. Aquí tendrá ocasión de probar el
valor de su raza.
Nos guió unos metros, dentro del vallado, luego de ordenar a sus
hombres, que habían sonreído al ver el saludo del capitán, volver
a su puesto. Cuando estuvimos los cuatro solos Chavarri cambió
de actitud, con esa velocidad a la que los Correctores ya me
tenían acostumbrado.
-Perdón, Daniel Kaufmann –dijo-. Estos nazis que tengo a cargo
son locales de este mundo, no Correctores.
-Pero usted sí.
-Por supuesto. El capitán Chavarri figura en la historia. En unas
horas me va a matar en el campo un muchacho, al que también
van a liquidar. Por supuesto, es de los nuestros.
174

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-¿Lo van a matar y a usted no le importa? –no pude evitar el
asombro.
-Bueno, van a creer que Simona me mató, y que después lo
mataron a él. Está todo preparado. Pero si tuviese que morir de
verdad, cumpliendo mi tarea de Corrector, sería el orgullo más
alto en honor a la Jerarquía –repuso tranquilamente.
Desde esa madrugada, hasta hoy, los hechos no me permitieron
leer demasiado. Sólo puedo deducir lo que pasó, y darle a leer el
texto a Rafael, para que confirme si estoy en lo correcto.
Alguna vez, en Tierra Guía, los asesinos y las víctimas merecieron
un lugar en la historia. Pero en cada reiteracion de la masacre de
Ezeiza, todos ellos tienen que ser Correctores. En especial, los
que luego formarán parte de la Triple A. Y, más tarde, de los
paramilitares de Videla. El resto, los muertos íntimos, los que
sufren de verdad, pertenecen al mundo donde transcurre el año
1973.
Lo mismo debe ocurrir con cada personaje, en cada momento
histórico. No sólo en lo militar y en lo político, sino en cada una
de las expresiones de esa humanidad que vive su Pasión de la
Historia: el arte, la ciencia, la tecnología, la arquitectura.
De todos modos, era difícil ver al capitán Chavarri como un
Corrector, y no como un simple matón. Más difícil fue mantener
la calma cuando me presentaron al falso teniente coronel Osinde,
mientras observaba, con aparente conformidad, simulacros de
tiro de sus hombres, que obligaban a tirarse al piso a la multitud
indefensa y creciente.
-En Tierra Guía esto nunca fue así, pero los Correctores nos
tomamos la libertad de inventar los simulacros –me dijo en un
momento en que estuvo cerca.
175

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Supuse que se tomaba la molestia de hacer ese comentario
porque ya sabía de dónde había venido. Sabía que era un
invitado, no un Corrector. De cualquier forma, no entendí ese
asunto de los simulacros inventados. Prefería que Rafael, que
estaba casi a mi lado, me lo explicara un poco mejor.
Se lo dije.
-Es la única forma de que la gente esté preparada, y se tire al piso
a tiempo. Se da la orden de disparar por sobre las cabezas de la
multitud, pero más de un matón local no la cumple. Con los
simulacros tratamos de que haya la menor cantidad posible de
personas muertas, por los locales, o por accidente –no respondió
Rafael, sino el propio Osinde.
-Entonces, en Tierra Guía mataron a muchas más personas que
en los mundos donde ustedes intervienen –me atreví a decir, un
poco asustado frente al hombre de apellido siniestro que
empuñaba un arma larga.
-No estoy aquí para decirte cuántos cayeron en Tierra Guía –
respondió, sin dejar de supervisar a sus tiradores-. Ya te lo
contarán tus amigos. Pero sí, es cierto que tratamos de reducir al
mínimo las bajas, mientras la Jerarquía no se oponga.
Estuve por decirle que lo mejor habría sido evitar una matanza.
Sobre todo en ese mundo, donde tal vez nunca hubiera ocurrido.
Rafael debió adivinar mi pensamiento, porque me tomó del
brazo y me alejó de Osinde, con la excusa de revisar el vallado.
A esa hora (serían las tres de la mañana) había ya una multitud
considerable. Podían ser cientos de miles. La gente presionaba el
vallado, tratando de acercarse al palco tanto como fuera posible.
Desde una torre de sonido, un tipo disparó su escopeta. La gente,
176

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
enardecida, comenzó a arrojar piedras contra un puesto
sanitario. Entre quienes atacaban el puesto reconocí a Claudia.
-¿Y ese loco de la escopeta? ¿También es un Corrector? –le grité
a Rafael, por sobre el rugido de la multitud.
-Sí, es uno de los nuestros. A esta hora tenía que producirse este
incidente, como siempre –respondió.
Tenían todo sincronizado, como una agenda mortal que
impediría la menor desviación, con falsos derechistas y falsos
militantes infiltrados entre la gente inocente (y entre la
culpable), con la misión de evitar el falso discurso de un falso
Perón, que no podía ser más que otro Corrector, imitación del
General que una vez había regresado triunfante del exilio.
Todo sincronizado. Incluso la Hecatombe, acechando con cada
golpe del calendario que acercaba ese mundo al siglo veintiuno.
46
marzo, 2012
Elisa no tenía nada que la hiciera atractiva, al menos para un
hombre que pudiera elegir. Cómo consiguió ese marido, siempre
será un misterio. Hasta el mugriento Ricardo podía aspirar a algo
mejor. Fue su jefe, su tirano, su guía, y, finalmente, su socio en
los negociados del Sector Público. No creo que haya sido su
amante.
Cuando vi a Claudia, con el jean ajustado, tirando piedras contra
el puesto sanitario, me pregunté qué mérito podría tener yo para
que me hubiera elegido. No me sentía, frente a ella, mucho mejor
de lo que se sentiría Elisa frente a casi cualquier hombre.
Claudia tomaba una piedra del piso, estiraba el brazo hacia atrás,
y al replegarse la campera corta, el busto estallaba contra la
177

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
blusa. Se inclinaba con la inercia al arrojar la piedra, y el jean
mostraba una perfección literal, fuera de toda escala. Bendije la
visión aumentada que me había dado la pasta de Berardi. Maldije
la distancia entre nosotros. Apenas unos cientos de metros, que
no tenía forma de sortear.
En aquél momento no lo pensé, pero ahora entiendo que no
usaba toda la fuerza de la que disponía. Hacerlo, habría
convertido sus proyectiles en armas mortales. Pero ahí estaba,
con el doble movimiento que era una danza, capaz de hipnotizar
a cualquiera que la descubriera entre las miles de personas
enfurecidas contra el que había disparado sólo porque era la hora
de disparar. Y yo la miraba, sabiendo que en algún momento
también ella miraría el palco, aunque no pudiésemos evitar ese
papel inventado de adversarios.
Ayer, en el restaurante español, creí ver por la ventana dos chicas
parecidas a Carmen y Claudia. Era de noche, y mi visión ha
vuelto a sus límitaciones naturales. Tal vez las ví parecidas
porque quise verlas parecidas. Una superposición del recuerdo
sobre la imagen, como el que está con el amigo viejo a quien
conoce desde la juventud, y bajo el aspecto gastado sigue viendo
un rostro que hace décadas dejó de existir, y le parece que el
amigo está igual que siempre, y se lo dice.
Cenando con Rafael Montini, imaginé que podía salir del
restaurante, cruzar la calle y entrar al hotel con una de esas
chicas. ¿A cuál habría elegido? ¿A la imitación de Carmen, para
estar con ella como si fuese 1934? ¿O a la de Claudia, para verla
entera, sin la blusa y sin el jean, como quise verla esa noche de
1973? A esa altura, ya no tenía dudas.
178

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
De todos modos, no habría resultado. Claudia Iriarte era mucho
más que un envoltorio. Carmen también. Eran la inteligencia, la
lealtad, el sacrificio incluso por aquellos cuyos ideales no
compartían. Correctoras que, en otra situación, hubiesen
corregido mi vida para siempre. Esa noche estaban ahí, una
frente al palco, la otra en la Ruta 205, convergiendo a un lugar
donde yo seguía pensando en saltar la todas las vallas, en romper
todas las reglas, para escapar, a través de puertas desconocidas,
hacia un mundo donde las cosas pudieran ser distintas.
47
junio, 1973
La multitud se había calmado. Más gente llegaba, desafiando la
madrugada. Por todas partes, fuegos encendidos. El olor a
comida mezclado con el de la pólvora, que el aire se negaba a
disipar. Los gritos de mando entrelazados con cantos que
formaban un entramado distinto, desde todas partes, algunos
acompañados por guitarras.
Con mis nuevos sentidos, recibía todo. Procesaba todo. Sentado
al borde del palco, con las piernas colgando. Junto a Rafael,
también sentado. No sé si estaba tan cerca por hacerme
compañía, o para evitar que hiciera o dijera algo indebido. Ni le
pregunté, ni me lo dijo.
Una voz solitaria, que venía, calculé, de unos pocos metros hacia
el este, cantaba con registro de bajo:
“Qué dirá el Santo Padre
que vive en Roma,
179

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
que le están degollando
a sus palomas”.
Una voz muy cercana, bien distinguible en el tumulto. El timbre,
agradable, sugería un gran sentido musical, y cierta edad.
-A las palomas las van a degollar aquí mismo –dije,
distraídamente.
-¿Las palomas? ¿Escuchás el murmullo de Lascano? Parece que
la pasta verde te hizo más efecto del que esperábamos, Daniel
Kaufmann –se sorprendió Rafael.
-No hace falta un gran oído. Está cantando casi junto a nosotros
–observé.
-Lascano está sentado a más de trescientos metros. Allá, cerca de
los árboles.
Señaló un punto en la noche. Descifré un hombre solo, cubierto
con una frazada, casi a la vera del bosque. Fijando un poco la
vista, lo reconocí. Incluso deduje, finalmente, que era su voz.
-Ya vas a aprender a usar tus capacidades, mientras duren –dijo
Rafael, frente a mi expresión de asombro-. No te sorprendas. Te
hizo más efecto que a cualquiera que haya conocido. El
sorprendido debería ser yo.
-Cómo no me voy a sorprender. Esto es increíble –murmuré.
-Además, no sé por qué se le da por cantar esa canción justo
aquí. Está bien, nadie lo oye, excepto nosotros. Pero por aquí no
debe haber muchos que simpaticen con el hombre a quien está
dedicada.
-Julián Grimau –dije, pues acababa de oír en la canción ese
nombre-. ¿Quién es?
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-En Tierra Guía fue un militante comunista, asesinado en España
por la dictadura de Franco. Por eso Lascano debe acordarse de él.
-Creí que los Correctores tenían asignada una zona, y que no
salían de ahí…
-Tenemos una zona, pero a veces hay misiones que nos obligan a
viajar. Lascano tuvo que ir a España, hace diez años de este
planeta, como agente encubierto del Partido Comunista. La
muerte del Julián Grimau original es, en Tierra Guía, un ejemplo
de cómo la Certeza puede ser superior a la fe –dijo Rafael.
-Pero si era del Partido Comunista no debía estar de acuerdo con
la religión. ¿Cómo puede un ateo ser un ejemplo? ¿Ejemplo de
qué?
-El ateísmo es la Certeza de que el Señor no existe. Una Certeza
equivocada, pero una Certeza, al fin. En eso, los ateos son más
parecidos a nosotros que los religiosos de los mundos no
consagrados. Además, en el asesinato de Julián Grimau pasaron
cosas muy raras. Casi milagrosas.
Rafael se había entusiasmado. También yo me había interesado
por lo que contaba. Era sorprendente que los místicos de Tierra
Guía honraran a un ateo como ejemplo de la Certeza, y hablaran
de su muerte como algo parecido a un milagro. Quise saber más
sobre esa historia, tan extraña, incluso en medio de lo extraño
que estábamos viviendo.
Se lo dije.
-A Julián Grimau le montaron un juicio que fue una farsa. El
teniente español que lo defendió perdió el cargo. El fiscal ni
siquiera era un abogado. El absurdo y las ganas de asesinar de
Franco eran tan grandes, que la indignación recorrió el mundo.
Hasta el Papa Juan XXIII trató de interceder en favor del
181

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
condenado. Cuando lo llevaron a la ejecución, la Guardia Civil se
negó a formar el pelotón de fusilamiento. También se negó el
capitán general de Madrid. Todos franquistas, pero ninguno
quería matarlo. Al final, por orden de Franco, lo fusilaron con un
grupo de soldados de reemplazo. Y aquí viene lo más raro: le
dispararon veintisiete balas, y siguió con vida. El teniente que
mandaba el pelotón tuvo que rematarlo con dos tiros en la
cabeza. A ese verdugo, el fantasma del crimen lo persiguió el
resto de su vida. Terminó en un manicomio.
-Un comunista que murió como un Santo…
-Un hombre que vivía en la Certeza, aunque se tratara de una
Certeza equivocada. En el tiempo y el lugar adecuados, tal vez
habría sido de los primeros en conocer la Verdad…
-Y en cada mundo, un Corrector ocupa su lugar.
-No, Daniel Kaufmann. Esa misión es demasiado peligrosa para
un Corrector. A Julián Grimau tiene que representarlo un
Guerrero de la Jerarquía. Un Oficiante.
182

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
marzo, 2012
Repaso el diálogo anterior.
48
Recuerdo esa figura que hasta los Correctores parecen temer. O
respetar. O las dos cosas.
Un Oficiante. Un Guerrero de la Jerarquía. Alguien dispuesto a
recibir veintisiete tiros, y dos más en la cabeza.
Una misión que sólo puede aceptar un suicida, no un Guerrero.
Rafael Montini parece adivinar que lo estoy mirando, y levanta la
cabeza. De pronto recuerdo la curiosidad que tuve cuando me
habló de los Oficiantes, y la certeza de que sólo un suicida podría
estar en el papel de Julián Grimau.
Se lo digo.
-Es una misión peligrosa. Para un Oficiante, no siempre es
mortal –dice.
La respuesta me descoloca. Ningún ser humano puede recibir esa
cantidad de balas y seguir viviendo. Imagino que los Guerreros
de la Jerarquía no son humanos. Que son robots, como el T-101.
Terminator místicos. Tejido vivo sobre un esqueleto de metal.
Se lo digo.
Sonríe, se acomoda en la silla, parece buscar una respuesta que
no encuentra. Por fin se decide a hablar, y habla:
-No, Daniel Kaufmann. Lo de Terminator está inspirado en ellos,
como tantas obras de la ciencia ficción. Pero no son robots. Son
tan humanos como vos y como yo. No puedo explicarte la fuente
de su resistencia, porque yo mismo no la conozco.
-¿Pero son mortales? ¿Se los puede matar?
-Son mortales, como todas las criaturas del Señor. Y por
supuesto que se los puede matar. Lo que, por si no lo notaste, no
183

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
es lo mismo. Tal vez algunos Oficiantes hayan muerto en el papel
de Julián Grimau, en distintos mundos.
-Van a la muerte, y no les importa…
-Les debe importar. Pero morir sirviendo a los Señores de la
Jerarquía es el honor más alto para un Oficiante. Y también para
un Corrector. Hay otros casos en la historia. Casos que tal vez
conozcas, porque se trata de personajes famosos.
No recuerdo ninguno. Nadie ni parecido a Julián Grimau.
Se lo digo.
-Aquí, en Argentina, el Sargento Cabral. Mientras salvaba a San
Martín, recibió tantos sablazos que ni un Corrector podría
resistirlo. No sé cómo habrá resistido ese héroe lo que sufrió en
Tierra Guía, para salvar al Libertador. En los Estados Unidos, un
extraño personaje, llamado Eddie Rickenbacker. El sargento
Alvin York, en la misma época. Y en Rusia, por ejemplo, el monje
Rasputín. Algo habrás oído sobre él.
-El nombre me suena. Pero no sé quién era, ni conozco sus
hazañas.
-No las llamaría hazañas. En Tierra Guía se lo recuerda como un
personaje más bien siniestro. Pero cuando le llegó la hora,
parecía inmortal. Primero le dieron un veneno capaz de matar a
un caballo. No le hizo nada. Después lo apuñalaron varias veces,
lo metieron en una bolsa y lo tiraron al mar. Envenenado,
apuñalado, encerrado en la bolsa y sumergido en el agua helada,
se las ingenió para seguir viviendo. Salió de la bolsa, y comenzó a
nadar hacia la costa. Finalmente lo remataron a tiros.
-Y ningún Corrector podría soportar una muerte así…
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Casi ninguno. Para la muerte de Rasputín, la Jerarquía dispone
siempre que se envíe un Oficiante. La mayor parte de las veces,
logra vivir.
-¿Y si aparece un Oficiante? ¿Qué hacemos?
-Nada.
-¿Salimos corriendo?
-No. A menos que tengamos un automóvil muy rápido, y que no
haya tránsito…
-¿Y cómo estás tan tranquilo?
-Si viene un Oficiante, no hay nada que hacer. Nada que yo
conozca. Pero hasta ahora, por la Gracia del Señor, no nos
encontraron.
Repaso el diálogo, iniciado una noche de 1973 por los versos de
Jorge Lascano, y continuado esta noche de 2012, donde ninguna
protección serviría de nada.
Nada se puede hacer al respecto.
Seguir escribiendo.
Llegar a los tiroteos de Ezeiza, seguir con lo que pasó en la Puerta
de 1917, perderme escribiendo para no pensar que acaso no sólo
son los Correctores quienes nos están buscando.
Todavía no nos encontraron. Pero nos están buscando.
No me gustaría tener enfrente a un Oficiante, al que mi
Remington 30.06 apenas le haría algo más que cosquillas.
Tampoco Rafael Montini quiere encontrarse con un Oficiante.
No hace falta que me lo diga.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
junio, 1973
49
Un hombre asesinado por Franco en Tierra Guía. Un Oficiante
que tomó su lugar en ese mundo, diez años antes de 1973, tal vez
con el apoyo de Jorge Lascano.
Una repetición. Una sumatoria de víctimas para los Señores de la
Jerarquía. Vivir la Pasión de la Historia, como una ordalía de la
que sólo ellos deben ser jueces.
Entonces, incluso la religión, la fe que los Correctores equiparan
a la duda, incluso sus dirigentes, debían ser parte de la ficción. O
víctimas de ella, en el mejor de los casos.
En eso pensaba. Involuntariamente.
Apoyé el fusil sobre las piernas. Miré las fogatas que brillaban:
cientos de luces, moldeando figuras que aguardaban con
esperanza un hecho que no iba a ocurrir. Qué dirían los que
estaban al tanto. Qué diría el Santo Padre, si alguien le
preguntara por el sentido de lo que pasaba.
-¿Qué dirá el Santo Padre, Rafael?
-¿Qué Santo Padre? ¿El Papa Pablo VI?
-No sé. El Santo Padre de la Jerarquía, supongo. El que los
manda a repetir este desastre que se podría evitar. El que sea –
dije, pensando en voz baja.
-Sobre la Jerarquía no te puedo hablar. Todavía no atravesaste la
Verdad, ni vivís en la Certeza.
-Pero hablando del Santo Padre, imagino que los Papas también
son impostores. Es decir, son Correctores, como ustedes…
-Como nosotros, no. Siempre son locales. Y cumplen funciones
de Correctores, si es necesario. Pero cuando abandonan su
mundo local, viven cerca de los Señores de la Jeraquía. Hay
186

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
quienes afirman que tienen contacto directo con el Salvador.
Como los grandes líderes de todas las grandes religiones.
Dos matones pasaron a nuestras espaldas. No sabíamos si eran
Correctores, o simples asesinos, así que guardamos silencio hasta
que se alejaron.
-De todos modos, también ellos son cómplices de los desastres en
la historia. Los Papas, quiero decir.
-Si lo querés ver de esa manera. Te aseguro que no disfrutan para
nada cuando toman decisiones difíciles. Hubo casos famosos, de
Papas que fueron más allá de sus atribuciones, para atenuar los
efectos de una época demasiado cruenta –dijo.
-En mi mundo de 1998 no conozco ningún caso. Pero tampoco
soy un experto en cuestiones religiosas. Si vos lo decís, debés
tener razón.
-En tu mundo de 1998, el Papa Pío XI no pudo soportar las
atrocidades del nazismo. Y eso que no le tocó vivir la peor parte,
pues durante la Guerra estuvo Pío XII. Hubo que trabajar mucho
para que el bueno de Pío XI no desatara una guerra directa del
Cristianismo contra Hitler. Eso habría cambiado totalmente la
historia de tu planeta.
-Y lo bien que hubiera hecho…
-Este no es ni el momento ni el lugar para hablar del tema.
Una mano tocó el hombro de Rafael. Los dos volvimos la cabeza:
Berardi. Le dijimos que se quedara con nosotros, pero no aceptó.
Por el contrario, nos pidió que lo siguiéramos. Bajamos del palco,
cruzamos las vallas, caminamos una distancia indefinible hasta el
descampado. Por lo que vino a decir, creo que se detuvo cuando
le pareció que estábamos lo suficientemente lejos.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Las últimas órdenes están cursadas. Carmen Gallardo confirma
el punto de reunión. Cuando hayamos terminado con el factor en
cuestión, hay Convención de Correctores en la Puerta de 1917 –
dijo.
El factor en cuestión era la masacre de Ezeiza. Nunca me
acostumbré a que los Correctores no llamaran a las barbaridades
que hacían por su nombre. Supuse que con ellos dos no habría
problemas en decir lo que pensaba.
Lo dije.
-No importa cómo llamemos a las cosas. Lo que importa es
nuestro plan –Rafael me interrumpió antes de que terminara la
primera frase.
-Pero acá se va a producir una matanza. No un factor en
cuestión. Esa es la verdad.
-La verdad tiene muchas formas, Daniel Kaufmann –dijo
Berardi.
-No me vengan con eso, que ni ustedes se lo creen –insistí.
Rafael y Berardi se miraron. Una mirada les bastaba para
ponerse de acuerdo. En ese caso, se pusieron de acuerdo en
ignorarme.
-Antes de que comience el tiroteo, vamos a reunirnos con los
otros líderes del plan. Hay que decidir cómo rodearemos a los
Correctores leales a la Jerarquía, y cómo les vamos a decir que
tienen que venir con nosotros, para evitar que lleguen a Tierra
Guía y den aviso –dijo Berardi.
-Sobre todo hay que controlar a Carmen Gallardo. No va a ser
fácil que se entregue. Y yo no voy a mover un dedo contra ella.
Ustedes lo saben –dijo Rafael.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-De Carmen se ocupa Jorge. Ya lo conversé con él. Está
confirmado que vamos a ser dos por cada uno de ellos. Hay que
mantener la calma, y evitar por todos los medios la violencia.
-En eso ya estábamos de acuerdo. Si cometemos el menor exceso,
la Jerarquía no nos perdonará. ¿Estás seguro de que todos lo
tienen claro?
-Sí, estoy seguro. Ahora, vamos a lo concreto. Detrás del Hogar
Escuela hay una casilla, que usa la gente de mantenimiento.
Jorge se encargó de aislarla para que no nos oigan. Nos
reuniremos allí, al mediodía, para armar la formación que
tendremos en la Puerta de 1917. En las horas siguientes, iremos
informando a nuestra gente.
-¿Tomando el fresco de la noche, camaradas?
Un hombre se había ido acercando, por detrás, tan sigiloso que ni
siquiera nosotros pudimos oírlo. Dio la vuelta y quedamos frente
a frente. Era Chavarri.
-Ah, sos vos –suspiró Berardi-. Creí que era otro de los
Correctores.
-Si no tienen más cuidado, en cualquier momento se les va a
acercar otro de los Correctores. Deberían irse un poco más lejos,
si quieren hablar –dijo Chavarri.
-Tenés razón. Pero ya dijimos lo que teníamos que decir. Vamos
–apuró Rafael.
En el palco todo seguía igual. En el terreno frente al palco,
Claudia se había sumado a uno de los grupos que cantaban.
Desde muchos puntos llegaba el sonido de radios portátiles que,
entre noticia y noticia, emitían temas musicales. Sin tomar en
cuenta mi reloj, le pregunté a Berardi la hora. Cuatro menos
cinco. En la marea sonora distinguí la voz de Roberto Carlos:
189

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
“Voy a seguir
una luz en lo alto
Voy a oír
una voz que me llama
Voy a subir
la Montaña y estar
aún más cerca de Dios
y rezar”.
En 1998, Roberto Carlos era un cantante brasileño pasado de
moda, que tuvo su fama durante mi infancia. En 2012 no lo debe
conocer nadie. En 1973, ese tema de Roberto Carlos debía estar
de moda: lo repitieron a distintas horas, en distintas radios.
¿Rezaban en Tierra Guía? ¿O la Certeza tornaba innecesaria la
oración? La religión siempre se había basado en la fe. Era casi
imposible imaginar que la religión más fuerte del universo, la
que guiaba todos los destinos, hubiera metido la fe en la vitrina
de un museo de antigüedades.
Berardi sacó su paquete de Jockey Club, y me lo tendió antes de
tomar uno para él. Lo rechacé, saqué un Marlboro, acepté el
fuego que me ofrecía. La montaña, el tema de un cantante viejo
que esa noche era joven. Algunos, cerca de las radios, repitieron a
coro la letra, como una plegaria.
Traté de imaginar cuántos, de los que festejaban, subirían en
unas pocas horas la montaña, como un Gólgota preparado de
antemano para repetir el sacrificio que debía tener lugar.
190

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
50
marzo, 2012
La ventana da al sur. El sol nunca llega al primer piso de esta
casa vieja, devenida hotel del Once. Con la ventana abierta, al filo
del mediodía, llega un reflejo indeciso de la vereda opuesta. Hay
edificios, viejos y nuevos. Y algunos árboles. Es lo único que se
ve.
Lo que se ve. Lo que no se ve. Lo que no se puede ver. Lo que no
se quiere.
Sin saber mucho de historia, sé que la CGT y los Montoneros
eran rivales. Pero la CGT no eran los asesinos de Osinde, ni
fueron luego los criminales del Brujo. Por lo que contaban, en
1998, quienes recordaban esa época, fue la propia CGT la que
logró vencer al Brujo, dos años después de la masacre de Ezeiza.
Pero en ese mundo de 1973, todo indica que la CGT y los
Montoneros no tenían el enfrentamiento que sí tuvieron en mi
mundo. O si lo tenían, no había sido tan grave, hasta que
intervinieron los Correctores.
A veces, se ve lo que se quiere ver. A veces, sólo se ve lo que se
puede ver.
Acaso sea lo mismo. Salvo unas pocas excepciones.
Si lo pienso bien, qué tenía que ver el enfrentamiento entre
sindicalistas y montoneros con la intervención de los matones de
Osinde. Nadie me habló nunca de esa conexión. Que tal vez no
veo porque no puedo ver. O, tal vez, porque no quiero.
-¿No te estás desviando un poco del relato?
Rafael, siempre atento. Hasta cuando parece que pasa por
casualidad, y que no tuvo tiempo de leer ni una palabra de lo que
escribo.
191

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Puede ser. No entiendo lo de la CGT y los Montoneros. Esos
matones del palco no parecían gremialistas –le digo.
-No es importante que lo entiendas o no. Es parte de la historia.
Los problemas entre los dos grupos son previos a Ezeiza, y se
agravan después. La CGT siente que pierde poder, y tolera a
ciertos violentos de derecha. Los Montoneros responden
matando al principal dirigente gremial, que para Perón era como
un hijo. Las cosas se ponen peor en 1974. Pero eso no te conduce
a nada.
-Como si lo que escribo me condujese a algo, más que a cambiar
de documentos y dejar de ser quien soy para siempre…
Es otoño, pero nos tocó una noche de calor. Como con lástima,
una brisa se cuela por la ventana. Las hojas que voy apilando
están bajo un enorme cenicero, que contraría el cartel de
“Prohibido fumar”, escrito a mano y clavado en la pared. El
cenicero es tan inútil para fumar como para evitar que las hojas
vuelen. Con esa brisa, no se mueve ni una hoja.
-¿Otra vez con el asunto de dejar de ser quien sos? ¿Preferís que
te encuentren?
Rafael sabe que no.
Para qué responderle, si lo sabe.
Para qué preguntarme, si lo sé.
Lo de Ezeiza tiene que haber sido un punto de inflexión. Un
escalón en la lucha entre las dos facciones. Si los Correctores no
actuaban, las facciones podían enfrentarse igual, o no. Pero en
ese mundo, en 1973, era posible un acuerdo. Y la preocupación
de los Correctores era que no hubiese acuerdo, sino un conflicto
mayor.
192

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Los Correctores no quieren ver que podrían mejorar los mundos,
en vez de hacer más graves los problemas.
No quieren ver. No pueden ver. Porque sólo ven a través de la
Jerarquía.
Tal vez no estoy de acuerdo con todo lo que proponen los
Revelados.
Pero los Revelados quieren ver. Y pueden ver. Y ven.
Es una pena que no tengan ninguna posibilidad de ganar.
51
junio, 1973
Dormí de a ratos, no más de un par de horas en toda la noche.
De todos modos, al mediodía no estaba cansado.
Nadie estaba cansado.
Era imposible ver hasta dónde llegaba la gente, cubriendo la
autopista y los terrenos circundantes. Los carteles navegaban en
esa marea de cabezas, algunos tratando de adelantarse hacia el
palco, otros inclinándose ante las olas que salían de ningún
lugar, para volver luego a su posición anterior. Muchos subían y
bajaban, tal vez por el cambio de brazos que debían turnarse
para sostenerlos. Y el conjunto daba, en efecto, la impresión de
un océano con barcos que, a falta de cascos, lucieran sus
nombres en el velamen. Las letras armaban denominaciones de
grupos políticos, provincias, barrios, ciudades, gremios, islas de
personas unidas por edad, por ideas, por nivel de estudios, por
sueños que en ese mediodía parecían reales, todos con un único
factor en común: Perón.
193

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Perón en fotos, Perón en nombre, Perón en siglas, con la V bajo
la P, signo prohibido durante casi dos décadas, que profetizaba el
deseo nacido el día mismo de su exilio: Perón Vuelve. Perón
volvía, y dos millones de hombres y mujeres, o acaso tres, ya se
preparaban para recibirlo. En Argentina, en 1973, eso
representaba más de un diez por ciento de la población.
Necochea, Junín, Montoneros, Catamarca, Unión Obrera
Metalúrgica, Balvanera, Rosario, SMATA, Juventud
Universitaria Peronista, Luz y Fuerza, Mendoza, Alianza
Libertadora Nacionalista, Unión de Estudiantes Secundarios.
Imposible seguir el orden de la regata, contar los veleros,
detenerse en las miles de boyas náuticas que surcaban la marea
con ruido de bombos, distinguir los cantos cruzados que sólo se
unían cuando en algún sector comenzaban, de nuevo, a entonar
la Marcha Peronista. Entre todas, la canción más ingeniosa la
aportaba un grupo de jóvenes, que se abría paso en formación de
cuña:
“Cuando yanquis y marxistas iniciaron las
conquistas,
llegaron hasta la Luna y encontraron
peronistas”.
Argentinos en la Luna. Es decir, peronistas. Lo que venía a ser
casi lo mismo.
Y por qué no.
Si Buenos Aires se había fundado dos veces, por qué no podían
los peronistas haber llegado a la Luna antes que Neil Armstrong,
que en ese caso vendría a ser, como don Juan de Garay, el
Segundo Fundador. Otra vez, como en la calle Ulrico Schmidl,
194

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
recordé las dos Fundaciones de Buenos Aires, y tuve ganas de
cuidar el éxito que estaba logrando en mi Segunda Fundación,
con Claudia Iriarte, luego del fracaso con Carmen Gallardo. Tal
vez todo era cuestión de saltar el vallado, de abandonar el FAL y
el traje y los anteojos negros, de pasar al otro bando y cubrir el
cuerpo de Claudia con el mío cuando empezara el tiroteo.
Quería olvidar la misión de los Correctores, la conjura de los
Revelados, vivir por única vez lo irrepetible, como el joven de
barba que no podía ser el mismo que había visto en mi mundo
entrar con la novia a un departamento, como las obras de arte
que hacían que la vida valiera la pena, como Claudia Iriarte.
52
marzo, 2012
Rafael Montini sonríe al leer las últimas páginas. Lo veo cansado,
como nunca lo había visto. No estoy seguro, pero creo que hace
días que duerme muy poco.
-Cómo te gustaba Claudia, Daniel Kaufmann –dice, sin dejar de
sonreír.
-Me gustaban las dos. Primero me gustó Carmen.
-Sí. Te entiendo.
Por su cara cruza una sombra, que lo deja serio y le acentúa las
ojeras. Apoya los papeles en la mesa, vuelve a mirarme, parece
reponerse de la congoja que nos persigue a los dos.
-Es curioso que hayas pensado en esos días en la Primera y la
Segunda Fundación de Buenos Aires. ¿Seguro que no lo estás
inventando ahora?
195

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-¿Por qué lo voy a inventar? ¿Todo tiene que ser idea tuya? –
respondo, molesto.
-Hace rato que me ves leyendo Fundación. Y también me viste
leer Fundación e Imperio, y Segunda Fundación…
-Entonces me das la razón. Todo tiene que ser idea tuya.
-No es lo que quise decir. Sólo digo que a veces uno asocia ideas,
y las aprovecha para escribir. Sobre todo en un relato como el
tuyo. Además, no sé de qué ideas me estás hablando, si todas las
ideas que se te pueden ocurrir provienen de lo que viviste
conmigo –responde secamente.
-Si no te hubiera salvado en el campo, no sé qué ideas me habrías
podido dar. Y estaría mejor que ahora, encerrado en este lugar
miserable –digo, también seco, pero más alto.
Rafael Montini me da la espalda, camina hacia la ventana,
contempla lo poco que se puede contemplar del caer de la tarde.
De pronto gira y me encara de nuevo, tan rápido que me
sobresalta.
-Espero que algún día te hagas cargo de tus actos, Daniel
Kaufmann. Yo no voy a estar siempre para cuidarte –casi grita.
-No parece que seas muy bueno para cuidar a nadie –grito.
-Es eso, ¿no? Es lo que pasó en el Campo Sin Nombre. Como si la
culpa hubiera sido mía –ahora baja la voz, pero no el tono de la
mirada.
Seguimos discutiendo, echándonos culpas que sabemos ajenas, a
veces a los gritos, a veces en voz baja y amenazante. Reproches
mutuos, acusaciones de ingratitud, palabras huecas que tapan el
verdadero motivo de la pelea, lo que no está, lo único por lo que
tal vez uno de nosotros pudo haber matado al otro.
196

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Discutimos buscando un culpable a lo que no tiene culpa en este
mundo de 2012, y al culpable no lo podríamos matar, ni siquiera
en 1973, porque ya está muerto.
Discutimos porque sabemos que dentro de un rato se nos va a
pasar, que será de noche y saldremos al restaurante español, y
también él mirará a las chicas del hotel buscando un parecido
inexistente, y al final nos vamos a reir del primer viejo borracho
que esté cenando en una mesa vecina.
Discutimos porque somos amigos.
53
junio, 1973
-Vamos. Nos esperan –dijo Rafael.
Berardi se unió a nosotros a mitad de camino. Por las ventanas
del Hogar Escuela se asomaban algunos hombres con armas
largas. Rodeamos el edificio y entramos a una casilla de material,
a unos cien metros de distancia. Nos esperaban Jorge Lascano, el
falso capitán Chavarri, dos mujeres y un muchacho joven. Las
paredes y las ventanas de la casilla estaban cubiertas por dentro
con un material que me pareció espuma de goma. Cuando
Lascano cerró la puerta, la taparon con un colchón. La luz llegaba
de un farol colgado del techo.
-Sean breves, y hablen en voz muy baja –chilló Berardi, casi
inaudible.
-La Convención de Correctores tiene que armarse del modo
habitual: como rectángulo. En los lados cortos, siete personas.
Veinte en cada uno de los largos. Al centro estará Carmen
Gallardo, conmigo y los veintitrés restantes –informó Jorge
197

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Lascano-. Bueno, veinticuatro –corrigió, tras dedicarme una leve
mirada.
-En los lados del rectángulo están casi todos los nuestros. Los
siete más cercanos a la Puerta de 1917 son todos Revelados. Casi
todos los leales a Carmen estarán junto a ella, en el medio. Eso
los deja prácticamente rodeados –agregó Berardi.
-¿Qué pasa en el lado opuesto a la Puerta? Si los siete de ese lado
son todos leales a Carmen, pueden abrir un hueco para que los
demás escapen –intervino Chavarri.
-No es un problema. De esos siete, cinco son nuestros –
respondió Lascano.
-El plan es decirle a Carmen que están detenidos, hasta que
lancemos la Proclama en 1998 y 2012. Jorge Lascano será el
responsable de comunicar a los leales la situación. En cuanto
comience a hablar, grupos de Revelados caminarán desde los
lados largos hacia el borde, para cortarles la retirada –dijo
Berardi.
-¿Y si se resisten? –preguntó el muchacho joven.
-Son tan inteligentes como nosotros. Nosotros somos más. Y
aunque estuviésemos parejos, nuestra posición es la mejor.
Cuando lo vean, deducirán que no tiene sentido resistir –
respondió Lascano-. Y para que no haya dudas, cada uno de
nosotros llevará un brazalete blanco. Creo que todos tienen el
suyo –agregó.
Yo, que recién me enteraba del asunto, no lo tenía. Rafael debió
adivinar que pensaba en eso, porque me puso en las manos una
tira elástica de tela. Mi brazalete. Claudia vería en mí el color de
la traición, sin que pudiera explicarle el motivo. Pero el motivo
198

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
estaría claro: yo acompañaba a Rafael Montini, y era mi deber
seguirlo.
-¿Y si a pesar de todo se resisten? Somos más, pero no tanto. La
pelea puede ser dura. Y no queremos lastimar a nadie –insistió el
joven.
-Simona tiene razón. ¿Qué pasa si no aceptan esperar hasta que
lancemos la Proclama? –preguntó una de las dos mujeres.
-En ese caso, no habrá más remedio que hacer valer la posición,
y ponerse firmes. A esa altura, no hay vuelta atrás –dijo Berardi.
El joven era Simona. Es decir, una réplica del Simona original,
que en Tierra Guía mató al capitán Chavarri, para caer luego
asesinado. En unas horas repetirían la escena, y todo el mundo
los creería muertos. Por eso iban a la Puerta de 1917, a diferencia
de los que debían quedarse en 1973, para seguir formando parte
de la historia. La conferencia había terminado. Salimos en
grupos de a dos. Una de las mujeres fue con Simona, que llevaba
un saco negro y anteojos de sol. Sin duda, dejaría tirado el disfraz
en cuanto estuviera en terreno neutral. La otra mujer salió con
Chavarri. Después, Rafael y yo. Lascano y Berardi se quedaron
solos, y volvieron a cerrar la puerta.
-No entiendo lo de la Proclama –dije, mientras volvíamos al
palco.
-Ya habrá tiempo. Ahora, silencio. No estamos solos –ordenó
Rafael.
Tenía razón. No había nadie cerca, pero fuera de esa casilla
cualquier Corrector podía oírnos sin dificultad.
Quise saber la hora.
199

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Le pregunté.
-Las dos menos veinte –dijo-. En menos de una hora comienza el
primer tiroteo.
junio, 1973
54
Entre militantes como esos que veía, cuando en mi mundo
(donde hoy es 1998) transcurría el año 1973, caminó el que ahora
es jefe de Elisa. Ricardo, que en su juventud había sido miembro
de un grupo peronista de izquierda en una capital provincial. Qué
desvío del camino lo habrá llevado, desde aquellos años de lucha,
hasta el puesto donde se dedica, en 1998, a hacer negocios sucios
con los políticos de turno.
Frente a esas columnas, tan imponentes, imaginé la paradoja de
tener como persona de confianza a Elisa, que con su pretendida
raíz oligárquica habría sido una de las primeras en denunciarlo,
cuando despuntaba la dictadura militar.
Recordé ese camino, que el mundo de 1973 volvería a recorrer.
Mi infancia y mi adolescencia habían sido, de algún modo, parte
de ese camino. Tenía cuatro años cuando mi familia festejó la
caída del Brujo, casi cinco cuando mis padres celebraron la
vuelta al orden que prometía el dictador Videla, once cuando un
vecino volvió ensangrentado de la primera manifestación contra
los militares, sólo para presenciar, pocos días después, cómo la
gente del barrio se olvidaba de la represión para celebrar la
ocupación de las Islas Malvinas. Comenzaba el primer año de la
secundaria cuando volvió la Democracia, y cursaba el cuarto
cuando los militares intentaron su último golpe de Estado, en
Semana Santa de 1987.
200

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
¿Qué habría sido de esos millones de personas que habían ido,
esperanzadas, a recibir a Perón cuando volvía del exilio? ¿Dónde
estarían sus sueños, que en 1998 los mismos políticos seguidores
de Perón se dedicaban a transformar en pesadillas? ¿Se repetiría
lo mismo, sin mejoras, en este mundo de 1973, donde todo
estaba por comenzar de nuevo? ¿Por qué los Correctores no
dejaban a cada mundo en paz?
Tal vez me preguntaba todo eso para pensar en otra cosa, para
olvidar que ya eran más de las dos de la tarde, y Carmen Gallardo
estaría marchando con la Juventud Peronista por la Ruta 205,
cada vez más cerca del puente. Tal vez pensaba en la crueldad de
repetir la historia para justificar la traición que planeaban los
Revelados, contra sus propios hermanos de Tierra Guía. Pese a
los miles de años que debían separarnos, la traición no había
dejado de existir. Tampoco el fanatismo religioso, ni la voluntad
de controlar a los más débiles. En este caso, nosotros. ¿Qué
pasaba con la humanidad, que no aprendía con el paso del
tiempo? Aunque sí, tal vez algo habían aprendido. En todo
momento hablaron de no ejercer la violencia, a menos que fuese
indispensable. Y si la ejercían, no pensaban usar armas: sólo la
ventaja que les daba el número, y una posición favorable. No era
mucho. Pero era un progreso.
De inmediato tuve que abandonar esas divagaciones, y dejar de
pensar. O, mejor dicho, pensar en otra cosa, y muy rápido. Desde
hacía unos minutos venía oyendo el rugido de la columna que
venía desde el sur por la Ruta 205, a espaldas del palco. En un
momento habían dejado de acercarse y caminaban en paralelo,
sin duda para cruzar el puente y avanzar por el costado del palco,
201

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
a fin de rodearlo y quedar de frente. Entonces comenzó el
desastre.
Encabezados por Osinde, los matones del palco abrieron fuego
contra la columna que venía del sur. Tal vez los Correctores
tiraban por encima de las cabezas de la gente, pero ví claramente
que algunos tipos disparaban sobre la multitud. Mi primera
reacción fue mirar hacia el frente, donde Claudia se mantuvo
unos segundos de pie, ordenando a los demás que se tiraran
cuerpo a tierra. Cuando también ella se arrojó al suelo, y supuse
que estaba a salvo, me volví hacia la Columna Sur. Una parte de
la gente se alejaba en dirección opuesta a palco, hacia un barrio
que bordeaba la Ruta 205. Otros corrían hacia los árboles que
estaban entre el Hogar Escuela y el palco. En ese grupo, que
podía quedar entre dos fuegos, distinguí a Carmen, revólver en
mano, cubriendo a la gente para que llegara a los árboles.
Pudo haber sido una reacción instintiva. En todo caso, no
recuerdo haber pensado en lo que hacía. Simplemente levanté el
fusil y enfoqué la mira telescópica hacia el Hogar Escuela, justo a
tiempo de ver cómo un tipo le apuntaba a Carmen. La pasta
verde debió agudizar mi capacidad de cálculo, porque supe que le
apuntaba a Carmen como si la trayectoria del arma asesina,
desde el Hogar Escuela hasta la cabeza de Carmen, estuviera
dibujada en el aire. En la confusión, ella se mantenía erguida,
cubriendo a la gente con su revólver. En ese momento volvía la
vista, justamente, hacia el palco. Todo fue instantáneo, pero lo
recuerdo como en cámara lenta. Con una velocidad que nunca
tuve, moví el arma y disparé. No recuerdo haber apuntado. El
asesino recibió la bala en la frente. Miré de nuevo a Carmen. Me
pareció que sonreía.
202

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Después, Rafael y Berardi me aseguraron que el tiroteo entre el
palco y el Hogar Escuela era parte de la historia. Que si yo no lo
iniciaba, algún otro Corrector lo tendría que hacer. Pero
admitieron que yo lo inicié. Los del Hogar Escuela, pensando que
el palco estaba en manos de los Montoneros, abrieron fuego
contra nosotros. Los de Osinde, creyendo que los Montoneros
habían tomado el Hogar Escuela, respondieron el fuego. Gran
parte del tiroteo fue entre esos dos grupos, lo que permitió salvar
a casi toda la gente que corría hacia los árboles.
Supe que hubo secuestros, y torturas, que los Correctores no
siempre impidieron. Y también que en esa masacre de 1973 hubo
menos víctimas que en la de mi mundo. Pero de eso prefiero no
hablar.
Vinieron dos horas interminables, en las que el primer tiroteo se
redujo a unos disparos aislados, en medio de la tensión que
presagiaba el segundo. En el palco, el artista Leonardo Favio
trataba de calmar los ánimos. Se lo veía tan confundido como
debió haber estado el original en Tierra Guía, aunque tal vez
fuese un Corrector. Si no hubiese muerto nadie, o si sólo
hubiesen muerto los matones de Osinde, la situación de Favio
tratando de sostener lo que quedaba del acto habría sido casi
cómica.
-Vamos a escuchar un par de disquitos –decía Favio por el
micrófono, cuando apenas había finalizado el primer tiroteo-.
Esta fiesta es hermosa y nada la puede empañar.
A continuación rogaba que se abriera paso a las ambulancias, y
se entonaran cánticos de alegría. Miré a Rafael y señalé con la
cabeza el micrófono, como para preguntarle qué significaban los
delirios que ese hombre estaba diciendo. Rafael se encogió de
203

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
hombros, y señaló mis anteojos de sol. Con el movimiento para
esquivar las balas, se me habían caído al piso.
55
marzo, 2012
-¿De verdad preferís no hablar de la diferencia entre lo que pasó
en tu mundo y cómo fue ese acto en los otros?
Rafael me hace la pregunta desde la silla ubicada frente a la
mesa.
Yo estoy a la mitad de un Marlboro, que fumo apoyado en la
pared, cerca de la ventana.
No por el cartel de “Prohibido fumar”, que en esta pocilga no va a
controlar nadie, sino porque sé que a Rafael no le gusta el humo.
Van a ser las dos de la mañana. Después de la cena, casi no pude
parar de escribir. Le digo que no, que lo que pasó en mi mundo,
donde ahora es 1998, sería increíble para otros, si las cosas
ocurrieron como me contó.
-Las cosas son como te conté. En tu mundo la masacre de Ezeiza
se nos escapó de las manos. Fue casi tan grave como en Tierra
Guía –dice.
Lo que dice me asombra. Nunca hablamos sobre cómo fueron las
cosas en Tierra Guía, pero siempre supuse que no podían haber
sido mucho peor.
Se lo digo.
-Muchas matanzas fueron peores en Tierra Guía. Con el tiempo,
algunos Correctores aprendimos a mejorar un poco la historia de
los mundos. Reduciendo, si podemos, las muertes innecesarias.
-Claro, porque para la Jerarquía hay muertes que son necesarias.
204

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Vos sabés que yo no estoy de acuerdo. De lo contrario no sería
un Revelado, ni estaría aquí con vos, escondiéndome de medio
universo. Pero pensá en su punto de vista. Si cada mundo tiene
que vivir su Pasión de la Historia, el sufrimiento es parte del
precio.
-¿Y cómo fue la masacre de Ezeiza en Tierra Guía?
-Tremenda. Casi trescientos muertos. Más de dos mil heridos. El
Gobierno estuvo a punto de enviar al Ejército, pero a último
momento desistieron, porque iba a ser peor.
El Marlboro se me resbala de los dedos. Lo piso antes de que la
brasa queme los viejos listones de madera. En mi mundo, donde
ahora es 1998, la masacre de Ezeiza se llevó más de ciento
cincuenta vidas. Cómo no saberlo, si se estudia hasta en el
colegio secundario.
-¿Y acá, en 2012?
-Las cosas fueron mejor, por decirlo de alguna forma.
Calculamos que hubo alrededor de veinte muertos, y unos
trescientos cincuenta heridos. Más o menos como en el de 1973,
que dejamos hace unos días –responde.
-Ahora falta que me digas que el Holocausto en Tierra Guía fue
peor…
-Sí. Fue peor. En tu mundo los nazis mataron cuatro millones y
medio de judíos. En Tierra Guía, más de siete millones. Aquí, en
2012, asesinaron a unos seis millones.
Qué importa cuántos fueron en cada mundo. Un millón de
muertos es una locura. Diez mil muertos son una locura. Un
muerto es una locura.
Rafael lo sabe.
205

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Y por eso es un Revelado.
Y por eso lo sigo, hasta donde nos dejen llegar.
junio, 1973
56
Incluso con la diferencia horaria entre la Tierra de 1998 y la de
1973, mi reloj podía ser útil, al menos para espacios de tiempo
cortos. Un matón calvo, de nariz recta, bigotes y anteojos negros,
pasó junto a mí. Le pregunté la hora: cuatro y cinco, respondió.
Ajusté el reloj, sabiendo que el error, en esa media hora que
faltaba, no sería considerable.
Hacía un rato que Leonardo Favio insistía, por el micrófono, para
que que se bajaran de los árboles los que, finalmente, había
sugerido que eran francotiradores. Digo que lo había sugerido
porque, siendo un Corrector (como supuse), debía saber, desde el
principio, quiénes eran los que habían ocupado las tarimas en los
árboles. Los tipos, que respondían a Osinde, no se daban por
aludidos.
-Por favor, tienen que bajar en cinco minutos, para tener un
control más estricto –la primera indicación de Favio había
sonado casi escolar.
La gente estaba mucho más tranquila, después de una hora de
relativa calma. Los tiros habían sido casi todos hacia el sur, y el
grueso del público estaba al norte. Ante los reclamos de
Leonardo Favio, comenzaron a gritar: “que se bajen, que se
bajen”, y “el que no baja es un gorilón”, en alusión a los enemigos
del peronismo. De todos modos, ninguno bajaba. Cerca de las
cuatro y veinte, mientras anunciaba la llegada de Perón, el artista
decidió cambiar el tono de su pedido:
206

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Si en medio minuto no desciende hasta el último elemento que
se encuentra en los árboles, los compañeros de seguridad
comenzarán a actuar –dijo.
Entre los árboles, algunos comenzaron a descender. Sin duda
recibían órdenes de algún capataz de Osinde, pues no habían
mostrado antes la menor atención a los reclamos.
-Un aplauso para los compañeros que van descendiendo –pidió
Favio, mientras la gente rugía en señal de aprobación.
Sin embargo, muchos francotiradores seguían en sus puestos. Un
hombre, que más temprano me habían presentado como Ciro
Ahumada, se acercó al micrófono y trató de hablar. Leonardo
Favio no lo dejó sin hacer un último intento:
-Los compañeros que estén sobre los árboles, eviten un incidente
que puede llegar a tener características trágicas –dijo-. Es el
úlvimo aviso.
De todos modos, el tal Ciro Ahumada logró tomar el micrófono.
Con voz aguda, de tono militar, comenzó a dar órdenes que nadie
parecía obedecer:
-Las fuerzas de seguridad los están observando con miras
ópticas. Desciendan de inmediato, porque de lo contrario se
impartirá la orden para bajarlos.
Ahumada debía ser un militar argentino, o haberse formado
entre militares argentinos. De los de esa época. Criminales
descerebrados. Payasos neonazis, con perdón de los payasos. Lo
de las miras ópticas lo dijo muy serio, como hablando de un arma
temible. No era una situación para el humor. Pero no pude dejar
de pensar si el tipo tenía alguna idea del poder de las miras no
ópticas.
207

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Bueno, si no eran miras electrónicas, ni térmicas, ni satelitales, ni
de ningún otro tipo más avanzado que las lentes, debían ser,
nomás, miras ópticas. Pero todas las miras, para quien las usa,
son ópticas. Se usan con el ojo. Habrá que ver si en Tierra Guía
tienen miras auditivas, o táctiles. Como metáfora. Pero el tipo ese
parecía de los que, cuando arreció la dictadura, si oían la palabra
metáfora metían preso al que la pronunciaba, por subversivo.
-¡Bajen de inmediato, o bájenlos! –el grito de Ciro Ahumada
cortó esos pensamientos.
-Ahora empezamos de nuevo –murmuró Rafael, que junto a
Berardi me flanqueaban.
Lo de Ahumada debía ser una orden en clave, para que los
matones abrieran de nuevo fuego sobre los manifestantes.
Incluso con las torpezas de ese grupo, era imposible que Ciro
Ahumada ordenara disparar contra sus propios hombres.
Leonardo Favio tomó una vez más el micrófono, en un último
intento por evitar lo que él mismo sabría inevitable. Tal vez
recitaba las palabras aprendidas en el Monasterio, copia de las
que el Favio original habría dicho en Tierra Guía, donde los
muertos llegaron a contarse por centenares.
-En este día maravilloso, de reencuentro del pueblo con su líder,
los invito a que cantemos en paz, en armonía. Vamos a
prepararnos para recibir a nuestro líder.
Comenzaron de nuevo los tiros. Favio y Ahumada se disputaban
el micrófono, uno para pedir paz, el otro para ordenar fuego. Esta
vez, muchos disparos salieron hacia el norte. Un cartel de la
Alianza Libertadora Nacionalista, vecino al de SMATA, parecía
un colador superpoblado. Supuse que quienes disparaban serían
Correctores, ya que las balas iban muy altas, no solamente sobre
208

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
las cabezas, sino a la altura de los carteles. De todos modos, la
mayor parte de la gente no comprendía qué estaba pasando, y
esperaba algún mensaje desde el palco que explicara la situación.
Aunque la situación fuese inexplicable.
-El pueblo peronista es un pueblo valeroso y obediente. Sabemos
dónde se encuentra cada uno. Este es un ejemplo maravilloso de
serenidad e inteligencia. Piensen en los niños. Manténganse en
su lugar y no sean pasto de la confusión. Compañeros, vivemos a
Perón: Viva Perón, Viva Perón, Viva Perón –roncaba Favio.
La confusión aumentaba, y todos éramos pasto de ella. Para
empeorar las cosas, Favio propuso cantar el Himno Nacional,
que algunos entre el público acompañaron. La gente,
inocentemente, esperaba aún que todo se calmara, mientras en el
palco se oían el Himno, los tiros, órdenes contradictorias,
algunos vivas a Perón, gritos, preguntas sobre cómo proceder,
Rafael corriendo de un lado para otro, Berardi que me tomó de la
espalda y me tiró al piso, unos golpes en el micrófono que
perforaban los tímpanos, el segundo tiroteo de la jornada.
Alcé la cabeza, y ví a Leonardo Favio acurrucado en la cabina a
prueba de balas que se había montado, en el palco, para que
Perón diera su discurso.
-El elemental resguardo de la seguridad me hace permanecer en
esta posición, pero estoy totalmente tranquilo, porque estoy
contagiado del valor de ustedes, el pueblo peronista del General
Perón. Paz, armonía, tranquilidad y ejemplo. El mundo nos
contempla –decía, tomado al micrófono con las dos manos.
-Callate, che salame. Pará un poco, che, ahí arriba.
209

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
La voz se oyó nítida, pero quien pronunció la frase estaba lejos
del micrófono. Tenía cierta lógica, aunque pocos hayamos
llegado a entenderla.
En algún momento que no puedo ubicar con exactitud (acaso
todavía sonaban los tiros, pero no estoy seguro) alguien tuvo la
idea de soltar miles de palomas que se habían preparado para
cuando Perón estuviera en el palco. En los primeros instantes
pareció que una invasión adicional, digna de Hitchcock, se cernía
sobre la gente. Asustadas, luego de quién podía saber cuánto
tiempo de encierro, las aves volaron lo más lejos y lo más alto
posible. Para quienes conocían el destino final de esas palomas
(la bienvenida al Líder), era una clara señal de que todo había
terminado. Para el resto, otro episodio inexplicable en una tarde
de episodios inexplicables.
Cuando amainó la violencia, el sol declinaba. Muchos debían
recibir información de las radios portátiles, porque la multitud
comenzó a desandar el camino hacia Buenos Aires. En el centro
del palco, el matón calvo a quien más temprano había
preguntado la hora levantó un arma larga, en señal de triunfo. A
su lado, un hombre más joven hacía flamear una pistola. Fue una
de las escenas más siniestras de la tarde.
Para los Correctores, el factor en cuestión estaba resuelto: Perón
aterrizaba en la base aérea de Morón, y ya no acudiría a dar el
discurso. Para la gente, la desilusión debió ser tan grande como
el desconcierto. Millones habían asistido al histórico regreso,
algunos viajando desde muy lejos, la mayor parte sin dormir.
Millones caminaban hacia el este y hacia el sur, en medio de un
silencio comparable sólo con el ruido y la furia de los combates
previos. Se alejaban mansamente, sin hablar, sin saber aún por
210

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
qué los habían privado de la fiesta. Ni una queja, ni un grito, ni
un comentario. En los meses siguientes, la decepción sería
compañera de todos los viajes: la muerte de Perón, el reinado del
Brujo, el descontrol en los precios, la violencia en cada esquina,
el auge de una Gestapo criolla que conocerían como Triple A, la
vuelta de los neonazis uniformados a la primera plana de los
diarios. La decepción tan cercana, tan íntima, que impediría el
menor asombro cuando llegase la dictadura más cruenta del país.
Acaso ese mundo de 1973 pudo haber sido distinto, si aquella
tarde no hubiesen estado allí los Correctores.
-No hay más tiempo. Tenemos que ir.
La voz de Rafael diluyó mis reflexiones. Cuando bajamos del
palco, ya tenía el fusil colgado en la espalda. Me ordenó hacer lo
mismo. El efecto de la pasta verde tenía que durar todavía unas
horas, en las que tendría casi la fuerza de los Correctores:
obedecí la orden.
Nos alejamos del palco, de la multitud solitaria, del acto muerto,
hacia la Convención de Correctores.
Caminábamos hacia la Puerta de 1917.
211

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
57
marzo, 2012
Con un leve gesto de reproche, Rafael Montini baja las páginas
que acaba de leer y me encara. Imagino que algo de mi
descripción no le agrada, o no se ajusta a lo que ocurrió. Imagino
que no es fácil contar el episodio de Ezeiza, para mí tan reciente,
sin el riesgo de haber cometido algún error.
Se lo digo.
-En este relato Leonardo Favio parece, en el mejor de los casos,
un pobre hombre. O un ridículo, en el peor –observa.
-Bueno, no fue mi intención. Traté de contar lo que recuerdo, y lo
recuerdo a través de lo que dijo, y de lo que hizo. Ya sé que no
habrá sido fácil estar ahí, en medio de las balas, tratando de
calmar a la gente –me defiendo.
Rafael Montini cruza la habitación, rumbo al baño. Parece
dispuesto a entrar en ese cuarto minúsculo, sin ventanas, y dar
por terminada la conversación. En una mano lleva las hojas. De
pronto se da vuelta, con la mano libre se apoya en el marco de la
puerta del baño, me encara de nuevo.
-Tu relato es correcto. Contás lo que viste desde ahí arriba. Pero
lo que no viste también es importante.
-No puedo contar lo que no ví, porque no lo ví. Yo no tengo miras
ópticas –observo.
-Gracias por la aclaración. Y ese chiste es bastante estúpido.
-Aclarame vos cuáles son las cosas importantes que no ví, así las
puedo agregar.
-Claro. A veces me olvido de que no sos un Corrector.
212

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Se acerca a la mesa, me devuelve las hojas, toma asiento en su
silla preferida. Que es, por otra parte, la única disponible cuando
uso la mía para escribir.
-En medio de la violencia, muchos militantes fueron
secuestrados por los matones de Osinde. Algunos fueron llevados
al Hotel Internacional de Ezeiza, donde sufrieron un trato
inhumano, propio de la época…
-Los torturaron, querrás decir –no puedo evitar un escalofrío.
-Sí. Y los iban a matar. Leonardo Favio, que en tu relato aparece
como un idiota, salvó la vida de muchos. Arriesgando la suya, por
otra parte.
Cómo saberlo, si apenas conozco algo de la historia de ese
tiempo. De la cintura me sube algo parecido a un calor, al
recordar que describí a Favio casi como un personaje grotesco.
También puede ser orgullo ajeno, imaginando el heroísmo de un
hombre que sólo estaba allí para animar un acto, una fiesta, y se
encontró rodeado de asesinos y torturadores. Pienso que lo
mejor es cambiar el texto anterior. Que Rafael Montini me
cuente la verdad, y reescribir todo como fue, y no como yo creo
que fue.
Se lo digo.
-La verdad tiene muchas formas, Daniel Kaufmann –responde-.
Lo que escribiste es la verdad, aunque sea sólo una forma de la
verdad. En todo caso, podrías completar el cuadro con otros
episodios importantes que ocurrieron.
-Si me contás, estoy dispuesto.
-Cuando pudo salir del palco, Favio estaba devastado. Llegó al
Hotel Internacional, y se acostó en su habitación. Antes de que
213

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
pudiera calmarse, llamaron a su puerta para avisarle que estaban
torturando a unos detenidos, y que que los iban a matar.
-¿En qué quedamos? ¿Eran detenidos o secuestrados?
-Sí. Eran secuestrados. Pero quienes los secuestraron ya eran,
casi, dueños del Gobierno. Es decir, lo serían pronto, en cuanto
Perón falleciera, y el Brujo tomara todo el poder.
-Pero supongo que no hacía falta que a Favio le avisaran nada. Ya
debía saberlo. Era un Corrector…
-No, Daniel Kaufmann. Era un local de 1973. Ya te dje que, en
muchos casos, tratamos de que la historia la vivan personas de
cada mundo, cuando son aptas para ello. En este caso,
determinamos que el Leonardo Favio original era apto. Me
refiero a que era apto para toda su carrera. Tuvo que ir a Tierra
Guía, donde se lo instruyó en lo más importante. Incluyendo el
episodio de Ezeiza. Pero no se le dieron más detalles que los
indispensables. Que protegiera su vida, obviamente. Que ayudase
a quien pudiera, no hizo falta. El mismo aseguró que lo haría, con
o sin instrucciones.
Recibo las hojas que Rafael Montini me pasa. Las apoyo en la
mesa. Enciendo un Marlboro, dejo que el humo en los pulmones
me aclare un poco las ideas. Durante el corto tiempo en que dejé
de fumar, casi había olvidado la forma en que el humo me
despejaba la mente. Le pido que siga, y sigue.
-Cuando le contaron la situación, Leonardo Favio saltó de la
cama, corrió por el pasillo y llegó a la habitación donde tenían a
los secuestrados. Estaba lleno de matones, que trataron de
cerrarle el paso. Pero insistió tanto que lo dejaron entrar.
Obviamente, no eran Correctores, sino locales que actuaban por
214

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
su cuenta. Por supuesto, le ordenaron que entrara solo, y se
aseguraron de que estuviera desarmado.
-La valentía de esa gente me conmueve…
-Ahí estaba, en una habitación llena de sangre. Ocho jóvenes
recibían todo tipo de golpes. Y él, totalmente solo, se enfrentó a
los criminales. Tal vez porque lo conocían, o porque se mostró
tan decidido, los tipos accedieron a que anotara los nombres de
los jóvenes secuestrados. Parece que estaba tan nervioso, que ni
siquiera podía escribir. Alguien anotó los nombres por él.
Rafael hace una pausa, respira hondo, trata de apartar el humo
apantallándose con una mano. Recuerdo que el cigarrillo no le
gusta. Dejo la silla, voy hacia la ventana, la abro de par en par, le
pido que siga.
-Uno de los torturadores anunció que iban a matar a esos
muchachos. Según cuentan, Leonardo Favio amenazó con
suicidarse. Los que esgrimían cadenas, manoplas y palos bajaron
los brazos. Supongo que no podían creer lo que estaban oyendo.
Tal vez el desconcierto los detuvo. Se sabe que Favio dejó dinero,
para sobornar a los matones. Querían que atendieran a las
víctimas. Que les dieran un café, un cognac, que llamaran a un
médico.
-Con esa gente, el soborno funciona siempre…
-Sólo a veces. Por supuesto, tomaron el dinero. También habían
tomado todo el dinero de los detenidos, y sus pertenencias, que
nunca devolvieron. Cuando Favio salió de la habitación,
comenzaron de nuevo los golpes. Pero él fue a la planta baja del
Hotel, hizo copias de los nombres, y las repartió a cada persona
que le pareció confiable. Después volvió donde estaban los
detenidos, y no se fue hasta que llegaron los médicos. Recién
215

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
entonces viajó a Buenos Aires, para contar a las autoridades lo
que había visto. Al final, consiguió que un comisario honesto de
la Policía Federal se hiciera cargo de los muchachos
secuestrados, y los trasladara a la Jefatura. Los había librado de
las garras de esos asesinos, que ya eran siervos del Brujo, y más
adelante formarían la Triple A. Les salvó la vida.
-Y en el intento, pudo haber perdido la suya –observé.
-No lo dudes. Por eso, cuando hablás de Leonardo Favio,
deberías mostrar un poco más de respeto. Entre todos los que
vivieron ese drama, fue uno de los mayores héroes.
-De todo esto que me contás, no tenía la menor idea. No tenía
forma de asociar a ese Favio, en el palco, con el mismo que salvó
tantas vidas –digo, un poco avergonzado.
-Ya te dije cómo funciona. A veces uno asocia ideas, y las
aprovecha para escribir. A veces, además de ideas, hay que
asociar otros discursos –camina de nuevo hacia el baño, entra,
cierra la puerta, me deja con esta nueva versión de la historia.
Apago el Marlboro en el marco de la ventana. Regreso a la
máquina, para escribir este diálogo. Cada vez creo entender a
Rafael Montini un poco más.
La verdad tiene muchas formas.
Cómo dudarlo.
216

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
58
marzo, 2012
En esas horas, la pasta verde de Berardi me transformó en algo
distinto. No sé si en alguien distinto. Creo que seguía siendo el
mismo. Aunque debe ser una ilusión de los recuerdos. Es difícil
ser algo distinto sin ser, también, alguien distinto.
Entre tantas capacidades, una era la de sentirme liviano. Muy
liviano. Como si pudiese dar un salto de treinta metros. Aunque
no lo probé, ni ví a ningún Corrector hacerlo. Al menos hasta
ahora.
Caminando por el campo, hacia la Puerta de 1917, volví pensar en
la ley de gravedad, que tan variable me había parecido en aquella
tarde de 1934. Liviano, y de pronto pesado.
Todos iban en silencio. Los Revelados no tenían, imaginé, ganas
de hablar. Los otros tampoco hablaban. Recuerdo ahora que
recordé entonces lo que Carmen me había dicho del período de
rotación de la Tierra. Similar en todos los mundos, pero
levemente distinto. Y lo asocié con el peso. Con la liviandad, o la
pesadez. Y con otras cuestiones, que en esa caminata no había
modo de preguntar.
Rafael sale del baño. Los Correctores tienen las mismas
necesidades que nosotros, y en esta habitación es imposible no
darse cuenta. Le pido que cierre la puerta. Lo hace, devuelve las
hojas que se había llevado, vuelve a su silla.
Dejo la máquina. Giro mi silla para encararlo.
-El día no dura lo mismo en todos los planetas –digo.
-Ya lo sabés. Y ya lo escribiste –responde.
-Entonces muchas otras cosas pueden variar. La gravedad, por
ejemplo.
217

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Asiente, como aprobando. Las cejas pobladas, perfectas, se
arquean con algo que bien puede ser agrado. El cabello negro cae
levemente sobre la frente, con el movimiento de la cabeza.
-Bien pensado, Daniel Kaufmann.
-Ya lo había pensado antes. Tampoco soy tan tonto…
-Nunca dije que lo fueras. Pero es un buen detalle para alguien
que recién nos conoce.
-Pero si la gravedad es muy distinta, tendría que haberlo notado.
Es algo que se debe sentir de inmediato.
-La gravedad es distinta, pero muy poco. Los mundos elegidos
por la Jerarquía, para vivir la Pasión de la Historia, tienen que
ser casi idénticos a Tierra Guía. De otro modo, el hombre, creado
a imagen y semejanza del Señor, no podría vivir allí –responde.
-O sea que los quinientos y pico de planetas que manipulan
tienen una masa casi idéntica. Es increíble que hayan encontrado
tantos.
-Una masa casi idéntica. Nunca hay más de un cinco por ciento
de más o de menos. Aquí, por ejemplo, la caída libre de un objeto
lo acelera a 9,8 metros por segundo al cuadrado.
Aproximadamente.
Recuerdo las lecciones del colegio secundario. En condiciones
ideales, la caída libre de los objetos los acelera 9,93 metros por
segundo cuadrado. Por suerte, en física nos dejaron siempre
redondear a 10. Es fácil entender que en 1998 debemos haber
sido un poco más pesados que en 2012. Pero la diferencia ni se
nota.
Se lo digo.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-La diferencia es mínima. Aquí, en 2012, también muchos
profesores permiten que los alumnos hagan el redondeo a 10. Es
imposible de notar, salvo en un experimento.
-Y es parecido en todos los mundos…
-Justamente. No creas que todos los planetas habitables son
elegidos por la Jerarquía. La Orden de los Peregrinos, que los
busca, tiene que hacer un buen trabajo de evaluación. Aunque
hay mucha coincidencia. Casi un cincuenta por ciento. Para
llegar a quinientos planetas, se descartaron unos seiscientos.
Habitables, pero no aptos.
Se recuesta levemente en la silla, que marca con el respado el
empapelado viejo. No creo que lo haga por desinterés. Ni por
indiferencia hacia el empapelado. Aunque ese papel es tan viejo,
que una marca de más o de menos no le hace diferencia.
Entrecierra los ojos. Mueve los labios. Parece recitar hacia
adentro, sin sonidos, una canción. O estará rezando. No sé cómo
reaccionaría si lo interrumpo.
Pero habló de algo nuevo. La Orden de los Peregrinos. Los que
buscan planetas, para que vivan su Pasión de la Historia. Si ya
vive gente allí, se encargarán de dominarla, y hacerla volver al
origen.¿Y si no hay nadie? ¿Plantarán ellos la vida? ¿Sembrarán
la tierra de animales y plantas, cambiarán la forma de los
continentes y el curso de los ríos, impulsarán saltos en la
evolución, como el monolito de Odisea del Espacio? ¿Se tomarán
seis días para una nueva Creación?
Sigue con el recitado, o con el canto, o con la oración. Las
preguntas quedan escritas. Para la entrevista. O para nada. Abre
los ojos. Observa cómo escribo, pero no se acerca. Ya lo hará
después, como siempre. Por lo menos, le puedo hablar de nuevo.
219

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-No pueden modificar el período de traslación. El año no puede
ser siempre de 365 días, en todos los mundos –digo.
-Hay cuestiones, como la masa y la distancia al sol, que Asimov
explicó, aquí en 2012, en un libro para todo público. Que la
traslación dure 365 días es, para mí, un misterio tan grande
como para vos. En realidad, nunca son 365 días exactos, pero
siempre son una fracción entre 365 y 366.
-¿No te parece un poco sospechoso?
-¿No estarás hablando de astronomía para no meterte de una vez
en el relato de lo que pasó esa noche?
Le encanta responder con preguntas.
Esta vez, está en lo correcto.
No es fácil contar lo que viene, y debo estar buscando la forma de
retrasarlo. Y para qué retrarsarlo, si finalmente lo voy a escribir
igual. Para qué retrasarlo, como no sea para tratar de olvidar un
rato más.
Como si lo pudiera olvidar.
59
marzo, 2012
Rafael tiene razón. A veces uno asocia ideas, y las aprovecha para
escribir. En el camino a la Puerta de 1917 pensé, al principio, en
la ley de gravedad, en el período de rotación de la Tierra, en
cualquier cosa menos en lo que se venía. Pero el trecho era largo.
Y al rato volví a pensar en mi poca afición a tratar un problema
por medio de los golpes, delegando en los músculos una tarea
que, en general, prefiero encargar a las palabras. Si mi cuerpo
tuviese un mayor calibre, esa convicción no sería, tal vez, tan
220

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
sólida. Pero uno es como es, y yo iba pensando en las pocas ganas
de terminar ese día nefasto a las trompadas, por más pasta verde
que hubiera tomado.
Desde el episodio sin memoria en que, como muestra Kubrick en
Odisea del Espacio, un antepasado de los humanos esgrimió un
hueso para golpear, el valor de los músculos fue disminuyendo.
Todavía es importante, pero cada vez menos. A medida que
avanza la técnica, los trabajos y las peleas tienden a definirse
menos por la fuerza muscular que por el manejo de las
máquinas. Hace cien años, con el golpe en el hombro que
causaba el retroceso de un fusil, todavía era necesario un cierto
vigor en los brazos, aunque ya dependía mucho más de la
habilidad A fines del siglo veinte (comienzos de veintiuno, si
estoy en 2012), una mujer puede volar un avión de guerra tan
bien como un hombre. Una persona de físico endeble está en
condiciones de enfrentar a veinte jugadores de rugby con una
simple ametralladora.
Lejos quedó el tiempo en que la espada dependía del brazo que la
empuñaba, y el mejor guerrero no podía batirse contra un grupo
numeroso de hombres desarmados, pero decididos. En Ezeiza,
con cientos de miles de personas empujando a pura fuerza, la
batalla por el palco sólo pudo ser ganada por Osinde con
disparos contra la multitud. En la Puerta de 1917, estaríamos de
nuevo como en el principio de los tiempos: si había un combate,
la gente más avanzada del universo lo definiría con la fuerza
muscular.
Recuerdo ahora la confianza que me transmitía Rafael Montini, a
mi lado rumbo al encuentro. En el camino se nos unió Antonio
Berardi. Después llegaron Simona y Chavarri, enemigos una vez
221

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
en Tierra Guía, aliados ese atardecer en la conjura de los
Revelados. Mientras avanzábamos, crecía el silencio. Recuerdo
ahora que Claudia se sumó al grupo y quise acercarme a ella,
pero Rafael me detuvo. Ella me vio, me dedicó una sonrisa y
levantó la palma de una mano, como pidiéndome que aguardara.
Cuando llegamos, éramos unas veinte personas, hombres y
mujeres. Muchos podían ser leales a Carmen, pero no había
modo de saberlo: nadie hablaba demasiado.
¿En qué piensa Rafael Montini, mientras lee el último tomo de
Fundación? ¿Presta atención al libro, o recuerda, como yo, lo que
pasó mientras el sol caía? Quisiera hablar con él, compartir los
recuerdos, detener la narración para tomar impulso, dar un poco
de tregua a esta soledad de las letras en el teclado, encontrar las
palabras justas, aunque sepa que palabras justas es lo que nunca
voy a encontrar.
Pero no voy a cambiar otra vez de tema. Ni con la astronomía, ni
con nada.
Por eso no lo interrumpo.
Cada uno cree que su problema es mayor que el de los otros, y
que eso le da más derecho a quejarse. Pero hasta ese acto egoísta
tiene un límite si se busca una medida, un cálculo sincero de lo
que pueda estar soportando la persona que se tiene cerca, por
muy fuerte que parezca esa persona.
El poder de Rafael Montini es, sin duda, mucho mayor que el
mío.
Sus problemas también.
222

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
junio, 1973
60
Como en un acto ensayado, como en una coreografía sin público,
los Correctores fueron ocupando sus lugares en el rectángulo.
Rafael y yo nos ubicamos juntos, en el medio, desde donde
veíamos el rectángulo completo. Berardi, también en el centro, se
acomodó unos pasos a nuestra izquierda. Con un leve gesto de la
cabeza, Rafael señaló, hacia la derecha, los siete que cubrían uno
de los lados cortos del rectángulo.
-La Puerta de 1917 –dijo.
A nuestra izquierda, entonces, quedaba la única vía de escape
para los leales a la Jerarquía, en cuanto supieran que estaban
rodeados. También, allí, siete personas alineadas. Como Jorge
Lascano había dicho, los lados largos del rectángulo tenían veinte
personas cada uno. Las conté. Al centro, el nutrido grupo que,
según los planes, ocupaban, los leales a la Jerarquía. Berardi,
Rafael y yo éramos, allí, minoritarios.
Carmen Gallardo pasó junto a nosotros.
-Gracias por salvarme, Daniel Kaufmann –murmuró antes de
acomodarse a la cabeza del grupo central, con Jorge Lascano a su
derecha, a unos ocho o diez metros de nuestra ubicación. A su
izquierda estaba Claudia.
Tal vez no era el miedo lo que me oprimía el pecho, sino el deseo
de caminar hacia ella. De acompañarla en la hora de la tración,
no por lealtad a la Jerarquía (estaba totalmente convencido de
mi bando era el correcto), sino para estar a su lado. Quería
protegerla, evitar todo ese enfrentamiento, aunque supiera que lo
más probable era que ella tuviese que protegerme a mí. Por otro
223

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
lado, Rafael era mi amigo. Un hombre noble, al que nadie le
hubiese querido fallar.
De todos modos, mi papel en esa escena ya estaba asignado. Y no
había mucho que hacer, salvo esperar a que todo comenzara. Y
todo comenzó pronto.
Más pronto de lo que hubiese querido.
-Se da inicio a esta Convención de Correctores, reunida conforme
a los principios que dispone la Orden de los Auditantes, por
encomienda de los Señores de la Jerarquía, bajo la protección del
Salvador –anunció, Claudia-. Preside la Correctora Principal
Carmen Gallardo. Secunda el Corrector Autónomo Jorge
Lascano.
Silencio quieto.
Ni el sonido de una respiración.
-Correctores: no es habitual una Convención con tan poco aviso.
Pero esta ocasión lo amerita –dijo Carmen.
Ocupábamos, en el campo, unos veinte metros de largo por diez
de ancho. Doscientos metros cuadrados, a lo sumo. Carmen no
alzó la voz al hablar. Claro que si hubiésemos ocupado un espacio
mayor, tampoco habría tenido que hacerlo: todos podíamos oírla
sin esfuerzo.
-Sabemos que las decisiones de la Jerarquía son difíciles.
Sufrimos la Pasion de la Historia, en cada mundo, como si
fuésemos locales. Pero no es a nosotros a quien nos toca elegir.
Vivimos en la Certeza, porque atravesamos la Verdad. Y este es
nuestro destino. Esta es nuestra vida.
Silencio tenue.
Una que otra respiración.
224

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-He tomado la decisión de trasladar Correctores a mundos
distintos de aquellos en los que vienen prestando servicio. Hay
varios factores en cuestión en los que tienen que intervenir. Los
necesito. El traslado se hace bajo mi total responsabilidad.
Silencio herido.
Murmullos indecisos. Respiraciones entrecortadas.
Supuse que Rafael sería el primero en anunciar la rebelión.
Supuse mal.
-Perdón, Carmen Gallardo, pero hay algo que debo decir –
interrumpió Jorge Lascano.
Era el momento.
-Nadie habla si permiso de un superior en la Convención de
Correctores. Ni siquiera el que secunda. No se puede permitir
una excepción –dijo Claudia, tajante.
-Lamento ser yo quien rompa esa regla, Claudia Iriarte. Pero en
esta Convención de Correctores las cosas van a ser distintas.
Silencio muerto.
Murmullos crecientes. Respiraciones agitadas. Protestas a
nuestro alrededor.
Me confortó que fuésemos mayoría.
Carmen acalló las voces con la mano en alto. Miró largamente a
Jorge Lascano, como midiendo el alcance de sus palabras. Me
pareció ver tristeza en sus ojos. Claudia se dispuso a intervenir de
nuevo. Una mirada de Carmen la dejó sin palabras.
Finalmente, Carmen habló.
-Escucharemos al Corrector Autónomo Jorge Lascano. Después,
se hará responsable por haberme interrumpido –dijo.
Silencio engaño.
Pulmones lentos, cargados de aire contenido.
225

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Hermanos todos: llegó la hora de liberar a los mundos cautivos.
Los que están, hoy, aquí, de nuestro lado, son muchos, y
dispuestos a todo. A los que han vivido en la Pasíon de la
Historia, les digo ahora: ¡únanse a nosotros! ¡Liberemos a los
mundos que pueden ser liberados! –dijo Lascano.
Silencio roto.
Tumulto. Aire desencadenado.
En el coro de protestas que surgió del centro, junto a Carmen, no
había voces en alto. Pero podía oírlos como si estuviesen
gritando.
De los lados del rectángulo, suspiros. O murmullos de fondo que
se perdían.
Rafael Montini no hablaba.
Se mantuvo sin protestar, como muchos de los que rodeaban a
Carmen.
Eso solo, tal vez, era ya una prueba de que estaba con los
Revelados.
Una vez más, Carmen tuvo que alzar la mano para callar las
voces. Ahora sí, claramente, su expresión no era de furia, sino de
tristeza. Bajó el brazo. Sin mirar a Jorge Lascano, habló para
todos.
-Quienes no están de acuerdo con lo que ordena el Señor, a
través de la Jerarquía, no son dignos de llamarse Correctores.
Deberán aprenderlo todo de nuevo. La decisión anterior se
revoca, con efecto inmediato. Los que apoyan la herejía de Jorge
Lascano, deberán presentarse a los Auditantes, y enfrentar su
Juicio de Residencia en Tierra Guía. Ahora mismo. No hace falta
que diga quiénes son.
Silencio intenso.
226

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Carmen no había terminado. Todos lo sabían.
-Como ya saben, algunos culpables pueden ser condenados a
Demolición. Pero la decisión de trasladarlos es mía. Eso hará que
todo lo que diga sea tomado en cuenta por los Auditantes. Los
que me conocen, saben que usaré todos los recursos a mi alcance
para que nadie sufra esa condena.
Supuse que la Demolición sería una especie de pena capital, que
aplicarían a todos los Revelados que la Jerarquía ubicara. No
parecía algo fácil de aceptar.
Silencio espectro.
Algo a punto de pasar. Alguien a punto de hablar.
-Nadie va a ir a Tierra Guía, Carmen Gallardo –dijo Lascano-.
Los que no están con nosotros vendrán a los mundos que
dispongamos. Y serán tratados bien.
-De todos los que podrían haberme traicionado, sos el que más
me decepciona. Vos, y otro a quien quiero como a nadie –dijo,
con la mirada fija en Rafael Montini.
-Carmen y vos –murmuré-. Ahora entiendo…
-Silencio, Daniel Kaufmann –ordenó Rafael, sin despegar los
ojos de Carmen.
Silencio inútil.
Discretamente, algunos hombres y mujeres de los lados largos se
iban desplazando hacia la única vía de escape para los leales. El
movimiento parecía seguir de acuerdo con lo planeado, o al
menos con lo que yo entendía que estaba planeado. En un
movimiento del que nadie me había prevenido, Antonio Berardi
caminó unos pasos, hasta situarse casi a la altura de Claudia,
Carmen y Lascano.
227

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Los que están con nosotros, identifiquen su posición –dijo
Berardi.
Después de todo, acaso no haría falta enfrentarse con los leales a
la Jerarquía. Pronto estaría clara la relación de fuerzas, y ningún
seguidor de Carmen tendría ganas de luchar en desventaja,
contra una mayoría hostil. Ví que Lascano, Chavarri, Simona y
muchos otros, tomaban el brazalete blanco, y se lo ponían. Rafael
tomó el brazalete en sus manos, sin sacar los ojos de Carmen. Lo
imité, sin sacar los ojos de Claudia.
Rafael estaba por colocarse el brazalete. Se detuvo.
Ya no se fijaba en Carmen.
Recorría cada rincón del grupo, como tratando de comprender
por qué el proceso tardaba. De los más de cincuenta que
debíamos lucir el brazalete, conté unos quince. Tal vez veinte.
Casi todos separados entre sí, aislados unos de otros. Noté que el
resto retrocedía un paso, dejándolos más expuestos. Giré la
cabeza, a uno y otro lado, para verificar lo que temía: en las filas
donde se suponía que éramos más fuertes, muy pocos se habían
identificado con la conjura.
-Por el Señor. Pónganse los brazaletes, de una vez –la voz, casi
inaudible, de Rafael.
Frente a la Puerta de 1917, la situación no era mejor. De los siete,
solo cuatro se habían identificado como Revelados. El resto
seguía sin moverse.
El sol ya se había vuelto invisible, tras la cortina de árboles
cercanos. Sólo quedaban unos minutos de luz natural. Viendo
alrededor, comprobé que el campo abierto donde nos habíamos
ubicado estaba, en realidad, rodeado de bosques. Era el último
atardecer del otoño. Un viento frío, que anticipaba el invierno,
228

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
sopló desde el sur. Todavía llegué a divisar siete u ocho
brazaletes blancos recién puestos, y volví a suponer que los
Revelados se tomaban su tiempo para identificarse.
De pronto Carmen se volvió hacia Berardi, y le preguntó con toda
naturalidad:
-¿Cuántos hay en total?
-Veintisiete. Revelados que se habían organizado en 1998 y 2012.
Algunos no se identificaron, pero ya los conocés. Están todos
listos para ser trasladados.
-Buen trabajo, Antonio Berardi. ¡Revelados! Entréguense en paz.
Vengan conmigo a Tierra Guía para el Juicio de Residencia.
Hasta Judas tuvo su oportunidad. También ustedes van a tenerla
–dijo Carmen que, ahora sí, segura de sí misma, hablaba en voz
bien alta.
-Maldito estúpido. No lo puedo creer –suspiró Rafael, llevándose
a la cabeza la mano con la que sostenía el brazalete.
Antonio Berardi nos había traicionado.
61
marzo, 2012
-Supusiste bien, Daniel Kaufmann. La Demolición es la pena
máxima en Tierra Guía. Y de algún modo, peor que cualquier
pena capital de las que puedas conocer –dice Rafael, que acaba
de leer las últimas hojas escritas.
-¿Qué puede ser peor que la pena de muerte? ¿Torturan a los
condenados?
Me devuelve las hojas. Sonríe, como tantas otras veces.
229

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-La tortura no existe desde hace miles de años. La pena de
muerte… bueno, depende de cómo definas la muerte.
-No me digas nada. Los dejan encerrados escuchando cumbia
villera.
La broma no es adecuada, frente a algo peor que la muerte. Pero
no puedo evitarla. A veces el humor es la única salida que
encuentro. Aunque sea malo. Y debe ser malo, porque deja de
sonreír.
-Deberíamos dejarlo para la entrevista. Pero ya que lo tomás tan
a la ligera, te lo explico ahora. La Demolición comienza borrando
la memoria del condenado. Apenas quedan rastros de su
identidad, si queda alguno. Y no sobrevive ningún recuerdo
importante.
-No veo mucha diferencia con la muerte. Si te borran la
memoria, es como si te mataran. Dejás de ser vos. Sos otro, para
siempre.
-No del todo. El alma sigue unida al cuerpo, y se respeta el Santo
Mandamiento de no matar. Además, para la Jerarquía la
Demolición tiene otras ventajas –dice.
Todas las ventajas son para la Jerarquía, pienso. Incluso si la
conjura de los Revelados hubiese tenido éxito, nos habrían
cazado como a ratas. Una Proclama en 1998, otra en 2012. Que
nadie hubiese creído.
Y si la creían, daba casi lo mismo.
¿Quinientos mundos contra dos? ¿De qué habría servido?
Se lo digo.
-No mezclemos las cosas. El objetivo de la Proclama no era
vencer a la Jerarquía. Eso es imposible. Con dos mundos en
230

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
rebeldía, nuestra idea era negociar. Pero eso es otro tema.
Hablábamos de la Demolición –insiste.
-Bueno, decime cuáles son las grandes ventajas de la Demolición
–digo.
-En primer lugar, como te dije, se respeta el sagrado mandato de
no matar. En segundo, se aprovechan las aptitudes de los
condenados. Sus talentos, su energía, su capacidad, todo queda
intacto para otras tareas. Hay un gran libro, de Alfred Bester,
donde podés leerlo. En tercero, y es lo más importante, los
condenados reciben la misión más difícil: explorar nuevas
Puertas, afrontar los mayores riesgos, y colonizar nuevos
mundos. En eso, en cierto modo, la Demolición es peor que la
muerte.
-Pero a eso se dedica la Orden de los Peregrinos…
-Los condenados a Demolición terminan subordinados a los
Peregrinos. Y se destinan a los peligros más grandes, en todos los
procesos de colonización.
-¿Colonizar nuevos mundos? Creí que se dedicaban a obligar a
otros mundos, que ya existen, a repetir la historia de Tierra Guía.
-Y así es, Daniel Kaufmann. Pero alguien tiene que empezar.
Volver a los comienzos de la humanidad, cuando la barbarie era
tan grande que ni siquiera tenía ese nombre. No es una tarea
para la que sobren voluntarios. Los Demolidos reciben su nueva
instrucción, y van ahí sin discutir. No discuten, porque no
conocen otra cosa.
-No conocen otra cosa porque no tienen memoria...
-Exacto. En los mundos primitivos, viven poco y mal. A veces
corren la suerte de los mártires, y con eso la Jerarquía considera
que lavan sus pecados.
231

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Perder la memoria, olvidar la identidad, ser desterrado a un
mundo donde no es extraño terminar como un mártir. ¿Cómo
termina un mártir? Imagino posibilidades: sepultado bajo las
piedras de una turba enardecida, devorado por fieras en un circo,
quemado en una hoguera, crucificado. Pero Rafael Montini habla
de mundos más primitivos. En ellos, lo que él llama la suerte de
los mártires debe ser peor.
Fue un milagro no haber caído en manos de la Jerarquía, para
asistir a un Juicio que tal vez, pese a Carmen, para algunos
habría terminado en Demolición.
Un milagro increíble, como son los milagros.
Un milagro espantoso, como algunos milagros.
62
junio, 1973
Sin mucho esfuerzo, los leales a Carmen Gallardo fueron
empujando a los conjurados al centro del rectángulo. Los que al
principio estaban allí se abrieron, formando un anillo. Rafael y yo
estábamos entre los conjurados: aunque no tuviésemos puesto el
brazalete, lo sosteníamos en la mano.
Fuimos un triste grupo de Revelados, sin demasiadas chances de
romper el círculo humano que nos condenaba.
Con ojos desafiantes, Rafael se puso el brazalete. Lo imité. Lo
imitaron muchos. Creo que lo imitaron todos. Veintisiete.
Veintiocho, contándome a mí.
Veintiocho brazaletes blancos, contra Carmen Gallardo y
cincuenta y un Correctores. Casi dos a uno en contra. Rodeados.
Rafael y yo quedamos junto a Jorge Lascano. Berardi había
232

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
tomado cierta distancia, supuse que por su traición. Carmen se
mantenía cerca de nuestro grupo. No parecía feliz de haber
ganado. Acaso la victoria le permitiera mantener su rango, e
incluso aumentarlo. Pero tantos conjurados no debían ser un
buen antecedente en los desconocidos juegos políticos de Tierra
Guía. Sin saber nada de ese mundo, ni de sus reglas, imaginé que
Berardi podría también traicionarla a ella, con tal de obtener más
beneficios. Quien traiciona una vez, traiciona siempre.
-Vamos. A dos kilometros, pasando los árboles, hay una Puerta
para llegar a Tierra Guía –anunció Carmen, mientras señalaba el
bosque, situado a unos quinientos metros.
La sorpresa en el rostro de todos reveló que nadie conocía esa
Puerta. Incluso Berardi pareció desconcertado.
-Pedí que se activara esa Puerta para llevarlos. No figura en las
cartas de viaje, ni volverá a usarse después de hoy. Vamos –
ordenó Carmen.
Comenzó a caminar en diagonal a lo que había sido el rectángulo,
mientras la gente se abría a su paso. Sin violencia, nos
impulsaban suavemente detrás de ella.
-No podemos dejar que nos lleven así –murmuré.
-No veo que tengamos alternativa –dijo Rafael.
-Esto es el fin de todo. Pasará mucho tiempo hasta que se
organice un grupo como el nuestro, si es que vuelve a organizarse
–agregó, sombríamente, Lascano.
A mí no me interesaba demasiado que se organizara o no un
grupo de Revelados, ni cuánto tiempo pudiera pasar. Sólo me
preocupaba la Demolición, que sin duda era una pena de muerte
(los comentarios de Rafael, hace un rato, sobre la verdadera
Demolición, tampoco me habrían tranquilizado). Y Claudia, a
233

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
quien tal vez no volvería a ver, y con quien hubiese querido estar
para siempre. Lamenté haber salvado la vida de ese hombre una
tarde de 1998. Es decir, quise lamentarlo. Pero no pude. Como si
adivinase mis pensamientos, Rafael rodeó mis hombros con su
brazo y me estrechó fuertemente.
-Siento mucho haberte metido en esto, Daniel Kaufmann –dijo.
-Tenemos que hacer algo, Rafael –suspiré, reconfortado.
-Sí, deberíamos intentarlo. De todos modos, no hay nada que
perder –acotó Lascano.
Carmen, a unos diez metros delante nuestro, giró la cabeza.
-Ni se les ocurra. Voy a pedir clemencia para todos. Pero si uno
solo escapa, olvídense de la clemencia –dijo, y siguió caminando.
Nadie volvió a hablar. El viento sopló entre los árboles, de los
que nos separaban ahora unos cuatrocientos metros. La
oscuridad ya era casi total. No creo que niguno de los brazaletes
blancos haya tomado eso en cuenta como una ventaja: para los
Correctores, la noche es más clara que el día para la gente
normal. Sin embargo, en un sector detrás nuestro comenzaron
los forcejeos. Hubo gritos de alarma, ruido de golpes, algunos
pasos a la carrera.
Nos dimos vuelta. A nuestra izquierda Simona y Chavarri se
abrían paso a empujones, despejando el camino a otros que
también empujaban. Los que intentaban romper el cerco
actuaban con total coordinación, como si se hubiesen puesto de
acuerdo sin hablar. Atacaban un flanco que parecía más débil
que el resto, en dirección opuesta a los árboles, tratando de abrir
una cuña, para facilitar al resto, que venía atrás, un lugar por
donde escapar.
234

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
De inmediato nos vimos sumergidos en la pelea, corriendo hacia
la punta de lanza que abrían Simona y Chavarri, mientras los
leales usaban todo tipo de recursos físicos para detenernos:
abrazos, tomas, tacles, encierros a pequeños grupos que no
habían visto a tiempo la maniobra. Crecieron las voces, de uno y
otro bando, hasta que todo el campo fue un griterío
ensordecedor. La potencia de los gritos, que nunca antes había
oído a semejante volumen, levantó el vuelo de las aves que
permanecían en la arboleda, como una burla de la suelta de
palomas que había sido una burla en el palco de Ezeiza.
Con Rafael hablamos a menudo de lo que pasó después. Tuvo
que haber sido por el ruido, que lo tapaba todo, y por la
concentración de los Correctores en la lucha que se había
desatado. De otra forma, los pasos que se acercaban debieron
haberse oído mucho antes, y se pudo haber evitado el desastre
que siguió, peor que la batalla en la que estábamos metidos,
mucho peor que el Juicio de Residencia que nos tenía preparado
la Jerarquía.
-¡Alguien viene! ¡Alguien viene! –se oyeron un par de avisos,
cuando era demasiado tarde.
Simona y Chavarri dejaron de abrir la punta de lanza. Los leales
dejaron de impedir que la abrieran. De nuevo éramos un solo
cuerpo de Correctores, en montón desordenado, mirando a
nuestro alrededor.
De entre los árboles, bastante más al norte del lugar al que había
pretendido llevarnos Carmen, había salido un enorme grupo de
hombres, que se acercaba, rodeándonos, a paso lento y firme.
Comparados con nosotros, parecían una multitud.
-Deben ser quinientos tipos –murmuré.
235

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Quinientos sesenta y ocho –precisó Lascano, que pareció
contarlos con facilidad.
Nos apuntaban con armas largas, sin dejar de avanzar. Algunos
llevaban linternas. Carmen se adelantó hacia ellos, flanqueada
por Lascano, Rafael y algunos otros. Ante el enemigo común,
todos volvían a unirse. Incluso Berardi apareció, y se sumó a la
vanguardia. En realidad, nos adelantamos todos, siguiendo a
Carmen.
No fue la mejor idea. Los tipos tuvieron tiempo de abrir la
formación, y dejarnos casi cercados. A los Correctores podía no
importarle, pero yo me habría sentido más seguro si no
hubiésemos quedado en medio de esa banda que nos apuntaba.
-¿Qué quieren? –preguntó Carmen.
-Matar a los zurdos infiltrados en nuestro Movimiento –
respondió un tipo muy alto, de anteojos, negros, que debía ser el
jefe.
-Acá no hay zurdos. Somos gente de paz, que se retira a sus casas
–dijo Lascano.
-Claro. Por eso tienen fusiles. Y se estaban peleando –se burló el
jefe.
-Soy el capitán Chavarri, al mando del teniente coronel Osinde.
Les ordeno que se retiren de inmediato.
-A Chavarri lo mataron por la espalda. Yo lo ví muerto. No te
hagas pasar por él, zurdo hijo de puta –gritó un joven, casi un
adolescente, desde otra zona del cerco.
El grito del joven, de voz muy aguda, fue seguido por unos
ladridos. Cerca de él había una docena de ovejeros alemanes que,
contenidos por sus dueños, trataban de soltarse y correr hacia
nosotros.
236

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Escuchen. Nuestra pelea es cosa nuestra –dijo Carmen.
-Ya nos habían informado que algunos hombres de Osinde eran
traidores. Los vieron reunirse con zurdos toda la tarde. Lo que no
sabíamos es que eran tantos. Pero eso lo vamos a arreglar
enseguida –dijo, con voz seca, el jefe.
-No es lo que ustedes creen. No queremos problemas –insistió
Carmen.
-Ya los tienen. ¡Manos a la cabeza! –ordenó el jefe.
Estaba claro que alguno de esos tipos nos había visto, cuando nos
reunimos en la casilla detrás del Hogar Escuela, o en otro
momento del día. El pequeño ejército que nos rodeaba debía
haber seguido nuestra pista por su propia cuenta. Era imposible
que siguieran órdenes de Osinde, que, al fin y al cabo, era un
Corrector. Se trataba de una banda de asesinos locales, actuando
sin directivas de nadie.
-Estos nos van a matar acá mismo. Hay que neutralizarlos,
Carmen –se oyó la voz de un hombre, cerca de ella.
Nunca vamos a saber si nos hubiesen matado ahí mismo, en
cuanto pusiéramos las manos en la cabeza. No era improbable,
considerando la clase de tipos que eran. Habría sido una
ejecución a sangre fría, con la impunidad que les daba la falta de
testigos en ese campo desierto. A la luz mínima del crepúsculo,
que ya era casi noche, me pareció ver que el jefe sonreía. Con las
armas en la espalda, éramos una presa fácil. No podía saber que,
más allá de la lucha que había presenciado, tenía enfrente a los
Correctores.
Como cuando Simona y Chavarri se lanzaron a romper el cerco,
muchos Correctores actuaron al mismo tiempo. Se tiraron al piso
y descolgaron los fusiles, mientras comenzaban a silbar las balas.
237

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Unos pocos cayeron heridos antes de tomar las armas, pero la
mayoría estaba respondiendo el fuego antes de que los pocos que
permanecíamos de pie nos hubiésemos dado cuenta. Yo no había
reaccionado porque Rafael tampoco había reaccionado. Rafael no
había reaccionado porque vio a Carmen, tratando de dar una
orden que, para algunos, llegó demasiado tarde:
-¡No los maten! ¡No tiren a matar!
Las armas ya estaban en casi todas las manos. En los primeros
instantes, no menos de treinta tipos cayeron muertos. Después,
los Correctores deben haber obedecido a Carmen, porque en las
filas enemigas muchos comenzaron a sufrir heridas precisas, en
brazos y piernas, lejos de las zonas vitales. Ví a Simona caer antes
que ningún otro, bajo los mismos verdugos que habían matado a
su original en Tierra Guía. Ví a Chavarri, herido en el abdomen,
bajando de un tiro entre los ojos al matón que hacía de jefe. Ví a
Claudia, con un líquido oscuro que le bajaba lentamente del
brazo, tirando en cuclillas, con su revólver, contra algunos de los
que traían perros.
Todo era muy rápido. Tanto, que tardé en comprender el salto de
Carmen. Un salto acrobático que ni el mejor artista hubiese
podido imitar. Un salto tan veloz, que sólo se entendía como
salto una vez que había ocurrido. Un salto con el que interpuso
su cuerpo entre varios disparos que iban directo hacia Rafael. No
sé cuántas balas recibió. Tantas, que el salto se deshizo, y dio
varias vueltas horizontales sobre sí misma, en el aire, hacia atrás,
en su aterrizaje sobre el pasto. Así cayó Carmen Gallardo, la que
conocí en 1934, la que habría pedido clemencia para los
Revelados. Carmen Gallardo, que no habría dudado en llevar a
238

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Rafael al Juicio de Residencia, y que fue escudo de las balas para
salvarlo.
-¡Carmen! ¡No!
El bramido de Rafael tapó el estruendo de las armas. De todos los
que dispararon en esos minutos, no ví a ninguno que se ensañara
contra los matones como él. Con una rodilla clavada en la tierra,
su fusil parecía una ametralladora. Recargaba tan rápido que casi
no pasaba un segundo sin disparar. Disparaba y gritaba. Un grito
único, feroz, interminable. Cuando los matones descubrieron de
dónde les venía esa masacre, trataron de apuntarle. Conté no
menos de diez a los que Rafael les voló la cabeza, antes de que
terminaran de girar sus armas hacia él. Disparaba, y gritaba, y se
movía. Se movía tan rápido que parecía esquivar las balas. Los
otros Correctores eran precisos, y ya estaban equilibrando la
diferencia de siete a uno del principio. Pero Rafael era la ira de
Dios. La muerte disfrazada de hombre. A la luz de los fogonazos,
no pude reconocer su cara. Era él, y no era él. Mataba como si la
muerte hubiese incubado en él, y nacido de pronto. Mataba como
si la muerte fuese lo único para lo que había nacido. Mataba con
un grito que obligó a muchos tipos a soltar las armas y taparse
los oídos, antes de caer con las caras destrozadas. Tirados cuerpo
a tierra, los asesinos de las primeras filas comenzaron a
retroceder.
Creo que hasta un Oficiante habría titubeado, viendo a Rafael en
su hora de furia.
Pero no lo sé. Y espero no saberlo.
No sé cuánto duró la cólera de Rafael. No puedo medir ese
tiempo. Pero en los breves y continuos fogonazos que lo hacían
239

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
visible, me pareció ver, como aquella tarde en Carmen, algo sin
fondo. Una caída al centro de la oscuridad. Lo otro.
No podía desviar la mirada. No podía moverme.
La batalla me ayudó. Un Corrector cayó herido, casi sobre mi
cuerpo.
Pude desviar la mirada.
Quise correr hacia cualquier parte. Correr hacia Claudia.
Pero tampoco podía dejar solo a Rafael.
Quise moverme, y estaba paralizado.
Reaccioné cuando algo me atravesó una pierna y me volteó de
lado. Tomé el fusil, que se descolgó en la caída, me tendí boca
abajo, y disparé sin piedad contra los que habían matado a
Carmen Gallardo.
63
marzo, 2012
-No me siento nada orgulloso –comenta Rafael, después de
haber leído el relato de lo que hizo.
El relato escaso, de palabras escasas, que no pueden describir, ni
remotamente, lo que hizo.
-Nunca me imaginé que alguien pudiera hacer algo así. Ni
siquiera un Corrector –digo.
-No sé si un Corrector puede hacer algo así. No sé qué me pasó.
Ni siquiera recuerdo bien ese momento –responde.
-Como si te hubieses convertido en otro…
-Ya sé de qué hablás. De eso que llamás lo otro. Eso que viste en
Carmen, y que te pareció ver en mí. Pero no tengo una respuesta.
Nada que pueda decir.
Ninguna respuesta.
240

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Nada que decir.
Rafael estaba perdiendo a Carmen. Ya se estaba arriesgando a
perderla cuando tomó partido por los Revelados. Pero esa noche,
la estaba perdiendo para siempre.
En aquella tarde de 1934, en cambio, Carmen no estaba
perdiendo nada. Tomaba el té en la Confitería Ideal, buscando,
sin duda que yo le revelase algo.
Entonces, si lo otro existe, si los Correctores lo pueden reflejar,
no lo hacen a voluntad.
Si lo otro existe.
Si lo pueden reflejar.
Las palabras traicionan. Son lo más traicionero. Reflejar. No
tendría que haber usado esa palabra. Pero es la que me vino de
inmediato.
Reflejar.
Si lo que hicieron fue reflejar, se transformaron, brevemente, en
un espejo.
Del otro lado del espejo estaba yo.
Con miedo. Con no-miedo. Con palabras. Mudo. Volando.
Cayendo. Un precipicio en cuyo fondo se adivina el hueco abierto
hacia un abismo.
Caer de verdad, caer del todo en lo otro, sería tal vez conocer
todas las preguntas.
O todas las respuestas.
O la muerte.
O algo peor que la muerte.
-Te lo dije, Daniel Kaufmann. Hay penas peores que la muerte.
Mira por encima de mi hombro lo que escribo, como tantas otras
veces.
241

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Se refiere, claro, a la Demolición.
Yo creo que hay algo peor que la Demolición.
-Nunca dije que la Demolición fuera lo peor –insiste.
-Pero corriste ese riesgo. Y lo corrés ahora, más que antes.
-Carmen iba a evitar la Demolición. Cuando me encuentren, no
creo que haya forma de evitarla. Tampoco me importa. Lo que
me importa es que hagamos lo que tenemos que hacer. En 2012,
y en 1998. Hay que seguir.
-¿No te importa que te ejecuten?
-¿Tiene algún sentido que sigas dando vueltas con eso que no
podemos explicar?
Otra vez lo de siempre. La pregunta que responde a otra
pregunta.
La pregunta retorno, la pregunta desvío, la pregunta espejo.
Una ilusión óptica puede hacer que se vea un fantasma en un
espejo. Basta con mirar el espejo un rato, sin fijar la vista. Todo
el mundo lo sabe.
Pero no se puede ver dos veces, en dos espejos distintos, el
mismo fantasma.
A menos que no sea un fantasma.
Hay que seguir.
242

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
junio, 1973
64
Cuando volví la cabeza para buscar a Claudia, no la encontré.
Muchos de los nuestros corrían hacia la Puerta de 1917, y
cruzaron a ese mundo. Las Puertas nunca se cruzan en línea
recta: hay una secuencia exacta, un zigzag diseñado para impedir
que alguien cruce por accidente. No sé si los criminales habrán
notado que el enemigo se les disolvía en el aire. Nosotros
veíamos claramente en la oscuridad, y ellos sólo podían adivinar
con las linternas. Aunque unos pocos de los nuestros cayeran, a
la larga no habría quedado ningún asesino en pie. Supongo que
la mayor parte prefirió cruzar la Puerta, más para obedecer la
última orden de Carmen que para evitar las balas. Otros habrán
escapado, como hicimos con Rafael.
Carmen había ordenado que no los matáramos. Al verla caída,
todos debieron sentir lo mismo que Rafael y yo. Sólo queríamos
aplastar, destruír, despedazar a esos fanáticos de la muerte, que
no valían nada, y arrancaban una vida que valía tanto.
Pero cómo no respetar el deseo de Carmen Gallardo. Si hasta
Rafael, después del ataque de furia, en el que debe haber
liquidado no menos de cincuenta tipos, tiró el fusil a un costado,
como con desprecio, y les dio la espalda, corriendo hacia el
cuerpo de Carmen. Un par de Correctores lo cubrieron,
disparando sobre los asesinos. Me atrevi a seguirlo, sin
incorporarme del todo.
A esa altura, varios Correctores se inclinaban sobre ella. Muchos
llevaban el brazalete blanco de los Revelados. Alcancé a ver
varias bolsitas de cuero, de las que salían dedos impregnados de
pasta verde, algunos teñidos de un rojo que nunca antes había
243

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
visto. Entre ellos, por fin, encontré a Claudia. Se esforzaban
como si Carmen aún estuviera con vida. Pero yo sólo veía el
cuerpo inerte, con el pecho y el abdomen destrozados. Rafael
habrá pensado, como quienes trataban de ayudarla, que Carmen
aún vivía. En el camino lo interceptó Lascano, inclinado bajo las
balas. Lo tomó de la cintura, y lo obligó también a inclinarse.
-¡Carmen! –gritaba Rafael, forcejeando con Lascano.
-Acá no hay nada que hacer. Ustedes tienen que escaparse, ya –
gritó Lascano, con la misma potencia que Rafael.
Todavía lucharon unos instantes, en los cuales se hablaron casi al
oído. Finalmente, Rafael aflojó la presión y comenzó a acercarse
hacia mí. Todavía se detuvo una vez más, como amagando volver
hacia Carmen.
-Tenés que cumplir la misión. Sos el único que puede. Corran.
¡Corran ahora! –la voz de Lascano fue imperiosa.
Rafael pareció volver de un largo sueño, nacido acaso en el
Monasterio, en sus primeros años de aprendizaje como
Corrector. Miró por última vez a Carmen, se acercó a mí, casi me
arrastró cuando comenzó a alejarse de la lucha.
Entonces pude reaccionar. Me solté, corrí hacia el montón donde
atendían a Carmen. Tomé a Claudia del hombro. Me aferró con
los brazos, me miró desde el fondo de los ojos azules, de los que
un brillo le bajaba en surcos por la cara. Rafael, que me había
alcanzado, intentó separarnos. Gritaba algo que no quise oír,
porque también Claudia gritaba, sin dejar de mirarme:
-¡Andate, Daniel! ¡Andate ya!
-No voy a ninguna parte. Me quedo con vos, carajo –dije, o creo
que dije.
244

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-No me importa que seas un Revelado. Andate, seguí tu camino –
era más que un grito, era una orden que yo no quería, que yo no
podía obedecer.
Separó los brazos y trató de empujarme, mientras Rafael tiraba.
No sé cuánta fuerza me habrá dado la pasta verde. Pero con
fuerza o sin ella, no pensaba soltarla. No la solté.
-Sin vos no me voy –grité, más fuerte que ellos.
-Tengo que ir con los otros, Daniel. Si hay alguna forma de que
nos volvamos a ver, te voy a encontrar. Ahora, andate. Si me
querés, andate.
-No seas idiota, Daniel Kaufmann. Es la última ocasión para
escapar –me llegó la voz de Rafael, que por fin lograba
separarme de Claudia.
Bajé los brazos y dejé que me arrastrara. Todavía alcancé a ver a
Claudia que, con otros Correctores, llevaban a Carmen hacia el
Portón. Unos veinte habían armado una doble hilera, y devolvían
el fuego de los matones, para cubrir la retirada. Diez de pie, diez
en cuclillas. Entre ellos, y entre los que llevaban a Carmen, había
muchos con brazalete blanco. Incluso Berardi, antes de cruzar,
nos hizo un gesto para que huyéramos más rápido. Rafael corrió,
sin soltarme. Corrí detrás de él, tan rápido como pude.
No sé qué pensará cuando lea estas hojas. Cada tanto se acerca a
mi máquina, se lleva lo último que tengo escrito, y mi versión de
los hechos le arranca, casi siempre, una sonrisa. Quién sabe
cómo lo escribiría él. De qué manera incomprensible para los
lectores de 1998, o de 2012, en qué estilo avanzado miles de años
al nuestro, con qué palabras que yo no tengo, aunque sea yo
quien aborda este relato.
245

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Cuando lea esta torpe narración de la Batalla del Campo Sin
Nombre, como decidimos llamarla, no habrá lugar para la
sonrisa. Nada puede atenuar el dolor de esa Batalla sin sentido
entre los Correctores y un grupo de asesinos sueltos.
Tuvo un costo muy alto salvarnos del Juicio de Residencia que la
Orden de Auditantes preparaba en Tierra Guía.
Nunca me lo dijo. Pero sé que Rafael hubiera preferido la
Demolición, el destierro, diez Demoliciones, cien destierros, a
presenciar, en el Campo Sin Nombre, la caída de Carmen
Gallardo.
65
junio, 1973
Lo que vino después lo recuerdo como si no hubiera terminado
de pasar. Lo recuerdo en presente, superpuesto al teclado donde
lo escribo. El fragor que se apaga, tan rápido como se había
iniciado, Correctores que se van en un pliegue vacio, algunos
cuerpos desperdigados como el de Carmen Gallardo, víctimas de
una Demolición sin retorno, la línea defensiva que sigue
disparando, unos pocos que se alejan en busca de un lugar
seguro, el campo lleno de asesinos inmerecidamente heridos,
Rafael que me arrastra como un muñeco de trapo hasta que
puedo seguirlo. Todo en presente, como si estuviera sucediendo,
la carrera que nos aleja de los que nos siguen, lo que pasa
mientras nos siguen, los dedos corriendo entre las teclas sueltas
para olvidar que todavía nos siguen.
Cada paso de Rafael trae un eco apagado. Puede correr más
rápido que nadie, pero no quiere dejarme atrás. Lo sigo porque
246

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
me espera. Lo sigo porque nos siguen. Lo sigo porque no tengo
más remedio.
No hay luna, no hay sombra, no hay casi cómo guiarse. Como si
el roce de la bala en la pierna me hubiese quitado el efecto de la
pasta verde, todo llega de pronto. Dolor, frío, cansancio, ganas de
llorar. Si corriera más temblaría menos. Pero si me apuro caeré
agotado de inmediato. De alguna parte saco fuerzas para seguir a
Rafael, aunque no pueda alcanzarlo, y los que vienen detrás estén
cada vez más cerca.
Me lastimo la pierna sana con una rama. Tiene que haber sido
una rama, aunque de la cintura para abajo todo sea negro. Estiro
la mano al tanteo. No puedo creer lo que está pasando. No lo
puedo creer, pero estoy seguro. Y la certeza puede más que la
duda. Porque la duda es hermana de la fe.
-No puedo seguir –mi voz.
-Si paramos nos alcanzan –la voz de Rafael.
- Me lastimé la otra pierna –mi voz.
Rafael se detiene, tan bruscamente que lo atropello. Me pasa los
dedos con pasta por la pierna lastimada, debajo del desgarro que
la rama dejó en el pantalón. Busca la herida en la otra pierna, con
una visión precisa que yo ya no tengo. Desliza los dedos por la
zona donde el roce dejó la carne a la vista. El dolor se diluye.
Seguimos.
Perros que ladran. Hombres que gritan. Miro hacia atrás por
encima del hombro: unas luces que muerden la noche. Creo que
son linternas. Creo que se acercan. Creo, porque elijo el consuelo
de la fe y no el rigor de la certeza.
Rafael se vuelve hacia la izquierda y escala un montículo herido
de plantas. Más que por la vista, lo sigo por el sonido. Subir me
247

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
deja sin aliento. Bajar me arranca tiras de los pies. Un camino al
salir del montículo: tierra firme.
-Vamos. Rápido –la voz de Rafael.
Ladridos que crecen. Luces como dudas, al otro lado del
montículo.
Cuando las luces lleguen a la cima empezarán las balas.
Tomo la cintura de Rafael. Me inclino a un costado. Caminamos.
El dolor se fue, pero los pantalones resbalan en algo líquido que
no veo. Un jugo que no es rocío del pasto, ni transpiración. Los
perros crecen al otro lado del montículo.
Voces de hombres.
Viento. Frío.
Noche cerrada.
Oscuridad.
Rafael corre de nuevo. Me cuesta seguirlo. Quiero parar,
entregarme, que termine la pesadilla. Si supiera que iré a la
cárcel, que los perros no me van a despedazar, que los hombres
no me van a hundir sus balas, me entregaría.
No quiero ser presa de esos animales.
Ni de esos hombres peores que animales.
Corro detrás de Rafael que corre.
-Rápido, que no hay tiempo –la voz de Rafael.
-No puedo más –mi voz.
-Podés. Tratá y vas a ver que podés –la voz de Rafael.
Me toma del brazo. Se detiene.
Gritos que se acercan. Ladridos que trepan.
-Ahora vamos a correr. De verdad –la voz de Rafael.
-No puedo ni caminar –mi voz.
-Todavía podés correr como yo. No te voy a esperar.
248

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Sale al trote. Se aleja. Acelera. Ya casi no lo veo.
Un paso. Otro paso. Un salto. Enorme. Otro salto. Más largo.
Algo que tengo bajo la cintura toma velocidad.
No pueden ser mis piernas.
Algo que tengo sobre la cintura gana distancia.
No puede ser mi cuerpo.
Me dejo llevar por lo que no es. Por lo que no puede ser.
La noche se apaga.
Veo.
Rafael a menos de cincuenta metros.
Veo la oscuridad. Veo en la oscuridad.
Rafael a menos de veinte metros.
Lo alcanzo, porque se detuvo un momento.
Veo los ojos negros que brillan.
-Te dije que podías –la voz de Rafael.
Corremos.
No corremos.
Nadie puede correr a esta velocidad.
Voces que se ahogan. Ladridos con sordina.
Miro hacia atrás, por encima del hombro.
Puntos luminosos. Como estrellas lejanas.
Asfalto. Una ruta.
-No salgas de la banquina –la voz de Rafael.
Los pies casi no tocan el pavimento.
Nos alejamos. Infinitamente.
Seguimos corriendo. Para siempre.
249

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
66
marzo, 2012
El restaurante español es un lujo comparado con este bar. Con
todos los arreglos que se hicieron a los cafés en los últimos años,
tenemos que venir a esta ruina con telarañas bajo las mesas, con
ventanas traslúcidas de grasa y luces opacas por las moscas
muertas dentro de las tulipas. El establecimiento sólo sobrevive
por la tozudez de sus dueños, dos inmigrantes viejísimos que
renguean entre las mesas, con sacos remendados, sin duda los
mismos desde que eran jóvenes.
En una mesa nos espera un hombre de piel artificialmente
bronceada. Saco y corbata negros. Como los matones de Ezeiza.
Tiene edad y aspecto suficientes para haber estado, hace treinta y
nueve años de este mundo, en el equipo de Osinde. O será que yo
veo ahora a todos esos tipos igual, y el hombre es un simple
falsificador. O un policía corrupto. En cualquier caso, debe ser un
local que no tiene relación alguna con los Correctores. De otro
modo, Rafael Montini jamás lo habría llamado.
-Hubo algunos gastos extra –dice el hombre, que ya se hizo servir
un whisky-. Treinta por ciento más de lo convenido.
-Dejame ver los papeles y te pago –responde Rafael, sin mirarlo a
la cara.
El hombre abre un portafolios de cuero marrón, con rajaduras en
los pliegues. Extrae un sobre y lo pasa a través del mantel, sin
retirar la mano.
-Acá está todo. Quiero ver la plata –insiste.
Rafael toma el sobre de un tirón. Lo abre, saca un documento de
identidad, una tarjeta plástica azul, un acta de nacimiento, un
pasaporte. No necesita el mismo tiempo que un experto común:
250

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
pasa rápidamente las hojas del documento, observa la tarjeta de
ambos lados, revisa el acta, verifica con los dedos el papel del
pasaporte.
-Es todo original. De primera. No hay forma de diferenciarlo de
uno verdadero –dice el hombre.
Rafael me entrega los documentos. Veo mi foto, veo escrito el
nombre al que tendré que acostumbrarme. Los papeles dicen que
nací en 1985: tengo de nuevo veintisiete años.
-Tomá –dice Rafael, mientras pasa de nuevo el sobre por el
mantel, esta vez poblado de billetes.
El hombre deja su vaso de whisky, recoge el sobre y lo apoya
sobre las piernas, con el mantel como cobertura. Cuenta el dinero
en silencio. Finalmente, sonríe satisfecho.
-Si alguien se entera de que hiciste este trabajo, te voy a buscar y
te mato. Y si alguien sospecha que alguno de los documentos es
falso, también –dice Rafael, en un tono seco al que no estoy
acostumbrado.
-Es todo de primera. Nunca le fallé a nadie –el hombre apura el
whisky y deja el vaso en cualquier parte. Se va sin pagar, casi sin
despedirse.
-La basura con la que hay que tratar –suspira Rafael-. Vamos,
este lugar me deprime.
Deja en la mesa un billete y se pone de pie. Guardo mi nueva
identidad en el bolsillo y también me paro. Salimos rápido, en
dirección opuesta a la que tomó el hombre.
También a mí ese lugar me deprime.
251

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
67
(mundo no informado - mes y año desconocidos)
-Ya estamos por cruzar. Preparate, que puede ser difícil –la voz
de Rafael.
-Peor que esos tipos no puede ser –mi voz.
Me toma los hombros. Me ubica detrás de él, con brusquedad.
-¿Qué hacés? –mi voz.
-Tomame de la cintura. Soltame en cuanto crucemos –la voz de
Rafael.
Cruzamos.
Otra época. Otro mundo.
La misma ciudad.
Buenos Aires, fundada dos veces.
Dos veces que fueron. Que son. Que van a ser.
Dos veces en cada Pasión de la Historia.
Buenos Aires número par.
Lugares que nos atraviesan. Gente que transcurre.
El reverso de la Puerta que no voy a detallar.
El camino que no voy a relatar.
No puedo.
Los Correctores van a ser los primeros que lean esta historia.
Si alguien la lee.
Pudimos haber cruzado a distintas épocas. Por muchísimas
Puertas.
Lo que vivimos queda entre Rafael y yo.
Los Correctores no pueden saberlo.
Los Revelados no quieren saberlo.
Los locales no van a saberlo.
252

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Si el cansancio se pudiera relatar, sólo podría relatar el
cansancio.
La caída de poder, el ocaso del último resto de pasta verde, que
Rafael había logrado sacar de mí durante la fuga.
Cada paso, dos manos que se apoyan en Rafael. Cada escalón, o
desnivel, o piedra, una muerte en tiempo detenido.
-Ahora sí que no puedo más –mi voz.
-Ahora sí que te voy a llevar a la rastra –la voz de Rafael.
En algún lugar tomamos asiento. Sería exagerado decir que es un
alivio. De la muerte al estado de coma, sin la ventaja de haber
perdido la conciencia.
Es noche y es día. El sol radiante deja ver un cielo estrellado,
mientras la luna llena traspasa las nubes de una furiosa
tormenta, que vela como un techo todo lo visible. O simplemente
nubes, que no amenazan lluvia. Clima helado, con ese calor
insoportable que trae la humedad. O templado, confirmando una
primavera que es otoño.
-Descansá tranquilo. Tenemos tiempo –la voz de Rafael.
-¿Queda lejos la Puerta? –mi voz.
Luces titilantes en las casas de barro, que encandilan con el
reflejo de incontables edificios. Transcurso veloz de lentos
automóviles. Cuadrados y antiguos, brillantes y estilizados como
naves espaciales, arreados por voces que tratan de cambiar el
ritmo cansino de los caballos atados al carro. Virreinato de una
república moderna donde reina la dictadura, entre marchas
populares donde los señores estancieros consolidan su alianza
con el Imperio Británico, bajo locomotoras a vapor y teléfonos
celulares.
-¿Podés seguir? –la voz de Rafael.
253

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Puedo intentar –mi voz.
Caminamos.
O viajamos en taxi. O en un carro de caballos. O en subterráneo.
O en colectivo. O en tren. O en avioneta.
O en todo eso.
O en nada de eso.
68
marzo, 2012
Otoño en Buenos Aires.
En esta ciudad que, de tanto, en tanto se parece a Buenos Aires.
Qué bueno sería escuchar a Piazzolla. O al Flaco, o a cualquier
otro que me recordara que sí, que pese a la música del Once,
todavía estoy en Buenos Aires.
Aunque nunca se sabe.
Los bárbaros que se metieron en Europa y conquistaron Roma
deben haber sido, para los romanos, una especie de animales. Y
después fueron Francia, y Alemania, y Gran Bretaña, y el Norte
de Italia. Y hasta España, en buena medida.
Quién sabe. La cumbia villera, o cualquier variante de ese ruido,
puede ser el origen de una música que alumbre, dentro de unos
siglos, al nuevo Beethoven. Que, por supuesto, nosotros no
podríamos ni empezar a entender, aunque la oyéramos cien
veces. Los que ahora parecen bárbaros pueden ser los
antepasados de una cultura más allá de la comprensión de la
Roma de hoy.
-¿Cómo es la cultura de Tierra Guía, Rafael?
-¿Te parece que puedo responder esa pregunta?
254

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Tal vez por excepción, después del bar sucio en el que estuvimos
hace un rato, Rafael me trajo a un lugar decente. El Iberia.
Avenida de Mayo y Salta.
Incluso le pareció bien que tomáramos asiento en la vereda, con
el aire fresco entre las mesas.
Por excepción, pedí un árabe tostado de jamón y queso. Y una
cerveza. Rafael se conformó con un triple de crudo y tomate. Y
agua mineral.
-Supongo que alguna vez habras salido del Monasterio. O
tendrás algún recuerdo de antes de haber entrado.
-Suponés mal. Nadie sale nunca del Monasterio que le tocó. Y ya
te dije que entramos a los tres años.
-Pero deben aprender todo más rápido. No creo que recuerden
tan poco de los tres primeros años de vida como nosotros –
insisto.
-No hay tanta diferencia. O si la hay, nunca la ví. Nadie que yo
conozca recuerda casi nada de esa edad. Tal vez los Señores de la
Jerarquía tengan lo que aquí se llamaría un desarrollo
ontogenético más rápido. No lo sé, y nunca me lo pregunté.
-¿Y no te interesa?
-¿Para qué me puede interesar?
Nos interrumpe un vendedor ambulante de linternas plegables.
Lo bien que me habría venido en el campo. En la oscuridad. Si no
venden, algunos piden una moneda. Este, en cambio, se retira
dignamente. Incluso agradece que Rafael le haya prestado
atención. Tiene el típico aspecto de aquellos que un racista local,
si tuviera cerebro, llamaría bárbaros. Tal vez sea ancestro de los
futuros conquistadores del mundo. Es decir, de los mundos.
255

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Tal vez sean ellos, los bárbaros, los que en el futuro formen parte
de la Jerarquía.
Se lo digo.
-No me parece relevante –responde, sin inmutarse.
Un joven bárbaro nos pide una moneda. Rafael le da un billete.
El joven agradece con exaltación. Sale corriendo, se reúne con
otros en la esquina opuesta.
Festejan.
-¿Alguna vez viste a un Señor de la Jerarquía?
-Nunca. A veces alguno camina por la muralla exterior del
Monasterio. Pero están muy lejos, incluso para nuestra
capacidad visual.
-¿Y cómo sabés, entonces, que el camina por ahí arriba es un
Señor de la Jerarquía?
-Por el manto blanco. Y porque va con un Oficiante. Y antes de
que me preguntes, el Oficiante lleva una lanza de siete metros.
Ceremonial. No la necesita.
Con los días que ya transcurrieron desde nuestra llegada, Rafael
debería estar mucho más preocupado que al principio. Pero lo
veo tranquilo. Casi relajado.
Es verdad que tiene un disfraz mejor que todos los anteriores.
Cabello rubio, hombros más anchos, pantalones de calidad, pero
que aparentan dos o tres años de uso. Piel bronceada, como
recién llegado de la costa. Anteojos con aumento sobre unos ojos
claros. Sobre lentes de contacto que simulan ojos claros.
-¿De dónde sacaste esos lentes de contacto? –no lo había
pensado antes.
-A veces no se ve todo lo que se mira, Daniel Kaufmann. Vos
estabas allí, conmigo.
256

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Yo no fui con vos a ninguna óptica. Ni siquiera sé de dónde
salieron los anteojos…
-Me los dio el mismo tipo con el que estuvimos hace un rato. Y
los lentes también. Los saqué del sobre, y me los guardé antes de
devolvérselo con el dinero.
No se ve todo lo que se mira. No se distingue todo lo que se toca.
No se escucha todo lo que se oye. Con la pasta verde tal vez pude
haberme dado cuenta del movimiento. De lo que el tipo le pasaba
dentro del sobre.
Se lo digo.
-Espero que no, Daniel Kaufmann. Si me fallara ese truco, un
Corrector a quien yo no conociera, un falso turista, por ejemplo,
podría haberse dado cuenta.
-Un turista no se metería nunca en ese bar espantoso.
-Eso también, por supuesto. El bar lo elegí yo.
Se acerca otro bárbaro, más joven que el anterior. Casi un chico.
Estoy seguro de que estaba en la otra esquina, cuando festejaron.
Pero no le cuesta nada intentar. Me pide un Marlboro. Le digo
que no, porque es un chico. Nos pide una moneda. Rafael saca
otro billete. El chico sale corriendo, esta vez por la calle lateral.
Tiene un gorrito con visera, como tantos otros.
Deben estar festejando de nuevo.
-No sé cómo se te ocurre usar lentes que pasaron por las manos
de ese tipo…
-El tipo es una basura, pero todo lo que me dio es de primera. Le
pagué muy bien. Y sabe que no me puede fallar.
-Si vos lo decís…
257

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Yo lo digo. Conozco mucho este mundo. Tuve tiempo de
prepararme. Además, sabía que en cualquier momento iba a
terminar aquí –Rafael pide la cuenta con un gesto.
-Pero en este mundo es 2012. Vos sos Corrector hasta 2010. Eras,
digo.
Me mira con los ojos claros, que lo vuelven un extraño. Sonríe sin
despegar los labios. Nunca sonríe así. Hasta en eso se cuida,
pienso.
-Sos como una criatura, Daniel Kaufmann. Hace dos años, en
este mundo era 2010. Y yo hace mucho más de dos años que soy
Corrector.
Me molesta. Pero tiene razón. Hasta un chico podía haberse dado
cuenta.
Un chico como el bárbaro con gorrita blanca, del que tal vez
desciendan, en el futuro, los protagonistas de la nueva cultura.
Cuando Europa y los Estados Unidos sean un recuerdo lejano.
Un recuerdo entrañable, pese a todos sus defectos.
Como la Antigua Roma.
69
(mundo no informado - mes y año desconocidos)
Llegamos a un lugar sin custodia. Sin Correctores que nos
puedan detener.
O con fuerte custodia. Que eludimos, inteligentes. Que
liquidamos, inexorables.
Rafael permite que hagamos un alto.
El cansancio se detiene.
258

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Quiero encender un Marlboro. Pero el paquete se quedó en 1973,
en algún lugar de la Batalla del Campo Sin Nombre.
-Cómo me gustaría conseguir un cigarrillo –mi voz.
-Ya nos vamos. No te va a hacer nada estar un rato sin fumar –la
voz de Rafael.
Un jardín en ruinas. Un campo en la nada. La habitación de un
rancho abandonado. El salón de una casa vacía. Una oficina en el
centro.
Paredes enormes. Ninguna pared.
Huellas en el barro, ecos en el empedrado, inaudibles pasos en el
pavimento. Pisadas en el pasto recién cortado, poblado de yuyos
hasta la cintura.
Rafael busca, como siempre, una zona en especial.
Estoy por hablar, pero no me da tiempo. En ese espacio, como en
todos los espacios, actúa. Yo estoy obligado a seguir la acción.
Encuentra lo que buscaba. Una señal. Un signo de algo.
Nos alejamos unos metros. Me toma el brazo, para que
acompañe en forma exacta los pasos que contienen la clave, la
contraseña corporal para que un lugar invisible se transforme en
una Puerta. Un paisaje nuevo, idéntico en nada al anterior.
-Aquí estamos –la voz de Rafael-. Marzo de 2012.
259

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
70
marzo, 2012
La masacre de Ezeiza. La Batalla del Campo Sin Nombre. La
fuga. La llegada a 2012.
Lo escribo en esta máquina, de nuevo en el Once, y no puedo
creerlo.
Estuve allí. Transité cada momento, y no quiero creerlo.
El rubio bronceado de ojos claros todavía está junto a mí.
Sentado en la cama, tal como lucía en el Iberia. Leyendo un
diario. Sin mirar, como hace a veces el otro, lo que estoy
escribiendo.
Preguntas que no pude hacerle desde la llegada. O que no quise,
sabiendo que en algún momento llegaríamos a este punto del
relato.
Con un ejército de Correctores vigilando la historia, hasta en
detalles imperceptibles, es poco lo que se les puede escapar.
Probablemente nada. Seguramente nada.
Se lo digo.
-No creas. Hay un planeta donde tenemos un problema grande.
Teníamos. Ya no es asunto mío– la voz de Rafael sale del hombre
rubio, que se levanta de la cama y busca la silla.
-Supongo que lo deben estar solucionando. Los Correctores,
digo.
-No creo. La que estaba a cargo era Carmen, y ahora…
No termina la frase. Creo nunca había dejado una frase sin
terminar. Se quita los lentes de contacto. Los guarda en un
estuche plástico. Dos ojos negros atraviesan el espacio, de su silla
a la mía.
260

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Un problema grande. Casi innecesario preguntarle cuál es el
planeta. Lo ví en los ojos de Carmen. Lo escuché en las
reuniones. En frases interminadas, como la que Rafael acaba de
truncar. No puedo evitar la pregunta, aunque casi sepa la
respuesta. Miedo a que lo otro aparezca en Rafael, truncado por
la obsesión de saber. De saber, aunque no pueda saber nada.
Decido preguntarle.
-¿Para qué me preguntás lo que ya sabés?
-No lo sé –por supuesto que lo sé, pero prefiero que él me lo diga.
-Ya lo habrás adivinado. El problema es en 1962. Para los
Correctores, es muy grave. Pero no me interesa. Ni a vos
tampoco.
El rubio de ojos negros abandona la silla, y entra al baño. Agua
que corre en la ducha. Siempre sale turbia un rato, hasta que casi
se vuelve clara. El rubio se lavará el cabello, caerá el falso
bronceado, y por la puerta saldrá nuevamente Rafael.
-¿Por qué no me va a interesar? –mi voz, a través de la puerta.
El rubio bronceado, de ojos negros, asoma la cara por la puerta
del baño. La ducha sigue corriendo. Lista para transformarlo en
Rafael.
-No te interesa. No es asunto nuestro.
El rubio bronceado de ojos negros entra nuevamente al baño.
Un problema para los Correctores. Año 1962. No un factor en
cuestión, como lo llaman siempre. Un problema. Muy grave.
Pero si es tan grave, y si Carmen estaba a cargo, y ahora no hay
nadie a cargo, los Correctores deben estar tratando de resolverlo.
En algo nos debería ayudar, para el problema que Rafael planea
armarles aquí, en 2012, y también en 1998.
¿En qué nos podría ayudar?
261

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Me cuesta escribir. Me quedo un rato pensando.
O sin pensar. Que es la mejor manera de que lleguen las ideas.
Por la puerta del baño sale Rafael, envuelto en el toallón
agujereado y único que nos depara el servicio de habitación. Se
viste despacio, como si vestirse lo relajara. Espera que no le diga
nada, supongo.
Pero algo le digo.
-Si muchos Correctores tienen que ocuparse del problema en
1962, en algo nos podría ayudar. No importa si no me querés
decir cuál es el problema. Pero si se agrava, para nosotros puede
ser un golpe de suerte.
-Nada es por suerte –recita, como desde lejos.
-Pero no me digas que no podemos aprovechar la situación.
Me llevó tiempo darme cuenta que los ojos negros tienen, a
veces, tantas expresiones que casi se pueden leer. Ahora se
vuelven piedras indescifrables. Enojo, tristeza, fastidio. No sé
qué pude haber despertado en los ojos de Rafael. No puedo
sostener esa mirada.
-Espero que no te hayas enojado por lo que dije.
-No puedo enojarme con vos, Daniel Kaufmann. No tenés la
menor idea de lo que estás diciendo.
No es enojo, entonces. Me animo a seguir. A doblar la apuesta. A
poner a prueba la paciencia de Rafael, como sólo un ignorante
puede hacerlo.
-¿No se te ocurrió que ese mundo, donde viven el año 1962, es un
lugar ideal para ustedes? ¿Qué el problema grave, sea cual sea, es
una oportunidad para los Revelados? –digo.
Se calza un pantalón verde, que compró ayer. Sigue en cueros,
descalzo, la camisa blanca en un costado. Gira la cabeza. El
262

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
cabello negro, todavía húmedo, no se mueve por la inercia. Un
paso, o el amague de un paso hacia el escritorio.
-No. No figura en nuestros planes.
Busco un Marboro. Lo enciendo, tratando de apuntar el humo
lejos de él. Debo tener un gesto de alivio, que trato de disimular,
incluso para mí mismo. Quisiera creer que tuve una idea propia.
Una isla en el océano de ignorancia perpetua.
Se acerca al escritorio, sin llegar del todo. Apoya una mano,
estirando el brazo. Si no fuera por la ropa (o la falta de ella),
parecería un cuadro del siglo diecinueve.
-Los Revelados no queremos que haya violencia –murmura.
-¿No te parece violento que se repita cada catástrofe en cada
época de cada lugar?
-¿No te parece que soy Revelado también por eso?
Pregunta espejo, como siempre. Pero contundente.
71
marzo, 2012
Algunos datos no pueden ser correctos.
Llegamos, en verdad, al sábado tres de marzo de 2012.
Eso lo saben todos los Correctores. La noche del 20 al 21 de junio
de 1973, que transcurre en un mundo, corresponde a la noche del
3 al 4 de marzo de 2012, que transcurre en otro.
Con sus desvíos, producidos por los tiempos distintos de
rotación, y por las diferencias en los tiempos de traslación de
cada Tierra, los mundos están todos sincronizados. Si se conoce
la fecha y hora de uno, se conoce la fecha y hora de todos.
Se conoce, si uno es un Corrector.
263

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
El Libro del Ceremonial de la Corrección, que también se conoce
en Tierra Guía como Libro Ceremonial, es uno de los muchos
donde se muestra la sincronía de los mundos. Y lo mismo puede
inferirse del Libro Mayor, del Libro Menor, de la Exégesis. Y, por
supuesto, del Libro de los Mundos.
Cinco de los Libros que ningún local, en ningúna Tierra, debería
conocer.
Los Libros que son Siete y son Cuatro.
Ya ven, Señores de la Jerarquía, lo mucho que los conozco.
Ya ven, señores Correctores, que hablé con Rafael de mucho más
de lo que, hasta ahora, sus cabezas huecas podrían haber
imaginado.
Y digo huecas, porque no entiendo cómo no aceptan que los
Revelados tienen razón.
Pueden leer este libro, descifrarlo, descuartizarlo o hacerle una
autopsia. No importa lo que hagan. Está preparado para que no
sepan qué Puerta utilizamos para escapar de 1973, y llegar a
2012.
Sólo diré, pues en cierto modo viene al caso (no para ustedes,
sino para las personas verdaderas de aquí), que Rafael demoró
bastante para llegar a la Puerta de 2012. Y no por mi
agotamiento, que no le importaba, sino porque calculó el
momento exacto para que nadie nos esperase de este lado.
Lo que pasó, cuando ingresamos a 2012, tampoco lo voy a narrar
con exactitud. Eso ya lo habrán imaginado.
Con precisión, sí, en todo lo que vivimos. Con precisa inexactitud
en cuanto a lugares, tiempos de viaje y circunstancias que
pudieron ser de un modo, o de otro.
264

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
¿Por qué les aviso esto?
Porque no los estoy ayudando en nada. Porque ustedes mismos,
al leer este relato, se habrán dado cuenta inmediatamente de que
hay errores.
Los errores son deliberados. Vaya como aviso para los
verdaderos lectores, a quienes, si se interesan por la farsa de la
Historia, y si comparten sus hallazgos, harán ustedes todo lo
posible por desalentar, o desprestigiar, o perseguir.
No he leído los Libros que son Siete y son Cuatro. No estuve en
Tierra Guía. Pero sé cuáles son. Sé de qué trata cada uno. Antes
de que el primer lector termine este libro, si es que alguien lo lee,
voy a hacer pública la existencia de los que son Siete y son
Cuatro.
Lean este relato y no se preocupen, Correctores. Vayan a quejarse
a los Auditantes, esa Orden de alcahuetes que trabaja para los
Señores de la Jerarquía, si todavía encuentran alguno que los
escuche. Y sepan disculpar la falta de precisiones en esta
narración.
Algunos datos pueden no ser correctos.
72
marzo, 2012
Lo que no tenía claro, a esa altura, era cómo había hecho Rafael
para calcular cuánto debíamos esperar, haciendo nada, antes de
cruzar a 2012.
Supe que había estado haciendo tiempo. Me lo dijo en cuanto
cruzamos. Pero nunca le pregunté cómo podía conocer el horario
de 2012 en forma exacta.
265

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Con el tiempo que me lleva el relato, no pude.
No. No es verdad.
Lejos de esta máquina, en el colectivo, en el restaurante español,
en la calle, pude haber encontrado la ocasión. Tuve mil
oportunidades.
Y hasta ahora, nunca le pregunté cómo estaba tan seguro.
Se lo pregunto.
-¿Sabés que estuve pensando en lo que me dijiste, Daniel
Kaufmann?
Siempre lo mismo. Para molestarme.
-No lo digo para molestarte –dice, sin haber leído lo que escribo-.
Lo digo porque es un buen aporte. Una idea que no tuvimos en
cuenta. En 1962 los Revelados podríamos hacer una diferencia.
-Me lo decís ahora, cuando te pregunto otra cosa.
-En cierto modo, son temas relacionados. Hay cuestiones que
venía investigando hace meses. Puedo conectarme con 1962. Ni
Carmen lo podría evitar. Es decir, si es que Carmen pudiese
hacer algo…
Es bueno que mencione de nuevo a Carmen, sin que los ojos
negros desaparezcan y dejen, en su lugar, dos piedras de vidrio
licuado. Se estará recuperando, pienso. No. Más que recuperarse
de la pérdida, puede haber encontrado un motivo de esperanza.
Un motivo que se guarda, acaso porque ni siquiera él termina de
aceptar.
Se lo digo.
-No sé –responde, con un suspiro-. Todo está relacionado. Ya
hace unos cuantos días que llegamos a 2012. Por algo no nos
encontraron.
-Te disfrazás muy bien –admito.
266

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Con eso no alcanza. También te pueden identificar a vos. Daniel
Kaufmann, de 1998. Residente en Buenos Aires. No les cuesta
nada buscar tu foto en alguna parte. Ya lo habrán hecho.
Frío en la espalda. En la nuca. Impulso de girar en la silla, para
estar seguro de que nadie me observa. De sentarme contra la
pared. De no salir más. De tener otra cara, y no otros
documentos. De correr.
-Volvé a poner la silla donde estaba, Daniel Kaufmann. Nadie te
reconoció. Eso es lo importante.
-Me traicionaste. Me usaste de cebo. La puta madre…
-A vos nadie te puede encontrar culpable. Al menos por ahora.
Como máximo, pueden llevarte a Tierra Guía. Y dejar que vivas
en el Monasterio, hasta que decidan si podés o no volver a tu
mundo.
-Y yo todo el tiempo creyendo que me iban a liquidar. Mierda…
-En 1998, en el campo, te habrían liquidado. Que hubieras
matado a Gutiérrez los iba a enfurecer. Aquí, por ahora, estás
relativamente a salvo. No sos un Corrector. Te van a detener,
pero no te pueden condenar. Pero si difundís el libro, y actuás a
través de la Web, estás perdido. Ahí juega tu libre albedrío. Podés
irte de aquí. Buscar un trabajo, armarte una vida en 2012.
Olvidarte mí. Olvidarte de todo. Es tu decisión.
Lo dice con voz firme, como si creyera que tengo alguna
intención de echarme atrás.
Como si no me conociera.
Si hasta ahora estaba seguro de que me iban a liquidar, y lo seguí,
no voy a irme lo más tranquilo a otra parte, a tapar el asunto. Lo
sabe perfectamente.
Me podría haber advertido antes.
267

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Se lo digo.
-Me pareció que te iba a alarmar sin sentido. Más de lo que ya
estabas. Si aparecían los Correctores, yo te iba a dar tiempo para
escapar. Si preferías escapar –responde.
Cambiar de tema. No pensar, por ahora, en aquello que Rafael
Montini no ve como una traición. Lo más probable es que
también yo, después de pensarlo un poco, termine viéndolo como
él. Siempre me convence.
Pensar en otra cosa. Que vuelva al tema anterior. El misterio de
1962. Que siga con eso. O con algo que explique esa precisión
para calcular la hora en la que llegamos a 2012. Con lo que sea.
Se lo pido.
-Un Corrector sabe perfectamente qué día y hora es en cada
mundo. No conoce las Puertas que no le corresponden, pero eso
no importa. Si se conoce la fecha y la hora de un mundo, se
conoce la fecha y la hora de todos.
-Pero el día no dura lo mismo en cada mundo. Y el año, tampoco
–observo.
-Es un problema de cálculo. Cualquiera, con los datos de partida,
lo puede resolver. Mi preocupación no era esa, sino que Berardi
siempre fue capaz de anticipar mis movimientos. Sólo con él
había discutido las vías de escape posibles de 1973.
-Pero Berari nos traicionó…
-Berardi traicionó a los Revelados. No me traicionó a mí. De otro
modo, ya estaríamos en Tierra Guía, en manos de los Auditantes.
Berardi pudo haberlo traicionado, y fracasar en el intento. Tal
vez escapamos a pesar de la traición de Berardi, y no gracias a
que no vendió a Rafael.
Se lo hago notar. No dice nada.
268

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Antonio Berardi. Que con esos mofletes caídos, y ese cuerpo
ovalado, y esa voz chillona, terminaba haciéndose querer. El que
me ayudó a escapar en Villa Luro. El que me salvó. El que me dio
la pasta verde, para sobrevivir en Ezeiza.
El que nos denunció ante Carmen Gallardo. A todos. Y ahora
estaría, tranquilamente, descansando en Tierra Guía.
El que arruinó la conjura de los Revelados. El que puede, aún,
delatar a Rafael.
Se lo reitero.
-Berardi es mi hermano del alma. Puede ser que crea, realmente,
que los Revelados estamos equivocados. Se aseguró de que
Carmen pidiera clemencia. Con el poder de Carmen, los
Auditantes nos la iban a otorgar.
-Pero nos traicionó a todos…
-No sé a qué jugó con la traición. Lo que sé es que a mí no me
traicionó. Al principio no estaba seguro. Pero ya pasaron muchos
días. Van a terminar llegando aquí, por un camino más largo. Es
obvio que están siguiendo los caminos lógicos. Y sólo Berardi
sabía que, en caso de fuga, yo tomaría un camino ilógico. Nos dio
tiempo. Que es lo que más nos hacía falta.
-No deja de ser un traidor…
-Traicionó a los Revelados. No me traicionó a mí –reitera, como
hace un rato.
En esa frase tendría que haber orgullo. Pero Rafael mira el piso.
Como si la vergüenza por la traición, la culpa por el Juicio de
Residencia que muchos están enfrentando, la posible
Demolición, como algo peor que la muerte, fuese todo culpa
suya.
269

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Deja de hablar. Contempla la ventana, como si hubiese algo para
contemplar. Parece que contempla la ventana.
Tengo muchas preguntas. Sobre la fuga, sobre la conjura de los
Revelados, sobre el misterio de 1962, sobre Tierra Guía. Al fin y
al cabo, sólo tengo preguntas. Respuestas concretas, ninguna. No
sé qué piensa Rafael, que simula mirar por la ventana. Pero no
creo que sea lo mismo que yo pienso, y que escribo mientras
pienso.
Se lo digo.
-Con lo que vos sabés, tus preguntas son todas razonables.
Tendría que hablarte un poco de lo que no sabés. De todos
modos, tarde o temprano lo tengo que hacer.
Por fin, Rafael Montini está a punto de hablar.
Como aquella noche de 1934, en el Tortoni, está a punto de
hablar. Y yo, a punto de escribir lo que me cuente.
-Dejá la máquina, Daniel Kaufmann. Esto no lo vas a escribir.
Por ahora –ordena.
Dejo la máquina. Muevo la silla, para que nos veamos frente a
frente.
Rafael Montini habla.
Ensequida comprendo por qué no quiere que escriba.
Que no escriba, al menos por ahora.
270

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
73
noche del 3 al 4 de marzo de 2012
Las noticias no viajaron, entre los mundos, más rápido que
nosotros. En la Puerta de 2012 no nos esperaba nadie. Supuse
que pronto los Correctores se darían cuenta de que habíamos
escapado por la Puerta por el que escapamos, y que no les
costaría deducir que de ahí saltaríamos a 2012, pues conocían
tanto las Puertas como Rafael.
Voy a contar nuestra llegada. No importa que no sea exacta. O sí,
y mucho.
Aparecimos en un galpón abandonado. Un techo desmontado a
medias. Una montaña irregular de chapas. Herramientas.
Escaleras de obra que subían hasta andamios que se estarían
usando para desmontar el resto de las chapas. Junto a una
puerta de hierro enorme, corrediza, una máquina de demolición.
Noche cerrada. Lluvia torrencial. El agua entrando a chorros en
el galpón.
-Por suerte salimos bajo la parte que todavía esta techada –
comenté.
-Nada es por suerte –respondió.
-Ahora me vas a decir que también calculaste el orden en que
sacaban las chapas.
-Sí. Lo calculé. Y también la hora. Tenía que estar seguro de que
no hubiese ningún Corrector. Lo más seguro posible.
Por eso no tenía apuro en llegar a la Puerta de 2012. Esperaba, y
calculaba. Hasta el momento justo en que consideró que
debíamos cruzar.
271

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
La cortina de agua sugería más una tormenta del trópico que una
lluvia en Buenos Aires. Por lo general, el agua trae algún alivio al
verano. En esa noche, el calor seguía tan firme como debió
apretar durante el día.
Rafael caminó hacia la única pared que se alzaba debajo de las
chapas, protegida de la lluvia. Lo seguí.
-Vos dirás lo que quieras, pero me parece una suerte que algunas
Puertas no estén custodiadas todo el tiempo –observé, hablando
a sus espaldas.
-Nada es por suerte –repitió-. Estas pueden ser las últimas horas
en las que todavía queden Puertas descuidadas. Hasta que nos
encuentren.
Habló sin girar la cabeza, ocupado en buscar algo en el ángulo
formado por el piso y la pared. Yo sabía lo que Rafael buscaba.
Rafael sabía lo que los Correctores buscaban. Pensé que, así
como que yo supiera lo que él buscaba no me servía de nada, que
Rafael supiera lo que ellos buscaban tampoco nos iba a servir de
nada.
Se lo dije.
-Ya veremos. Por ahora, sólo podemos seguir adelante.
-Si nos van a buscar hasta encontrarnos, nos van a encontrar –
murmuré, sombrío.
-Ya veremos –repitió, sin dejar de buscar lo que buscaba.
Con movimientos mínimos. Como si así retrasara, de algún
modo, la otra búsqueda, que sólo podía terminar con un único
resultado.
272

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
74
marzo, 2012
Madrugada.
Casi las dos.
Rafael en la cama, terminando de leer de las hojas plegadas de
un diario viejo.
Podría leer un libro en minutos. Estoy seguro, aunque no lo haya
visto.
Pero lee despacio. Deliberadamente.
También yo estaba en la cama. Cansado, pero sin sueño.
Insomnio.
El escritorio. La máquina. La lámpara del techo encendida.
Final de relato que se aproxima. Letra por letra.
Soledad anticipada. Fuga anticipada.
Algo que preguntar. Lo que sea. Algo. Hablar con Rafael. De lo
que sea.
-¿Por qué nos quedamos aquí tanto tiempo, en lugar de lanzar las
Proclamas por la Web y regresar a 1998 para hacer lo mismo?
Una pregunta tan buena como cualquier otra. O tan mala como
cualquier otra.
-Al principio quería saber cuál era la situación. Soy Corrector
hasta fines de 2010. Creo que ya te lo dije –responde, sin
cambiar de posición.
-Pero si se cumplía el plan original, eran los Revelados de 2012
los que se tenían que hacer cargo de las Proclamas. Supongo que
no era tu trabajo.
-No era mi trabajo directo. Indirectamente, tenía que supervisar
las Proclamas. Pero ahora estamos solos. Vos y yo. Y fijate los
273

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
problemas con la Web. Hay casi una guerra digital, aunque
todavía no se la llame así.
Habla sin dejar de leer. Por la ventana abierta se mete el aire
bastante fresco de la noche. Casi frío. Pero con la ventana cerrada
el calor es insoportable.
-Sigo sin entender por qué no conseguiste aquí ayuda de otros
Revelados. No puede ser que seamos los únicos –insisto.
-Habría sido mi primer error. Cualquiera de quien sospechen los
Correctores tiene que estar muy vigilado. Además, tenía que
sacar partido de la situación. En 2012, soy un extraño. Para
buscar ayuda de otros Revelados, es el último lugar al que debía
haber venido. Es lo que los Correctores tienen que creer.
Tiene sentido.
Con Rafael Montini, casi todo parece tener sentido.
Incluso el sinsentido que hasta me cuesta creer mientras escribo.
Aunque lo haya vivido.
75
4 de marzo de 2012
Encontró ese lugar exacto, entre el piso y la pared. Vino la rutina
de siempre.
La que acaso será, desde ahora, la rutina de siempre.
Buscó y encontró dinero. Comenzó a borrar las huellas de
nuestra llegada. Lo ayudé. Caminó hacia una salida, que yo no
había visto, casi sin darme tiempo a protestar por la cortina de
agua.
No empapamos hacia la avenida más cercana, llamada Arturo
Illia. Esperamos bajo la lluvia varios minutos. No había forma de
que un taxi pasara por allí. Pero apareció uno, como de la nada.
274

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Habrá adivinado que lo queríamos tomar, porque se acercó antes
de que le hiciéramos señas.
-Vamos a Buenos Aires –dijo Rafael.
-Mirá que cobro la ida y la vuelta –respondió el conductor.
-No hay problema.
El automóvil era muy cómodo, con una extraña puerta corrediza
trasera, por la que salimos de la lluvia. El conductor encendió el
reloj. Un precio enorme.
-¿A qué parte de Buenos Aires? –preguntó el hombre, cuando
puso primera.
-A Plaza Once.
Colgado del espejo retrovisor, un banderín de River. En la
palanca de cambios, una foto de Gardel. En el parabrisas,
pegada, la estampa desteñida de un santo. Amurada a la repisa,
junto a un malvón artificial, una estatuita de la Virgen de Luján.
-¿Estamos en Luján? –pregunté a Rafael, en voz muy baja.
-No. En José C.Paz –respondió.
En los primeros kilómetros de viaje, apenas cruzamos uno que
otro automóvil. Pude reconocer casi todos los modelos. No era
lógico. Si estábamos en marzo de 2012, los vehículos de 1998
tenían que ser escasos. El propio taxi parecía moderno y viejo a
la vez. Hacía un ruido tremendo, y temblaba con la menor arruga
de la calle.
Después de un rato llegamos a la Panamericana, y de allí
seguimos hacia la General Paz. El conductor bajó por Lugones,
para hacer el camino más rápido. Que también, por supuesto, era
el más largo. Lo que volvía el viaje mucho más caro, sobre todo
porque se cobraba doble.
275

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Traté de hacérselo notar, en voz baja, a Rafael, que miraba hacia
afuera.
No me prestó atención.
Por Lugones bajamos hasta Sarmiento, bordeando un túnel
nuevo. Aparecieron otros modelos, que ya no reconocí. Los
vehículos viejos eran tan escasos en la ciudad como abundantes
en la Provincia. En Plaza Italia tomamos avenida Santa Fé, que
de pronto se había vuelto doble mano. Ya debía estar cerca el
amanecer, porque las nubes, a lo lejos, comenzaban a verse más
claras. Al doblar en Pueyrredón, descubrí que también era doble
mano.
-Ya estamos cerca del Once –murmuré.
Ninguna respuesta.
Rafael se encorvaba, con las manos apoyadas a los costados, la
cabeza inclinada y vuelta hacia afuera. Tal vez era el andar de ese
taxi, tan moderno como una nave espacial, pero tan tosco como
una carreta, lo que hacía que Rafael sacudiera el cuerpo. Tal vez
era el resto de la lluvia lo que me pareció ver bajando por su cara,
reflejada en el cristal.
No era el momento de hablar.
76
marzo, 2012
-Por lo poco que me dijiste, en 1962 debe haber una confusión
enorme. Ahí también te podrías haber escondido, hasta que
encontraras la forma de no trabajar solo.
Ahora deja el diario. Algo despertó su interés. Puede ser el tema,
u otro pensamiento del que no habla. Se respalda en la pared, sin
276

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
levantarse de la cama. Sonríe, sin que nada permita saber por
qué.
-Era una posibilidad. Pero tenía otros riesgos. Es largo de
explicar.
-Tenemos toda la noche –insisto.
-La tendrás vos. Yo, en un rato, pienso dormir.
Para qué me habrá pedido que escriba el libro. No creo que mi
estilo literario sea muy bueno. Puedo, tal vez, imaginar si el
relato va a tener o no interés para alguien. No creo que
mencionar un problema grave, en 1962, y dejar ese tema en
suspenso, sea la mejor forma de que quien lea esto (si alguien lo
lee) crea en la existencia de los Correctores. Y en la conjura de los
Revelados.
Que crea. O que dude. Que acepte, al menos, que la Conspiración
más que global de los Correctores es posible. Y con eso se
interese por la Proclama, o lo que sea que logremos enviar a
través de la Web.
Y que quien la lea (si alguien lee), descubra que la Conspiración
más que global es probable. Y que eso lo lleve a buscar los huecos
de la historia. De la historia en cualquier época, en cualquier
aspecto. En un continente, en una aldea, en una familia. Hace
tres mil años, o hace veinte. En un invento, en una idea, en una
obra de arte. Y que quien encuentre un hueco (si alguien lo
encuentra) busque otros.
Que busque errores. Inconsistencias. Grietas. Y que cuando lo
entienda (si alguien lo entiende), lo comparta con otros. Y que
cuando lo comparta (si alguien lo comparte), descubra que la
Conspiración más que global es más que probable.
277

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Se recuesta de nuevo, con un suspiro cansado. Ni se acercó a ver
lo que escribo, por encima de mi hombro, como hace a veces.
Sigue acostado. Pero no duerme.
Insomnio y cansancio. Combinación fatal.
-No tiene el menor sentido mencionar ese desvío grave de la
historia, en 1962, y no entrar en ningún detalle. Nadie va a creer
que algo de esto sea verdad.
Sé que no lo despierto. Porque no duerme.
-La verdad tiene muchas formas, Daniel Kaufmann –murmura.
-Ya lo sabemos. Pero ni siquiera mencionamos cuál es el
problema. Sin hablar de que me dijiste, si entendí bien, que el
problema se está volviendo mundial.
No se molesta en abrir los ojos para responder.
-En 1962 es noviembre…
- Ahora sí que agregamos información para el lector.
-Siempre tan gracioso.
-Por lo menos dejame contar algún detalle.
-No viene al caso. Sería contraproducente para la Proclama.
-Entonces no tengo forma de seguir. Todo esto no sirve para
nada –amenazo.
Abre los ojos. Los fija en el pie de la cama, casi sin expresión.
No estoy seguro de lo que siento. Cansancio, o hastío. O enojo
velado, porque creo que no confía en mí lo suficiente como para
dejarme escribir sobre ese mundo, del que ya no quiere ni hablar.
Del que nadie, sin duda, quiere hablar. Los Correctores, porque
se les escapó de control. Rafael, porque no. Soy un local, como
ellos dicen. Un tipo de 1998. Me pueden ganar en casi todo. No
me van a ganar en testarudez. Nadie me va a ganar en eso.
Se lo digo.
278

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Somos muy pocos, y estamos desorganizados. No estamos en
posición de mostrar lo que sabemos y lo que ignoramos.
-Los Revelados saben que en 1962 se desvió la historia, y los
Correctores saben que ustedes lo saben. No veo qué daño haría
que me dejes escribir algo…
-No todo pasa por lo que se escribe o lo que no se escribe. Es más
complejo.
-Creo que con esa respuesta no vas a convencer a nadie…
-Lo que creas es asunto tuyo.
-Lo que crea va a definir lo que haga cuando vos te vayas. Lo
sabés perfectamente.
Lo conseguí. Se incorporó de nuevo. No sé si por interés, o por
resignación.
Salió de la cama.
Lo tengo donde quería.
En la silla. Con el cabello revuelto, caído sobre la cara.
-A ver. No podemos presentar una batalla frontal. Los
Correctores nos cazarían como ratas. Si nos reorganizamos, y
podemos enfrentarlos, todavía corremos el riesgo de que la
Jerarquía decida enviar a los Oficiantes –dice Rafael, que trata
de acomodar el cabello negro y rebelde.
-Así no vamos a ganar ni aunque nos mande Napoleón.
-Algunos Correctores pueden pasarse a nuestro bando. Como
Jorge Lascano. Otros, pueden esperar a que se defina la
Proclama, en 1998 y 2012, y evitar perseguirnos. Por simpatía,
por amistad, o porque comienzan a pensar en nuestra propuesta.
Hasta que sepamos qué resulta de la Proclama, no podemos
avanzar.
279

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Y si avanzamos, y los Correctores retroceden, aparecen los
Oficiantes –deduzco.
-Precisamente. Por eso hay que evitar una confrontación directa.
Si no ejercemos la violencia, y sólo ayudamos a los locales a
cuestionar la historia, la Jerarquía no va a enviar a los Oficiantes.
Porque sólo sirven para una batalla. Ya que sos tan gracioso, y
hablaste de Napoleón, eso es lo que hicieron aquí, cuando se
libró la batalla de Waterloo.
-En Waterloo Napoleón perdió por goleada…
-En tu mundo. En este, casi ganó. No para cambiar la historia,
sino para mostrar que era el mejor. Los Correctores pueden ser
muy vanidosos. Después de ganar, se fue tranquilamente del
campo de batalla. Porque sabía que Blucher, al mediodía
siguiente, iba a llegar en auxilio de Wellington.
-Mostró que era el mejor, pero dejó que le ganaran…
-Esa era su intención. Pero los soldados franceses estaban
furiosos. Creyeron que alguien había envenenado a su
Emperador. Y amenazaron con sublevarse si no se ordenaba la
carga final. Un par de generales, que eran Correctores,
ordenaron algunos ataques desastrosos, sólo para debilitar las
fuerzas que comandaban. Así y todo, Wellington no podía salir
de su posición defensiva.
-Lo que contás me parece increíble. Aunque ya no sé si hay algo
increible…
-En este mundo, Waterloo no fue el campo de batalla elegido por
Wellington, sino su punto de retirada. A pesar de los ataques
desastrosos ordenados por los generales de Napoleón, las tropas
francesas aún podían ganar. Y lo sabían. Entonces, los oficiales
tranquilizaron a sus hombres, asegurándoles que habría una
280

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
carga final al amanecer, mucho antes de que Wellington recibiera
refuerzos. El engaño era parte del plan de los Correctores. La
caballería de Blucher llegó muchas horas antes de lo que era
materialmente posible. Con diez o doce Oficiantes. Pasaron a los
franceses por arriba. Para que no quedaran dudas de que la
victoria contra Napoleón era contundente. Y para darle una
lección. A él, y a otros.
-Pero eso debe notarse. En los libros de historia se tiene que
notar –murmuro en voz baja, incrédulo.
Rafael arquea las cejas. El gesto típico de perplejidad, cuando
digo algo que le parece increíble, o absurdo. Cuando no entiendo
algo que debería haber entendido solo.
-La historia es un relato. No es lo que pasó, sino un cuento de lo
que pasó. Así y todo, una lectura atenta de la batalla, en un libro
de este mundo, te permitiría deducir que Napoleón había
ganado. De a poco, se puede diluir el discurso de la época, a
medida que los testigos vivos de la batalla van muriendo. Pero
siempre queda un resto…
Aclaró un poco por qué no quiere que hable de 1962.
O no aclaró nada. Volvió todo más complicado. Como de
costumbre.
Y con Waterloo consiguió cambiar de tema.
Se acuesta de nuevo. Cierra los ojos.
Me deja tan confuso como antes. O más.
Me tiene donde quería.
281

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
4 de marzo de 2012
Amanecer.
77
Techo de nubes. Lluvia cansada. Más leve.
Hambre. Sed. Dos quejas en voz alta, en cuanto bajamos del taxi.
-Son las siete. Hay tiempo, hasta que abran los negocios –dijo
Rafael.
Nos metimos en un bar, en diagonal a la esquina de la plaza. La
Perla del Once. Café con leche, medialunas, agua mineral que
vacié casi de inmediato. Pedimos otra.
Algo bueno salió de mi manera torpe, desesperada, de comer las
medialunas y tomar agua casi al mismo tiempo. Rafael sonrió.
Parecía tranquilo. Más relajado. Como si llegar a este mundo nos
alejara del peligro.
No creí posible que nos hubiéramos alejado del peligro. Rafael
estaba marcado por los Correctores. Eso era seguro. Podíamos
tomarnos un rato de descanso, a lo sumo. No por él, sino por mí.
Los Correctores podían seguir y seguir, sin descanso. Y si tenían
que buscar a un Revelado, y a un Revelado peligroso, porque no
era difícil detectar que Rafael tenía condiciones de líder, no iban
a descansar. Iban a seguir y seguir, hasta que lo encontraran.
Se lo dije.
-Por supuesto. Lo primero que van a hacer es buscar en 1917, si
en algún momento la Puerta quedó descuidada, y sospechan que
volvimos después del tumulto para salir por allí.
-Pero las huellas los conducen directo a la Puerta que cruzamos.
O hasta esa ruta, por lo menos…
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-¿Qué huellas? ¿Las de cuarenta tipos con diez perros? Eso, si no
llovió esa misma mañana, lo que era probable –bebió un poco del
café negro que había pedido-. No te sorprendas tanto. A veces
hasta el pronóstico funciona.
-Si no funciona, todas las huellas apuntan a que corrimos hacia
esa ruta. Aunque sean las de nuestros enemigos.
-Ya habrán buscado allí. Si hubiesen encontrado algo, nos
habrían estado esperando al otro lado de la Puerta. Deben creer
que nos fuimos por el campo, sin salir de 1973.
Bebió de un sorbo el resto del café. Se sirvió medio vaso de agua.
Tomó del plato una medialuna. Una multitud invadía la plaza. El
tren debía haber llegado a la estación del Once. Igual que en
1998.
-¿Estás seguro? –él estaba seguro, pero yo quería saber por qué.
-Sí. Estoy seguro. Al otro lado de 1973, la Puerta de 1917 debía
estar fuertemente custodiada. La Puerta que usamos no era la
única opción cercana, pero estaba entre las opciones posibles. Si
hubieran sospechado, habrían tenido tiempo para poner en
guardia a todos los Correctores de esa Buenos Aires hacia la que
escapamos. De ahí a rastrearnos, había un paso.
-Y no podíamos apurarnos, para encontrar la Puerta de 2012
vacía...
-Exacto. Siempre existía el riesgo de que algún Corrector se
hubiese demorado allí más de la cuenta, pero era un riesgo
lejano. Que decidí tomar.
-Por lo que me dijiste, también 1998 era una opción lógica para
ellos –observé.
-Era una opción lógica, porque en 1998 tengo amigos. A los que,
por supuesto, no iba a poner en riesgo. Pero los Correctores no lo
283

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
sabían. Y cruzar hacia 1998 estaba a nuestro alcance. A treinta
kilómetros del campo donde pasó todo, hay una Puerta que
conduce a 1998.
-Treinta kilómetros… Los Correctores sabían que no puedo
correr tanto –pensé en voz alta, recordando cómo casi arruino el
escape.
-No, no lo sabían. Vos tomaste la pasta verde, y por lo que ellos
vieron en la Batalla, todavía te estaba haciendo efecto. Además,
yo te podía ofrecer otra dosis.
-No me diste más, pero conseguiste que me recuperara. No
entiendo cómo…
-Fue mérito tuyo, Daniel Kaufmann. Sos un caso raro... Además,
se supone que un local no puede resistir dos dosis de pasta verde
seguidas. Pero si te daba más pasta verde, y sobrevivías,
podíamos llegar a la Puerta de 1998 en media hora.
Treinta kilómetros en media hora. El poder de los Correctores, o,
como lo llaman ellos, sus capacidades, nunca dejaba de
sorprenderme. Ni siquiera después de haberlo experimentado.
Me pareció que no hacía falta mencionarlo. Rafael tampoco lo
hizo. Siguió hablando:
-De todos modos, el otro problema que tienen es que hay muchas
Puertas, que conducen a muchos lugares distintos en el mismo
año. Por eso, si creen que no salimos de 1973, tardarán un poco
en imaginar que vinimos a 2012. Y para cuando lleguen, espero
que hayamos encontrado un lugar donde escondernos.
Volvió a servirse agua. Tomó la segunda medialuna. Yo me había
terminado las tres en pocos segundos. La plaza se había
despejado, pero la esquina del bar se animaba con más y más
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
gente. Rivadavia conservaba su mano única, como en 1998. No se
habían ensañado con ella, como con Santa Fé y con Pueyrredón.
-No digo que no haya riesgos –agregó Rafael, una mano
sosteniéndole la cara, un codo sobre la mesa-. Tuve que tuve que
buscar puntos de entrada y salida donde no vivieran Correctores
de modo permanente.
-Como en esa casa de 1973. Y en la de Flores, de 1934…
-Exacto. Eso, naturalmente, achica el rango de la búsqueda que
hagan. Sigue siendo un rango grande, pero a nosotros nos da
menos tiempo –reflexionó.
-¿Cuánto tiempo?
-No sé. Varios días. Un par de semanas. Si buscan aquí, en 2012,
de todos modos no vamos a andar por la calle, con un cartel. Yo
me voy a disfrazar cada vez que salga. Vos, no hace falta. Y vamos
a frecuentar lugares a los que saben que yo nunca iría. Lugares a
los que prefiero no ir –agregó.
No me di cuenta, en ese momento, de que me ocultaba algo. No
era cierto que yo no necesitara un disfraz. Simplemente, me
usaría de cebo, para ver si nos encontraban. Al principio, cuando
lo supe, me molestó. Sobre todo, que no me avisara. Pero no
tengo dudas de que tenía algún plan, para sacarme del apuro. Y
que obró con toda la buena fe del mundo.
Con toda la buena fe, digamos, que puede tener un líder. Eso que
hace que uno confíe en él sin cuestionar. Eso que lo convierte en
un líder. Aunque a veces haya líderes que traicionen. Lo que los
vuelve, en mi opinión, falsos líderes.
Seguimos conversando, hasta pasadas las ocho. Los negocios
iban abriendo, uno tras otro, muchos poniendo mercadería en la
285

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
vereda. Bajo los aleros, por temor, supuse, a que volviera la lluvia
torrencial.
Pero la lluvia se había debilitado. Llovizna tenue, que molestaba
sin mojar. Que ya no se veía tras los ventanales, y sentimos al
salir. Garúa, como se decía en esa Buenos Aires de 1934 a la que
viajé. Caminamos por el Once, hasta que Rafael se decidió por un
negocio de ropa.
Elegimos mucha ropa, de dudosa calidad. Gran parte fue a parar
a un bolso que Rafael había comprado al salir del bar. Un tipo
enorme, que debía ser de seguridad, se paró junto al bolso.
Rafael pidio permiso para cambiarnos la ropa. Ofreció pagar
antes de que nos cambiáramos. Gran acierto: cuando pasamos
por caja, el tipo se alejó y volvió a la puerta. Por suerte para él.
Con la ropa nueva y el bolso, que Rafael cargó en un hombro,
volvimos a la calle. La garúa casi había desaparecido. La ropa
vieja y húmeda nos la habían devuelto en una bolsa de plástico.
Se la entregamos a una mujer que empujaba un carro con
cartones. Tal vez como agradecimiento, quiso conversar. Rafael
sonrió con cortesía, y se alejó a grandes pasos. Después
compramos unos pares de zapatillas, y tiramos los zapatos viejos
en una montaña de basura mojada.
Cerca de Plaza Once, en una paralela a Rivadavia, encontramos
una casa vieja con el cartel donde ofrecían habitaciones con baño
privado para caballeros. Alquilamos una del primer piso, con
vista a la calle. Aquí vivimos. Con nombres falsos, que el dueño
no verificó: Rafael había pagado dos meses completos.
Más tarde, en un negocio de artículos usados, compramos esta
máquina de teclas que saltan. Una verdadera pieza para el museo
de la computación. Y una impresora igual de vieja. Tan viejas
286

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
como para que el dueño de la casa, o quien tenga la llave, no se
vea tentado de robarlas. Ayer volvimos al mismo negocio y
adquirimos un grabador de mano, usado, que funciona bastante
bien. Con él registraré la voz de Rafael, cuando comencemos la
entrevista.
Conozco muy bien el viejo sistema operativo MS/DOS. En el
disco rígido no queda una sola palabra del relato.
La copia de lo que escribo la llevo siempre conmigo.
Quien entre a la habitación, no encontrará nada.
Sólo ropa barata y objetos de poco valor.
Cosas sin importancia, de dos hombres que viven juntos.
De dos hombres que viven solos.
78
marzo, 2012
Pude terminar el capítulo anterior, que me trae por fin a esta
habitación espantosa, sin que Rafael espiara lo que escribo, ni se
interesara por la repetición aguda y sin matices de las teclas que
caen bajo el golpe de los dedos.
Lo que en Tierra Guía llaman recibir testimonio de la Verdad, no
es un testimonio. Es una vivencia. Eso me quedó claro cuando
Rafael me habló del Texto Directo.
Será por eso que, a veces, los escuché decir que la Verdad se
atraviesa.
Menos convincente me resulta que la historia de Tierra Guía,
hasta el momento en que los Señores de la Jerarquía tomaron el
poder, sea cierta. Esa historia, que se repite en cada uno de
nuestros mundos, se describe en el Libro de los Hechos (y en el
287

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Libro Mayor, y en el Libro Menor). Pero bien puede ser una
patraña. Un invento hecho de palabras, para someter a los
mundos no consagrados.
Que la historia, incluso en Tierra Guía, sea una mentira. Que la
Pasión de la Historia sea un relato sin sentido. Una pregunta que
Rafael no me podría responder. Que no le haré, aunque después
la lea en estas hojas.
Una pregunta única, que podría ser demoledora.
Que si tuviera respuesta, podría dar por tierra con todo el
esquema de la Jerarquía.
Hay en mí una zona oscura, indecible, que viene martillando con
esa pregunta. Desde hace unos días, aunque recién ahora lo
escriba. Me la saco de encima, y regresa. La tapo con otros
pensamientos, y regresa. Y no sé cómo enfrentarla.
Cada uno elige cómo enfrentarse con una pregunta. Con
cualquier pregunta. Con la pregunta. Responder lo más rápido
posible, sacudir la cuestión de un raquetazo, dejarla en el campo
del otro. Aunque la pelota salga volando a cualquier lado. No
importa. O como Rafael, esta mañana en la que no devolvería la
pelota, sin importar cuán fuerte se la arrojara. Los codos en el
borde sucio de la ventana, las manos entrelazadas (las manos que
imagino entrelazadas), la cabeza inclinada hacia la calle, como si
hubiese algo para ver.
O como yo, que sufro la pregunta sin saber siquiera de dónde
vino, sin la menor idea de por qué regresa, sin entender que la
pregunta no es mía, que es tan antigua como el signo de
pregunta, o como el tono de pregunta antes del signo escrito. O
anterior. Y entonces me senté a escribir nuestra fuga, el escape a
288

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
2012, lo más alejado posible de la pregunta, con el miedo
inconfesado de que la próxima vez no vuelva sola, sino con toda
una banda de preguntas amigas, fornidas, para darme una paliza
inolvidable, totalmente merecida.
Las preguntas amigas pueden ser iguales o peores que la
pregunta inicial. En el fondo son hermanas, como la duda y la fe.
Gemelas múltiples, no numerables. Gemelas peores que la
potencia del continuo. O son la misma, aunque parezcan muchas,
elevadas a una variable que tiende al infinito.
Con el signo que parece un viejo con la espalda encorvada. Con el
punto inferior, que se dispara y perfora donde más duele. Y el
signo se recarga con otro punto inferior, tan rápido que nadie
puede ver ni el disparo ni la recarga. Sólo se puede sentir la
herida. Que también regresa. Porque el signo de pregunta, a
diferencia de mi viejo Remington, es automático. Dispara a
repetición.
Por algo habrán inventado ese signo. Un viejo encorvado,
agotado por una eternidad sin respuesta, más pesada que el
mundo sobre Atlas. El punto inferior que dispara, porque la
pregunta es eso. Disparo. Violencia. Peor que Rafael con la
rodilla en tierra y el fusil, en la Batalla del Campo Sin Nombre.
Mucho peor que Rafael sobre la ventana, haciendo de cuenta que
no le importa lo que escribo.
Violencia quieta. La que más duele.
Demasiadas cosas en muy pocos días. Una visión a la que no
pude dar nombre. Lo que suena correcto, ya que tampoco fue
una visión. Lo otro. Que es, aunque no sea. Que no es, aunque
sea. Demasiadas vidas en una fracción de vida. Que tampoco
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
fueron vidas. Que fueron simulacros de vidas. No muchos
consuelos al simulacro. Si Claudia no estuviera tan lejos, podría
ser. También puede ser que Claudia, la espera del reencuentro
improbable, sea un consuelo, justamente, porque está lejos.
Prefiero creer que no. Necesito creer que no. Que hay algo fuera
del simulacro.
Demasiadas preguntas, que desmbocan en la pregunta. Que
tampoco debe ser la pregunta que quisiera disparar. La pregunta
que no le haré a Rafael es, acaso, lo más cerca que puedo llegar
de la pregunta. La pregunta de la que ni los Correctores deben
tener idea.
Lo que siempre estuvo ahí, aunque recién ahora acepte verlo.
Que ahora vea que no lo veo.
No se puede jugar al veo veo con Dios.
Tal vez el documento de identidad que traje de 1998 estaba
diciendo, al fin y al cabo, la verdad. Lo que quiera que eso
signifique. Tal vez ya tengo cuarenta y un años, y no veintisiete.
Aunque mi documento falso y mi aspecto afirmen lo contrario.
Tal vez mi cuerpo también se haya vuelto falso. No me extrañaría
que comience a mostrar signos de tiempo que el espejo,
retrasado, todavía no devuelve.
Cuarenta y un años. O sesenta. O cien. No se puede jugar con la
pregunta sin que el cuerpo, tarde o temprano, devuelva la pelota.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
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marzo, 2012
Con Raúl fumábamos desde la adolescencia. Desde los veinte
años, la dosis de tabaco a la que nos sometíamos fue
aumentando. Llegamos, a veces, a fumar hasta cuarenta
cigarrillos por día. Antes de los veinticinco, Raúl, tres años
mayor que yo, contrajo una bronquitis. Con gran esfuerzo, por un
tiempo dejó el cigarrillo.
De todos modos, le gustaba repetir una teoría extravagante,
como una forma de mostrar que fumar no era tan grave. Cada
uno, decía Raúl, tiene un cupo total de cigarrillos que puede,
como máximo, consumir en la vida. Si supera ese cupo, no
importa que deje de fumar, ni cuánto tiempo pase desde que lo
haga: su destino es morir de una enfermedad vinculada al tabaco.
El problema, decía, es conocer el cupo de cigarrillos para cada
persona, número sobre el que la ciencia no tiene la menor idea, y
que permitiría fumar sin culpa, hasta un poco antes de cubrir el
máximo asignado por la naturaleza.
Cuando le conté a Rafael Montini esa teoría, no dejó de causarle
gracia. Sin embargo, le concedió cierta validez, al menos para los
mundos en los que no existe aún la medicina de Tierra Guía (esa
medicina que no es medicina).
-Otros elementos, que también inciden en la salud, tienen un
límite definido para su consumo, ¿por qué no el tabaco? -razonó,
y casi logró convencerme.
Ahora, que llego al punto desde el que había partido, al momento
del relato en que ya puse por escrito el recuerdo de los días que
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
viví con Rafael Montini, siento que el cupo de palabras se
termina.
Tal vez pueda decir algo nuevo cuando todo haya terminado.
Cuando Rafael no esté, cuando responda la última pregunta de
una entrevista que ya no puedo postergar.
Porque siempre supe que, una vez terminada la entrevista, Rafael
se iría de mi vida. Y acaso por eso dejé que las palabras, que
alcanzan ahora el máximo permitido, se deslizaran, día tras día,
como una forma de no dejarlo ir.
Una vez fui Daniel Kaufmann, empleado municipal, víctima de
un ser abominable llamado Elisa. En una tarde olvidada me
convertí en compañero de un Corrector de la Historia, llamado
Rafael Montini. Junto a él, me volví un Revelado.
Ahora soy uno de dos hombres que viven solos, en una
habitación, sin contacto posible con el resto del mundo.
Pronto seré un hombre solo que vive solo, con una vieja máquina
inútil que dejaré en cuanto abandone esta habitación.
Después, Daniel Kaufmann dejará de existir.
Y voy a ser otro, para siempre.
Y todos creerán que me inventó un hombre llamado Gabriel
Guralnik.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Parte III: Cómo seguir
marzo, 2012
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Esta no es, como ya dije, la historia de mis emociones, sino el
relato sobre cómo los Revelados trataron de divulgar la Verdad
en este mundo, y en ese otro que ahora transita su año 1998,
inaccesible a nosotros por los catorce mil años luz que nos
separan de él.
No es la historia de mis emociones, pero no pude evitar que el
relato me obligara, cada tanto, a escribir sobre ellas. Una porción
mínima, un breve recorte sobre la amistad con Rafael Montini o
sobre la fascinación por Carmen Gallardo. Una porción menor,
un simulacro de recorte, sobre lo que viví, lo que no viví, lo que
pude haber vivido con Claudia Iriarte.
Sé que Claudia volvió a Tierra Guía, luego de la Batalla del
Campo Sin Nombre. No la ví desaparecer, pero lo sé. Como
Correctora leal, no habrá tenido problemas con la Jerarquía.
Acaso ninguno, después de unirse para combatir a los asesinos
del Campo Sin Nombre, haya sufrido un castigo de la Jerarquía.
En la doble fila, última línea de defensa junto a la Puerta de 1917,
casi todos eran Revelados. Que habrán muerto para que los otros
vivan. Aunque no haya estado Carmen para defender a los
Revelados que se salvaron, los Correctores habrán respetado su
deseo de clemencia. Su penúltimo deseo.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Entiendo que Claudia me perdonó, aunque me haya puesto el
brazalete blanco de los Revelados. Mantengo la esperanza de que
alguna vez nos volvamos a ver. No falto a la verdad si digo que,
entre otras cosas, la forma de contactarme aquí, en 2012, de la
que espero dejar algunas pistas en este libro, guarda la secreta
ilusión de que sea ella quien tome contacto conmigo.
Como se trata de algo personal, que en cierto modo se sale del
plan que me llevó a escribir, prefiero no abundar sobre el tema.
No me extrañaría que Rafael Montini me pida que elimine el
párrafo anterior. Si me conoce un poco, sabe que no lo haré:
prefiero correr el riesgo.
En cuanto al relato en sí, trato de ser fiel a mi memoria. Si hay
fallas, tengo en Rafael al mejor corrector que alguien podría
desear. La Pasión de la Historia, en los mundos que me tocó
visitar, está narrada lo mejor posible. La pasión de mi historia
personal no necesita palabras.
Algunos podrán objetar que tal o cual hecho no ocurrió en 1973
como aquí se relata, o que tal o cuál situación era en 1934
distinta de lo que aquí se puede leer.
A esos conocedores de la historia que se vivió en esta Tierra, que
hoy transita su año 2012, vale recordarles que los mundos donde
se están viviendo otros años (1934, 73, 98, y aquellos en los que
no estuve), no son idénticos a éste. Se parecen tanto como para
confundir a un viajero desprevenido, en las primeras horas,
generando la extraña sensación de haber vuelto al pasado.
Pero no son el pasado. Son réplicas de Tierra Guía, cuya principal
función es repetir la historia en sus aspectos más importantes (y
en algunos en apariencia triviales, pero que el devenir mostrará
que son también importantes). Todo se ha creado con la
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
finalidad de preparar a la humanidad para el Regreso del
Salvador, que transformará cada planeta en un Mundo
Consagrado, donde será posible recibir testimonio de la Verdad
(o atravesar la Verdad, con el Libro Directo), para vivir en la
Certeza. Los Correctores no se ocupan de detalles ajenos a ese
fin. La Jerarquía no los entrena para eso. Su interés principal es
que cada humanidad viva su Pasión de la Historia. Su ordalía,
desde el Diluvio hasta la Hecatombe, y aún varios siglos después.
El interés por detalles menores no es exigible por la Jerarquía: la
búsqueda de diferencias, de matices, es tan inútil como el
esfuerzo de los Revelados por controlar dos míseros planetas,
entre más de quinientos.
Por mi parte, sospecho que hay algo más. Un esfuerzo sin pausa
de la Jerarquía por controlar el universo. Por evitar que, en algún
mundo, la humanidad consume la peor herejía imaginable.
La del libre albedrío.
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Volví a encontrar a Gabriel Guralnik, por última vez, hace dos
días. Extrañamente, no lo ví tan preocupado por seguir con la
mirada el alejarse de las mujeres como las veces anteriores. No es
que no mantuviera la costumbre: de tanto en tanto me dejaba
hablando en el aire, hasta que las caderas en cuestión se alejaban
de su campo visual.
-Tu historia es buena. Inesperada –dijo, luego de unos minutos
de divagación.
-Gracias…
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Le agradecí sin ganas. Mi historia es buena. Inesperada. Esos
comentarios, peor que irrelevantes, no me hacían falta. Supuse
que habría querido hacer un elogio, de buena fe. Inesperada. La
Conspiración que da lugar a todas las conspiraciones. La madre
de todas las batallas. La farsa de la historia. Y ni siquiera es mi
historia, pensé, aunque no podía decirlo. Inesperada. Para mí, en
todo caso, fue inesperada. Para él, si hubiera entendido algo,
habría sido mucho más.
-No sé si dije algo que te molestó –Guralnik debió notar mi
molestia. Después de todo, había leido las notas de un
desconocido, sin pedir nada a cambio. No era poco.
-No, cómo me va a molestar. Me quedé pensando en otra cosa. Te
agradezco, que la hayas leído, de verdad –dije, un poco
avergonzado por mi reacción anterior.
-Bueno. Lo que te decía es que la historia es buena, pero todavía
son apuntes. Tiene potencial. Deberías armarla como novela, y
publicarla. Te va a ir bien.
Ahora sí, había dicho lo que yo necesitaba oír.
Había leído mis apuntes, desinteresadamente, y descubrió, él
mismo, que se podían armar en forma de novela. Era,
increíblemente, el que Rafael y yo necesitábamos.
Era el autor.
-Prefiero que vos escribas la novela. Y que figure con tu nombre.
Bajo los lentes, maltrechos y gruesos como telescopios rayados,
la mirada se dilató de asombro. O perplejidad. O desconcierto.
Dejó de moverse como una hormiga que se limpia las antenas.
Por única vez lo ví quieto. Un cuadro fijo reemplazó a la
caricatura. El cuadro fijo de una caricatura.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Las ideas son tuyas. No puedo usarlas -la voz, como en off, de
Guralnik.
-Las ideas no tienen dueño. Las palabras no las voy a elegir yo.
Las vas a elegir vos, porque te gusta escribir. Tus palabras, tu
novela –insistí.
-Pero no te costaría nada. Te consigo ayuda. Podrías presentarte
a un concurso…
-Del concurso, ni hablar. Olvidate.
-¿Qué tenés contra los concursos?
Un concurso es la mejor manera de que los Correctores
intercepten la obra antes de que llegue a quienes deben leerla. Si
es un concurso importante, el ganador ya está fijado de
antemano: el mismo que ganó en Tierra Guía. En el Jurado, o en
algún punto intermedio, tiene que haber Correctores, alertas
para evitar que alguien que no debe se alce con el Premio, sea o
no un buen escritor. No tengo la certeza de que así sea, pero todo
indica que así debería ser. Y si el concurso es de poca
importancia, la minúscula tirada que saldría, si ganara, sería más
peligrosa que el anonimato.
A menos que en el Jurado de un concurso importante sólo
hubiera Revelados, el intento no tendría sentido. No. Tampoco, a
menos que el posible Jurado de Revelados quisiera suicidarse en
grupo frente a la Jerarquía.
Eso, además de lo que le pasó a la escritora de la que me habló
Rafael. La que ganó el concurso que no debió haber ganado. La
artista cuya mente intentaron destruir. No creo que Gabriel
Guralnik, si gana el concurso equivocado, tenga el vigor mental
de esa escritora. Ya bastante loco parece sin que los Correctores
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
le hagan oír voces, o le alteren la percepción. Pobre tipo. Espero
que no se le ocurra mandar la novela a un concurso.
-No entiendo por qué me pediste que leyera esto, si no pensabas
publicarlo. Además un concurso te conviene. Creo que podría irte
bien –dijo.
-No hay nada que entender. Si no te hacés cargo, busco a otra
persona. Y te aconsejo que te olvides de los concursos. Haceme
caso.
La caricatura volvía a moverse, como si alguien hubiese pulsado
el botón de play. O, más bien, el de avance rápido De nuevo el
Guralnik de siempre. Movimiento puro. Potencia desconcertada
por el acto. Lo opuesto al Primer Motor.
Pensé en todos esos concursos donde sólo pueden presentarse
ciertos grupos, en una suerte de discriminación por los criterios
más idiotas. Certámenes para mujeres, para jóvenes, para
mujeres jóvenes, para escritores nacidos después de cierto año,
para los que viven en el barrio, para los que escriben en dialecto
local, para genios, para analfabetos, para los que se inspiran en
una foto de Nelson Mandela, para cualquier cosa que limite
varios miles de presentaciones, que nadie se tomará el trabajo de
leer. ¿A qué concurso podría llevar la obra el tal Guralnik?
Por supuesto, había tomado el relato como algo imaginario. Era
lógico. La insistencia con los concursos le duró poco. No volvió
sobre el tema.
-Si querés mejorar tu estilo, conozco muchos escritores buenos.
Algunos son amigos, a quienes veo seguido –insistió, sin duda
con sinceridad.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-No. Yo no voy a escribir más de lo que ya te dí. Sólo falta la
entrevista, sobre la que ya habrás leído. Y unas páginas finales, a
lo sumo –dije, pensando en estos párrafos.
-Es una lástima. De todos modos, te voy a mencionar. Las notas
son tuyas. Tal vez alguien quiera conocerte.
-No creo que pueda.
Le pedí una dirección postal, para enviarle la entrevista impresa.
En realidad, pensaba también en pistas, para que unos pocos –
muy pocos- me pudieran contactar.
“Vigilen el cielo”, decía una película de ciencia ficción de los años
1950, que alertaba sobre una invasión alienígena. “Vigilen la
Web”, diría yo. En 1998, la Web ya era poderosa. En 2012 es
abrumadora.
Pero sobre todo, y ante todo, vigilen la historia. Insisto. Vigilen
la historia.
Anotó su dirección postal en una servilleta, un poco
desorientado. Quedamos en que le enviaría por ese medio las
últimas páginas. Nos despedimos en el mismo bar de la primera
vez.
Creo que entendió que no volvería a verme.
Creo, incluso, que lo lamentó.
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Avanzamos bien con la entrevista, que tal vez quede terminada
mucho antes de lo que habíamos pensado. Preferiría estirarla,
dejar que pasen los días sin usar el grabador, pero Rafael insiste
en que sigamos. Y cuando lleguemos al final, será el momento de
la despedida. Desolación que anticipo, sin nada que la atenúe.
Sé que no es bueno el pesimismo. Después de todo, incluso en la
mayor desolación, a veces, quedan consuelos.
Cuando mi última novia importante me dijo que no quería seguir
en pareja, en las terribles vacaciones de 1996, el mundo se me
vino encima. Dormíamos en un hotel de la costa. Al menor
movimiento, la madera vieja de la cama hacía un ruido
espantoso. Con esos ruidos, los vecinos habrán pensado que
estábamos en plena fiesta. Pero no hicimos el amor ni una vez.
Extrañé su cuerpo, su olor, su forma de hacerme reír, ese humor
único. De vuelta en Buenos Aires, muchas veces la llamaba por
teléfono, sólo para escuchar su voz. Un consuelo mínimo. Una
muleta sonora. Cortaba de inmediato, sin atreverme a hablar.
Un consuelo tonto, que duró un par de meses. Hasta que una voz
masculina atendió el teléfono, y no volví a llamar.
Con Rafael Montini, crucé el universo. En el universo encontré
un ángel rubio llamado Carmen Gallardo, que por un momento
me devolvió el deseo de soñar. Después llegó Claudia, y el sueño
fue casi realidad. No faltó mucho, estoy seguro, para que la vida
nos uniera: dos extraños, más extraños que nadie, destinados a
conocerse tan a fondo como pueden hacerlo un hombre y una
mujer.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Pero también Claudia se perdió, una noche, en el Campo Sin
Nombre. Si algún día me busca, el reencuentro será tan difícil
como el escape que planeo, con Rafael, para que los Correctores
no nos atrapen. ¿Cómo haría ella, una Correctora más, para tener
éxito, allí donde sus colegas tienen que fracasar? ¿Cómo saber
que es Claudia Iriarte la que se pone en contacto conmigo, y no
un Corrector que me tiende una trampa? ¿Estaré dispuesto a
correr el riesgo?
De noche, cuando Rafael da tregua a la entrevista, pienso en ella.
Con vestidito y sombrero casco, viajando a Flores en un taxicolectivo.
Con jeans y camisa ajustada, dispuesta a pasear
conmigo por Villa del Parque. Con la ropa en el piso, tirada en
cualquier parte, como nunca la ví.
¿En qué piensa Rafael Montini? ¿En la misión que lo espera si
logra sobrevivir unos días en 1998? ¿En lo improbable de mi
tarea, aquí, en 2012? ¿En Carmen, a quien tampoco volverá a
ver? Conoció a Carmen mejor que yo. Mejor que nadie. Si piensa
en ella, recuerda las cosas que le gustaban, esas de las que me
habló en 1934. Los ruidos de la mañana, en el campo y en la
ciudad. Los que no aceptan las opiniones de su época. Como
Rafael, que no aceptó el mandato de la Jerarquía. El sol en otoño,
los perfumes de cada mundo, algunos hombres del siglo veinte,
parecidos, tal vez, a los de su Monasterio.
Pienso en Claudia. Pero no tengo el consuelo de recordar las
cosas que le gustaban, porque nunca le pregunté por ellas. No
tengo, siquiera, una forma de saber si ella piensa en mí. Si me
recuerda, esperando un reencuentro que también espero, más
allá de toda esperanza.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Sólo puedo apelar a esa hermana de la duda que es la fe,
buscando una Certeza que aumenta en el pecho con los días.
Y no tengo un teléfono para llamarla. Para escuchar su voz,
aunque tenga que cortar antes de hablarle.
Y el consuelo cede ante una desazón que sólo su presencia podría
mitigar.
Ni siquiera un consuelo.
Aunque Rafael afirme que, si el Señor lo dispone, nos volveremos
a encontrar.
El Señor podrá disponer lo que quiera. Pero yo, en este cuarto
solitario, me atrevo a la soberbia de imaginar que adquiero Su
poder, y no dependo de lo que Él disponga.
Entonces, Claudia, comenzaría todo de nuevo. Crearía para vos el
universo desde el principio, con sus átomos y sus estrellas, con
sus mundos y sus partículas, con su tiempo y sus reglas, hasta la
mañana en que te ví por primera vez, para amarte desde un viaje
que nos lleve a los últimos rincones del espacio, amarte hasta que
el propio universo quede agotado, amarte toda la vida.
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Que la entrevista avace bien, no significa que termine de
aclararme las cosas. A veces, las respuestas de Rafael dejan más
dudas que las preguntas que intento formular. Si se lo digo,
sonríe y cambia de tema. Como siempre.
Hay partes del relato que no encajan. Recién ahora, al releerlo,
las descubro. Una de ellas es la que, justamente, dio inicio a todo
el relato. La otra es, aún, más misteriosa.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Pude haberme dado cuenta desde el principio. Pero con la
vorágine de esos días, apenas tuve ocasión de pensar. Y no es que
haga falta demasiada inteligencia para entender que, sin esos
detalles, todo el relato se cae.
Trato de ordenar las ideas. De escribirlas, para exigir una
respuesta.
¿Qué hacía Rafael Montini en 1998? ¿Por qué estaba en el campo
de Raúl, cerca de la Puerta que nos llevó a 1934? ¿Por qué no
preguntó Carmen, en ningún momento, cuál era esa misión en la
que mi ayuda fue tan importante como para recibir testimonio de
la Verdad y vivir en la Certeza?
Ese es el enigma menor. Debe tener una explicación razonable.
El enigma mayor, no creo que la tenga.
Rafael se prepara para que salgamos. Como siempre, se disfraza
en etapas: no adivino el aspecto que tendrá casi hasta el final.
Decido hablar de ese primer enigma, de esas preguntas que ya
están en el papel.
-En todo esto hay un par de detalles que no encajan…
-¿Un par, solamente?
-Podríamos empezar por uno, que creo que es el más fácil.
-Decime cuál es, a ver si te puedo ayudar.
Se lo digo.
-No es uno. Por si no te diste cuenta, son varios.
-Da lo mismo. Si no me queda claro a mí, que lo escribo, menos
claro le va a quedar a quien lo lea. Si es que alguien lo lee –digo.
Rafael detiene su tarea. Nunca deja de asombrarme que se
maquille sin espejo, de memoria, y no cometa ni un error. Deja
en la mesa de luz los instrumentos. Se acomoda en la cama,
sentado, frente a mí.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Yo estaba, en efecto, cumpliendo una misión en 1998. Dos
misiones, en realidad. Para los Correctores, tenía que influir en
un detalle menor de la historia. Una de esas tareas rutinarias,
que llevamos a cabo constantemente. Para los Revelados, debía
poner en contacto a uno de nuestros agentes, llegado en secreto
desde los Estados Unidos, con el grupo que iba a ayudarlo a
elaborar la Proclama en inglés.
-¿Peró cómo pude ayudarte en esa misión rutinaria? ¿De qué se
trataba, quién iba a creer que un local, como yo, podía tener
alguna intervención?
-No tenés remedio, Daniel Kaufmann. ¿No podés hacer las
preguntas de a una?
-Vos tampoco tenés remedio. ¿No podés responder sin hacer otra
pregunta?
Nos reímos. Qué otra cosa podemos hacer. Insisto, para que de
una vez conteste a lo que acabo de preguntar. No importa que sea
una pregunta, o que sean diez.
-No vale la pena. No era una misión peligrosa –insiste-. Un
simple factor en cuestión, para que la historia sea como en Tierra
Guía.
Suponiendo que sucedió algo en Tierra Guía, pienso. ¿Y si la
historia universal no es nada más que un libreto? No necesito
decirlo. Rafael ya leyó la pregunta. Una sombra cubre, fugaz, su
figura. O habrán sido unos pájaros, que cruzaron a medio vuelo
por la ventana. La pregunta dispara. Yo pongo el cuerpo. Que es
lo único que tengo para poner. Rafael ignora la sombra. O hace
como que la ignora.
-Si la misión no era peligrosa, es peor.¿En qué te podría haber
ayudado yo? ¿Qué le habrías dicho a Carmen, si te preguntaba?
304

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-No me iba a preguntar nada, porque soy un Corrector
Autónomo. Lo era, antes de ser un Revelado. Al Corrector
Autónomo se lo deja intervenir, porque sabe lo que hace. De
todos modos, cualquier cosa podía salir mal. Podrían haberme
asaltado a mano armada, y vos haberme ayudado a salir con vida
de la situación.
-No parece que los Correctores necesiten ayuda si los asaltan…
-No contra un ladrón solo. Pero pueden varios, con armas de
fuego. Y alguno puede tener tiempo de disparar, antes de que el
Corrector los desarme a todos. Vos podrías haber evitado que me
hieran, o que me maten.
-Que fue lo que hice. Pero no con unos ladrones, sino con ese
Gutiérrez. Que no pensaba entregarte a los Correctores, me
pareció.
-No iba a entregarme, sino a liquidarme. Cuestiones políticas.
Gutiérrez era un doble agente. Un Corrector, que nos convenció
de que era un Revelado. Salvo un grupo de amigos suyos, nadie
lo sabía. Ni Carmen. Trabajaba directamente para los Auditantes.
Esa tarde, me acompañaba a ver al amigo de los Estados Unidos.
Desde el punto de vista de los Correctores, no tenía nada que
hacer en ese campo. Pero lo estaban esperando en otra parte, a la
misma hora. Lo hizo a propósito, por si algo no le salía bien.
-Le salió bastante mal…
-Exacto. Pero los agentes que lo esperaban habrán comenzado a
buscarlo casi de inmediato. Mi amistad con Gutiérrez era
conocida. Que viniera conmigo al campo era una posibilidad.
Podrían haberlo encontrado muy rápido. Pero todavía lo deben
estar buscando en 1998, si es que ya no desistieron.
-Porque los Revelados lo encontraron antes…
305

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Yo no podía saber quién iba a llegar primero. Mis amigos sabían
que estaba en ese campo. Tenía que viajar a 1934, donde me
esperaban urgente, pero antes tenía que avisarles antes que todo
había salido bien. Desde allí, no pude avisarles.
-Los celulares no tenía señal…
-No llevaba celular. No esperaba nada malo de Gutiérrez. Cuando
me salvaste, ni corriendo hacia el teléfono más cercano iba a
poder avisarles. Gutiérrez se encargó, justamente, desde que me
apuntó con el arma, de hacer tiempo. Hasta que me tuvo allí,
donde me salvaste, no estaba seguro de que yo no encontraría el
modo de desarmarlo. Si me mataba, todo bien para él. Si yo me
defendía con éxito, sus agentes ya se habrían puesto en marcha.
Y cuando yo apareciera, en 1934, mucho más tarde de lo que me
esperaban, con sumar dos más dos todos iban a entender lo que
había sucedido.
-No tenías opción. Sólo podias cruzar a 1934 y esperar que tus
amigos encontraran a Gutiérrez antes que sus agentes –termino
deduciendo.
-Exacto. Y lo bien que hice, porque mis amigos llegaron antes. Y
se ocuparon de hacer desaparecer a Gutiérrez, y de borrar todas
la huellas. De otro modo, Carmen se habría enterado en muy
pocas horas.
-Con razón tanto apuro. Y a pesar de todo, me ayudaste.
-Te ayudé porque me salvaste la vida. Cada minuto me parecía
una eternidad. Hasta que cruzamos a 1934, y sólo me quedó
esperar. Ya no dependía de mí.
-Sigo sin saber en qué misión se supone que te ayudé. Por si
alguien, en el futuro, me lo pregunta.
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Si alguien te puede hacer esa pregunta, es porque ya estás en
problemas. Espero que no llegue ese momento…
Un detalle. Una pieza de más, o de menos, en el tablero universal
de la Jerarquía. Algo menor, no más importante que un electrón
de un átomo en un planeta distante catorce mil años luz de este
escritorio.
Pero hasta el último electrón es importante. Tanto, como los que
hacen posible que escriba en esta máquina.
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Terminamos la entrevista.
Está en dos cassettes, que aquí ya casi no se consiguen. Rafael se
llevará uno.
La entrevista contiene la respuesta al otro enigma.
Un enigma que condiciona toda la historia del mundo. Mucho
más importante que el de explicar qué hacía Rafael, en el campo
de Raúl, esa tarde de 1998.
Me disponía a desgrabar la entrevista, para imprimirla, y dejarla,
en un sobre cerrado, en la dirección postal de Guralnik.
Y ahora me entero de que Rafael no quiere que lo haga.
-La entrevista ya no sirve para el libro –insiste.
-Se supone que era lo más importante del libro –insisto.
Es la noche anterior a la partida. Se va mañana, y me deja solo.
Peor. Solo, y con una tarea que no sé si podría encarar, así
estuviese acompañado.
-Ya no es para el libro. El libro está bien como está.
-Muchas cosas no están en el libro. Con la entrevista todo queda
más claro. Vos lo sabés. Que el libro sea suficiente no es verdad -
replico.
307

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Me impaciento. El, en cambio, muestra una paciencia
inesperada. Más que decidido a convencerme, parece resignado a
convencerme.
-La verdad tiene muchas formas, Daniel Kaufmann.
-Yo estoy convencido de que las cosas se tienen que entender. De
otro modo, parece todo mucho más difícil de aceptar.
-Y ese es tu error. No hace falta entender todo. No se puede
entender todo. Si alguien espera entender todo, no es la persona
que buscás –responde.
-Ni siquiera yo entiendo lo que me estás diciendo…
-Es un primer paso. Antes de entender, hay que dudar. O tener
fe. Es lo mismo. Con la explicación, como si fuera la clase de un
profesor, no vas a llegar a ninguna parte.
Imaginaba que el libro contenía una explicación. O que tenía, al
menos en parte, una explicación. Pero la entrevista me aclaró
muchas otras cosas. Y eso que yo crucé las Puertas, y estuve en
los mundos, y no necesito convencerme de nada.
Se lo digo.
-A ver. Pensalo de esta forma. Teníamos previsto lanzar la
Proclama. Que no era una, sino muchas. La nombrábamos en
singular por costumbre. Que la entrevista te sirva para responder
lo que te pregunten, cuando tomen contacto, a través de
Guralnik, o de la Web, los que dudan.
-Dudo que alguien tome contacto…
-Vamos bien. Dudás. No estás seguro. Los que lean el libro, y se
interesen, te van a contactar. Y para ese momento, ya tenés
muchas respuestas –dice.
-Las respuestas las tenés vos. Por eso no te llevás ni el libro –
argumento.
308

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Es lo de menos. Tengo la copia de tus apuntes. Ya en 1998 voy a
encontrar otro Guralnik, para que lo escriba y lo publique. Y
tengo el cassette. Que va a servir para la Proclama. Te pido que
no publiques la entrevista. Por favor.
Me lo pide. Realmente me lo pide. Es Rafael Montini. No puedo
ni empezar a imaginar todo lo que vivió. Todo lo que sabe.
Siempre es molesto trabajar en algo, y descubrir luego que no
sirvió. Pero me lo pide. Me lo pide por favor. No importa lo que
yo crea o lo que yo no crea. Por algo me lo pide.
Consiguió lo que buscaba. Ya estoy dudando.
Con la duda es suficiente.
-Por lo menos dejame que escriba unos capítulos iniciales. No
sobre la entrevista. Una introducción, antes del primer capítulo,
que arranca con el episodio del campo y el Remington –venía
pensando en eso desde el día anterior.
-No me parece mala idea. Siempre que no uses la entrevista.
-Te aseguro que no. Y así tengo por lo menos algo que dejarle a
Guralnik en el sobre, para compensar lo de la entrevista.
-De acuerdo –dice Rafael.
La entrevista tenía muchas claves útiles. No sé si convincentes,
pero útiles. La idea nunca fue convencer, sino sembrar la duda.
Rafael tiene razón. La novela, en sí, ya puede generar muchas
dudas. Los textos que recibirá Guralnik son buenos para su
novela, espero. Pero no termina de gustarme andar por ahí, como
el fugitivo de la serie, con la entrevista en un bolsillo. Rafael me
lo pide, y tengo que hacerlo. Pero el lector (si alguien lee este
relato) merece algo más. Si leyó hasta aquí, realmente lo merece.
Se lo digo.
309

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Está bien –murmura, resignado-. Te voy a dar unos pocos
nombres. Aislados, pueden no decir nada. Combinados, van a
decir mucho.
Sentado en la cama, reflexiona unos segundos. No quiero
apremiarlo. No vaya a ser que se arrepienta, y termine sin decir
lo poco que está dispuesto a decir.
De pronto recita. Monocorde.
-Metauro. Tesla. Gilgamesh. Cortázar. Le Prince. Waterloo.
Alejandro. Herón. Ricaldoni. Kennedy. Brujas. Von Manstein.
Armstrong. Meucci. Schubert. Custer. Numancia. Nietzsche.
Darlan. Californian. Lautaro. Trafalgar. Krakatoa. Varsovia.
Escribo los nombres. Cuento los nombres. Veinticuatro. Pocos,
en la historia universal. Desconocidos, en algunos casos. Lejanos,
en tiempo y espacio. No parece mucho, ni queda claro, si alguien
los lee, qué pueden revelar.
Se lo digo.
-Sabés perfectamente para que sirven. Te dí unos nombres. Entre
miles y miles. Los que busquen, van a encontrar las grietas en
esos nombres. Y les va a quedar claro. El resto, ya se dará cuenta.
Hay que dar a cada uno el tiempo que necesita.
-Había un enigma importante, que sólo se aclaró con la
entrevista –mi último intento.
-Hay un nombre importante, que aclara todo lo que no se aclara
–replica, inamovible.
-Son veinticuatro nombres. No tengo idea de cuál es.
-Krakatoa.
-Me suena, pero no recuerdo de dónde.
-Averigualo mañana.
310

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
También yo haré el ejercicio. Intentaré buscar en esos nombres,
que en muchos casos desconozco, las grietas de la historia. Que
me llevarán a preguntas mutiladas de respuesta. Al borde filoso
de la Proclama. Que no era una, sino muchas.
No voy a desgrabar la entrevista para Guralnik.
Agregaré unas notas introductorias, como para dar un marco al
relato. Para que no comience, de golpe, con la muerte del doble
agente Gutiérrez.
Si Guralnik escribe la novela, si publica el libro, si alguien lo lee,
veré qué hago. Veré si respondo yo, o sigo usando a Guralnik de
intermediario.
Total, es un tipo inofensivo. Un local. Que no tiene idea de nada.
El libro se termina sin la entrevista. Decidido.
85
Cómo seguir.
Vengo a dar testimonio de un crimen, diría si estuviese hablando
frente a un jurado, en lugar de escribir en esta máquina de teclas
cada vez más sueltas.
Un crimen que fue, o que está siendo, o que será.
Un crimen, y un engaño. Porque el engaño fue anterior al crimen.
Y fue, sin duda, su motivo.
Por eso vine a dar testimonio, con estas palabras que ya
terminan.
Yo, que no vivo en la Certeza, vine a dar testimonio de la Verdad.
De la estafa que es nuestra historia. De la historia que es una
estafa.
Del discurso que dice nada. Del silencio que dice todo.
311

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Rafael me dejó algo de dinero. Y documentación que prueba
cómo lo obtuve. Y un certificado de estudios. Debe ser parte de lo
que le dio el tipo del bar. Cosas que no ví. Como los lentes de
contacto que Rafael usó para simular ojos claros.
Me sugirió que abriera una cuenta en un banco. Me enseñó a
invertir el dinero, para que dure todo lo posible. También me dio
una buena lección para cambiar de aspecto. No seré un experto,
como él, pero aprendí varios trucos. Me encomendó que dedique
todo mi tiempo a la misión.
Formalmente, ya soy un Revelado.
Lo pienso, lo escribo, y no me importa el dinero de Rafael. Ni las
formas de invertirlo, para dedicar mi tiempo a encontrar
personas que, como yo, descubran la ficción que nos obligan a
vivir los Señores de la Jerarquía. O al menos que lo sospechen.
Que lo duden. Que estén dispuestas a indagar. A cuestionar los
datos. A violar el discurso. A triturar la historia.
No. Aquí, ahora, hoy, no es eso lo me que importa, sino esta
dificultad del primer paso, del primer movimiento desde la falsa
seguridad de esta habitación hacia la intemperie de un mundo
desconocido.
Cómo seguir.
Cómo seguir en otro mundo, en otro lugar, con otro nombre.
Cómo seguir sin una sola cara familar. Un amigo. Un vecino. El
que sea.
Cómo seguir sabiendo que Rafael Montini está lejos. Que lo
persiguen para llevarlo a Tierra Guía. Que allí lo espera la
Demolición. Peor que la muerte. La desaparición de un hombre
único, que se atrevió a desafiar el Poder de todo el universo.
312

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Cómo seguir sin saber por qué Berardi, que traicionó a todos,
protegió a Rafael y nos salvó la vida. Cómo seguir sin la voz de
Carmen Gallardo, sin la lealtad de Jorge Lascano, sin la ilusión
de Claudia.
Rafael se prepara. Cuando se haya ido, todo será un desierto
anónimo. Una forma del olvido, que quisiera y no espero cultivar.
Hablamos poco. No más de lo necesario.
Creo que tampoco él quiere hablar.
-Tomá. Sólo para emergencias –rompe el silencio.
Estira el brazo. En la mano, la bolsita de cuero con la pasta verde.
-Pero vos la vas a necesitar mas que yo –respondo, sin creer lo
que me ofrece.
-En cuanto cruce a 1998 voy a conseguir otra. Junto a las Puertas
hay de todo.
Casi con culpa, tomo la bolsita. La ato al cinturón, como hacen
ellos. El miedo sigue, pero se fractura. Del miedo quebrado se
filtra un poder indescifrable. La bolsita está casi llena. ¿Cuántas
dosis podría tomar?
-Nunca tomes más de media cucharadita de té. De las más
chicas. Y despacio, no como la primera vez –la voz de Rafael.
-¿Cómo media? ¿No era una?
-En general es una. Pero a vos te hizo un efecto que nunca
habíamos visto antes. El rebote puede ser peligroso. Ya lo viste.
Recuerdo esa carrera. Los perros en la oscuridad. Nunca había
estado tan mal. Débil. Vencido. Rafael consiguió recuperarme,
aunque diga que el mérito fue mío. Y después fue peor. En ese
mundo, que no nombramos, creí que nunca volvería a caminar.
-Lo que digas, Rafael. No sé cómo agradecerte –mi voz.
313

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-No hace falta. Pero acordate bien: sólo para emergencias –
repite.
-Sólo para emergencias –repito lo que repite.
No es mucho. O sí. Es mucho. Ningún arma de este mundo me
haría sentir mejor que la bolsita que ahora guardo en el cinturón,
del lado de adentro. Pegada al cuerpo. Más de lo que esperaba.
Menos de lo que quisiera. La pasta verde no tiene ningún efecto
para aliviar la soledad.
Cómo seguir.
Antes de mi último encuentro con Guralnik, Rafael me sugirió
algunas pistas para dejar información en la Web. Maneja la red
global con la misma facilidad con la que yo manejaría una
bicicleta. Me dio algunas indicaciones. Pero si no encuentro un
aliado, alguien tan poderoso como Rafael, o más, no creo que a
los Correctores les resulte difícil borrarme del mapa digital.
Que lo hagan. De todos modos, voy a volver.
Eso, claro, si alguien entiende de qué se trata. Si alguien lee. Y
entiende.
-Dudo que alguien se interese tanto como para tomar contacto,
por muchas que sean las pistas que pueda dejar –digo en un
momento.
-La duda es hermana de la fe, Daniel Kaufmann. Yo tengo la
certeza de que recibirás los contactos necesarios.
-Gracias por el apoyo…
-No es un apoyo. Es un dato. Hay muchos que descubren, cada
día, lo inexplicable de muchas cosas en la historia universal. O en
la historia de la nación, de la ciudad, del barrio, de la familia. Los
que sospechen el engaño, tratarán de ponerse en contacto. Y
314

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
también hay Revelados en este mundo de 2012. No los conozco,
pero están.
-Gente que sabe la verdad…
-La verdad tiene muchas formas, Daniel Kaufmann. Lo
importante no es que te crean, ni que entiendan, sino que duden.
Al que sabe no le creen. Y eso, en esta época, es bueno. Porque el
saber no existe. Solo existe la Verdad.
Al que sabe no le creen. Como en las películas.
La duda, hermana de la fe, es mi mayor aliada. Lamento que
Rafael Montini me vaya a dejar solo, aquí, en 2012, cuando acaso
falte poco para la Hecatombe. En la que, por supuesto, nadie va a
creer. Ojalá supiera que que será a fines del siglo veintidós, y no a
comienzos del veintiuno. Pero ni siquiera Rafael lo sabe.
-Podrías haberme dejado en 1934, o en 1973. Así por lo menos
me habría salvado de la Hecatombe –digo, en tono de broma.
-No era posible. Sos el único en quien puedo confiar para el libro,
y para la Proclama, que en esos años no habrían servido de nada.
Y sé que no me vas a fallar –responde con dulzura.
-No lo decía en serio, y vos lo sabés. Además, ¿a qué me iba a
dedicar en el pasado?
Qué podría hacer en 1934, sin Carmen Gallardo. O en 1973, sin
Claudia Iriarte. Ir solo al cine, a ver películas viejas, para
estimular el centro del olvido en el cerebro. Cambiar todo el
tiempo de domicilio, para evitar a los Correctores. Escribir un
libro que en esos años sería incomprensible, con menos chances
de hacerlo público que aquí. Fallarle a Rafael, ahora, que soy el
único instrumento que tiene para difundir lo que tenemos que
difundir.
315

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
-Cómo me gustaría que nos volviéramos a ver. Que vuelvas a
2012 –digo, mientras Rafael se pone la ropa que compró para el
viaje.
-No creo que pueda –responde, sin saber que son las mismas
palabras que pronuncié frente a Gabriel Guralnik.
Pero Gabriel Guralnik tiene por lo menos una dirección de correo
electrónico, a la que cada tanto voy a escribir. Yo, que pronto
dejaré de ser Daniel Kaufmann, quedaré huérfano de Rafael, sin
la esperanza de verlo de nuevo.
Es hora de salir hacia la estación. Voy a acompañarlo en la
partida.
Cómo seguir.
86
Este no es un libro de ficción.
Tampoco busca ser un modelo de estilo, como los que sugieren
algunos maestros de taller literario. De otro modo, no habría
elegido a Gabriel Guralnik para que lo escriba y le ponga su
firma.
Puede leerse como una novela de ficción, pero tengo la esperanza
de que algunos descubran lo que encierra. No para que
entiendan. Para que duden. Para que sospechen.
Este libro es, en verdad, un sustituto de la Proclama que los
Revelados pensaban publicar en 1998 y 2012. Aún perseguidos,
ellos contaban con muchos recursos para crear un buen tumulto
en ambos mundos.
En mi caso, los únicos recursos que tuve fueron la amistad de
Rafael Montini, las ganas de contar la verdad, y el acuerdo de
316

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Gabriel Guralnik para dar forma a estas páginas, publicarlas en
la Web, y editarlas, si puede, en papel.
Si usted leyó hasta aquí, y se interesó, y está atento, va a saber
cómo contactarme. Si, como cree Rafael Montini, algunas
personas descubrieron ya que la historia está llena de trampas, y
usted es una de esas personas, encontrará la forma de ponerse en
contacto. No es tanto como la Proclama, pero es un primer paso.
Un primer paso que podemos dar juntos.
Usted y yo.
Eso, si los Correctores no hacen un sabotaje contra la red global
de datos.
Algunos promueven leyes para echar de la Web a usuarios
indeseados. En diarios viejos, de principios de año, Rafael me
mostró el inicio de un conflicto entre sitios de Internet y
productoras de Hollywood, aliadas con las discográficas. Algunos
dueños de grandes sitios cayeron presos, o los persigue la ley.
Como si fueran delincuentes. Una excusa perfecta, a medida para
liquidar a los Revelados.
Los argumentos de la persecución eran tan banales que ni
merecen comentario. Pero la Web tiene hoy miles de millones de
usuarios. El ataque a los grandes sitios puede ser sólo el inicio de
ofensivas peores. Tal vez no sea fácil apagar la Web. Tal vez no
sea posible. Pero una guerra digital parece haberse iniciado. Una
guerra de verdad. No como esas guerras de juguete contra el
hampa, que consiguen, con su difusión pública, una hipnosis
parecida a la de las cambiantes guerras orwellianas.
317

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Si el Apocalipsis digital se hace realidad, sería inútil atribuirlo a
este libro. No hay por qué suponer que los Correctores no tienen
otros medios para evitar que se conozca la existencia de Tierra
Guía.
Pero es ingenuo creer que no estén dispuestos a destruir la red
global, por un tiempo, si con eso logran evitar la conjura de los
Revelados. Por esa razón, entre otras, es que el propio Rafael
decidió que el libro circule también en papel. Y en eso quedamos
con Guralnik.
En algún momento, poco antes de que se fuera de mi vida, le
hablé de la guerra digital en ciernes. Le pregunté qué opinaba
sobre una posible maniobra de los Correctores, para que, en 1998
y en 2012, Internet dejase de existir.
-En 2012 ya están actuando. Por ahora, tratan de privarnos de
recursos. Alguien tiene que haberles contado nuestro plan. En
enero metieron preso al Revelado más grande de este mundo,
que operaba en la Web –respondió, cuando ya entrábamos en
una estación de ferrocarril.
-Te ví leyendo diarios viejos. ¿De quién hablás?
-No importa. No es el aliado que vos necesitás. No todavía. Lo
dejaron libre, pero ni siquiera sé si lo reemplazaron, en la cárcel,
por un Corrector. Ahora, el Revelado más grande vive cerca.
Espero que sobreviva hasta que Guralnik haga público el libro.
-Me podrías decir quién es. Para que lo busque…
-No es necesario. El te va a encontrar a vos. Y no va a ser el único.
Hay otros.
Avanzamos por el andén. En medio de gente que iba y venía,
ignorando que Rafael Montini, el Corrector de la Historia, estaba
318

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
entre ellos. Nos acercamos al tren. Descuidado, como todos los
trenes de 2012. En silencio. Pero Rafael debió seguir pensando
en mi sospecha. En la posibilidad de que los Correctores
atentaran contra la Web.
-Sería una maniobra desesperada. Un último recurso. Pero
ningún recurso es poco para los Señores de la Jerarquía –
murmuró, poco antes de la despedida.
Salía de viaje hacia una ciudad cercana, donde esperaba iniciar el
tortuoso camino hacia 1998, a través de Puertas que tal vez no
estuvieran, aún, custodiadas. Su misión era dar a conocer mis
apuntes, y la entrevista. En mi mundo, a catorce años y catorce
mil años luz de distancia. Ese catorce, repetido, que se parece
tanto al infinito.
Llevaba zapatos negros, un sobretodo azul de corte clásico y una
bufanda. Bajo el sobretodo se había puesto un traje de verano,
también de corte clásico. Podía, sin duda, pasar inadvertido en
casi cualquier año del siglo veinte.
Me tendió la mano. Le dí un abrazo, que acaso lo sorprendió.
Tras unos segundos, retribuyó el abrazo con calidez. Subió al
tren, se asomó, nos dimos la mano a través de la ventanilla.
-Una maniobra desesperada, pero no imprevista –pareció pensar
en voz alta-. Como Corrector, yo la habría considerado. Es como
dice el refrán.
-¿Qué refrán?
Rafael Montini sonrió, con un gesto cómplice que recordaba los
primeros días con él.
-Muerto el perro, se acabó la rabia –dijo, y se ubicó en su asiento.
El tren se puso en marcha.
319

El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
Me quedé parado en el andén, un largo rato, hasta que se perdió
de vista.
87
Aclaración final
Este es un libro de ficción.
Daniel Kaufmann, el Daniel Kaufmann de la novela, no existe.
Nada de lo que aquí está escrito es verdad. Salió de mi
imaginación. Influida, sin duda, por la imaginación de los
verdaderos escritores. Uno, en especial, a quien le debo casi todo:
Philip K.Dick.
Ni Tierra Guía, ni los personajes relacionados con ella, existen.
Las Puertas imitan a esos portales que son moda en la cienciaficción.
Que imitan, morosamente, al espejo de Alicia. Entre
otros espejos.
La farsa de la historia es una broma. Nadie ignora que los
historiadores trabajan, día y noche, con difíciles documentos,
para brindarnos la versión más fidedigna del pasado. Tanto aquí,
como en el resto del mundo.
Las naves espaciales podrán, algún día, surcar el universo. Y las
Puertas (o portales, si se prefiere) serán tan inútiles como el
cañón de Barbicane.
No hay ninguna Conspiración contra la historia de nuestro
planeta, salvo las que estén llevando a cabo personas de nuestro
planeta
Daniel Kaufmann no existe. Rafael Montini tampoco. Quien lo
dude, está cordialmente invitado a recorrer los catorce mil años
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El Corrector de la Historia Gabriel Guralnik
luz, y llegar a 1998. O a indagar en las cartas de astronomía,
donde encontrará muchas estrellas a esa distancia.
Si, de todos modos, alguien leyó esta novela y tiene alguna duda,
puede enviarme un correo electrónico. Con gusto le aclararé que
se trata de una fantasía.
Como no puede ser de otro modo.
Correo electrónico: guralnik88@gmail.com
Resttew4
Gabriel Guralnik – Mayo de 2012
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