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parábamos la máquina y nos acercábamos al cuerpo, armados de palas, y terminábamos de<br />
desenterrarlo. Así recuperábamos a otro hombre... o a otra mujer..., era difícil distinguirlos,<br />
pues sus características sexuales no eran tan pronunciadas como ahora.<br />
Todos ellos se encontraban en estado comatoso. Luego abrían los ojos, nos miraban como<br />
muñecas que jugasen al escondite, para cerrarlos de nuevo. Les poníamos una inyección, los<br />
colocábamos en camillas y los enviábamos a la base. Era un trabajo horripilante; una<br />
especie de exhumación de muertos-vivos.<br />
Tras prodigar los cuidados necesarios a aquellos desgraciados, conseguíamos que<br />
volviesen a la vida. En menos de un mes ya se levantaban y podían andar. Entonces empezaban<br />
a rodar por los terrenos del hospital con los hombros caídos, el cuerpo inclinado hacia delante y<br />
sus cabezotas en forma de esquife moviéndose arriba y abajo a cada paso. Entonces yo<br />
intentaba hablar con ellos y entenderlos.<br />
Los aparatos de traducción eran de fabricación Paull, lo cual quiere decir que eran<br />
insuperables. Pero se hallaban dominados por las limitaciones de nuestro propio idioma. Si los<br />
Fracasados decían «sol» en su lengua, el aparato traducía fielmente «sol», y tanto nuestros<br />
interlocutores como nosotros sabíamos que ambos nos referíamos a la misma cosa. Pero con<br />
excepción de los hechos y objetos concretos de la experiencia diaria, la cosa ya no era tan fácil.<br />
Escaseaban los sinónimos y en cambio había más anfibologías: era el antiquísimo problema<br />
lingüístico, pero muy aumentado en nuestro caso por el <strong>tiempo</strong> casi inconmensurable que nos<br />
separaba.<br />
Recuerdo que me ocupé de atender a una vieja durante nuestra primera tanda en el<br />
centro. He dicho vieja, mas por lo que sé tenía dieciséis abriles; lo que pasa es que todos ellos<br />
tenían un aspecto vetusto.<br />
—Supongo que no le importa que la hayamos desenterrado... bueno, rescatado — le<br />
pregunté cortésmente.<br />
—En absoluto. Ha sido un placer — tradujo el aparatito. Frases corteses estereotipadas, que<br />
no significan en realidad nada en ningún idioma. Aquel aparato, el mejor de su clase que ha<br />
existido o existirá, aún las hacía parecer más insulsas y ñoñas.<br />
—¿Le importaría que hablásemos de una cuestión?<br />
—¿Qué pregunta? — dijo el aparatito. Comprendí que me había colado. Yo no quería<br />
decir cuestión-pregunta, sino cuestión-asunto. Estas anfibologías surgían constantemente<br />
durante nuestras conversaciones; el traductor automático dominaba más el idioma que yo.<br />
Entonces la mire de hito en hito. —¿Quiere que hablemos de su problema? — le pregunté, sin<br />
darme por vencido.<br />
—Yo no tengo problemas. Mi problema ya está resuelto.<br />
—Me interesaría que usted me hablase de él. —¿Qué quiere usted saber sobre ello? Yo<br />
se lo diré todo.<br />
Esto, al menos, era prometedor. La mujer se mostraba bien dispuesta hacia mí, si bien no<br />
pudiese decirse que desease cooperar; aquella gente había olvidado desde hacía mucho <strong>tiempo</strong> el<br />
principio de la cooperación.<br />
—¿Sabe usted que yo he venido de un pasado muy remoto para prestarles ayuda?<br />
El aparato tradujo mis palabras quitándoles todo su tono dramático.<br />
—Sí. Son ustedes muy nobles para interrumpir sus vidas y venir a ayudarnos —<br />
respondió ella.<br />
—Nada de eso; queremos poner de nuevo en el buen camino a la especie humana.<br />
Pensamos que no debe morir todavía. Nos alegramos de ayudarles y lamentamos que hayan<br />
emprendido un camino errado.