cama. No hace más que acariciar su revólver. Entre tanto, yo escribo estas notas... ¿Servirán para algo? Sólo Dios lo sabe. En el exterior, mi viejo y querido Cambridge está silencioso. No, un automóvil dobla la esquina. Se para frente a mi casa. Un hombre sale de él, un hombre que lleva la cara tapada con una bufanda... ¡No, no, no es un hombre! Su nariz... Creo que podemos darnos por perdidos.
LOS QUE FRACASARON —¡Aquí hay demasiada gente! — gritó él —. ¡Hay demasiada gente! ¡Demasiada gente! Dio media vuelta, con la boca abierta y sus facciones contraídas como un limón exprimido, casi derribando a un viandante. Éste se inclinó, sonrió como para disculparlo y siguió su camino, mientras sus ojos decían claramente: «Dejadlo... es uno de esos desgraciados que han llegado en la nave.» —¡Hay demasiada gente! — repitió Surrey Edmark, dirigiéndose al que se alejaba. Ya era de noche. Permanecía con la cabeza descubierta bajo la brillante iluminación que reinaba en la carretera del Huerto Nuevo, aturdido por la abigarrada vida cosmopolita de Singapur, que le rodeaba por doquier. Tenía miles de personas a su alcance; podía tocarlas. Extendiendo una mano podía palpar alpaca, seda, nylon, raso, liso, estampado o floreado; millares de personas, que se volverían si él gritaba. Si lo hacía, ¿cuántas de aquellas orejas sucias, limpias, sonrosadas, morenas, deseables o repugnantes captarían sus decibelios? No, se dijo, nada de chillar, por favor. Esta gente que discurre como fantasmas a mi alrededor son reales; no les gustaría. Y tu médico, que no creía conveniente que abandonases aún la sala de observación, también es real; no le gustaría enterarse de que he estado chillando en medio de una calle concurrida. En cuanto a mí mismo... ¿hasta qué punto soy real? ¿Hasta qué punto es real todo, cuando se posee la prueba de que todo está acabado? Acabado sin remisión: listo y acabado para ser totalmente descartado y olvidado. Tenía que evitar aquellos sombríos pensamientos. Necesitaba ir a un lugar tranquilo, a un sitio donde pudiese sentarse y respirar profundamente. Tenía que engañarlos a todos; debía ocultar los sentimientos de muerte que llevaba en su interior; procurar que no se apercibiesen de ellos; después, podía regresar al hospital. Pero también debía ocultar aquellos sentimientos a sí mismo, y para esto había que ser más astuto. Como las partículas Alfa, una sensación de futilidad le atravesó y se sintió mortalmente enfermo. Surrey advirtió un calleja lateral un poco más adelante. Ansiosamente se metió por ella, apartándose de la muchedumbre. Se hallaba en una callejuela estrecha y tenebrosa. Se cruzó con tres mujeres de vestidos muy cortos que fumaban juntas; más allá, un individuo vomitaba junto a un seto de alheña. Después vio un café en cuya muestra se leía: «El Iceberg». En una terraza pobremente iluminada había algunas mesas y sillas vacías. Surrey subió los dos escalones que llevaban a la terraza y se dejó caer sobre una silla con ademán fatigado. Aquello era un verdadero lujo. La luz era macilenta y Surrey estaba solo. En el interior del café había algunas personas comiendo y una muchacha cantaba, acompañándose con un instrumento de cuerda que parecía un laúd. Él no entendió sus palabras, pero la canción era sencilla y nostálgica, pues su voz era más expresiva que la música. Surrey cerró los ojos, dejando que la peonza girase en su interior... la peonza de sus emociones. La joven dejó de cantar súbitamente, como si estuviese cansada, y salió a la terraza para contemplar la noche. Surrey abrió los ojos y la miró. —Ven a hablar conmigo — le dijo. Ella dirigió una mirada altanera a las sombras en que él se ocultaba y luego le volvió la espalda. Por lo visto, no era la primera vez que escuchaba semejante invitación. Surrey cerró los puños, amargado; nadie quería ir a consolarle, a pesar de que tanto lo necesitaba,