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DISCO CRIMINAL<br />
Tengo que escribir todo esto con rapidez, mientras aun tenga <strong>tiempo</strong>. Veamos cómo<br />
empezó... Sí, el disco gramofónico y el smuf. Hace sólo dos días... que el lector no se moleste en<br />
buscar esa palabreja en el diccionario; la repetiré: smuf. Sí, sólo hace dos días... me llamo<br />
Curly Kelledew, se me olvidaba decirlo... Pero más valdrá que trate de poner orden en mis<br />
pensamientos.<br />
¿Tiene el lector la suerte de conocer Cambridge? Uno de mis lugares favoritos de<br />
Cambridge es el Pasaje Curry. Posee tres prenderías muy parecidas y satisfactorias (sobre las<br />
tres puertas la palabra «prendería» se pronuncia ANTIGÜEDADES). La tarde del día de autos,<br />
realicé un hallazgo por pura casualidad. Acababa de comprar un junco chino de casi un metro<br />
de alto, con una proa elevada y una auténtica vela latina, con objeto de regalárselo a un<br />
sobrinito mío, y una lechera de porcelana del siglo XVIII que destinaba a mi solaz<br />
particular y ya me disponía a irme, cuando vi el montón de discos detrás de una cómoda.<br />
Dejando el junco y la figurilla de porcelana empecé a examinar los discos. Estaban muy<br />
mezclados; los había de 78 revoluciones y algunos de baja velocidad, vendidos probablemente<br />
por estudiantes del Colegio de la Trinidad a final de curso. Había algunos discos de jazz — varios<br />
de Louis Armstrong para quien le gustase — ballet, Stravinsky, uno resquebrajado con la<br />
Canción hindú y — ¡mi pulso se aceleró! — la Segunda Sinfonía de Borodin, aquel disco<br />
Coates que actualmente no figura en el catálogo. Allí estaba en un álbum, limpio y nuevo.<br />
Examiné el primer disco y lo encontré intacto, como si nunca lo hubiesen tocado. En la tienda<br />
no había tocadiscos y por lo tanto no podía probarlo, pero el precio que me pidieron era muy<br />
barato y como yo quería tener aquella sinfonía, pagué sin rechistar y me llevé el álbum con<br />
el junco y la figurilla de porcelana.<br />
¡Así llegó a mi poder! Por la tarde del día siguiente, que era domingo, Harry Crossway vino<br />
a verme como siempre. Harry encaja con mi definición de un amigo: un hombre con el que uno<br />
trabaja toda la semana y se alegra de ver el domingo. Después de tomar una copa y de que<br />
él hubo admirado el pequeño busto de porcelana que con su turgencia parecía querer romper<br />
el corpiño de la lechera, saqué la sinfonía de Borodin.<br />
Tocamos el primer movimiento antes de que sacase el segundo disco de su funda.<br />
Inmediatamente noté algo raro, a pesar de que el disco ostentaba las correspondientes<br />
etiquetas rojas en el centro. Pero al tocarlas, se desprendieron con facilidad.<br />
Entonces quedó en mis manos un engendro de color achocolatado y de un grosor doble al<br />
de un disco corriente. Sólo uno de sus lados estaba grabado y los surcos que presentaba tenían<br />
un aspecto extraordinario. Por supuesto, debiera haber advertido aquella anomalía en la<br />
tienda, pero en mi excitación yo me limité a mirar las etiquetas sin hacer más<br />
averiguaciones. ¡Era evidente que me habían tomado el pelo!<br />
Manifesté mi irritación en términos inequívocos y pasé cinco minutos dando vueltas como<br />
un poseído por la habitación. Cuando estuve un poco más calmado, Harry me preguntó, sin<br />
ocultar su interés:<br />
—¿Te importaría que probásemos este disco en la platina, Curly?<br />
Harry y yo trabajamos al servicio de la mayor casa de radio de Cambridge, en la sección<br />
experimental. Discos, cintas magnetofónicas, onda corta, televisión — normal y en colores —<br />
la casa nos paga para que nos ocupemos de ello, y nos paga muy bien. La próxima vez<br />
que el lector oiga hablar de un inoculador de arrugas de las nuevas cámaras de televisión,