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—Te vi atisbando en el corredor — rezongó la voz de la ley —. Ahora bajarás conmigo a la sentina. —Por favor... soy el rey Able Harkon Horacio. —¿Ah, sí? Pues yo soy la Reina de las Hadas. Venga, andando, que a lo mejor se me dispara la pistola. Y para subrayar sus palabras, hundió la pistola en la espalda del rey, obligándole a salir con paso vivo del camarote. —Si desean pruebas sobre mi identidad, pregunten a mis dos enfermeras... —De momento, yo seré tu única enfermera, granuja. ¡Andando! La sentina de una astronave era un lugar caluroso, opresivo y donde reinaba un estrépito infernal. Y lo que resultaba más opresivo era que estuviese situada, en el Potent, cerca de las instalaciones sanitarias y los servicios de alcantarillado. El enfurecido rey Horacio tuvo que soportar que le arrojasen de cabeza a una estrechísima celda. Pero cuando la alta puerta enrejada se cerró, en su mente se ajustó también un hecho insignificante, y de pronto se sintió dominado por la calma más absoluta. ¡Poseía el secreto del oráculo! Aquella frase misteriosa: «En Globadán gané a los shubshubs», ya había dejado de ser misteriosa; pero ahora que él se hallaba en libertad de seguir su consejo... ¡había perdido su libertad! Durante varias horas trató de descansar sobre el estrecho banco de su celda, soportando a duras penas el calor y esforzándose por no oír el ruido. De pronto apareció un guardia que le condujo a una cámara de paredes de acero pintado de gris, para ser interrogado por un sargento que se ocupaba del asunto y reunía las pruebas acusatorias. Anotó sin comentarios el nombre del rey junto con los de Swap y las dos enfermeras, que el rey le dio como testigos que declararían a su favor. —Muy bien — dijo el sargento —. O tal vez debería decir muy mal. ¿Ya sabes que eres objeto de una grave acusación? —¿Quién me la hace? —El ocupante del camarote número 12, por supuesto, Klaeber Ojo de Ap. —Le juro, oficial, que yo no me proponía robar el bastón... sólo deseaba comprobar si estaba allí. —¡Bonita historia! ¡Muy bonita! Apunte esta declaración, cabo Binnith. De nuevo en su celda, el rey fue asaltado por sombríos pensamientos. Le dolía extraordinariamente el ultraje que había sido inferido a su dignidad y el efecto que aquello podía tener sobre su salud... No es que dudase ni por un solo momento de la solución del desagradable asunto. Así que Swap se enterase de la situación en que se encontraba, le pondría en libertad. Y en aquel momento llegó el abogado de la nave. El abogado Lymune era un quart; de forma vagamente humanoide, tenía una cabeza giratoria que parecía la torreta de un navío, provista de cinco clases distintas de ojos y dos bocas. Esto último representaba una gran ventaja en su profesión, pues le permitía dirigir la palabra al juez en el curso de un juicio, mientras al propio tiempo cambiaba impresiones con su cliente. Dijo lisa y llanamente al rey Horacio que las cosas no iban a ser tan fáciles como él suponía. Swap y las dos enfermeras de media edad habían negado que él perteneciese a la Casa Real de Harkon. —¿Qué solapada traición es esta? — articuló el rey —. Es igual... tengo todas las credenciales que acreditan mi rango guardadas en una caja fuerte del camarote.
—Tomé la precaución de registrar su camarote — dijo Lymune, hablando por ambas bocas a la vez para dar mayor énfasis a sus palabras —. Y no he encontrado allí credenciales de ninguna clase... suponiendo que tales credenciales existan. —¡Pero él... el capitán! — exclamó el rey Horacio angustiado —. Yo hablé con él. ¡A él no pueden haberle engañado! Me identificará. —Es posible que le identifique, como el hombre que se presentó a él como el rey Horacio. No creo que puede decir más... —¿Pero usted que se propone, defenderme u ofenderme? ¡Haré que le ejecuten junto con todos ellos! —Delirio de grandezas... — comentó el abogado —. Hum... podríamos ver si nos salvábamos arguyendo desequilibrio mental. Cuando el rey volvió a quedar solo, después de esta entrevista tan poco satisfactoria, se hundió en la más lúgubre de las meditaciones. La sensación familiar del tiempo retardado le dominó. Asiendo su camisa con manos frenéticas, empezó a gemir. Harto reconocía que, al no estar ninguno de los mortales libre del pecado original, llega un momento, incluso en las vidas más recoletas, que las circunstancias se encrespan como un mar embravecido para anegarnos. Hasta entonces se había considerado como una figura austera y solitaria, separada del resto del género humano por su sangre real, y barrido por los vientos de la mortalidad, que arrojaban las dolencias sobre él. Entonces comprendió cuan falaz había sido aquella imagen; su realeza estaba en entredicho y él, a punto de ser juzgado por ladrón. ¿Qué podía haber inducido a Swap a volverse contra quien le había perdonado? El rey Horacio no podía adivinarlo. Al no hallar ningún motivo particular, no podía hacer más que atribuir aquel acto ruin a la maldad humana. Su melancolía se vio interrumpida por un visitante que los guardias arrojaron sin contemplaciones a su celda. Ofuscado en la semioscuridad reinante, levantó la mirada para ver una figura baja y rechoncha de pie ante él. —¡El oráculo! — articuló, incorporándose lentamente. —Sí, yo soy... Klaeber Ojo de Ap. ¿Es curioso, verdad, que volvamos a encontrarnos así? —Escucha... no registraba tu camarote con malas intenciones. Sólo buscaba el bastón, que me diría que tú eres verdaderamente el oráculo. ¡Tienes que sacarme de aquí! —De esto he venido a hablar, amigo mío — dijo el hombrecillo, poniéndose en cuclillas —. Te tengo metido en un buen atolladero, ¿eh, amigo mío? Por lo tanto, valdrá más que me escuches con atención. El rey asintió con gesto fatigado, pues si bien sabía más de lo que el oráculo suponía, deseaba oír lo que su interlocutor tuviese que decirle. Ojo de Ap empezó a hablar con tono comedido y cortés de la coincidencia que representaba que ambos se encontrasen a bordo de la Potent. Después de entregar su oráculo al rey, le dijo, nada supo de la visita que éste se disponía a realizar a Utopía, suponiendo por el contrario que se dirigiría sin pérdida de tiempo a Globadán. Entre tanto, él (o sea Ojo de Ap) fue a resolver otro asunto y cuando el rey fue detenido en su camarote, él se hallaba en el viaje de regreso a la Tierra, confiando en encontrar al reino sin rey. —¿Por qué? — preguntó el rey Horacio. Ojo de Ap extendió ambas manos. —Por que yo tengo mis ideas acerca de quien debe reinar... —¡Ah, vaya! Ahora lo comprendo todo... Qué estúpido he sido al confiar... ¡Entonces, tú no eres más que un vulgar usurpador!
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—Te vi atisbando en el corredor — rezongó la voz de la ley —. Ahora bajarás conmigo a la<br />
sentina.<br />
—Por favor... soy el rey Able Harkon Horacio.<br />
—¿Ah, sí? Pues yo soy la Reina de las Hadas. Venga, andando, que a lo mejor se me<br />
dispara la pistola.<br />
Y para subrayar sus palabras, hundió la pistola en la espalda del rey, obligándole a<br />
salir con paso vivo del camarote.<br />
—Si desean pruebas sobre mi identidad, pregunten a mis dos enfermeras...<br />
—De momento, yo seré tu única enfermera, granuja. ¡Andando!<br />
La sentina de una astronave era un lugar caluroso, opresivo y donde reinaba un estrépito<br />
infernal. Y lo que resultaba más opresivo era que estuviese situada, en el Potent, cerca de las<br />
instalaciones sanitarias y los servicios de alcantarillado. El enfurecido rey Horacio tuvo que<br />
soportar que le arrojasen de cabeza a una estrechísima celda. Pero cuando la alta puerta<br />
enrejada se cerró, en su mente se ajustó también un hecho insignificante, y de pronto se<br />
sintió dominado por la calma más absoluta.<br />
¡Poseía el secreto del oráculo!<br />
Aquella frase misteriosa: «En Globadán gané a los shubshubs», ya había dejado de ser<br />
misteriosa; pero ahora que él se hallaba en libertad de seguir su consejo... ¡había perdido su<br />
libertad!<br />
Durante varias horas trató de descansar sobre el estrecho banco de su celda,<br />
soportando a duras penas el calor y esforzándose por no oír el ruido. De pronto apareció un<br />
guardia que le condujo a una cámara de paredes de acero pintado de gris, para ser<br />
interrogado por un sargento que se ocupaba del asunto y reunía las pruebas acusatorias. Anotó<br />
sin comentarios el nombre del rey junto con los de Swap y las dos enfermeras, que el rey le<br />
dio como testigos que declararían a su favor.<br />
—Muy bien — dijo el sargento —. O tal vez debería decir muy mal. ¿Ya sabes que eres<br />
objeto de una grave acusación?<br />
—¿Quién me la hace?<br />
—El ocupante del camarote número 12, por supuesto, Klaeber Ojo de Ap.<br />
—Le juro, oficial, que yo no me proponía robar el bastón... sólo deseaba comprobar si<br />
estaba allí.<br />
—¡Bonita historia! ¡Muy bonita! Apunte esta declaración, cabo Binnith.<br />
De nuevo en su celda, el rey fue asaltado por sombríos pensamientos. Le dolía<br />
extraordinariamente el ultraje que había sido inferido a su dignidad y el efecto que aquello podía<br />
tener sobre su salud... No es que dudase ni por un solo momento de la solución del<br />
desagradable asunto. Así que Swap se enterase de la situación en que se encontraba, le<br />
pondría en libertad. Y en aquel momento llegó el abogado de la nave.<br />
El abogado Lymune era un quart; de forma vagamente humanoide, tenía una cabeza<br />
giratoria que parecía la torreta de un navío, provista de cinco clases distintas de ojos y dos<br />
bocas. Esto último representaba una gran ventaja en su profesión, pues le permitía dirigir la<br />
palabra al juez en el curso de un juicio, mientras al propio <strong>tiempo</strong> cambiaba impresiones con<br />
su cliente. Dijo lisa y llanamente al rey Horacio que las cosas no iban a ser tan fáciles como él<br />
suponía. Swap y las dos enfermeras de media edad habían negado que él perteneciese a la<br />
Casa Real de Harkon.<br />
—¿Qué solapada traición es esta? — articuló el rey —. Es igual... tengo todas las<br />
credenciales que acreditan mi rango guardadas en una caja fuerte del camarote.