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—Yo sé cómo curarte. El rey Horacio vio que quien le dirigía la palabra era un sujeto rechoncho de un metro y medio de estatura, que llevaba extrañas vestiduras y se tapaba el rostro. Inmediatamente el rey montó en cólera, pero no había guardias a la vista y el hombrecillo únicamente respondió a sus preguntas diciendo que él era un oráculo que había viajado muchos años-luz para vender al rey nada menos que lo que le devolvería la salud. —Eres de modales muy groseros, para ser un mercader observó el rey con disgusto. Después de estas palabras, el oráculo lanzó un escupitajo. —¿Cuál es el mal que me aqueja, pues? Dame el diagnóstico — preguntó el rey, temblando de irritación y esperanza al propio tiempo. Por toda respuesta, el oráculo sacó de entre sus ropas un círculo de metal del grosor de una oblea y el diámetro de un plato, que, según aseguró, contenía la clave para remediar los sufrimientos del rey Horacio. Ávidamente, el soberano tendió una mano para cogerlo. —Primero págame — le espetó el oráculo —. Si no me pagases, no tendrías confianza en mi tratamiento. —En ese caso, tendrás que acompañarme a palacio; no llevo dinero encima. —¿Crees que soy tonto? ¿Para que me encerrases en uno de tus malsanos calabozos? Dame tu bastón... me bastará como pago. Ahora bien: sepa el lector que el bastón del rey tenía un gran valor. Además del paraguas acostumbrado, el estoque y la pistola paralizadora, contenía redomas de polvos curativos, con cianuro y elastoplasto para casos de urgencia, una pequeña cantidad de oro, una reproducción tridimensional en miniatura de Betsy Gorble, estrella de la televisión, y un borrador mental que automáticamente anulaba las proyecciones neurónicas del usuario si había individuos dotados de percepción extrasensorial en las proximidades. Por consiguiente, aquel bastón valía su peso en oro y mucho más; a pesar de ello, el rey Horacio lo cambió tras una momentánea vacilación por la placa metálica. El oráculo se dirigió al instante hacia una duna arenosa y se perdió de vista tras ella. Como paralizado, el rey se quedó mirando su adquisición. Una ráfaga de viento se la arrebató de la palma de la mano y la arrojó en dirección al mar. Lanzando un grito de angustia, el rey persiguió al disco metálico, corriendo por la arena húmeda. Dos gaviotas que se mecían en las aguas alzaron el vuelo profiriendo graznidos y empezaron a describir círculos sobre él. La espuma lamía ya la placa y la resaca la arrastraba. El monarca se abalanzó sobre ella, pero se le escapó. Por último, tendiendo desmesuradamente la mano, consiguió alcanzarla. Retrocedió mientras las olas rociaban de espuma su manto... ¡Y de pronto sintió que se hundía! Las arenas movedizas pronto le llegaron hasta el muslo. Bajo él se extendía una ciénaga insondable. Instintivamente se arrojó de bruces sobre la arena, braceando frenéticamente para alcanzar terreno sólido. Las olas caían con sordo fragor,las gaviotas chillaban y el corazón le latía desordenadamente. Centímetro a centímetro, consiguió arrancarse a la succión de la fría y viscosa arena. Permaneció tendido en la playa durante una hora, sollozando y descansando, antes de sentirse con fuerzas para arrastrarse hasta palacio. Cuando sus servidores y médicos lo hubieron bañado, llenado de reconvenciones y de calmantes, el rey Horacio tuvo un raro rasgo de generosidad. Ya que su vida se había salvado, él salvaría la de un semejante suyo. —Que el individuo llamado Swap sea indultado y que lo traigan a mi presencia — ordenó mientras pensaba: «¡Qué pobre es mi vida comparada con la suya!»

Estaba recostado sobre mullidos cojines cuando un sirviente se presentó a él con la placa de metal en las manos, que el rey Horacio se había guardado en el pecho, bajo su túnica, olvidándose de ella durante su lucha con las arenas movedizas. Despidiendo al servidor, sostuvo la placa en sus manos temblorosas y luego intentó abrirla. Tras una momentánea resistencia, notó el silbido del aire al penetrar en un lugar donde se había hecho el vacío y la tapa se levantó. En la placa del fondo había una tira blanca que ostentaba una frase de oscuro significado: En Globadán gané a los shubshubs Las facciones del rey Horacio se contrajeron en una mueca de desencanto. Trató de arrancar el mensaje con la uña, pero formaba parte de la placa. Las lágrimas se agolparon a sus ojos: ¿cómo era posible que semejante estupidez le aportase la curación? Pero mientras seguía mirándola, la frase se fue borrando hasta desaparecer sin dejar rastro. Él contempló todavía un momento la placa y luego la arrojó a lo lejos por la ventana del palacio. A la mañana siguiente, el pobre rey Horacio se encontraba muy alicaído. Le obsesionaba la idea de partir inmediatamente hacia Utopía, a pesar de que se sentía muy enfermo. Ninguno de sus cortesanos pudo disuadirle. Cuando llegó Swap, le ordenaron que acompañase al rey en su viaje, so pena de sufrir la sentencia de la que se había librado por la merced real. La comitiva se dirigió al minúsculo astropuerto y el monarca hizo como que no se enteraba de los alegres vítores con que le despedían sus súbditos. Una vez en el astropuerto, ordenó a sus cortesanos, con un ademán displicente, que se alejasen, y subió renqueando al ascensor de la astronave Potent. En un santiamén desapareció de la vista de todos. Le acompañaban, sin ningún entusiasmo, Swap, dos enfermeras entradas en años y un faquín; a ellos se reducía todo su séquito. Suele decirse que las astronaves son un invento del diablo. Pero en los tiempos del rey Horacio, el diablo no poseía sin duda los conocimientos de ingeniería que hoy posee. La nave que transportaba al rey — señalaremos de paso que no era de su propiedad, pues su reino era demasiado pequeño para poder sufragar naves que fuesen más allá de la Luna — pertenecía a las Líneas Solares (Utopía-Vega y todas las estaciones intermedias hasta Andrómeda) y era un armatoste. Para ser más exactos, diremos que iba abarrotada, su cocina era pésima y apenas podía acelerar. Ello quiere decir que aquel incómodo viaje añadía a todas sus molestias la de la duración, pues hacían falta casi cuatro semanas para cubrir aquellos siete años-luz. De todos modos, Utopía bien valía algunas incomodidades. Durante la primera parte del viaje, el rey mantuvo un silencio meditabundo. Sus pensamientos giraban en torno a la cuestión del oráculo, pues si bien el mensaje que éste le entregó no era más que un acertijo, en el mejor de los casos aquel hombrecillo constituía un enigma. ¿Habría sido sincero o no era más que un timador? Las posibilidades parecían estar igualadas. Por una parte, la notoria indiferencia que demostró hacia la persona del rey hablaba en favor de cierta autoridad, cuya falta era evidente en todos los curanderos que hasta entonces se habían presentado en la corte, aduladores y rastreros. Por otra parte, si hubiera tenido algo de auténtico valor que ofrecer, parecía probable que hubiese exigido algo más importante como recompensa, en lugar de un simple bastón... que le pagasen el viaje de regreso, por ejemplo. Pero aquel hombrecillo se había esfumado, dejándole únicamente una frase de significado incierto. El rey Horacio seguía todavía con sus dudas y cavilaciones cuando la nave se posó suavemente en Utopía. La mayoría de planetas, a semejanza de la Tierra, poseen gran diversidad climática, si bien algunos de ellos, como Venus, ofrecen un clima invariablemente malo al visitante. En Utopía, en cambio, el tiempo es perpetuamente benigno. Esto se debe en parte al espesor

Estaba recostado sobre mullidos cojines cuando un sirviente se presentó a él con la placa<br />

de metal en las manos, que el rey Horacio se había guardado en el pecho, bajo su túnica,<br />

olvidándose de ella durante su lucha con las arenas movedizas. Despidiendo al servidor, sostuvo<br />

la placa en sus manos temblorosas y luego intentó abrirla. Tras una momentánea resistencia,<br />

notó el silbido del aire al penetrar en un lugar donde se había hecho el vacío y la tapa se<br />

levantó. En la placa del fondo había una tira blanca que ostentaba una frase de oscuro<br />

significado:<br />

En Globadán gané a los shubshubs<br />

Las facciones del rey Horacio se contrajeron en una mueca de desencanto. Trató de<br />

arrancar el mensaje con la uña, pero formaba parte de la placa. Las lágrimas se agolparon a<br />

sus ojos: ¿cómo era posible que semejante estupidez le aportase la curación? Pero mientras<br />

seguía mirándola, la frase se fue borrando hasta desaparecer sin dejar rastro. Él contempló<br />

todavía un momento la placa y luego la arrojó a lo lejos por la ventana del palacio.<br />

A la mañana siguiente, el pobre rey Horacio se encontraba muy alicaído. Le obsesionaba<br />

la idea de partir inmediatamente hacia Utopía, a pesar de que se sentía muy enfermo. Ninguno<br />

de sus cortesanos pudo disuadirle. Cuando llegó Swap, le ordenaron que acompañase al rey en<br />

su viaje, so pena de sufrir la sentencia de la que se había librado por la merced real. La<br />

comitiva se dirigió al minúsculo astropuerto y el monarca hizo como que no se enteraba de los<br />

alegres vítores con que le despedían sus súbditos. Una vez en el astropuerto, ordenó a sus<br />

cortesanos, con un ademán displicente, que se alejasen, y subió renqueando al ascensor de la<br />

astronave Potent. En un santiamén desapareció de la vista de todos. Le acompañaban, sin<br />

ningún entusiasmo, Swap, dos enfermeras entradas en años y un faquín; a ellos se reducía todo<br />

su séquito.<br />

Suele decirse que las astronaves son un invento del diablo. Pero en los <strong>tiempo</strong>s del rey<br />

Horacio, el diablo no poseía sin duda los conocimientos de ingeniería que hoy posee. La nave<br />

que transportaba al rey — señalaremos de paso que no era de su propiedad, pues su reino era<br />

demasiado pequeño para poder sufragar naves que fuesen más allá de la Luna — pertenecía a<br />

las Líneas Solares (Utopía-Vega y todas las estaciones intermedias hasta Andrómeda) y era un<br />

armatoste. Para ser más exactos, diremos que iba abarrotada, su cocina era pésima y<br />

apenas podía acelerar. Ello quiere decir que aquel incómodo viaje añadía a todas sus molestias<br />

la de la duración, pues hacían falta casi cuatro semanas para cubrir aquellos siete años-luz.<br />

De todos modos, Utopía bien valía algunas incomodidades.<br />

Durante la primera parte del viaje, el rey mantuvo un silencio meditabundo. Sus<br />

pensamientos giraban en torno a la cuestión del oráculo, pues si bien el mensaje que éste le<br />

entregó no era más que un acertijo, en el mejor de los casos aquel hombrecillo constituía un<br />

enigma. ¿Habría sido sincero o no era más que un timador? Las posibilidades parecían estar<br />

igualadas. Por una parte, la notoria indiferencia que demostró hacia la persona del rey hablaba<br />

en favor de cierta autoridad, cuya falta era evidente en todos los curanderos que hasta<br />

entonces se habían presentado en la corte, aduladores y rastreros. Por otra parte, si hubiera<br />

tenido algo de auténtico valor que ofrecer, parecía probable que hubiese exigido algo más<br />

importante como recompensa, en lugar de un simple bastón... que le pagasen el viaje de<br />

regreso, por ejemplo.<br />

Pero aquel hombrecillo se había esfumado, dejándole únicamente una frase de significado<br />

incierto.<br />

El rey Horacio seguía todavía con sus dudas y cavilaciones cuando la nave se posó<br />

suavemente en Utopía.<br />

La mayoría de planetas, a semejanza de la Tierra, poseen gran diversidad climática, si<br />

bien algunos de ellos, como Venus, ofrecen un clima invariablemente malo al visitante. En<br />

Utopía, en cambio, el <strong>tiempo</strong> es perpetuamente benigno. Esto se debe en parte al espesor

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