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ecuerdos; llama al ama de cría que duerme profunda en el
cuarto contiguo y lo oye tranquilizarse con las chupetadas de
leche, al arrullo de esa vieja nana “de adúlteros”, que dice:
...el que está en la puerta,
que no dentre agooora,
porque a vuelto a casa,
el papa. del niñu que Ilooora...
Las primeras luces, al pasar por entre las colgaduras
encarnadas de las dos ventanas, hacen visibles los muebles
del aposento que desde la emigración de su marido ocupa
en el primer piso de la casa. Eligió dormir allí para evitar
las empinadas escaleras y para sentir la brisa y el rumor que
vienen desde la quebrada de Las Nieves. Es un salón amplio,
las piedras del piso recubiertas por una estera de juncos y,
sobre un estrado ancho, la cama grande de madera con sus
cuatro pilares torneados, entre los cuales, sujetas con argollas
a la delgadas varillas de hierro, penden las colgaduras de tela
blanca; como aderezo el rodapiés y la colcha bordados en
ramazones de seda rojiamarilla, las sábanas y las fundas de los
cuatro almohadones hechos en ruán con puntillas valencianas.
Sobre la cabecera el Santo Cristo quiteño y al alcance de su
brazo la mesa en donde cada noche la negra Lucía deja agua
fresca en un jarro de plata, una taza con cocimiento de lechuga
y manzana para el desvelo y una botellita con infusión de tilo
para el temperamento. Cerca a una ventana, la escribanía con
incrustaciones de carey y de nácar y sobre ella algunos libros,
tres candeleros de metal, unas despabiladeras, las hojas de
papel, la tinta, las plumas, los polvos secantes. En el amplio
espacio cabe, detrás de un cancel junto a la puerta, una cuja
donde duerme frecuentemente María Josefa del Villar, parienta
de Miguel tan pobre como una rata, que, servicial y solícita,
se ofrece a acompañarla; caben además cuatro baúles cuyos
estoperoles plateados brillan en la oscuridad, dos asientos de
cuero con brazos de madera y una mesa para colocar el platón,
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