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Nadie se acordó de mover los bueyes que vieron, sin
asombro y sin rencor, cómo regresaba la vida a las calles
desiertas en donde todos creían saber lo sucedido. Pero,
¿quién conocía el principio de la historia? La que venía de
Andalucía, la que había comenzado en las Canarias, la que una
tarde se truncó en Mompox… ¿O la otra, que comenzaba
en los últimos años del gobierno español, en las turbamultas
comuneras, en las húmedas congojas de los días de Santafé
y, tras acallarse en los amodorrados años de Piedecuesta y
Bucaramanga, estallaba ahora?
Esa historia, construida silenciosamente a lo largo
de muchos años, nadie podía conocerla, porque apenas
comenzaba a tomar forma en el escenario que le prestaba la
Villa de los Caballeros de San Juan Girón, fundada en 1631 por
Francisco Mantilla de los Ríos en un distrito minero a orillas
del río de Oro, entre las jurisdicciones de Vélez y Pamplona;
sede de la gobernación de su nombre, Girón distaba doce
jornadas de Santafé y cuatro de Pamplona.
A fi nales del siglo XVIII daban muestra de su prosperidad
las amplias casas de teja, la iglesia enlucida y ornamentada,
las capillas de las Nieves y del Cementerio. El Cabildo,
que funcionaba en pleno desde la fundación de la Villa,
elegía anualmente a los alcaldes ordinarios de primer y de
segundo voto en quienes se depositaba la vara de la justicia,
al procurador general, al mayordomo, a los dos alcaldes
de la Santa Hermandad y al padre de menores, quienes
iniciaban funciones el primero de enero. Tanto los cargos
rematados a perpetuidad como los de elección anual recaían
invariablemente en los miembros de un cerrado círculo de
familias que ostentaba el poder desde cuando la ciudad fue
fundada; algo similar ocurría con la parroquia en donde desde
mediados del siglo se habían sucedido Antonio, Felipe y
Pedro Salgar, sacerdotes miembros de una infl uyente familia
del lugar.
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