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El
7 de diciembre de 1822, cuatro hombres
comisionados por el alcalde ordinario de
la Villa atravesaron la plaza de Girón y se
detuvieron frente al portón cerrado de la casa del abogado
doctor Miguel Valenzuela Mantilla. Uno de ellos, más decidido,
se adelantó para golpear con fuerza el aldabón.
Las calles circundantes, bien trazadas a cordel, parecían
vacías cuando por tercer día consecutivo, a la hora de la
siesta, se repetía el deslucido cortejo. Ni un alma alrededor
del cuadrilátero de tierra seca y amarilla en donde, raquítico
y desgonzado, un arbolito joven, la ceiba pomposamente
bautizada de la Libertad, trataba de sobrevivir, ignorada
después de la ceremonia y los discursos del día en que la
sembraron tres años antes.
Detrás de los balcones silenciosos y como pegado a las
rendijas de las ventanas resecas, un cuchicheo creciente igual
al de las chicharras en marzo —que no se sabe de dónde
viene pero ahí está— invadió el aire cuando los funcionarios
de la República, quizá más animados por unos vasitos de anís
que por el compromiso con la patria y con la moral pública,
hicieron saber a gritos que no se devolverían solos.
Una pareja de bueyes que algún interesado facilitó
oportunamente esperaba con paciencia el momento de echar
abajo el formidable portón de madera claveteada, mientras
miraba con apetito las hojas del símbolo de la República; no
tuvieron que hacerlo las bestias porque la puerta pequeña incisa
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