Rob Roy Walter Scott - Ataun

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12.05.2013 Views

—En cuanto a vos, joven extranjero — prosiguió Elena—, tengo que entregaros cierta prenda de parte de una persona que jamás... —¡Elena! —interrumpió su marido con severa voz—. ¿Qué significa esto? ¿habéis olvidado mis recomendaciones? —Nada he olvidado, Mac-Gregor, de lo que ha de quedaren mi memoria. No a manos como éstas —y extendió sus brazos desnudos, largos y nervudos— debe entregarse una prenda de amor si anunciara otra cosa que una desgracia. Joven —añadió presentándome una sortija que reconocí era una de las raras joyas que llevaba miss Vernon—, esto procede de alguien que no veréis más. Si es prenda de desdicha, fuera buena para permanecer en las manos de aquella que desconoce ya la felicidad. Sus últimas palabras fueron éstas: «¡Que me olvide para siempre!». —¿Cree, pues, que es posible? —exclamé sin darme cuenta apenas de lo que decía.

—Todo puede olvidarse —replicó aquella extraordinaria mujer—; todo, excepto el sentimiento, el deshonor y la sed de venganza. —¡Seid suas! (Tocad) Ordenó Mac-Gregor dando violentamente con el pie en el suelo. Los gaiteros obedecieron, y su estridente música puso fin al coloquio. Después de despedirnos de nuestra huésped con silenciosos saludos, nos pusimos en marcha, llevando ya otra prueba de que Diana me amaba y de que me había sido arrebatada para siempre. CAPITULO TRIGESIMOSEXTO ¡Adiós, tierra donde las nubes se complacen en cubrir, como con ün lienzo, las heladas cúspides de las montañas! ¡Adiós, rugiente cascada, cerca de la cual las águilas confunden sus alaridos! ¡Adiós, lago cuyas aguas extiéndense solitariamente bajo el cielo! Anónimo

—Todo puede olvidarse —replicó aquella<br />

extraordinaria mujer—; todo, excepto el sentimiento,<br />

el deshonor y la sed de venganza.<br />

—¡Seid suas! (Tocad) Ordenó Mac-Gregor<br />

dando violentamente con el pie en el suelo.<br />

Los gaiteros obedecieron, y su estridente<br />

música puso fin al coloquio.<br />

Después de despedirnos de nuestra huésped<br />

con silenciosos saludos, nos pusimos en<br />

marcha, llevando ya otra prueba de que Diana<br />

me amaba y de que me había sido arrebatada<br />

para siempre.<br />

CAPITULO TRIGESIMOSEXTO<br />

¡Adiós, tierra donde las nubes se complacen en<br />

cubrir, como con ün lienzo, las heladas cúspides de<br />

las montañas! ¡Adiós, rugiente cascada, cerca de la<br />

cual las águilas confunden sus alaridos! ¡Adiós, lago<br />

cuyas aguas extiéndense solitariamente bajo el cielo!<br />

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