Rob Roy Walter Scott - Ataun
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o más corto de alcances. Iré, pues, con vos y no desespero de seros útil, porque no pertenezco a esa clase de lindas damas a quienes los procedimientos judiciales, la jerga bárbara y las grandes pelucas de los golillas hacen caer en desmayo. —Pero, querida señorita... —Pero, querido caballero, sosegaos y dejadme obrar a mi antojo. En cuanto tengo el bocado entre dientes, nada puede contenerme. Engreído por el interés que tan amable persona parecía tomar en mi destino, no dejaba de sentirme menos contrariado al calcular lo ridículo que estaría presentándome bajo los auspicios de un abogado con faldas. La enojosa interpretación que podría darse a la expedición me preocupaba seriamente, y no perdoné medio para disuadirla de acompañarme a casa del juez. La antojadiza muchacha no quiso desistir; me lo declaró redondamente: serían inútiles tiempo y esfuerzos; era una verdadera Vernon que no se resolvería jamás a abandonar a un
amigo en la desgracia, por débil que fuera el auxilio que pudiera prestarle; y, en fin, todos mis razonamientos, excelentes para chiquillas pensionistas muy educadas y comedidas, daban en falso tratándose de la joven acostumbrada a no seguir otra voluntad que la propia. Cabalgando nos acercamos rápidamente al lugar de nuestra vista, y miss vernon, sin duda para concluir de una vez con mis exhortaciones, complacióme en trazar, para mi gobierno, un ligero retrato del magistrado y de su escribano. Inglewood era, según ella, un jacobita que había vuelto la casaca, es decir, un hombre que, después de haber combatido largo tiempo al gobierno, como la mayoría de nobles del condado, se había reconciliado con él, hacía poco, a fin de poder ser nombrado juez de paz. —Lo ha verificado —añadió—, cediendo a los apremiantes ruegos de los hidalguillos, sus compadres. Esos señores veían con disgusto que las leyes sobre caza, arca santa de sus ocu-
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Cabalgando nos acercamos rápidamente al<br />
lugar de nuestra vista, y miss vernon, sin duda<br />
para concluir de una vez con mis exhortaciones,<br />
complacióme en trazar, para mi gobierno,<br />
un ligero retrato del magistrado y de su escribano.<br />
Inglewood era, según ella, un jacobita que<br />
había vuelto la casaca, es decir, un hombre que,<br />
después de haber combatido largo tiempo al<br />
gobierno, como la mayoría de nobles del condado,<br />
se había reconciliado con él, hacía poco, a<br />
fin de poder ser nombrado juez de paz.<br />
—Lo ha verificado —añadió—, cediendo a<br />
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que las leyes sobre caza, arca santa de sus ocu-