Rob Roy Walter Scott - Ataun
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No sin trabajo di, al fin, con el aposento que se había dispuesto para mí. Después de haberme granjeado el celo y los buenos oficios de la servidumbre, mediante argumentos interesantes para ella, encerréme en mi habitación por el resto de la tarde. Dado el bonito sesgo que habían tomado las cosas en el salón de piedra (como se apellidaba el comedor), no menos que la batahola cuyo debilitado eco llegaba aún hasta mí, pensé que mis nuevos parientes no debían ser, para un hombre sobrio, la compañía más adecuada. ¿Qué intención podía haber sido la de mi padre enviándome a permanecer en el seno de aquella extraña familia? Tal fue la primera y más natural de mis reflexiones. Habíame recibido mi tío como si fuera a darme hospitalidad durante algún tiempo, y ésta, montada a la antigua, le presentaba tan indiferente como el rey Enrique para con sus comensales. Pero, presente o ausente, hacía el
mismo caso de mí que de cualquiera de sus lacayos de librea azul. Mis primos no eran sino oseznos; habría de perder yo con su trato, si lo buscaba, los modales urbanos, el talento de buen tono que adquiriera antes, y todo lo bueno que podría aprender se reduciría a cortar el filamento de un perro, a colocar el sedal a un caballo y a cazar un zorro. Sólo se me ocurrió una razón, probablemente la verdadera. Según mi padre, el género de vida que se llevaba en el castillo de Osbaldistone era consecuencia natural y forzosa de la misma condición de los nobles provincianos; por lo cual, asociándome a unas diversiones que preveía habían de disgustarme pronto, deseaba reconciliarme, a todo evento, con la idea de volver al redil. Al propio tiempo, emplearía a Rashleigh en sus oficinas; después, cuando conceptuase oportuno desembarazarme de él, tendría medios mil para colocarle ventajosamente. Sentí cierto remordimiento de conciencia pensando en que, por culpa mía, un
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- Page 93 and 94: su severa majestad. No ofrecía, ci
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- Page 109 and 110: lo. Sus ventanas, enrejadas y con j
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- Page 113 and 114: la servidumbre. Unos gritaban: «¡
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se había dispuesto para mí. Después de haberme<br />
granjeado el celo y los buenos oficios de la<br />
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para ella, encerréme en mi habitación por el<br />
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Dado el bonito sesgo que habían tomado las<br />
cosas en el salón de piedra (como se apellidaba<br />
el comedor), no menos que la batahola cuyo<br />
debilitado eco llegaba aún hasta mí, pensé que<br />
mis nuevos parientes no debían ser, para un<br />
hombre sobrio, la compañía más adecuada.<br />
¿Qué intención podía haber sido la de mi<br />
padre enviándome a permanecer en el seno de<br />
aquella extraña familia? Tal fue la primera y<br />
más natural de mis reflexiones.<br />
Habíame recibido mi tío como si fuera a<br />
darme hospitalidad durante algún tiempo, y<br />
ésta, montada a la antigua, le presentaba tan<br />
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