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Vida de Rimbaud

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JEAN-MARIE CARRÉ<br />

barría a su paso los montones <strong>de</strong> hojas muertas, espolvoreadas<br />

<strong>de</strong> nieve, a través <strong>de</strong> los <strong>de</strong>solados campos, nos embriagaba<br />

y se llevaba también al diablo nuestros locos<br />

pensamientos.”<br />

Sus coloquios solían tener lugar en Méziéres, en medio<br />

<strong>de</strong> las ruinas. Como el edificio <strong>de</strong>l Consejo <strong>de</strong> Guerra había<br />

sido salvado <strong>de</strong>l incendio, una hermosa mañana <strong>Rimbaud</strong> se<br />

instaló allí con su amigo, sobre los escalones <strong>de</strong> piedra, y lo<br />

invitó a un festín literario. Le sirvió... Los Castigos, hojeando<br />

con <strong>de</strong>leite un pequeño folleto azul, editado clan<strong>de</strong>stinamente<br />

en Bélgica, y mientras tanto, se divertía en reconstruir<br />

los nombres propios <strong>de</strong> los que Víctor Hugo sólo diera las<br />

iniciales. Su odio por el Imperio era sin perdón.<br />

También hacían largas estaciones en la biblioteca municipal<br />

<strong>de</strong> Charleville. Permanecían allí durante días enteros,<br />

<strong>de</strong>vorando las más extrañas obras. ¡Al diablo con los clásicos<br />

- y los románticos, Corneille y Lamartine! ¡Fuera los parnasianos!<br />

Atormentaban al bibliotecario, el abuelo Hubert, con<br />

incesantes y <strong>de</strong>scabellados pedidos. "El excelente burócrata -<br />

escribe Verlaine-, a quien sus mismas funciones obligaban a<br />

entregar a <strong>Rimbaud</strong>, a pedido <strong>de</strong> éste, gran cantidad <strong>de</strong><br />

cuentos orientales y libretos <strong>de</strong> Favart, todo el conjunto entremezclado<br />

con in<strong>de</strong>finidos libracos científicos muy antiguos<br />

y muy raros, rezongaba por tener que levantarse para<br />

este muchacho, y le aconsejaba con buena voluntad, y <strong>de</strong><br />

palabra, los buenos y queridos estudios, Cicerón, Horacio, y<br />

ya no sé qué otros griegos!" Pero éste no se <strong>de</strong>jaba conmover.<br />

Harapiento, con su eterna y mala sonrisa, y su aspecto<br />

<strong>de</strong>safiante, se obstinaba en exigir "obras disonantes para los<br />

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