12.05.2013 Views

Bajá un capítulo en pdf - Rolling Stone

Bajá un capítulo en pdf - Rolling Stone

Bajá un capítulo en pdf - Rolling Stone

SHOW MORE
SHOW LESS

Create successful ePaper yourself

Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.

ATAHUALPA YUPANQUI<br />

ESTE LARGO CAMINO<br />

MEMORIAS


EL ALBA<br />

Ha de ser difícil, sin duda, <strong>en</strong> <strong>un</strong>a madurez muy caminada,<br />

conservar con fidelidad el recuerdo de la primera edad, la sustancia<br />

de los días, las horas de <strong>un</strong> ayer de <strong>un</strong> ser no preparado para contar<br />

la historia de su vida que n<strong>un</strong>ca fue importante, que sólo fue como el<br />

despertar del alba <strong>en</strong>tre las madrugadas de la pampa húmeda,<br />

cuando solo quedaba sobre el cielo el destello de <strong>un</strong>a estrella, la<br />

última, el Lucero, cansado de acompañar a la l<strong>un</strong>a <strong>en</strong> su largo<br />

peregrinar por los azules de la noche.<br />

Fue allá, <strong>en</strong> los pagos del Pergamino, donde nací la mañana de <strong>un</strong><br />

31 de <strong>en</strong>ero. Eran fuertes los veranos de mi comarca y ya no había<br />

trigales ondulantes. Los segadores criollos, gauchos, paisanos, algún<br />

gringo, trabajando como antes lo hacían, de sol a sol, que tal era<br />

<strong>en</strong>tonces la condición de los trabajadores rurales, habían cargado el<br />

trigo sobre todos los carros de la pampa. Un rastrojo infinito lucía<br />

bajo el sol, con dorados tonos secos que permitían contemplar más<br />

claram<strong>en</strong>te la sombra fuerte de los montes, los anchos caminos con<br />

sus huellas firmes y quietas como lazos olvidados. En los manchones<br />

verdes ramoneaba el ganado. La yeguada pastaba sin apuro,<br />

mi<strong>en</strong>tras los potrillos <strong>en</strong>sayaban su primera inquietud sin alejarse<br />

mucho de sus madres.<br />

Palomas y perdices, gorriones y jilgueros eran dueños de todos los<br />

rumores del campo. Los arroyos, angostos, caprichosos de curvas,<br />

eran como la copia de alg<strong>un</strong>as vidalitas que quedaban perdidas <strong>en</strong> los<br />

cardos, j<strong>un</strong>to a las mariposas. Quizá por eso las vidalas mantuvieron<br />

siempre algo como <strong>un</strong>a fragilidad graciosa, melancólica y libre, como<br />

si hubieran nacido para ser cantadas por muchachas de estancias y<br />

chacras. Hasta su nombre era tierno y delicado: vidalitas.<br />

Como <strong>en</strong>tre brumas, veo el continuo traslado de mis padres a<br />

pueblos dormidos <strong>en</strong> la llanura. Yo también, como aquellos potrillos,<br />

com<strong>en</strong>zaba a correr mis travesuras por <strong>un</strong> patio <strong>en</strong>orme, como toda<br />

la pampa.<br />

Eramos tres los hermanos: María del Carm<strong>en</strong>, la mayor, y Demetrio<br />

Alberto, el m<strong>en</strong>or. Mi padre, José Demetrio, delgado, muy alto, muy<br />

serio y muy criollo. Mi madre, Higinia, de estirpe vasca. En algún<br />

tiempo nos llevaban más al sur, a 9 de Julio, a Pehuajó, a Francisco<br />

Madero. Y siempre <strong>en</strong> pl<strong>en</strong>o campo, a visitar los viejos pari<strong>en</strong>tes,<br />

g<strong>en</strong>tes de la tierra. Un aguacero <strong>en</strong> la llanura era el an<strong>un</strong>cio de las<br />

tortas fritas. Y mazamorra, asado a toda hora, puchero siempre, y<br />

muchas veces carne de potranca. Jugábamos con corderitos criados<br />

<strong>en</strong> <strong>un</strong> viejo galpón, corderos guachos. La g<strong>en</strong>te de esos ranchos eran<br />

don Francisco Collazo, mi casi abuelo. Su mujer, doña Rosario. Su<br />

hijo Juan. Un “allegado a las casas”, Celedonio Lemos. Y <strong>un</strong>a viejita


sil<strong>en</strong>ciosa, casi c<strong>en</strong>t<strong>en</strong>aria, a la que n<strong>un</strong>ca vi con la cabeza<br />

descubierta; le llamábamos “la bisabuela” y era Natividad Guevara.<br />

No recuerdo su voz. La vi muchas tardes, cuando la luz com<strong>en</strong>zaba a<br />

negarse y la llanura empezaba a parir sus misterios. Natividad<br />

Guevara estaba s<strong>en</strong>tada <strong>en</strong> <strong>un</strong>a muy pequeña silla forrada con cuero<br />

de novillo, detrás de la casa, mirando la pampa al oeste, mi<strong>en</strong>tras<br />

fumaba <strong>en</strong> <strong>un</strong>a pipa de hueso. No hacía mucho caso de mi pres<strong>en</strong>cia.<br />

Envuelta <strong>en</strong> su sil<strong>en</strong>cio, quizás inv<strong>en</strong>taba rezos sin decir palabra. Solo<br />

miraba lejos y sus manos eran como dos ramas secas muy cerca de<br />

su cara. En estos tiempos <strong>en</strong> que si<strong>en</strong>to que me ronda el sil<strong>en</strong>cio,<br />

quisiera estar como ella, p<strong>en</strong>etrado de as<strong>un</strong>tos que son más sagrados<br />

cuanto m<strong>en</strong>os se m<strong>en</strong>cionan.<br />

No sé <strong>en</strong> qué mom<strong>en</strong>to se erguía Natividad para volver a su cuarto.<br />

Quizá, pi<strong>en</strong>so ahora, lo hacía cuando los du<strong>en</strong>des de las<br />

supersticiones pamperas le aconsejaban retirarse para que no la<br />

quem<strong>en</strong> las estrellas.<br />

Alg<strong>un</strong>os balidos llegaban desde los potreros. Algún galope, fuerte,<br />

resonante y sin prisa, se oía <strong>en</strong> el ancho camino. Y <strong>en</strong> la casa, el pan<br />

redondo de los campesinos. Y a veces sonaba, quedam<strong>en</strong>te, la<br />

guitarra del tío Juan.<br />

¿Un estilo? ¿Un aire de milonga? No lo sé. Solo <strong>un</strong> rumor que se<br />

sumaba al creci<strong>en</strong>te sil<strong>en</strong>cio de la llanura <strong>en</strong> sombras. Un paisaje<br />

sonoro flotando sobre los cardales.<br />

Alg<strong>un</strong>as noches, “el abuelo Collazo”, como le llamábamos, nos<br />

contaba los cu<strong>en</strong>tos y ley<strong>en</strong>das de la comarca. Decía, por ejemplo,<br />

<strong>en</strong>tre grandes pausas que nos angustiaban, que la l<strong>un</strong>a se acostaba<br />

<strong>en</strong>tre los j<strong>un</strong>cos de las lag<strong>un</strong>as y cañadones de la pampa. Y que luego<br />

amanecía y era lindo ver la silueta blanca de las garzas a la orilla del<br />

agua. Porque la l<strong>un</strong>a paría garzas <strong>en</strong> las madrugadas.<br />

Desde aquella pequeñita niñez de mi tiempo he creído, sin asomo<br />

de dudas, que las garzas son hijas de la l<strong>un</strong>a.<br />

Mi padre, don Demetrio, había sido desde jov<strong>en</strong> <strong>un</strong> paisano errante,<br />

<strong>un</strong> gaucho andariego, hombre de caballo y tropilla. Cuando formó su<br />

familia propia, mi abuelo paterno, don Bernardino Chavero, casado<br />

con doña Patricia L<strong>en</strong>cinas, habló con <strong>un</strong> amigo “f<strong>un</strong>cionario” y<br />

aconsejó a mi padre que buscara casa, paz y ord<strong>en</strong>, olvidando<br />

caminos y ajustando conducta. Y mi padre <strong>en</strong>tró <strong>en</strong>tonces a trabajar<br />

para el ferrocarril de los ingleses como empleado, luego telegrafista,<br />

luego jefe de tercera categoría. Sus destinos fueron siempre las<br />

solitarias estaciones de la provincia de Bu<strong>en</strong>os Aires. J<strong>un</strong>to a los<br />

rieles, la casa. Y cerca, algún caserón que hacía de almacén. Una<br />

escuelita ost<strong>en</strong>tando <strong>un</strong>a gastada bandera de la Patria, hecha jirones<br />

por los vi<strong>en</strong>tos del sur. Y <strong>un</strong> cinturón de ranchos <strong>en</strong>tre pequeños


montes, con alg<strong>un</strong>os geranios y <strong>un</strong> rosal. Y detrás de esas vivi<strong>en</strong>das,<br />

el estrecho corral de los caballos.<br />

Criollos y gauchos habitaban esos ranchos. Con ellos me crié. Sus<br />

hijos eran mis condiscípulos <strong>en</strong> la escuelita rural. Y los juegos <strong>en</strong> la<br />

tarde. Y las rondas del verano cali<strong>en</strong>te, <strong>en</strong>tre canciones, trovas,<br />

vidalitas y coplas que la tradición conservaba <strong>en</strong> <strong>un</strong> clima de paz y<br />

pobreza. Hermandad de chiquillos <strong>en</strong>tre verdes trigales, crepitantes<br />

maizales y canciones que el aire nos dictaba. Guitarras crepusculares.<br />

Tiempos de dicha y as<strong>un</strong>tos inoc<strong>en</strong>tes, con el sagrado beso de la<br />

madre como p<strong>un</strong>to final de nuestras horas <strong>en</strong> la noche.<br />

No cabían <strong>en</strong> nosotros, muchachitos del campo, ni el r<strong>en</strong>cor ni la<br />

<strong>en</strong>vidia. Crecíamos admirando los briosos caballos de los gauchos,<br />

obreros rurales que se acercaban a los galpones del ferrocarril a<br />

trabajar de estibadores, cargando sacos de trigo, maíz, av<strong>en</strong>a. Las<br />

bestias, des<strong>en</strong>silladas, pastaban <strong>en</strong> los potreros cercanos. Fuimos<br />

apr<strong>en</strong>di<strong>en</strong>do la pequeña ci<strong>en</strong>cia de distinguir los difer<strong>en</strong>tes pelajes de<br />

los caballos. En las tardes observamos la paci<strong>en</strong>te manera de colocar,<br />

con esa delicadeza tan natural como tradicional del paisano, las<br />

jergas, cobijas, cojinillos, cinchas, bozal y fr<strong>en</strong>os, “bajadores” según<br />

la condición del potro. Nadie nos <strong>en</strong>señó, sino el callado mirar tales<br />

fa<strong>en</strong>as. Y el no montar <strong>en</strong>seguida, sin antes hacer caminar <strong>un</strong>os<br />

trancos al animal, por si estuviera “con <strong>un</strong> nervio anudao <strong>en</strong> los<br />

garrones”.<br />

Entre la doc<strong>en</strong>a de hombres cargadores del cereal, alg<strong>un</strong>os se<br />

quedaban j<strong>un</strong>to a los galpones. Eran los pobres de toda pobreza, los<br />

que no t<strong>en</strong>ían ni rancho ni caballo. Y era <strong>en</strong>tonces cuando a veces<br />

sonaba <strong>un</strong>a guitarra pulsada por toscas manos. Allí com<strong>en</strong>zaban los<br />

inicios de mi <strong>en</strong>cantami<strong>en</strong>to, cuando el discurso de <strong>un</strong>a trova, de <strong>un</strong><br />

estilo, de <strong>un</strong> “triste”, hacían olvidar la fatiga a hombres y<br />

<strong>en</strong>sanchaban el m<strong>un</strong>do de los niños.<br />

Ningún conservatorio mejor, ning<strong>un</strong>a academia más perfecta que el<br />

ocaso <strong>en</strong>joyado por <strong>un</strong> desconocido tocador de guitarra, mi<strong>en</strong>tras<br />

<strong>un</strong>os liaban su cigarro y otros andaban los caminos del recuerdo.<br />

Cuando pude trepar a las estibas, me montaba como si el m<strong>un</strong>do<br />

fuera <strong>un</strong>a montaña con olor a maíz. Y muchas siestas pasé haci<strong>en</strong>do<br />

mis deberes escolares sobre el tope de esas <strong>en</strong>ormes pilas de bolsas<br />

repletas de cereal. Un gran sil<strong>en</strong>cio me rodeaba. Ni <strong>un</strong> rumor<br />

perturbaba mi atalaya.<br />

Así fui creci<strong>en</strong>do <strong>en</strong> la llanura, donde la espuela y el relincho no<br />

fueron jamás ruido, sino música. A veces, <strong>en</strong> la tarde, la ancha lonja<br />

de <strong>un</strong> reb<strong>en</strong>que chasqueaba ásperam<strong>en</strong>te sobre las ancas de <strong>un</strong><br />

potro. Y <strong>un</strong> gaucho com<strong>en</strong>zaba a galopar.<br />

Cuando pude leer, pasaba largos ratos apr<strong>en</strong>di<strong>en</strong>do los versos de El<br />

Parnaso Arg<strong>en</strong>tino <strong>en</strong> el cuarto de mi padre. Y memorizando los


as<strong>un</strong>tos del Martín Fierro, o escuchando los fines de semana la<br />

guitarra tocada por mi padre, con <strong>un</strong> sonido íntimo, confid<strong>en</strong>cial.<br />

Breve concierto era el suyo. Tan breve como inolvidable para mí.<br />

Hubo <strong>un</strong> tiempo <strong>en</strong> que el tr<strong>en</strong> de las cinco de la tarde llegaba<br />

vigilado. Un g<strong>en</strong>darme viajaba afirmado <strong>en</strong> la delantera de la<br />

locomotora, armado de fusil y de paci<strong>en</strong>cia. Le ofrecían <strong>un</strong> jarro con<br />

café. Y de nuevo ocupaba su puesto. Supe así que <strong>en</strong> el m<strong>un</strong>do se<br />

había desatado <strong>un</strong>a guerra terrible <strong>en</strong> el año 14. Y no olvidemos que<br />

el ferrocarril era de los ingleses.<br />

Era la pampa todo mi <strong>un</strong>iverso. Han pasado de esto 60 años, y hoy<br />

miro con el corazón aquel paisaje infinito.<br />

Después perdí a mi padre. Después perdí la pampa. Y com<strong>en</strong>zó la<br />

vida a soltarme sus lobos.<br />

Escribo aquí, y ap<strong>en</strong>as, algo de aquellas horas de mi lejano tiempo.<br />

Lo demás queda d<strong>en</strong>tro de mí, sin palabras. Y sin olvido.


TIEMPOS DE POBREZA Y BOHEMIA<br />

Pasé <strong>un</strong>a etapa de mi adolesc<strong>en</strong>cia apretado por <strong>un</strong>a interminable<br />

car<strong>en</strong>cia de recursos. Tiempo después, escribí para <strong>un</strong>a milonga estas<br />

líneas.<br />

Voy andando por el m<strong>un</strong>do,<br />

camino de cualquier parte.<br />

Ll<strong>en</strong>o de piedras la s<strong>en</strong>da,<br />

ll<strong>en</strong>o de sueños el aire.<br />

Mi madre, gestionando largam<strong>en</strong>te la escasa jubilación que le<br />

correspondía como viuda de <strong>un</strong> empleado ferroviario. Mi hermana,<br />

terminando su Escuela Normal. Mi hermano, <strong>un</strong> “siete oficios” para<br />

arrimar moneditas a la casa. Yo, trabajando <strong>en</strong> <strong>un</strong>a escribaría a <strong>un</strong><br />

peso diario, y por las tardes corrigi<strong>en</strong>do pruebas <strong>en</strong> <strong>un</strong> periódico de<br />

J<strong>un</strong>ín, provincia de Bu<strong>en</strong>os Aires, a cinco pesos por semana. Ya <strong>en</strong> mi<br />

rancho no había caballos ni potreros. Ya había quedado atrás la época<br />

<strong>en</strong> que todos los días jineteaba por los caminos de la pampa húmeda,<br />

paseando, visitando gauchos, llevando telegramas a las estancias<br />

situadas a kilómetros del pueblo de Roca.<br />

Recuerdo que esos telegramas dirigidos a la familia de los<br />

Saavedra, o a los Lagleyze, o a los Olegui, solían llegar por las<br />

mañanas confirmando el pedido de vagones para embarcar ganado o<br />

cereales. Yo volaba por las anchas huellas montado <strong>en</strong> mi caballo<br />

para llegar al mediodía a dichas estancias, porque siempre había olor<br />

a carne asada y siempre había <strong>un</strong> lugar para el que se acercaba. Mi<br />

primer oficio: chasqui <strong>en</strong> la llanura.<br />

A mi caballo no era m<strong>en</strong>ester “campearlo” <strong>en</strong> el potrero. Con solo<br />

quedarme <strong>en</strong> la portada, hacía con los labios la imitación de los<br />

granos de maíz brincando <strong>en</strong> <strong>un</strong>a lata. El animal, desde el fondo del<br />

campito, paraba las orejas y se v<strong>en</strong>ía <strong>en</strong>sayando <strong>un</strong> breve trote. Yo<br />

no usaba silla de montar ni fr<strong>en</strong>o. Una cuerda <strong>un</strong> poco gruesa me<br />

servía de “bocao y ri<strong>en</strong>da”. Y montando de <strong>un</strong> salto galopaba la<br />

llanura para cumplir la s<strong>en</strong>cilla obligación.<br />

Todo eso había quedado atrás. Yo t<strong>en</strong>ía 15 años y eso ya era para<br />

mí el inicio del caudal de mis recuerdos. Ya <strong>un</strong>os años antes me tocó<br />

pasar meses de soledad y tristeza <strong>en</strong> medio de <strong>un</strong> campo con<br />

<strong>en</strong>ormes manadas de potros y <strong>un</strong>a lag<strong>un</strong>a misteriosa poblada de<br />

patos y visitada por garzas y flam<strong>en</strong>cos rosados. Esto fue cuando<br />

había cumplido ocho años. A los niños criollos de ese tiempo y esos<br />

lugares nos gustaba apr<strong>en</strong>der artes gauchescas. Hasta practicar el<br />

recurso de la def<strong>en</strong>sa con puñales que eran producto de nuestro


ing<strong>en</strong>io o inv<strong>en</strong>ción. Por ejemplo, con Luisito Fregosi, <strong>un</strong> muchacho<br />

de mi edad, hijo de <strong>un</strong> almac<strong>en</strong>ero, solíamos ir al maizal ya crecido y<br />

elegir <strong>un</strong>a hoja del maíz, la más ancha, la más larga, y con ella<br />

hacíamos esgrima j<strong>un</strong>tando pie con pie. Esquivábamos, agredíamos,<br />

nos dábamos blandos chirlos <strong>en</strong> la cara.<br />

Y <strong>un</strong>a vez, desdichada vez, Luisito me acertó <strong>un</strong>a puñalada. Un<br />

golpe con su puñal <strong>en</strong>deble, pero fue <strong>un</strong> corte filoso <strong>en</strong> <strong>un</strong> lugar del<br />

ojo izquierdo. Ap<strong>en</strong>as <strong>un</strong>a gota de sangre, pero ya no pude ver y<br />

s<strong>en</strong>tía <strong>un</strong> inm<strong>en</strong>so dolor. Mis padres me llevaron a <strong>un</strong> médico de la<br />

ciudad, qui<strong>en</strong> me dio <strong>un</strong>as gotas y <strong>un</strong>a importante consigna: no debía<br />

llorar por nada del m<strong>un</strong>do para evitar las consecu<strong>en</strong>cias de <strong>un</strong>a grave<br />

irritación.<br />

Por esa razón, mi padre me confió al capataz de la Estancia Maipú,<br />

don Luciano González, <strong>un</strong> gaucho <strong>en</strong>orme de grande y de bu<strong>en</strong>o. Con<br />

él viví como <strong>en</strong> <strong>un</strong> claustro. No podía ver la luz del día porque era<br />

dañoso para mi curación. Cada vez que doña Romualda, la mujer del<br />

capataz, abría la puerta del rancho, yo me refugiaba detrás de la<br />

puerta. La señora solía cocinar, amasar, rem<strong>en</strong>dar ropas, siempre<br />

cantando alg<strong>un</strong>a vidalita <strong>en</strong> voz baja. Quizá –pi<strong>en</strong>so ahora- lo hacía<br />

para alegrar <strong>un</strong> poco mi sil<strong>en</strong>cio, mi oscuridad, la soledad que me<br />

<strong>en</strong>volvía.<br />

Largas semanas pasé hasta curar mi ojo herido. Inolvidables<br />

semanas, oy<strong>en</strong>do desde mi rincón los trajines de la ordeñada, el<br />

balido de los terneros, el galope de los potros. Mis padres no fueron a<br />

verme para no hacerme s<strong>en</strong>tir después el dolor de las despedidas. No<br />

hubiera sido conv<strong>en</strong>i<strong>en</strong>te.<br />

En la casa había <strong>un</strong>a rota guitarra a la que solo le restaban dos<br />

cuerdas. Con ella jugaba yo, de espaldas a la puerta, <strong>en</strong> <strong>un</strong> rincón de<br />

la choza. ¿Qué podía tocar? Vidalitas. Siempre la misma. Algún<br />

amago de estilo del sur, algún aire de pericón. Mal, y muy<br />

quedam<strong>en</strong>te, pero mi corazón agradecía la bondad de esos paisanos,<br />

el sil<strong>en</strong>cio de esa pampa más inm<strong>en</strong>sa <strong>en</strong> la noche, donde a veces, a<br />

la distancia, mugía <strong>un</strong> toro.<br />

Así pasaron varias semanas y pude regresar j<strong>un</strong>to a mis padres.<br />

Yo nací zurdo, totalm<strong>en</strong>te zurdo, pero <strong>en</strong> el colegio <strong>un</strong>a maestra<br />

criolla, Eulogia Rivero, me adiestró, a fuerza de “picana” o bastón,<br />

golpeando mi mano izquierda continuam<strong>en</strong>te, hasta hacerme cambiar<br />

la pluma o la tiza para la mano derecha. Desde <strong>en</strong>tonces, solam<strong>en</strong>te<br />

escribo con la mano derecha. Pero desde muy pequeño, para el lazo,<br />

para el látigo, para arrojar <strong>un</strong>a piedra, como después para tocar la<br />

guitarra o para jugar al t<strong>en</strong>is o al billar, siempre, irremediablem<strong>en</strong>te,<br />

usé la mano izquierda.<br />

Cuando boxeaba, deporte que me apasionaba, me plantaba<br />

correctam<strong>en</strong>te con la izquierda hacia delante, cubri<strong>en</strong>do el m<strong>en</strong>tón<br />

con la mano derecha. Así nos <strong>en</strong>señó Charles Murray, <strong>un</strong> inglés<br />

trashumante que pasó por mi pueblo.


La guitarra se me negaba cuando llegaba a ella con las manos<br />

<strong>en</strong>durecidas por el saco de ar<strong>en</strong>a que golpeaba continuam<strong>en</strong>te.<br />

Peleaba <strong>en</strong> amistosos combates con Horacio de la Cámara, con<br />

Rolando y Guillermo Hintz, con Willy Díngevan, hermano de Marina<br />

Díngevan, mi inolvidable compañera <strong>en</strong> los dobles mixtos del t<strong>en</strong>is <strong>en</strong><br />

el Club Inglés de J<strong>un</strong>ín.<br />

Llegué a destacarme <strong>en</strong> el t<strong>en</strong>is casi sin p<strong>en</strong>sarlo. Cierta vez había<br />

<strong>un</strong> eliminatorio para elegir jugadores que fueran hasta Bu<strong>en</strong>os Aires,<br />

donde ya <strong>un</strong> gran nombre era Cataruzza. En mi club había <strong>un</strong> chico<br />

formidable. Pequeño, vivo, fuerte, capaz: Willy Thompson. Era hijo de<br />

<strong>un</strong> jefe inglés de los talleres ferroviarios donde trabajaban hasta tres<br />

mil obreros. Los amigos me dijeron: “Thompson debe ganar. Por su<br />

condición social, porque juega bi<strong>en</strong> y porque puede ir y<br />

repres<strong>en</strong>tarnos inmejorablem<strong>en</strong>te. Dejate ganar por él”. Yo p<strong>en</strong>sé<br />

que debía ser así, pero <strong>en</strong> el club mi temperam<strong>en</strong>to y mi orgullo<br />

fueron los que dijeron la última palabra. Le gané a Thompson. Con<br />

dificultad, pero le gané. Consecu<strong>en</strong>cia: no pude viajar a Bu<strong>en</strong>os Aires<br />

porque no t<strong>en</strong>ía ni para comer. Otro viajó por mí. Y estaba bi<strong>en</strong> que<br />

así fuera. Yo pagaba mi gran impuesto a la pobreza.<br />

A veces, <strong>en</strong> el campo, solía salir con <strong>un</strong> rifle prestado a perseguir<br />

perdices o liebres. Salíamos con Arturo Ramírez, con Emilio Cariac,<br />

con Justino Corvalán. Llevábamos <strong>un</strong> alambre que <strong>en</strong> <strong>un</strong>o de sus<br />

extremos t<strong>en</strong>ía ajustado <strong>un</strong> hueso de novillo. Era nuestra arma para<br />

cazar palomas. El rifle, para bichos más sagaces y prontos.<br />

¡Qué desgracia nos pasa por el alma muchas veces, <strong>en</strong> alas de <strong>un</strong>a<br />

copla!<br />

Una tarde, <strong>en</strong> el frontón donde los mayores jugaban <strong>en</strong> la llamada<br />

“Cancha de los Salam<strong>en</strong>dy”, había <strong>un</strong> cantor de esos que pasan,<br />

ignorados, pobres, sin rumbo. Ese hombre cantó varias cosas y <strong>en</strong>tre<br />

ellas, <strong>un</strong>a copla:<br />

No le tir<strong>en</strong> a esa liebre,<br />

cazadores de la tierra,<br />

porque va a t<strong>en</strong>er <strong>un</strong> hijo<br />

y busca su madriguera...<br />

Desde que escuché ese as<strong>un</strong>to, se terminaron para mí las<br />

av<strong>en</strong>turas y las cacerías. Las palomas podían acampar <strong>en</strong> los<br />

rastrojos o sembrados tiernos. No importa. No sería yo qui<strong>en</strong> fuera a<br />

espantarlas ni con piedras ni con carabinas de caza.<br />

Mi padre, j<strong>un</strong>to a Pedro Sanguinetti y Juancito Salam<strong>en</strong>dy, hijo de<br />

<strong>un</strong> vasco dueño del frontón de pelota que a la vez era sala de


ecitales de payadores y cantores de paso, había f<strong>un</strong>dado <strong>en</strong> Roca <strong>un</strong><br />

club de fútbol, el Origone, <strong>en</strong> hom<strong>en</strong>aje a <strong>un</strong> jov<strong>en</strong> aviador que se<br />

perdió <strong>en</strong> Los Andes con su máquina. Allí practicaban el deporte todos<br />

los muchachos. Solía llegar desde J<strong>un</strong>ín Simón Betty, otro vasco,<br />

gran pateador y que hacía de instructor de la juv<strong>en</strong>tud. Nosotros, los<br />

niños, observábamos y apr<strong>en</strong>díamos.<br />

Un domingo ocurrió algo inusitado: el Origone, club de los llamados<br />

“chiquitos”, le ganó a <strong>un</strong> club de J<strong>un</strong>ín por <strong>un</strong> gol a cero, debido a<br />

<strong>un</strong>a circ<strong>un</strong>stancia que no creo que se haya repetido n<strong>un</strong>ca. En <strong>un</strong><br />

mom<strong>en</strong>to casi al final del partido, se produjo <strong>un</strong> avance del Origone.<br />

La def<strong>en</strong>sa adversaria era formidable. Cuando Juan Salam<strong>en</strong>dy<br />

avanzaba con la pelota a la carrera tocando casi la línea peligrosa, <strong>un</strong><br />

def<strong>en</strong>sor se le emparejó y se aprestó a fr<strong>en</strong>arlo. Y <strong>en</strong> ese justo<br />

mom<strong>en</strong>to, por <strong>en</strong>tre el grupo de curiosos que se alineaban cerca del<br />

arco contrario, apareció el perrito blanco de Salam<strong>en</strong>dy y se lanzó de<br />

<strong>un</strong> salto sobre el j<strong>un</strong>in<strong>en</strong>se y lo derribó. Salam<strong>en</strong>dy pudo, ya<br />

librem<strong>en</strong>te, patear y convertir el gol.<br />

¿Fue legal? ¿No fue legal? Esto pasó hace 60 años y durante mucho<br />

tiempo se discutió el as<strong>un</strong>to.<br />

Uno de los deportes camperos más practicados fue la carrera de<br />

caballos, las llamadas “cuadreras”, pues se corría cuadra y media, a<br />

lo sumo dos cuadras, es decir 200 metros. Solam<strong>en</strong>te cuando había<br />

desafíos <strong>en</strong>tre comarca y comarca, los hombres de la llanura<br />

conv<strong>en</strong>ían <strong>en</strong> correr 400 metros. Nosotros, los muchachitos del<br />

campo, hacíamos nuestras carreras <strong>en</strong> la distancia de 150 metros. Mi<br />

rival eterno fue <strong>un</strong> tobiano de Luisito Crosetti, que siempre me ganó<br />

<strong>en</strong> todos los ev<strong>en</strong>tos. Aquel compañero de la niñez y las carreras,<br />

aquel Luis Crosetti con qui<strong>en</strong> hice los primeros años escolares, años<br />

después fue abogado y llegó a ser vicegobernador de la provincia de<br />

Bu<strong>en</strong>os Aires durante el gobierno del doctor Al<strong>en</strong>de, de esto no hace<br />

mucho.


BUENOS AIRES<br />

Ya había cumplido 18 años. Poseía los docum<strong>en</strong>tos que acreditaban<br />

mi id<strong>en</strong>tidad. Seguía <strong>en</strong> la ciudad de J<strong>un</strong>ín, trabajando <strong>en</strong> periódicos,<br />

haci<strong>en</strong>do notas diversas, escribi<strong>en</strong>do sonetos, malos sonetos, débiles,<br />

sin as<strong>un</strong>to que valga. Pero todo eso respondía a <strong>un</strong>a necesidad<br />

imperativa de expresarme. Seguía avanzando <strong>en</strong> la guitarra. La base<br />

debo agradecerle siempre al maestro Bautista Almirón, qui<strong>en</strong> me hizo<br />

descubrir algo del m<strong>un</strong>do que el instrum<strong>en</strong>to custodiaba <strong>en</strong> su caja<br />

sonora.<br />

Mis trabajos <strong>en</strong> el s<strong>en</strong>cillo periodismo del pueblo hizo posible que<br />

pudiera escuchar, la vez que por ahí pasaron, a Miguel Llobet, al<br />

maestro Pujol y Matilde Cuevas, a Ismael Cordero. Y siempre a Lalita<br />

Almirón, la pequeña y prodigiosa hija de mi viejo maestro. Este y la<br />

niña se aus<strong>en</strong>taron <strong>un</strong> día para España. La ciudad se quedó sin<br />

Carulli, sin Fernando Sors, sin Aguado ni Costes.<br />

En el diario trabajaba desde la tardecita hasta medianoche, bajo las<br />

órd<strong>en</strong>es del director don Estaban Cichero, <strong>un</strong> hombre bu<strong>en</strong>o,<br />

educado, culto, g<strong>en</strong>eroso hasta donde puede serlo algui<strong>en</strong> criado <strong>en</strong><br />

<strong>un</strong> ambi<strong>en</strong>te burgués de provincia. Mis camaradas de trabajo eran<br />

José Pedro Nand Gallardo y Moisés Díaz, <strong>un</strong> muchacho peruano<br />

bohemio e intelig<strong>en</strong>te.<br />

Con Díaz pasábamos largas horas de charla, de sueños, de<br />

proyectos. Recuerdo que <strong>un</strong>a noche de otoño com<strong>en</strong>zó a llover,<br />

estábamos <strong>en</strong> el periódico y nuestro trabajo había terminado. Ramón<br />

Cárd<strong>en</strong>as, <strong>un</strong> gaucho que at<strong>en</strong>día la tipografía, era <strong>un</strong> hombre<br />

cordial, afectuoso y de carácter viol<strong>en</strong>to a la vez. Siempre estaba<br />

armado. Siempre sospeché que abrigaba <strong>un</strong> ferm<strong>en</strong>to anarquista,<br />

pues varias veces lo escuché decir: “Yo alquilo mi hambre hasta la<br />

madrugada para que mis hijos puedan comer mañana”.<br />

Cárd<strong>en</strong>as me <strong>en</strong>señó a “parar tipos” <strong>en</strong> su “burro”, que así se<br />

llamaba el mecanismo impr<strong>en</strong>tero <strong>en</strong> aquellos tiempos. Me sugería la<br />

medida exacta para los títulos de las notas. Cierta vez, cuando se<br />

reformó el Código de Comercio de Malagarriga, escribí <strong>un</strong> com<strong>en</strong>tario<br />

sobre ese as<strong>un</strong>to, y titulé: “La ley tal, etc. etc., se halla ella ya <strong>en</strong><br />

vig<strong>en</strong>cia”. Cárd<strong>en</strong>as me llamó desde el taller y me habló <strong>en</strong> jeringoso,<br />

riéndose. Me dijo <strong>en</strong> cordial reproche: “Muchacho, ¿qué quieres decir<br />

con ese Ya-Ye-Yi-Yo-Yú...?” Yo me s<strong>en</strong>tí abochornado de mi<br />

ignorancia y le pedí auxilio. Y el título salió correctam<strong>en</strong>te.<br />

En mi tierra, solam<strong>en</strong>te los corr<strong>en</strong>tinos pron<strong>un</strong>cian la doble L. Los<br />

demás, habíamos cultivado siempre el castellano que asimilamos de<br />

los españoles. Años después leí algo que justificaba esa tradición<br />

lingüística nuestra: “Los pueblos dominantes hablan <strong>un</strong> idioma


perfecto. Los pueblos dominados se inv<strong>en</strong>tan <strong>un</strong> dialecto que con el<br />

tiempo se transforma <strong>en</strong> l<strong>en</strong>gua corri<strong>en</strong>te”.<br />

Una noche de lluvia, <strong>en</strong> otoño, al terminar el trabajo <strong>en</strong> el<br />

periódico, le dije a Moisés Díaz: “Esperemos <strong>un</strong> rato a que pase la<br />

lluvia”. Claro, ning<strong>un</strong>o t<strong>en</strong>ía ni impermeable ni paraguas. Moisés, <strong>en</strong><br />

<strong>un</strong>o de sus típicos impulsos quijotescos, me respondió: “Nada es más<br />

bello que caminar l<strong>en</strong>tam<strong>en</strong>te bajo la lluvia <strong>en</strong> la ciudad dormida”. Yo<br />

admiré su frase, su gesto, pero no me moví de la oficina. Moisés dijo<br />

“bu<strong>en</strong>as noches” y partió como aceptando <strong>un</strong> desafío del destino.<br />

Llovía mucho, fuertem<strong>en</strong>te. Me asomé a la puerta del diario para<br />

verlo transitar como <strong>un</strong> héroe solitario por el medio de la calle. T<strong>en</strong>ía<br />

el deseo de gritarle: “¡Espérame!”. Pero Moisés, el romántico andino,<br />

era <strong>un</strong>a oscura sombra que volaba <strong>en</strong> la vereda con increíble<br />

velocidad rumbo a su casa. Ni Paavo Nurmi lo hubiera igualado <strong>en</strong> la<br />

corrida.<br />

Alg<strong>un</strong>os domingos, cuando ganaba <strong>un</strong> partido algún club de fútbol<br />

<strong>en</strong> el pueblo, <strong>un</strong> amigo de esas comisiones deportivas me buscaba<br />

para invitarme a festejar tal victoria. Pero yo debía llevar mi guitarra<br />

y tocar alg<strong>un</strong>os temas. Eso me significaban cinco pesos, suma para<br />

mí muy importante. Así pude j<strong>un</strong>tar <strong>un</strong> pequeño dinero y <strong>un</strong>a noche<br />

le dije a mi madre: “Mamá, déme su b<strong>en</strong>dición, porque me voy del<br />

pueblo. Voy a Bu<strong>en</strong>os Aires. Quiero trabajar <strong>en</strong> mejores condiciones”.<br />

Mi querida madre me miró <strong>en</strong>tre lágrimas y me dijo: “Que Dios te<br />

ayude”. Y yo partí <strong>en</strong> el tr<strong>en</strong> de la madrugada hacia la Capital<br />

Federal.<br />

Llevaba dos cartas solam<strong>en</strong>te. Una de Feliz Esteban Cichero para<br />

Pallarés Acebal, periodista del diario La Fronda, y otra de Moisés para<br />

José R. L<strong>un</strong>a, ese gran muchacho tucumano que trabajaba <strong>en</strong> el<br />

diario Crítica y escribía versos <strong>un</strong> poco influ<strong>en</strong>ciados por el boom de<br />

<strong>un</strong> pequeño y delicioso libro de poemas de Rafael Gig<strong>en</strong>a Sánchez,<br />

Achalay.<br />

Así llegué a Bu<strong>en</strong>os Aires y me alojé <strong>en</strong> casa de la familia Paglieri,<br />

g<strong>en</strong>te que había estudiado <strong>en</strong> el mismo colegio mío. Llevaba también,<br />

y esto era para mí cosa muy importante, <strong>un</strong>a frase que siempre me<br />

quedó grabada <strong>en</strong> mi conci<strong>en</strong>cia: “El huésped y el pez, a los tres días<br />

apestan”.<br />

Caminé aquel Bu<strong>en</strong>os Aires anterior al año 30. Escuché, desde la<br />

vereda de la angosta calle Corri<strong>en</strong>tes, a casi todas las orquestas de la<br />

capital. Caminaba la noche por todos los barrios buscando trabajo,<br />

estableci<strong>en</strong>do relaciones con cantores y guitarristas, con periodistas,<br />

con provincianos nobles y también con otra clase de g<strong>en</strong>te: conocí la


amistad y la ayuda de rateros, de ladrones de tranvías, de<br />

carteristas, de g<strong>en</strong>te “calavera”.<br />

Hacía m<strong>en</strong>os de <strong>un</strong>a semana que estaba <strong>en</strong> la gran ciudad cuando<br />

conocí el calabozo de <strong>un</strong>a comisaría. Yo ganaba mi vida tocando la<br />

guitarra, sin cantar, <strong>en</strong> los boliches de Avellaneda, de Pu<strong>en</strong>te Alsina,<br />

de Boedo y Chiclana, del Bajo Belgrano. Dondequiera que me daban<br />

permiso, me s<strong>en</strong>taba <strong>en</strong>tre parroquianos, obreros, g<strong>en</strong>te de paso de<br />

las tabernas sin importancia, y tocaba la guitarra. No esperaba ni<br />

exigía sil<strong>en</strong>cio. Solo tocaba, y siempre <strong>en</strong> forma confid<strong>en</strong>cial, sin bulla<br />

<strong>en</strong> el instrum<strong>en</strong>to, sin brillantez alg<strong>un</strong>a. De 30 personas, seis me<br />

alcanzaban <strong>un</strong>a moneda. Y cuando me ofrecían <strong>un</strong> trago de algo, yo,<br />

que <strong>en</strong> aquellos años no bebía nada de alcohol, pedía <strong>un</strong> vaso de<br />

leche. Era mi alim<strong>en</strong>to, mi solo alim<strong>en</strong>to.<br />

Usaba <strong>un</strong>a pequeña guitarra desprotegida. No t<strong>en</strong>ía estuche o cofre<br />

para guardarla. Una noche, <strong>en</strong> la calle Corri<strong>en</strong>tes que crujía como<br />

terremoto cuando pasaba <strong>un</strong> verde tranvía Lacroze (que muchas<br />

veces me sirvió de dormitorio a cinco c<strong>en</strong>tavos el viaje “de obrero”),<br />

llegué hasta al pieza de <strong>un</strong> amigo y le confié la guitarra por esa noche<br />

solam<strong>en</strong>te. T<strong>en</strong>ía <strong>en</strong> mi poder algo así como <strong>un</strong> peso y 20 c<strong>en</strong>tavos.<br />

Comí <strong>un</strong> pedazo de queso y <strong>un</strong> vaso de leche, y con el peso restante<br />

hice <strong>un</strong> gasto extraordinario: me fui al teatro de la calle Esmeralda a<br />

escuchar a Carlos Gardel, que había llegado de Europa. Disfruté<br />

<strong>en</strong>ormem<strong>en</strong>te durante casi dos horas.<br />

Yo, que n<strong>un</strong>ca fui tanguero, que jamás apr<strong>en</strong>dí a tocar <strong>un</strong> pedacito<br />

de tango, recibí con fuerte emoción la voz de Gardel, su ac<strong>en</strong>to, su<br />

forma de marcar las palabras, su temperam<strong>en</strong>to, su simpatía<br />

desbordante, su calidad de artista nacido para producir, <strong>en</strong> ese<br />

género, la más pura belleza popular.<br />

Como decía mi amigo Reguera, “<strong>en</strong>gordé de emoción escuchando<br />

cantar”. Me paré a medianoche <strong>en</strong> la vereda de Los 36 billares.<br />

Llegaba hasta la calle el rumor de los bandoneones del bar vecino.<br />

Eran Aieta, o Minotto, o los hermanos Scarpino, o Vardaro-Pugliese.<br />

Un rato después, con amigos de caras emocionadas y felices,<br />

pasaba con paso l<strong>en</strong>to don Carlos Gardel. Todos lo saludaban al<br />

pasar. Gardel era como Bu<strong>en</strong>os Aires después de haberse confesado,<br />

con p<strong>en</strong>as y nostalgias, con rabias y amores. El alma de la ciudad<br />

cabía <strong>en</strong> él, honrosam<strong>en</strong>te. Yo me había quedado sin <strong>un</strong> c<strong>en</strong>tavo,<br />

estaba cansado pero feliz, conmovido, agradecido de la noche. Había<br />

ganado la noche. Nada perturbaba mi m<strong>un</strong>do s<strong>en</strong>sible. ¡Qué noche<br />

memorable!<br />

Caminando por la calle Lavalle, llegué hasta el teatro Colón. Fr<strong>en</strong>te<br />

a él, la plaza Lavalle. Me s<strong>en</strong>té a descansar, a ord<strong>en</strong>ar mis ad<strong>en</strong>tros.<br />

Y sin darme cu<strong>en</strong>ta, me quedé dormido. No se cuánto rato le concedí<br />

al sueño. Pero <strong>un</strong>a mano firme me tocó el hombro. Era <strong>un</strong> policía, y<br />

creo que serían ya las tres de la madrugada. El hombre me pidió<br />

docum<strong>en</strong>tos. Se los mostré. Me los devolvió <strong>en</strong>seguida, diciéndome:<br />

“Acompáñeme”. Y me llevó a la seccional tercera de la Policía. Allí<br />

expliqué los as<strong>un</strong>tos de mis pobres trabajos y justifiqué, con el billete


del teatro, las horas anteriores. Pero me tuvieron hasta el mediodía<br />

sigui<strong>en</strong>te. Me dejaron libre con <strong>un</strong> consejo serio: “Aquí no queremos<br />

vagos”.<br />

Salí ll<strong>en</strong>o de vergü<strong>en</strong>za y rescaté mi guitarra de la pieza de Páez,<br />

hombre de la noche, que dormía como <strong>un</strong> lirón. Y me fui a los barrios,<br />

buscando tabernas para ganarme la vida.<br />

Acercándome siempre al gremio periodístico, fui varias veces a La<br />

Fronda, diario conservador que comandaba don Pancho Uriburu. No<br />

pude trabajar allí. No había lugar para <strong>un</strong> ignorado e ignorante<br />

cronista provinciano. Fui <strong>en</strong>tonces al diario Crítica, donde hice<br />

amistad con el <strong>en</strong>orme tal<strong>en</strong>to de Luis Góngora, el peruano que luego<br />

de escribir <strong>en</strong> la “tercera” se quedaba a dormir <strong>en</strong> <strong>un</strong>o de los sillones<br />

del tercer piso del diario. Traté y hasta canté con Enrique Almonacid,<br />

<strong>un</strong> periodista santiagueño de la sección Cables que me había<br />

pres<strong>en</strong>tado Juan Carlos Franco, aquel tal<strong>en</strong>toso y desdichado t<strong>en</strong>i<strong>en</strong>te<br />

que anduvo desterrado <strong>en</strong> Paraguay y luego murió <strong>en</strong> Jujuy. Conocí a<br />

los hermanos Ferreyra, a Bedoya, al mismo don Natalio Botana y al<br />

supremo cuidador del diario, el Negro Cipriano. Publiqué allí mi<br />

primer poema <strong>en</strong> Bu<strong>en</strong>os Aires, “Canillita”, dedicado a los chicos<br />

v<strong>en</strong>dedores de diarios, los piratas del tranvía, los que tomaban <strong>un</strong><br />

café con leche fr<strong>en</strong>te al periódico y a veces me invitaban y<br />

charlábamos sobre cosas del campo, ya que la mayoría era<br />

provinciana y conocía nuestra jerga campera, tan difer<strong>en</strong>te al decir<br />

porteño. Colaboré con el tucumano José R. L<strong>un</strong>a, cronista policial, <strong>en</strong><br />

muchas crónicas espeluznantes. Así gané <strong>un</strong>os pocos pesos.<br />

Cuando las peleas de Luis Angel Firpo <strong>en</strong> los Estados Unidos, Crítica<br />

abría sus v<strong>en</strong>tanales de la Av<strong>en</strong>ida de Mayo para <strong>en</strong>tret<strong>en</strong>er a los<br />

curiosos aficionados al box. Yo he cantado fr<strong>en</strong>te a ese público. A<br />

veces, acompañaba vidalas a Enrique Almonacid. A veces,<br />

acompañaba zambas y chacareras al tucumano t<strong>en</strong>i<strong>en</strong>te Franco, que<br />

usaba el apellido de su madre ya que el reglam<strong>en</strong>to castr<strong>en</strong>se no le<br />

permitía pres<strong>en</strong>tarse <strong>en</strong> tal esc<strong>en</strong>ario ni <strong>en</strong> tales condiciones. A<br />

veces, acompañaba yaravíes y huaynos arequipeños a Rafael Velarde,<br />

<strong>un</strong> cholo de hermosa voz de t<strong>en</strong>or, tan pobre y solo como lo era yo.<br />

La radio a gal<strong>en</strong>a alcanzaba <strong>un</strong>a noticia de <strong>un</strong> ro<strong>un</strong>d, de <strong>un</strong> final de la<br />

pelea, y nuestro canto <strong>en</strong>mudecía, y la g<strong>en</strong>te se alejaba, y nosotros<br />

abandonábamos la f<strong>un</strong>ción. Tales eran mis trabajos <strong>en</strong> esos duros<br />

comi<strong>en</strong>zos de Bu<strong>en</strong>os Aires.<br />

En pocos meses, gracias a las gestiones de amigos guitarristas<br />

populares y cantores sin nombradía, fui conoci<strong>en</strong>do a g<strong>en</strong>te que<br />

andaba ya tuteándose con la fama. Así pude grabar discos,<br />

acompañando al famoso conj<strong>un</strong>to boliviano de Felipe Rivera. Pude


grabar con los Trovadores de Cuyo “La ley<strong>en</strong>da del sauce” y otros<br />

temas. Mi amistad con el director de ese conj<strong>un</strong>to, don Hilario<br />

Cuadros, fue de gran importancia para mis acontecimi<strong>en</strong>tos y mi<br />

mant<strong>en</strong>imi<strong>en</strong>to <strong>en</strong> la gran ciudad. También acompañé al dúo Acosta-<br />

Villafañe <strong>en</strong> bailecitos, zambas, vidalas, chacareras. Probé, sin éxito,<br />

acompañar a Antonio Maida <strong>en</strong> sus tangos a su regreso de Europa. Y<br />

<strong>un</strong> día Luis Iglesias, <strong>un</strong> s<strong>en</strong>cillo guitarrista, me pres<strong>en</strong>tó a sus<br />

patrones Antonio Molina y César Jaimes. Con ellos trabajé largos<br />

meses y grabé muchos discos. Nos contrataron (a ellos) <strong>en</strong> el teatro<br />

Smart, con Blanca Podestá, Atilio Suparo y Mario Danesi, <strong>en</strong> “Vincha<br />

celeste”, <strong>un</strong>a obra del más puro estilo arg<strong>en</strong>tino. El seg<strong>un</strong>do acto nos<br />

correspondía <strong>en</strong> largos minutos. Conocí a Deffilipis Novoa, a Gloria<br />

Ferrandiz. Ellos me llevaron, como solista ya, al teatro Príncipe que<br />

estaba <strong>en</strong> Blanco Encalada y Av<strong>en</strong>ida Cabildo. Tocaba la guitarra y<br />

hacía también de partiquino <strong>en</strong> alg<strong>un</strong>a obra. Allí trabé amistad con<br />

Pedro Tocchi, Zaneta y José Trípoli. Pude conocer a Camila Quiroga, a<br />

Pablo Acchiardi, a Nicolás Fregues, a Carm<strong>en</strong> Casnell.<br />

Se me abría el horizonte. Ya t<strong>en</strong>ía amigos que navegaban las aguas<br />

prof<strong>un</strong>das de la comedia y el drama. Pero siempre casi diariam<strong>en</strong>te<br />

buscaba la compañía de los guitarristas luchadores cuyos nombres no<br />

aparecían <strong>en</strong> los discos: Luis Val<strong>en</strong>tín, Luis Iglesias, el Negro Rivero y<br />

Héctor Besada. Este me ayudó como <strong>un</strong> hermano de esos hermanos<br />

que el Re M<strong>en</strong>or congrega, que la milonga apresa, que la huella hace<br />

compr<strong>en</strong>sivos, g<strong>en</strong>erosos, amplios como la llanura que nos vio nacer.<br />

Además del amor a la guitarra nos <strong>un</strong>ía el olor al trigo verde, el<br />

parloteo del maíz maduro y el balido del vacaje <strong>en</strong> los potreros.<br />

Habíamos salido del puro pueblo paisano, sin vacilaciones ni<br />

especulaciones. Los dos éramos netam<strong>en</strong>te arg<strong>en</strong>tinos. Yo, hijo de<br />

radicales viejos. Besada, orgulloso de su partido conservador. Pero<br />

jamás hubo pleito <strong>en</strong>tre nosotros. Nos <strong>un</strong>ía <strong>un</strong>a fuerza superior: la<br />

Patria. Y la guitarra, la tierra y su misterio, la pobreza y el alma de<br />

los sueños.

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!