Diosero
Diosero Diosero
82 Petra se agostaba en las duras labores de puerta adentro, en lucha eterna con los pétreos cachivaches que formaban el menaje doméstico. La niña creció entre riscos y abras. Sus carnes cobrizas asomaban por entre los guiñapos que vestía, la cara chata hacía marco a los ojos de cervatilla y su cuerpo elástico combinaba líneas graciosas con rotundeces prietas. María Agrícola vivía aislada del mundo; don Juan Nopal y María Petra, el uno absorbido por las atenciones del ventorro y la otra entregada a los cuidados del hogar, se olvidaban de la rapaza, quien pasaba todo el día en el campo. Allí corría de peña en peña, mientras llevaba el ganado al abrevadero. Comía tunas y mezquites; reñía con el lobo, espantaba al tigrillo y lapidaba, despreciativa, al pastor su vecino que con sospechosas intenciones trató, más de una vez, de salirle al paso. Cuando la tarde se iba, echaba realada y canturreando una tonadita seguía a su rebaño, para dejarlo seguro en el corral de breñas, no sin antes conjurar a las bestias dañinas con palabras solemnes y misteriosas. Entonces regresaba a casa, consumía una buena ración de tortillas con chile, bebía un jarro de pulque y se echaba sobre el petate, cogida por las garras del sueño. La clientela de don Juan Nopal iba en aumento. Por la venta desfilaban los caminantes: arrieros de la sierra, mestizos jacarandosos y fanfarrones, que llegaban hasta las puertas del tenducho, mientras afuera se quedaban pujando al peso de la carga de azúcar, de aguardiente o de frutas del semitrópico, las acémilas sudorosas y trasijadas. Aquellos favorecedores charlaban y maldecían a gritos, comían a grandes mordidas y bebían como agua los breba·
83 jes alcoholizados. A la hora de pagar se portaban espléndidos. O los indios que cargaban en propios lomos el producto de una semana entera de trabajo: dos docenas de cacharros de barro cocido, destinados al tianguis más próximo. Ocupaban aquellos tratantes el último rincón del ventorro. Ahí aguardaban, dóciles, la jícara de pulque que bebían silenciosamente. Pagaban el consumo con cobres resbaladizos de tan contados, para irse, presto, con su trotecillo sempiterno. O los otomíes que, en plan de pagar una manda. caminaban legua tras legua, llevando en andas a una imagen a la que escoltaban diez o doce compadritos, los que, por su cuenta, arrastraban una ristra de críos, en pos del borrico cargado con dos botas de pulque cada vez más ligeras, ante las embestidas de los sedientos. Entonces los cohetes reventaban contra el cielo, las mujeres gimoteaban llenas de piedad y los hombres alternaban alabanzas con canciones muy profanas, acompañadas por una guitarra sexta y un organillo en melódica pugna. Llegados a donde Juan Nopal, se olvidaban del pulque para dar contra el aguardiente. A poco aquello echaba humo; los hombres festejaban a carcajadas la fábula traviesa y la ocurrencia escatológica o se empeñaban en toscos juegos de manos. Las hembras se apretaban unas contra otras y, con la vista vidriada por las lágrimas vertidas, seguían bebiendo con el mismo fervor con que elevaban plegarias y jaculatorias. El santo de las andas yacía maltrecho en medio del recinto. O la caravana que acompañaba a un cadáver de tres días, encaramado sobre los hombros de los deudos que íbanse turnando periódicamente. A un ca-
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la rapaza, quien pasaba todo el día en el campo. Allí corría de<br />
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La clientela de don Juan Nopal iba en aumento.<br />
Por la venta desfilaban los caminantes: arrieros de la sierra,<br />
mestizos jacarandosos y fanfarrones, que llegaban hasta las<br />
puertas del tenducho, mientras afuera se quedaban pujando al<br />
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