Diosero
Diosero Diosero
jeres apretaron entre sus brazos a los críos, al tiempo que sus ojos siguieron la trayectoria del ave rutilante. Los hombres cobraron sus hondas y sus escopetas; alguno disparó su arma dos veces ante la inmutabilidad del viajero que volaba rumbo al sur; un mocetón audaz trepó a la copa de un árbol; después aseguró haber visto el pico del pájaro y sus enormes garras, entre las que se debatía un novillo... Cuando el visitante ingrato se perdió entre las nubes y la distancia, los indios acosados por el terror vinieron a nosotros. Entonces el local de nuestra instalación resultó insuficiente; todo el pueblito se había volcado en él. Alguno nos preguntó en lenguaje torpe algo respecto a esos fantásticos gavilanes. Cuando bien podríamos haber aprovechado aquellos instantes de pavor en servicio de nuestra misión, olvidamos las verosímiles ventajas, a cambio de un recurso problemático, pero en todo caso, más leal y más honrado: -Es un aparato que vuela -dije-. Es como una piedra lanzada por una honda... En él viajan hombres iguales que ustedes y que nosotros. -¿Quiere decir que en la barriga de ese pájaro van hombres? -volvió a inquirir el indio. -No, no propiamente, porque eso que ustedes llaman pájaro es simplemente una máquina... El intérprete, un anciano duro y grave, muy en su papel de primera autoridad del pueblo, tuvo un gesto de incredulidad, pero repitió en su lengua mis palabras; entonces siguió un lapso de silencio expectante. -Pero -argumentó- la piedra sube, va y baja... Mas ese pajarote vuela y vuela por la fuerza de sus alas. 47
-Es -contesté- que el aparato lleva en su vientre la esencia de la lumbre: la gasolina, el aceite, las grasas... El viejo torció la boca con una sonrisa de suspicacia: -No nos creas tan dialtiro... A poco crees que semos tus babosos. Luego dijo en su idioma monosilábico palabras prolongadas y solemnes. Apenas terminó, los reunidos abandonaron nuestro laboratorio; algunos, especialmente las mujeres, lo hicieron en forma violenta y precipitada, otros, al marcharse, nos veían con ojos aterrorizados y rencorosos. Sólo quedó frente a nosotros un grupo pequeño de gente triste, enferma y acongojada, diriase que el peso de su miseria y de sus males los anclaba, los hincaba en el sitio. Era una familia de tres miembros: el padre enclenque e imbécil, que al sonreír mostraba su dentadura dispareja y horriblemente insertada; la madre, pequeñita, de carnes fofas y renegridas, acusaba una preñez adelantada; la hija, una niña a la que la pubertad la había sorprendido, la había capturado, sin darle tiempo a mudar la tristeza, la mansedumbre infantil de sus ojos mangoloides, por el brillo que enciende la juventud, ni trasmutar las formas rectilíneas por las morbídeces de la edad primaveral. -Malos, semos malos... remalos, patroncito -dijo el hombre señalando a su familia. El diagnóstico resultaba fácil entre los evidentes síntomas: todos eran presas del paludismo, así lo decían a gritos los semblantes demudados, su mueca decaída, los miembros soplados y amarillentos. -Malos semos... remalos, tatitas -repitió el indio con voz llorona. 48
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El viejo torció la boca con una sonrisa de suspicacia:<br />
-No nos creas tan dialtiro... A poco crees que semos tus<br />
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Luego dijo en su idioma monosilábico palabras prolongadas y<br />
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en forma violenta y precipitada, otros, al marcharse, nos veían<br />
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Sólo quedó frente a nosotros un grupo pequeño de gente<br />
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y de sus males los anclaba, los hincaba en el sitio. Era una<br />
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acusaba una preñez adelantada; la hija, una niña a la que la<br />
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