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Diosero

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LA TONA<br />

CRISANTA descendía por la vereda que culebreaba entre los<br />

peñascos de la loma clavada entre la aldehuela y el río, de<br />

aquel río bronco al que tributaban los torrentes que,<br />

abriéndose paso entre jarales y yerbajos, se precipitaban<br />

arrastrando tras sí costras de roble hurtadas al monte. Tendido<br />

en la honda nada, Tapijulapa, el pueblo de indios pastores.<br />

Las torrecitas de la capilla, patinadas de fervores y las mosas<br />

de años, perforaban la nube aprisionada entre los brazos de la<br />

cruz de hierro.<br />

Crisanta, india joven, casi niña, bajaba por el sendero; el aire<br />

de la media tarde calosfriaba su cuerpo encorvado al peso de<br />

un tercio de leña; la cabeza gacha y sobre la frente un manojo<br />

de cabellos empapados de sudor. Sus pies -garras a ratos,<br />

pezuñas por momentos- resbalaban sobre las lajas, se hundían<br />

en los líquenes o se asentaban como extremidades de<br />

plantígrado en las planadas del senderillo... Los muslos de la<br />

hembra, negros y macizos, asomaban por entre los harapos de<br />

la enagua de algodón, que alzaba por delante hasta arriba de<br />

las rodillas, porque el vientre estaba urgido de preñez... la<br />

marcha se hacía más penosa a cada paso; la muchacha<br />

detenías e por instantes a tomar alientos; mas luego, sin<br />

levantar la cara, reanudaba el camino con ímpetus de bestia<br />

que embistiera al fantasma del aire.<br />

Pero hubo un momento en que las piernas se negaron al<br />

impulso, vacilaron. Crisanta alzó por primera vez la cabeza e<br />

hizo vagar sus ojos en la extensión.<br />

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