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La jornada, larga y dura, había terminado.<br />
Desde por la mañana, y de un extremo<br />
a otro, los arados —profundos, cortantes,<br />
inexorables— habían estado rasgando todo<br />
Valongueiras.<br />
—¡Je…!<br />
Y las yuntas de bueyes, chorreando moco<br />
por las narices, con el estiércol pegado a<br />
las herraduras, ajustaban su cerviz al yugo y<br />
continuaban su penoso ir y venir.<br />
—¡Da la vuelta, Torrado! ¡Da la vuelta!<br />
El enganche de la orejera del arado saltaba<br />
en el pie del timón, la reja cambiaba de dirección,<br />
y la tierra se abría en otro golpe fresco,<br />
oloroso y amplio.<br />
—¿Qué tal está la tierra? —preguntaba<br />
el Raboto, que solía ser el último del pueblo<br />
en sembrar.<br />
—Buena…<br />
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