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Entraron en el cafetín del Rastro, sitio<br />
notable por albergar lo más florido de los<br />
golfos madrileños.<br />
Casi todas las mesas estaban ocupadas<br />
en aquella hora por mendigos que dormían<br />
con la cabeza apoyada en los brazos. El aire,<br />
lleno de humo de tabaco y de aceite frito,<br />
era irrespirable.<br />
La vieja y la niña tomaron, por diez céntimos<br />
cada una, café con aguardiente. Salieron<br />
del cafetín. Una aurora de invierno se<br />
presentaba con colores sombríos en el cielo.<br />
El piso bajaba por entre las dos filas de<br />
casas de la Ribera de Curtidores; luego se<br />
veía un montón confuso de cosas negras<br />
constituido por las barracas del Rastro y de<br />
las Américas; más lejos ondulaba la línea oscura<br />
del campo, bajo el cielo plomizo de una<br />
mañana de invierno.<br />
Bajaron la cuesta, y atravesaron la Ronda.<br />
Allá, la vieja habló con los vendedores<br />
ambulantes, discutió con ellos, con frases<br />
pintorescas, recargadas de adornos de más o<br />
menos gusto, y cuando hubo cerrado sus tratos,<br />
volvió hacia Madrid.<br />
Eran las siete. Las calles vecinas estaban<br />
intransitables; se cruzaban obreros, criadas,<br />
mozos de café, repartidores…<br />
La vieja compró un pan grande en la calle<br />
de la Ruda, a mitad de precio, se lo dio a<br />
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