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confesando que por falta de costumbre había<br />
cosido las gruesas suelas —¡y con cuánto<br />
esmero!— de atrás hacia delante. Jamás volvería<br />
a suceder, prometió.<br />
Y la reina, para demostrarle que lo había<br />
perdonado, y para amansar las iras del general,<br />
le pidió para él un nuevo calzado. No<br />
más botas, claro, pues el reino no podía correr<br />
tamaño riesgo. Serían zapatos, iguales a<br />
los que se usaban en la corte.<br />
Esta vez el zapatero no tuvo que fruncir<br />
el ceño ni herirse los dedos. Hacer zapatos<br />
cortesanos era justamente su único y verdadero<br />
oficio. Y sabía ejercerlo mejor que nadie.<br />
Muy pronto estuvieron terminados.<br />
Y muy pronto los calzó el general. Y con<br />
ellos en los pies fue a plantarse con sus hombres<br />
en aquel mismo campo de batalla que<br />
había presenciado su deshonra. El enemigo<br />
erguía sus mosquetes en un flanco. Se desenvainaban<br />
en el otro las espadas. El general levantó<br />
el brazo dando la orden. Los trompeteros<br />
soplaron sus instrumentos. Las primeras<br />
notas del toque de asalto inundaron el aire.<br />
La tropa avanzó rauda hacia el frente.<br />
Pero al sonido de las notas, los zapatos,<br />
hechos para la corte y preparados para los<br />
bailes, empezaron a danzar. Giraba el general,<br />
dando saltitos. La tropa, consternada, pero<br />
adiestrada en la obediencia, siguió de nue-<br />
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