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trabajo - Confiar

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En las últimas semanas se había acumulado<br />

gran cantidad de ropa para lavar. Mi madre<br />

le sirvió una taza de té para que se calentara,<br />

y una hogaza de pan. La anciana se sentó en<br />

el asiento de la cocina, tiritando, y se calentaba<br />

las manos contra la tetera. Tenía los dedos<br />

torcidos a causa del <strong>trabajo</strong>, y quizás también<br />

de la artritis, y las uñas de un extraño<br />

color blanco: eran manos que hablaban de la<br />

tozudez humana, de la voluntad de trabajar<br />

no sólo hasta donde la fuerza lo permite sino<br />

aun más allá de sus límites. Mamá contó<br />

la ropa y elaboró la lista: camisillas de hombre,<br />

vestidos de mujer, pantaloncillos largos,<br />

bombachos, enaguas, camisas, fundas para<br />

los edredones de plumas, fundas de almohadas,<br />

sábanas, y los chales con flecos de los<br />

hombres. Sí, la mujer gentil también lavaba<br />

estas indumentarias sagradas.<br />

El bulto era grande, más de lo normal.<br />

Cuando la mujer se lo puso sobre los hombros,<br />

la tapó por completo. Al principio se<br />

tambaleó, como si fuera a caerse bajo el peso<br />

de la carga, pero una obstinación interior<br />

parecía gritarle: “No, no te puedes caer. Un<br />

burro puede permitirse el lujo de doblegarse<br />

bajo el peso de su carga, mas no el ser humano,<br />

rey de la creación”.<br />

Fue terrible observar a la vieja salir bamboleándose<br />

bajo su enorme bulto a enfren-<br />

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