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presiones heredadas de generaciones de madres<br />
y abuelas devotas; si uno de sus hijos se<br />
quejaba de algún dolor, ella diría: “Permita<br />
Dios que yo sea tu rescate y sobrevivas a mis<br />
huesos”, o “Que sirva yo de expiación hasta<br />
para tu dedo meñique”. Cuando comíamos<br />
decía: “Salud y tuétanos en los huesos”. La<br />
víspera de luna nueva nos daba un pedazo<br />
de dulce especial diciéndonos que era para<br />
prevenir las lombrices. Si a alguno de nosotros<br />
le entraba un mugre en un ojo, se lo quitaba<br />
con la lengua; nos daba también confites<br />
contra la tos, y de tiempo en tiempo nos<br />
llevaba a que nos bendijeran contra el mal de<br />
ojo. No obstante, leía también obras filosóficas<br />
serias, como Los deberes del corazón, El<br />
libro de la alianza y otras.<br />
Pero regresemos a la lavandera. Aquel<br />
había sido un invierno crudo y en las calles<br />
hacía un frío atenazador. Por más caliente<br />
que estuviese nuestra estufa las ventanas se<br />
llenaban de dibujos de escarcha y se adornaban<br />
de carámbanos; los periódicos informaban<br />
que la gente se moría de frío y el carbón<br />
comenzó a escasear; el invierno llegó a ponerse<br />
tan duro que los padres dejaron de enviar<br />
a sus hijos al jéder, y hasta las escuelas<br />
polacas fueron cerradas.<br />
En un día como estos, la lavandera, ahora<br />
de casi ochenta años, llegó a nuestra casa.<br />
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