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tía al tocarla. Además, siempre se formaban<br />
zafarranchos con las otras amas de casa y lavanderas<br />
que querían el desván para ellas.<br />
¡Sólo Dios sabía cuánto debía soportar cada<br />
vez que lavaba!<br />
La anciana podría haber pedido limosna<br />
a la entrada de una iglesia o ingresar a un<br />
asilo para ancianos indigentes, pero tenía un<br />
cierto orgullo y aquel amor al <strong>trabajo</strong> con el<br />
que los gentiles han sido bendecidos. No deseaba<br />
convertirse en carga para nadie y por<br />
eso llevaba su carga sola.<br />
Como mi madre hablaba algo de polaco,<br />
la vieja conversaba con ella sobre muchas cosas.<br />
A mí me quería de manera especial. Solía<br />
decir que me parecía a Jesús, cosa que repetía<br />
cada vez que venía y ante la cual mi<br />
madre solía fruncir el ceño y murmurar para<br />
sí, moviendo los labios en forma casi imperceptible:<br />
“Que el viento se lleve sus palabras”.<br />
La mujer tenía un hijo rico —ya no recuerdo<br />
en qué negociaba—, que se avergonzaba<br />
de su madre, la lavandera; nunca venía<br />
a verla ni le daba un centavo. La anciana<br />
contaba todo esto sin rencor. Un día su hijo<br />
se casó, parece que con un buen partido. La<br />
boda se celebró en una iglesia; aunque el hijo<br />
no había invitado a su anciana madre, ella<br />
se fue a esperar en las escalinatas para ver-<br />
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