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—¿Qué ha pasado?<br />
—¡Callaos!<br />
Ya estaban a la mitad del camino y el párroco<br />
estaba decidido a llegar al final. Guiados<br />
por una intuición de raíz y por una ciencia<br />
brumosa de manual, sus dedos parecían<br />
adivinar en medio de la oscuridad.<br />
—Ten paciencia, hija…<br />
Dos lágrimas de dolor y de gratitud corrieron<br />
por el rostro de Filomena.<br />
—¡Malaquias!<br />
—Padre…<br />
—Trae agua caliente…<br />
El molinero entró en la habitación y cuando<br />
vio que su hijo estaba casi fuera, a punto<br />
estuvo de dejar caer el recipiente. Malaquias<br />
no sabía hacer nada más que cargar la<br />
tolva y el mulo. Por eso había pasado aquellos<br />
tres días de pesadilla, aturdido, corriendo<br />
de Lordelo a Feitais, en busca de la partera<br />
y del médico. Pero como nadie le había<br />
ayudado, se había resignado a ver morir a su<br />
mujer. Y la veía ya subir al cielo, acunada por<br />
el coro que los vecinos de Valongueiras habían<br />
hecho desde la iglesia hasta allí, cubierta<br />
de la harina del molino, que en aquella casa<br />
lo blanqueaba todo: las telas de araña, el<br />
gato y el traje de la boda. Su viudez era ya<br />
una soledad consentida, aunque el cuerpo de<br />
su compañera estuviera todavía caliente en<br />
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