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Los sacramentos, inútiles, seguían sobre<br />
el cajón, al lado de la ropa. La vela se iba consumiendo<br />
lentamente. En el huerto se seguía<br />
inquietando ruidosamente la gente.<br />
—¡Malaquias!<br />
—Padre…<br />
—Trae agua.<br />
Con el barreñón hasta el borde, atontado,<br />
el molinero miró alternativamente a su<br />
mujer abierta de piernas, y al cura, que se estaba<br />
remangando.<br />
—Déjalo ahí y ahora calienta un poco…<br />
Aquel infeliz corrió hacia la cocina, y el<br />
párroco, en cuanto se lavó, con un estremecimiento<br />
de pecado, agarró la manecita. Sus<br />
dedos ásperos y huesudos temblaron de repugnancia<br />
y de miedo al contacto con aquella<br />
carne tierna. Pero un momento después<br />
tocaban ya confiados y sin ascos, dentro de<br />
Filomena, el resto de un cuerpo escurridizo.<br />
La mujer se quejaba suavemente. En la<br />
calle, el sacristán calmaba como podía la impaciencia<br />
de la gente. Las piedras del molino<br />
iban desmenuzando el maíz.<br />
Después de un gran esfuerzo de Filomena<br />
y del cura, un piececito agarrotado salió<br />
tras la garra poderosa que había entrado a<br />
por él. Un grito agudo llegó hasta la turba,<br />
asustándola.<br />
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