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tierra. La angustia de Filomena pedía y ordenaba.<br />
—Bueno, mira: espera ahí fuera una pizca…<br />
La cara blanca y pálida de Filomena parecía<br />
estar espolvoreada con la harina que lo<br />
cubría todo. Enternecido, el párroco la miró<br />
con una simpatía humana que sólo había<br />
sentido de niño. Y durante esos momentos<br />
de comunión, colocó el sagrado viático sobre<br />
el cajón, al lado de la vela, se quitó la estola<br />
y la capa, y le dijo, al mismo tiempo que levantaba<br />
la ropa de la cama:<br />
—¡Vamos a ver eso!<br />
Era la primera vez que veía a una mujer<br />
en aquel abandono, y un latigazo del instinto<br />
alteró el ritmo de su corazón. Filomena, por<br />
su parte, a pesar de que ya casi se había despedido<br />
de este mundo, también sintió en su<br />
cuerpo la brisa de un pudor violado. Pero la<br />
fuerza de la realidad los serenó a los dos casi<br />
inmediatamente.<br />
—¡Hace tres días…! —gimió la infeliz,<br />
quejándose y justificándose.<br />
Amoratada, la manita colgaba entre los<br />
dos muslos peludos, redondos, surcados de<br />
venas negras entumecidas.<br />
—Y Matilde, la partera, ¿ya ha venido?<br />
—No pudo hacer nada, dijo que sólo el<br />
doctor…<br />
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