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—¿Se trata de tu mujer? —le preguntó<br />
el párroco delante de todo aquel acompañamiento,<br />
ahora ya súbitamente despierto.<br />
—Sí, señor.<br />
Se hizo un silencio penoso, que volvió a<br />
colocar el cielo en su altura y que le robó a<br />
cada uno ese íntimo sentimiento de participación<br />
en la divinidad. Todos sabían que ese<br />
triste momento tenía que llegar. Y lo temían<br />
en secreto. Ahora, el Señor ya no les pertenecía.<br />
Iba a morir en la boca de la agonizante,<br />
dejándolos solos, terrosos, derrengados<br />
de cansancio, con la legua y media del camino<br />
de vuelta para patear. Al día siguiente<br />
volvería a estar en la iglesia parroquial, severo,<br />
exigiendo el sombrero en la mano y una<br />
pequeña genuflexión a quien pasase por la<br />
calle. Pero ya no volvería a ser enteramente<br />
de ellos hasta que otro feligrés recibiese la<br />
orden de partir, y lo reclamase desde su cama.<br />
Entonces, sonaría de nuevo la campana<br />
gorda y de nuevo volverían a verlo, volverían<br />
a participar en el poder que de él emanaba,<br />
volverían a fundir amarguras y desesperaciones<br />
en la inmaterialidad ácima de su<br />
omnipotencia.<br />
—¿Cuánto tiempo hace que está enferma?<br />
—Ha sido ahora, de parto…<br />
—¿Pero ya ha tenido el niño?<br />
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