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el labrador salta a la mesa y comienza a olisquear el bolso y
la maleta de la señora mayor. Ella tiene puesta una gorra de
lana en la cabeza. Unos enormes lentes negros ojos de mosca
cubren casi la mitad de la cara.
Los demás pasajeros, en otra fila, pasan sus equipajes de
mano por la máquina de Rayos X y se dirigen a registrar
el pasabordo con el pasaporte en la mano. Hay prisa en el
trámite de registro y abordaje hacia el avión. Dos mujeres,
también uniformadas de azul y blanco, están a cargo y ya sólo
quedan unos cuantos pasajeros que terminan de registrarse.
La señora y yo prácticamente nos hemos quedado solos en
la sala de abordaje, enjaulados por el perímetro de cintas, a
la espera del chequeo de nuestras maletas y bolsos de mano.
Uno de los tipos uniformados se queda con la señora mayor
y el de ademanes afeminados viene hacia mí. ¿Nombre? ¿Qué
hace? ¿Puede enseñarme la carta de invitación con la que
entró, dirección y recibos del hotel donde se alojó? Puede,
es una orden. Esta retahíla de preguntas ya la he escuchado
en los últimos controles y no quiero que me pasen a otro
interrogatorio por hacerme el caradura. Tampoco quiero que
me aíslen en un cuarto a hacerme preguntas, o me hagan
sentir incómodo, cuando insisten en verificar la autenticidad
del pasaporte.
En el sitio de registro del pasabordo, las dos mujeres
uniformadas de falda azul y camisa blanca ya sólo esperan
que chequeen nuestros equipajes para apagar el computador
y cerrar la operación de abordaje. Saco una carpeta del bolso
de mano y le enseño al tipo un montón de papeles ovillados y
en desorden. Con ademanes más femeninos aún, éste repara
en mi camiseta roja brillante de puntos negros y mis jeans
gastados; hojea la carpeta y ante tanto papel se rinde. ¿Qué
hizo aquí? ¿Hacia dónde va? Sigo sin moverme del recuadro
de cintas negras y amarillas. Un punto en la vena derecha
de mis sienes comienza a saltar. El letrero de la sala en el
que se leía Mexicana de Aviación, se apaga. El tipo libera
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