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dejaba que Abuela fuera. Si Abue viviese, Abuela no habría ido
nunca al médico. Mejor, así no le hubiesen quitado la pierna,
ni habría ido el cura a ponerle dos veces los óleos porque
había alguien que no la dejaba morir.
Después que se llevaron el cajón de la sala y pusieron otra vez
el televisor, enterró unos grillos de patas grandes como las
que sostenían el cajón. Y llovió granizo y la tormenta otra vez
dejó las enredaderas limpias como lombrices.
Los murmullos y zancadas vienen y van por la sala. Él está
ahí, frente a todos, como si no existiera. De pronto alguien
se acerca al cajón. Él sólo ve unos zapatos por entre la mesa
de patas de grillo que sostienen el cajón. Es una persona de
zapatos como los de hermano. Está parada delante de la tapa
abierta del cajón. Es hermano. La persona frente al cajón debe
ser hermano. Corre hacia él.
No era hermano. ¿Por qué llora? Las zancadas entrando
y saliendo por la sala no paran. El revuelo en la cocina es
todavía mayor. Carmen ya no está por ahí. El olor a café recién
hecho llega hasta la sala. Sabe que el olor es distinto al de la
aguapanela, porque padre toma dos pocillos cargados todas
las mañanas. Muy cargados, le pide a Carmen.
¿Dónde está madre? ¿Y padre? ¿Y hermano y hermana? Mira
hacia el fondo del cajón.
–Abue, abue…
Sí, es Abue. Es Abue que está con los ojos cerrados.
–Abue, Abue, vamos a ver los matachos. ¿Abue, Abue, por
qué no se levanta?
Abuelo no se levanta y él se siente aún más perdido en la
sala.
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