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Hay un niño, apenas tiene seis años y el revuelo en casa
es muy grande. Ha pasado la noche en el mismo cuarto de
padre y madre. Voces, murmullos y pasos que vienen y van
en la sala lo han despertado. La puerta del cuarto de padre y
madre está abierta. La luz del sol se filtra por los calados de la
sala hasta llegar al cuarto. Un manojo de rayos apunta directo
en su cara. Con las cejas crispadas y los ojos entornados, sale
del cuarto hasta detenerse en el umbral de la sala. En el centro,
bajo la lámpara, hay un cajón negro de tapa abierta. Nadie se
percata de su presencia. Son tantas las voces, murmullos y
zancadas, yendo y viniendo por la sala, que se siente como un
extraño en su propia casa. ¿Por qué hay tanta gente en casa?
Nunca había visto tanta gente en casa.
El resplandor de la lámpara de la sala cae en uno de los extremos
del cajón de madera. El otro extremo del cajón está ubicado
contra la puerta de salida de casa. Es un enorme cajón sobre
una mesa de patas de grillo. Un cable blanco, sujeto a una de
las vigas de madera del techo, sostiene la lámpara de plástico
azul cielo. El cable está moteado de un amarillo tierra. Es el
óxido de la última fumigación contra los mosquitos de la fiebre
que ha dejado el cable con pintas terrosas, como el cuello de
una jirafa. El enorme cajón está atravesado en toda la sala, en
el mismo sitio donde estaba el televisor. Todas las mañanas,
él corría de su cuarto hacia la sala y encendía el televisor para
ver los matachos con Abue. Hoy, en lugar del televisor, hay
un cajón que brilla, un enorme cajón de madera negra que
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