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el conductor, fuese el mismo del de ida. El bus paró en la
entrada de Pereira y en efecto, el valor del servicio del taxi no
sobrepasaba los diez mil pesos: muy barato en comparación al
de Cali, que ascendía a veinte o veinticinco mil pesos. Antes de
llegar a un hotel del centro, en la intersección de dos avenidas
principales, unas cintas amarillas acordonando el lugar y una
gran mancha húmeda entintada de rojo en el pavimento,
prefiguraban una tragedia.
–Fueron dos camionetas –dijo el conductor–. La una se
montó sobre la otra. Nadie quedó vivo. Borrachos, después
del concierto con Johnny Rivera y el Charrito Negro. Qué
miedo. Ya removieron las camionetas con muertos y todo.
Una vez en el cuarto de hotel, el pasajero abrió la pequeña
ventana que daba a la calle y un aire frío arrastró un fuerte
olor a rosas. Llevó las manos hasta la nariz y el olor a rosas era
aún más penetrante. Acercó las mangas del traje y no pudo
con el olor. Un deseo de expulsar la mezcla de gasolina y olor
a vómito del autobús lo sobrecogió.
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