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–No se preocupen, esto no es nada. Diluvio el que nos tocó
de venida, cerca a Chinchiná. El bus se mecía de un lado a
otro y le entraba agua por todos lados. Tuvimos que parar
porque no se veía nada, lo que se dice nada. Sólo agua y agua
golpeando el parabrisas. Después la tormenta nos alcanzó en
Buga. Nunca había visto algo así.
El agua golpeaba a chorros el parabrisas, pero por la
expresión del conductor aquello no era nada comparado con
lo de Chinchiná y Buga. El asiento del ayudante era más que
incómodo. Sin ninguna posibilidad de reclinarlo, el pasajero
había resistido cuatro horas de viaje con la espalda pegada
a la vertical, más una hora en la que había permanecido así,
firme como una varilla, mientras la madre y otros familiares
del chico entraban y salían del autobús, hasta que llegaron
al acuerdo con el ayudante y el chofer. Todos se mostraron
indiferentes, incluso la policía de carreteras.
–Usted no se mueva, le había dicho el ayudante.
Y así estuvo por una hora, mientras acomodaban a los pasajeros
sin puesto en unas colchonetas a lo largo del pasillo del
autobús, entre las dos hileras de sillas reclinables con madres
y niños en brazos, hombres adultos, mujeres embarazadas y
uno que otro adolescente, entre ellos el de cabellera rubia que
el ayudante había enviado a la parte delantera del autobús.
–Si va a llamar por el celular, yo le digo dónde. Más adelante
pusieron una antena. Muy cerca del punto de la casa de la vieja
con las dos maletas. Cuando estemos llegando les cuento.
El conductor pasó de nuevo la bolsa de caramelos y el chico
de nuevo extendió sus manos.
–Va para Bucaramanga, ¿no? Está lejos. Yo conozco, cuando
esta empresa hacía la ruta Bogotá la Costa. De pelado también
conocí. Allá me crié cogiendo café y alimentando el vicio. Por
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