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de avión. En Pasto se sabe cuándo uno aterriza pero nunca
cuándo se sale. Eso dicen, yo nunca me voy montar en un
aparato de esos.
El conductor hablaba como hombre versado, conocedor
de cada una de las ciudades, estaciones, filos sin fondo y
vericuetos de la ruta. A cada paso del autobús, la lluvia
golpeaba más fuerte el parabrisas y amenazaba con quebrar
la escasa visibilidad.
–No se preocupen. El bus que se fue al desfiladero entre
Remolinos y El Bordo no fue porque la carretera estaba lisa
o porque tenía aceite. Lo que pasa es que la empresa es de
Velotax y le pagan a los conductores por ruta cumplida. El
pobre debió quedarse dormido. En ese punto el desfiladero
es muy hondo: nadie debió quedar vivo. En esos desfiladeros
tiran a todos los desaparecidos que tarde o temprano van a
templar al río Cauca. Ni se le ocurra mirar a una mujer en
Remolinos o El Bordo. Son pueblos coqueros y hasta la
mirada tiene su precio.
La enorme panza del chofer, arropada por la camisa blanca
del uniforme, se estremecía contra el volante, cada vez que
éste frenaba para marcar la curva húmeda. Llovía a cántaros,
como si el agua hubiera estado represada por siglos en las
nubes.
–¿Qué tal Pereira?¿Bien, cierto? No lo podemos dejar en Cali;
no vamos a entrar. Vamos a bordear las ciudades, directo hasta
Medellín. En Pereira lo dejamos en la entrada, el taxi no es tan
caro como en Cali.
El conductor pasaba una bolsa de caramelos y el chico extendía
sus manos con fruición. La lluvia pegaba con más violencia en
el parabrisas y las plumillas rechinaban contra el vidrio, ante el
esfuerzo por vencer la capa excesiva de agua.
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