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Aún no sé como convencí a Mario para que nos detuviéramos
en lo que parecían las raíces de un viejo Tamajaco. El
propósito era buscar una linterna en mi bolso, que yo mismo
había aprestado. Pero no había metido aún las manos, cuando
sentimos un mundo de piedras sobre nuestras cabezas.
Bendito árbol, santificadas raíces. Con mejor suerte corrieron
Héctor y Gerardo, que se guarecieron en una de las inflexiones
naturales de la gruta.
Finalizados los chasquidos secos de las rocas que morían en
el fondo del precipicio, engullidas por la corriente turbulenta
del río, la voz entrecortada de Gerardo pidiendo la linterna
nos devolvió el ánimo. Una vez más lancé mis manos al
bolso hasta encontrarla, pero el interruptor de la luz se había
averiado. Para ese momento, Mario y yo éramos uno solo con
la tierra; nuestras manos y piernas sangraban, laceradas por
espinas y cactus, y algunas de las piedras que habían rodado.
Lo peor era que presentíamos algo muy raro, un sigiloso y
continuado ruido en las paredes más profundas de la gruta. No
había nada qué hacer, sólo quedarnos como estatuas, mientras
echábamos, en silencio, toda suerte de recriminaciones a
nuestros compañeros.
Héctor hacía lenta la expedición, porque se había detenido a
contemplar la piedra de colores, la planta borrachera, el árbol
de las aves, la orquídea azul. Además, había hecho estación en
casi todos los recodos de la ruta, como si buscara un tesoro.
Aunque Héctor era el mejor en su trabajo, había perdido
interés por las pinturas, más aún por el libro que Mario y
yo queríamos ya terminar y por el que habíamos decidido
hacer la expedición, en busca de imágenes que acompañaran
la historia de los lienzos de piedra. Gerardo, el experto guía
natural del grupo en las rutas del cañón, lo acolitaba en
todo, y Héctor, con la complacencia de aquél, siempre se
las arreglaba para lanzarse hacia nuevas rutas. Nos seducía
con sus descubrimientos: el escarabajo traga hormigas en la
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