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Para llegar al camino de los Cinco Mil se requieren tres
días con sus noches, serpenteando el río a través de un amplio
camino de piedras engastadas en una tierra refulgente y
ácida que parece mazamorra hirviendo, incluso a la sombra.
Por ese mismo trecho, superado el filo de Borboso, se debe
rodear Jordán Sube, el Pueblo Fantasma, y luego de dos
días de marcha en ascenso hacia los precipicios del Cañón
de Chicamocha, avistar, por fin, el Valle de los Muertos, y
mucho más allá, en el horizonte caliginoso, la entrada de la
Cueva de los Micos, donde, según la leyenda, se lanzaron al
vacío los últimos nativos que prefirieron morir antes que ser
doblegados por los seres del trueno.
Gerardo conocía un atajo por las entrañas del Cañón y de los
precipicios, plagado de pinturas. Lo había transitado, muchos
años atrás, con su abuelo. Mario y yo no queríamos correr
ese riesgo. Era la media tarde y sugerimos armar carpas en el
Pueblo Fantasma, para iniciar el ascenso al día siguiente, muy
de madrugada, por el camino conocido, y “seguro”, de los
precipicios. Héctor, sin embargo, se unió a la voz de Gerardo:
antes de ocultarse el sol, estaríamos levantando el campamento
en la misma senda del Valle de los Muertos.
No habíamos iniciado el ascenso, cuando nuestras miradas de
asombro se petrificaron frente al primer bloque de pinturas:
figuras ocres, verdes y blancas, siluetas de animales y arbustos
jamás apreciados. Aquellas pinturas brotaban de todos los
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