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“Para suicidarse hay que quererse mucho.<br />
Un verda<strong>de</strong>ro revolucionario no pue<strong>de</strong><br />
quererse a sí mismo”.<br />
47<br />
Albert Camus, Los justos<br />
Dos días antes les habían permitido asearse, por lo<br />
que ninguno <strong>de</strong> los tres estaba barbado. Durante el día<br />
permanecían cerca <strong>de</strong> sus hamacas con la mano <strong>de</strong>recha<br />
amarrada a un árbol; en las noches la cuerda era acortada.<br />
La pali<strong>de</strong>z <strong>de</strong> sus rostros y las marcadas ojeras <strong>de</strong>lataban las<br />
últimas noches <strong>de</strong> insomnio. ¿Quién podía conciliar el sueño<br />
en esas circunstancias? Ya ni siquiera hacían nada para espantar<br />
los mosquitos que rondaban sus cabezas.<br />
Cerca <strong>de</strong> allí, Jaime Arenas los observaba; quería <strong>de</strong>cirles algo,<br />
pero ninguno <strong>de</strong> los tres se había dignado mirarlo. ¿Cómo<br />
era posible que no se mostraran nerviosos? Quería acercarles<br />
agua, explicarles que intentó hablar con Fabio, que nunca<br />
creyó que las cosas llegaran hasta ese punto. Lo había pensado<br />
una y otra vez, pero no se atrevía. Ellos estaban sentados en<br />
la base <strong>de</strong> un cedro <strong>de</strong> unas siete brazadas <strong>de</strong> ancho, sobre<br />
un tronco que los centinelas habían dispuesto a manera <strong>de</strong><br />
asiento; la cuerda que ataba una <strong>de</strong> sus manos a las gruesas<br />
ramas <strong>de</strong>l cedro, había sido reforzada con otro lazo al que le<br />
dieron unas diez vueltas sobre las muñecas. Con la otra mano,<br />
se pasaban el mismo cigarrillo que chupaban <strong>de</strong> una sola<br />
bocanada, mientras miraban las palas <strong>de</strong> sus compañeros que