entorno. Una vez hecho su trabajo, Sara <strong>de</strong>spachó al empleado. Quería estar sola en el fondo <strong>de</strong> ese vacío sin tiempo. El rostro <strong>de</strong> Sara estaba sudoroso y empolvado. Respiró con dificultad, alzó la cara y miró hacia el techo: la urdimbre <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra, dispuesta en aquella geometría armónica, la relajaba. Habían transcurrido más <strong>de</strong> siete horas y ella no se había movido <strong>de</strong> la zanja. Olvidó almorzar y hacer la siesta. No tuvo cabeza para concentrarse en el informe que <strong>de</strong>bía presentar ante el Concejo <strong>de</strong> la municipalidad y no quiso aten<strong>de</strong>r al llamado urgente <strong>de</strong> la directora, que la había citado a su <strong>de</strong>spacho. Nada raro que la necesitara para que concediera alguna entrevista. ¿Nunca se había encontrado con otros huesos? Sí, en Chicamocha, en Tairona, pero éstos eran distintos, más compactos en su <strong>de</strong>licada forma, más dispuestos, diría luego, en su “calcárea sensualidad”. No eran los huesos arrojados a una fosa común, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la tortura, ni los huesos lacados, sin memoria, que se exhibían en los museos, ni mucho menos los huesos <strong>de</strong> una ficción, como los que el escritor García Márquez <strong>de</strong>scubrió, cuando joven, en una bóveda <strong>de</strong>l convento <strong>de</strong> Santa Clara. Los que ahora observaba eran reales, como si reclamaran una piel, unos ojos, unos párpados, unos senos, un vientre generoso para las li<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l amor. Sara se disponía a remover los últimos grumos <strong>de</strong> tierra encajonados en el cráneo, cuando el palustre chocó con algo. Estaba sin aliento; podría <strong>de</strong>jar la tarea para otra jornada, pero temía que alguien se parara en el lugar y echara todo a per<strong>de</strong>r. Tomó la brocha más <strong>de</strong>lgada y removió la tierra con <strong>de</strong>licada maestría. Perdió la noción <strong>de</strong>l tiempo en aquella labor. ¿Un abalorio? Parecía una media luna atacada por la herrumbre. Escuchó, allá arriba, los silbos <strong>de</strong> los obreros, el ruido <strong>de</strong> la máquina mezcladora <strong>de</strong> cemento y arena, el canto <strong>de</strong>safinado <strong>de</strong> un hombre que gritaba, entre lamentos, la historia <strong>de</strong> mujeres infieles. Volvió al misterio <strong>de</strong>l objeto y pensó en la mujer que pudo haberlo exhibido por las calles empedradas 42
<strong>de</strong> la antigua ciudad. Debía clasificarlo y guardarlo en la bolsa numerada. Debía reportar su hallazgo, pero eso lo haría al día siguiente. La luz <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> que se colaba por el techo y la urdimbre <strong>de</strong> la bóveda central, era diáfana, como diáfana la satisfacción que la embargaba. ¿Para qué explicarla? ¿A quién explicársela, a<strong>de</strong>más, en su soledad <strong>de</strong> mujer indócil y sin compañía? Ya no se sentía hueca. Podía admitir que estaba viva y ocupaba, por fin, un lugar en las entrañas <strong>de</strong> la tierra. 43
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-No me confundas, por favor, Bernar
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¿Me entiende, no? Y ahí mismo Leo
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A PROPÓSITO DE ESTOS RELATOS
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