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historiadores buscaría en las crónicas de la época, aquellas
que le permitieran aventurar un nombre, un rostro, una
historia. ¿Cómo olvidar la leyenda del famoso lienzo hallado
en un lecho de río por una mujer común, de oficio lavandera?
María Ramos se llamaba y estos huesos, suaves, dignos en su
dimensión, eran huesos de una mujer. No creía en la virgen,
ni en lienzos milagrosos, ni en historias de apariciones, ni
en lavanderas mensajeras. La educaron para no creer. Pero
empezó a creer en esos huesos.
Por un momento los ingenieros y obreros se habían agolpado
frente a la zanja, pero cuando vieron el cuerpo de aquellos
restos óseos, la curiosidad les duró poco, acaso porque, en
su lugar y animados por las aventuras de Indiana Jones,
esperaban encontrar piezas de oro, riquezas fantásticas,
tesoros de españoles perseguidos por la Corona. No obstante,
debido a la magnitud y calidad de los hallazgos, El Espectador
había enviado a un cronista y a un reportero gráfico, para que
revelara al país el tesoro de la Catedral de Pereira. Los rasgos
predominantes del cráneo eran caucasoides –le dictó Sara a
un auxiliar–, aunque acusaban un mestizaje, si atendía a la
bóveda craneal (mesocéfala), a la forma de la nariz (no muy
prominente), a sus incisivos centrales superiores en forma de
pala, a la mandíbula robusta y, en especial, a los dientes de
gran tamaño.
Aunque el cráneo era suave y fino, dejaba ver las huellas
de vigorosas inserciones musculares en las líneas nucales,
en las apófosis mastoides y en el mentón, como si toda la
vida hubiese tenido que cargar cosas pesadas. Sara retiró
los palustres, ubicó el jalón de escalas rojas y blancas en las
paredes de la zanja, tomó varias fotografías y finalmente llamó
a Demetrio, el auxiliar de mayor confianza, para que registrara
en un cuaderno datos sustanciales: la orientación del cuerpo,
el número de huesos, su distribución original, la dimensión
del terreno y la descripción de algunos objetos hallados en el
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