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era necesaria para el presente de una ciudad de paso, joven y
liberal, ajena a las improntas de la Colonia.
Esta vez Sara no iba a permitir que la prensa hiciera volar
la noticia, como sucedió con el primer hallazgo. Ya habían
informado, sin consultarle si era o no prudente, que en uno de
los costados de la Catedral, y a metro y medio de profundidad,
los obreros se habían topado con un esqueleto. Y empezaron
las especulaciones: que se trataba de un temido cacique pijao,
enterrado allí por sus enemigos quimbayas; que se trataba de
un noble español, proveniente de Valladolid; que se trataba de
un hacendado con alta influencia en el gobierno conservador,
a quien debía agradecerse la donación de un extenso terreno
que amplió el perímetro urbano; en fin. Sólo a Sara se le ocurrió
que podía tratarse de una mujer, porque algo en esos huesos,
a simple vista, así se lo señalaban. No sabía qué la inquietaba,
pero algo se anidaba en su ansiedad y por eso había ordenado
intensificar las excavaciones. Quería comprobar, sobre todo,
que era cierto aquello de que en 1892, como había escrito
un aprendiz de historiador, don Heliodoro Peña, a finales del
XIX, la ciudad que “tenía anchas y rectas calles bien pobladas
y encerradas por murallas”, había edificado varios templos:
la Iglesia Mayor, la de San Antonio, la de Santa Lucía y
había adecuado terrenos céntricos para “un cementerio y un
convento franciscanos”. Podían estar pisando, elucubraba Sara,
un lugar sagrado y de descanso, desaparecido por terremotos
o disposiciones gubernamentales.
Mientras limpiaba los huesos con la brocha, casi maquillándolos
y descubría para el presente lo que luego, por su experiencia,
tomaría la forma perfecta de un esqueleto, Sara recordó haber
leído que el 12 de abril de 1691, la ciudad había sido trasladada
nueve leguas hacia el occidente, acosada por la violencia de
los indios pijaos y chocoes, quienes poblaban los alrededores
y se quejaban continuamente de los atropellos que ejercían
contra ellos los encomenderos. 172 años después de haber
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